Índice de El arte de aprender | Capítulo 2 ¿Es útil aprender? |
Capítulo 4 Los dos primeros elementos del acto de aprender: voluntad, orden. | Biblioteca Virtual Antorcha |
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PRIMERA PARTE
¿Qué es aprender?
Capítulo 3
El alimento físico y el otro. Horace Fletcher; los fletcherianos. El arte de preparar bien la absorción de alimentos. El arte de preparar bien la absorción de las ideas. Elementos esenciales del arte de aprender. Profesión de fe de un estudiante tenaz. El plan de este libro.
Un niño acaba de nacer; pasarán muchos años antes que se le pueda plantear, de una manera útil, la siguiente pregunta:
¿Consiste la dicha en descansar, o en ensanchar la vida?
En la práctica, él ya ha resuelto esta cuestión, o, por lo menos, la naturaleza la habrá resuelto por él; puesto que participa de la vida, pone todas sus fuerzas en aumentar de peso, para lo cual necesita alimentarse. Al mismo tiempo que vive, extrae cosas del mundo exterior y se los incorpora; y mientras viva, ese esfuerzo no se detendrá.
Es evidente la analogía, entre la manera como aumenta las dimensiones un ser humano, absorbiendo elementos físicos exteriores, y la forma en que se ensancha su espíritu, asimilando ideas y sensaciones que le llegan de fuera. La lógica del lenguaje usual expresa esa analogía, diciendo: alimentar el espíritu. En verdad, son dos alimentos que pueden compararse. Pero el mecanismo de la alimentación material es, naturalmente, más fácil de observar que el de la espiritual. Observemos, primero, el mecanismo material; probablemente, nos revelará, por analogía, los procedimientos del otro.
El estudio directo, la teoría y la práctica del mecanismo por el cual el hombre crece físicamente, por el cual cumple el esfuerzo especial, el gesto de comer, no es cosa muy antigua. Antes de que los especialistas se dieran cuenta, y que uno de ellos, sobre todo, hiciera una especie de religión (no sin cierta charlatanería exótica), el hombre se inquietaba por lo que podría llamarse la filosofía de la alimentación: elegir juiciosamente los alimentos, distribuirlos en comidas regulares, dosificarlos, evitar los excesos, etc. Por otra parte, se preocupaba por la manera como se comportarían una vez absorbidos; se había estudiado como se efectúa la digestión en el hombre y propuesto medios para digerir y asimilar mejor los alimentos. Pero la lucha consciente del hombre con su alimento, el pequeño drama que se desarrolla entre ellos, mientras aquél ataca conscientemente a éste (el alimento no se sustrae a la acción muscular del hombre hasta pasado el esófago), parece no haber sido considerado un hecho capital hasta el comienzo de este siglo.
No fué ni un Lister (1) ni un Pasteur quien se dedicó a este estudio en pro de la humanidad: fué un humilde médico de Nueva York. Si se lo nombras a sus colegas franceses, sonreirán o se encogerán de hombros. Pero no es por eso menos célebre, y la celebridad no es un hecho despreciable. Se llama Horace Fletcher (2).
A este médico yankee, destinado a ser un apóstol seguido por millares de discípulos, se le ocurrió decirme cierto día:
Yo como..., ¿por qué como? Para alimentarme, es decir, para asimilar la sustancia que alimentará mi organismo. Ahora bien, yo no puedo hacer nada, una vez que el alimento ha franqueado el esófago. Una especie de noche, de misterio, rodea el trabajo interior, que fabrica con mi alimento, sangre, músculos, grasa, etc. La única parte de la operación de la que tengo conciencia y que se efectúa bajo mi control comienza en mis labios y termina en mi esófago: dura exactamente el tiempo que yo mastico el alimento... Mi atención y mi esfuerzo deben, pues, ejercerse, principalmente, en este período. Voy a aplicarme en masticar de la mejor manera posible, utilizando a la perfección mis mandíbulas, mi lengua, mi paladar, mis dientes, mi saliva y hasta mi pensamiento.
Y se aplicó, como todos podemos hacerlo. Por ser la masticación una operación bastante simple, y como cada uno de nosotros puede recomenzar en sí mismo las experiencias de Fletcher, invito, expresamente al lector a hacerlo. Es un ejercicio saludable para preparar una buen digestión. Ejercicio admirable para revelarnos los procedimientos, más misteriosos, pero muy análogos, de la alimentación espiritual.
