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IX

EL BÚHO

El Zarco se hallaba, pues, en la plenitud de su orgullo satisfecho. Había realizado parte de sus aspiraciones. Era temido, se había vengado; sus numerosísimos robos le habían producido un botín cuantioso; disponía a discreción del bolsillo de los hacendados. Cuando necesitaba una fuerte cantidad de dinero, se apoderaba de un cargamento de azúcar o de aguardiente o de un dependiente rico, y los ponía a rescate; cuando quería poner a contribución una hacienda, quemaba un campo de cañas, y cuando quería infundir pavor a una población, asesinaba al primer vecino infeliz a quien encontraba en sus orillas.

Pero satisfecha su sed de sangre y de rapiña, sentía que aún le faltaba alguna cosa. Eran los goces del amor, pero no esos goces venales que le habían ofrecido las condescendencias pasajeras de las mujeres perdidas, sino los que podía prometerle la pasión de una mujer hermosa, joven; de una clase social superior a la suya, y que lo amara sin reserva y sin condición.

Manuela habría sido para él una mujer imposible cuando medio oculto en la comitiva servil del rico hacendado, atravesaba los domingos las calles de Yautepec. Entonces, era seguro que la linda hija de una familia acomodada, vestida con cierto lujo aldeano, y que recibía sonriendo en su ventana las galantes lisonjas de los ricos dueños de hacienda, de los gallardos dependientes que caracoleaban en briosos caballos, llenos de plata, para lucirse delante de ella, no se habría fijado ni un instante en aquel criado descolorido y triste, mal montado en una silla pobre y vieja, y en un caballo inferior y que se escurría silencioso en pos de sus amos.

Entonces, si él se hubiese acercado a hablarle, a ofrecerle una flor, a decirle que la amaba, era indudable que no habría tenido por respuesta más que un gesto desdeñoso o una risa de burla.

Y ahora que él era guapo, que montaba los mejores caballos del rumbo, que iba vestido de plata, que era temido, que veía a sus pies a los ricos de las haciendas; ahora que él podía regalar alhajas que valían un capital; ahora esa joven, la más hermosa de Yautepec, lloraba por él, lo esperaba palpitante de amor todas las noches, iba a abandonar por él a su familia y a entregarse sin reserva; le iba a mostrar a sus compañeros, a pasearla por todas partes a su lado y a humillar con ella a los antiguos pretendientes. Tal consideración daba al amor que el Zarco sentía por Manuela un acre y voluptuoso sabor de venganza, sobre la misma joven y sobre los demás, juntamente con un carácter de vanidad insolente.

Así pues, aquello que agitaba el corazón del bandido no era verdaderamente amor en el concepto noble de la palabra, no era el sentimiento íntimo y sagrado que suele abrirse paso aun en las almas pervertidas e iluminarlas a veces como ilumina un rayo de sol los antros más oscuros e infectos, no: era un deseo sensual y salvaje, excitado hasta el frenesí por el encanto de la hermosura fisica y por los incentivos de la soberbia vencedora y de la vanidad vulgar.

Si Manuela hubiese sido menos bella o más pobre, tal vez el Zarco no habría deseado su posesión con tanta fuerza, y poco le habría importado que hubiese sido virtuosa. Él no buscaba el apoyo de la virtud en las penas de la vida, sino las emociones groseras de los sentidos para completar la fortuna de su situación presente. Iba a poseer a la linda doncella para satisfacer una necesidad de su organización, ávida de sensaciones vanidosas, ya que había saboreado el placer inferior de poseer magníficos caballos y de amontonar onzas de oro y riquísimas alhajas.

Pero después de saciado este deseo, el más acariciado de todos, ¿qué haría con la joven?, se preguntaba él. ¿Se casaría con ella? Eso era imposible, y además, tener una esposa legítima no halagaba su vanidad. Una querida como ella sí era un triunfo entre sus compañeros. ¿Abandonaría aquel rumbo y aquella carrera de peligros para huir con ella, lejos, para gozar en un rincón cualquiera de una existencia oscura y tranquila? Pero eso también era imposible para aquel facineroso, que había probado ya los embriagantes goces del combate y del robo. Dejar aquella vida agitada, inquieta, sembrada de peligros, pero también de pingües recompensas, era resignarse a ser pobre, a ser pacífico; era exponerse a que un miserable alcalde de pueblo lo amarrase cualquier día y lo encerrase en la cárcel para ser juzgado por sus antiguas fechorías. Podía convertir su botín, que era importante, en tierras de labor, en un rancho, en una tienda. Pero él no sabía trabajar, y sobre todo, le repugnaba hondamente esa existencia de trabajo oscuro y humilde, monótona, sin peripecias, aburridora, expuesta siempre al peligro de una denuncia, sin más afán que el de ocultar siempre el pasado de crimen, sin más entretenimiento que el cuidado de los hijos, sin más emociones que las del terror. No; era preciso seguir así por ahora, que después ya habría tiempo de decidirse, según lo exigieran las circunstancias.

El Zarco llegaba aquí en sus cavilaciones cuando se detuvo sobresaltado oyendo el canto repentino y lúgubre de un búho, y que salía de las ramas frondosas de un amate gigantesco, frente al cual iba pasando.

-¡Maldito tecolote! -exclamó en voz baja, sintiendo circular en sus venas un frío glacial-. ¡Siempre se le ocurre cantar cuando yo paso! ¿Qué significará esto? -añadió, con la preocupación que es tan común en las almas groseras y supersticiosas, y quedó sumergido un momento en negras reflexiones. Pero repuesto a poco, espoleó su caballo, con ademán despreciativo.

-¡Bah! Esto no le da miedo más que a los indios, como el herrero de Atlihuayan; yo soy blanco y güero ... a mí no me hace nada.

Y se alejó al trote para encumbrar la montaña.

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