Lo que constatarás de inmediato masticando los alimentos de mejor manera es que la operación exige un uso ininterrumpido de la voluntad. Sí, este acto tan simple, y que, de ordinario, efectuamos con indiferencia, se ejecuta a expensas de nuestra pereza, en cuanto queremos vigilarlo y disciplinarlo. Los fletcherianos (así se llaman los discípulos, casi religiosos de Fletcher) quisieron hasta imponer -para no comprometer una empresa tan grande- el silencio absoluto. Se debía masticar callado. Podemos admitir que exageraban; pero no deja de ser cierto que, para triturar bien los alimentos, mezclados congruentemente con la saliva y no dejarlos franquear el esófago más que en estado de crema, se necesitan tanto una atención, como un esfuerzo muscular, que requieren un gran despliegue de voluntad. Ahora bien, la mayoría de los humanos poseen una volición floja y débil.
Otra constatación que la experiencia en ti mismo te hará evidenciar de inmediato: masticar bien exige orden. Al parecer, los fletcherianos han contado el número de viajes que tal o cual alimento debe efectuar de ida y vuelta, en las fauces, o en lo que Homero llama muralla de los dientes; han determinado las emisiones de saliva que corresponden a un bocado de rumpsteack o de espinacas; han determinado con un cronómetro, la masticación de un trago de sopa o de cerveza; pues según ellos debe masticarse la sopa y la cerveza. Admitamos que exageran; el hecho innegable (puedes considerar a los comensales de la mesa más elegante), es que la mayoría de nuestros contemporáneos se sacian con una glotonería desordenada. Apenas introducido un bocado de carne en la boca, y antes de que los dientes hayan podido atacarlo, lo acompañan con un pedazo de pan; inmediatamente introducen otro trozo de carne; sobre ese caos, tragan medio vaso de borgoña... ¡Horror! ¡Horror! Decídete, caro lector, a ordenar un poco ese caos: experimentarás, inmediatamente, placer, puesto que el orden es agradable y encantador, el orden es la dicha. Pero constatarás, al mismo tiempo, que para descomponer, coordinar y reconstruir, con un conjunto de gestos metódicos, este acto, que efectuamos a la buena de Dios, como dice el proverbio, es necesario, por lo menos, tanta reflexión y disciplina como para cualquiera de nuestros gestos, para el baile o el deporte, por ejemplo. Masticar bien es cuestión de orden.
En fin, mientras vigilas tu masticación, haces un nuevo descubrimiento: masticar bien ocupa mucho tiempo, mucho más de lo que supones, tanto que los fletcherianos consagran una hora, por lo menos, a cada comida, y no llegan a consumir, en ese tiempo, ni la tercera parte de lo que nosotros ingerimos en nuestras atropelladas comidas habituales. Se ha pretendido que el astuto Fletcher, predicando su evangelio de la masticación, quería solamente combatir con rodeos la glotoneria de sus contemporáneos. Admitamos, por tercera vez, que los fletcherianos exageran: todos nosotros podemos observar que masticar bien exige mucho tiempo, por entrenado que se esté al deporte masticatorio. Fenómeno singular: cuanto más se ha ejercitado, más se tiende a aumentar la duración del esfuerzo; es que para masticar bien no es necesaria la inspiración o el talento, sino una aplicación minuciosa, y si es verdad que hay comensales mejor dotados que otros -por ejemplo, gracias a su dentición-, este minucioso trabajo consume mucho tiempo, cualquiera que sea el individuo.
Así, el hombre, en su lucha consciente con las sustancias externas a él, que desea incorporarse, asegura su victoria sobre la voluntad, el orden y el uso del tiempo necesario.
La otra lucha consciente, la que emprende para infundir en su espíritu la sustancia inmaterial de las ideas, es de todo punto comparable con la primera.
Así como existe un arte de reducir y de absorber un alimento, hay otro para reducir y asimilar las ideas, y como la naturaleza, siguiendo el viejo adagio escolástico, no procede por saltos -natura non facit saltus-, es decir, usa procedimientos constantes y continuos, se prevé que, las buenas condiciones para la masticación intelectual son, si se me permite expresarme así, las mismas que las de la material. Las prevemos por inducción, por sentido de analogía y de continuidad: advertidos y guiados por las observaciones que acabamos de hacer sobre el acto físico, lo verificaremos observando, constantemente, el acto del pensamiento.
Aprender es captar una idea, nacida y formada, fuera de nosotros, es triturar esa idea hasta que pueda fácilmente entrar en nosotros, es empaparla con el fluído de nuestro propio espíritu, a fin de que no sólo se mezcle con él, sino que lo asimile, llegando a formar parte suya. Esta operación requiere un gran gasto de energía, una tensión viva, un esfuerzo: aprender es un acto de VOLUNTAD. Se necesitará también un método cuidadoso: la trituración intelectual, que convierte en asimilable, para nosotros, la idea venida de fuera, no puede efectuarse atropelladamente, a la buena de Dios; es el más alto grado; cuestión de ORDEN. En fin, la idea venida de fuera no se tritura, no se aprende de golpe; como hay mandíbulas humanas provistas de mejores dentaduras que otras, hay inteligencias que trituran, más o menos rápidamente, pero ninguna está dispensada de masticar durante cierto tiempo para deshacer bien el alimento. Aprender, entonces, además de asunto de orden y voluntad, lo es también de TIEMPO.
Voluntad, orden, tiempo: tales son los elementos esenciales del acto de aprender.
Examinaremos, uno después del otro, como buenos fletcherianos intelectuales que se sientan a la mesa, ni hambrientos, ni hastiados, ante el banquete de las ideas: este triple examen completará la primera parte de la presente obra.
En la segunda, después de haber analizado y estudiado los elementos esenciales para aprender, buscaremos cuáles son los medios prácticos y los procedimientos reales de hacerlo, utilizando, para este objeto especial, la voluntad, el orden y el tiempo.
Después de establecido esto, no nos quedará más que examinar cómo esos diversos medios de trituración se adaptan a las diferentes categorías de alimentos: no se mastica una costilla, como un marron glacé...
Saber cuáles son los elementos del acto de aprender, los medios prácticos para ello y su aplicación a todo lo que se aprende: he aquí lo que yo llamo el arte de aprender.
No hay ninguna vanidad en enseñar este arte; ni equivale, tampoco, a sacar patente de genio; por el contrario; Pico della Mirandola o Berthelot hubieran sido muy malos maestros. Yo no me dirigiría nunca a Inaudi (3)para aprender a calcular, puesto que sus procedimientos de cálculo no estarían a mi alcance. Si Berthelot me propone los métodos, por los cuales aprende, es como si un gigante me ofreciera, para uso de mis pies, sus botas de siete leguas. Para enseñar el arte de aprender a la mayoría de los humanos, no es necesario poseer una inteligencia que sobrepase el nivel de la de los demás; basta, tan sólo, un espíritu claro que, no habiendo aprendido nada sin trabajo, se haya tomado la pena de aprender bien, muchas cosas diferentes. Es necesario ser un estudiante mediano, pero tenaz, que habiendo egresado hace años de la Escuela, se obstina en seguir estudiando. Caro lector, te confieso que soy ese estudiante modesto y obstinado. Amando la vida, y habiendo gustado varias de las alegrías que ella nos proporciona, no he dejado de pensar que, aprender es una de las más vivas, más sanas y más durables; según mi manera de pensar, la mejor manera de ampliar la vida. He aquí la modesta experiencia que te ofrezco como herencia.
**NOTAS**
(1).-Joseph Lister (Upton, Essex, 5 de abril de 1827-10 de febrero de 1912). Cirujano inglés que logró persuadir a sus pares de la necesidad de aseptizar todo el material utilizado durante las intervenciones quirúrgicas, las manos de los cirujanos y las heridas abiertas. NdE
(2).-El doctor Horace Fletcher (Lawrence, Mass. 1849-Copenhagen, Dinamarca 1919) afirmaba que la buena salud del ser humano dependía de una correcta masticación de los alimentos. NdE
(3).-Jacques Inaudi (15 de Octubre de 1867 - 10 de Noviembre de 1950) fue un genio del cálculo que asombró a muchos científicos por su rapidez mental. Alfred Binet le dedicó 50 páginas en su libro Psicología de los grandes calculadores y de los jugadores de ajedrez. NdE
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