Índice de El arte de aprenderCapítulo 5
Los hombres y el tiempo.
Segunda parte
Capítulo 2

Antigüedad y respetabilidad de la enseñanza por el maestro.
Biblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE
¿Cómo aprender?

Capítulo 1

Los tres procedimientos que se pueden emplear para aprender: la invención, el maestro y el libro. Rol de la invención; sus peligros, fuera del caso del genio. Ella es, sin embargo, necesaria. Invención, maestros y libros deben contribuir a un buen aprendizaje.

Puesto que el arte de aprender es cuestión de voluntad, de orden y de tiempo, se prevé que enseñar a estudiar será enseñar el uso práctico de la voluntad, del orden y del tiempo para el objeto especial de aprender.

No basta, en efecto, poner un arma en la mano de un recluta, ofrecerle cartuchos, indicarle un blanco y ordenarle: ¡fuego! Es necesario explicarle el manejo del arma. No basta, tampoco, decirle al neófito de la ciencia: domina tu voluntad; procede con orden, aprovecha el tiempo. Es necesario mostrarle, cómo la experiencia de aquellos que han aprendido mucho, ha establecido los mejores métodos para usar la voluntad, el orden y el tiempo.

Aquellos que han estudiado mucho y bien, son muy fáciles de distinguir: son, simplemente, aquellos que saben mucho y bien. Sus procedimientos para estudiar no son numerosos. Existen personas -pocas- que han descubierto lo que saben; hay otros que han aprendido lo que saben, con maestros, y otros con libros; muchos han agregado a la enseñanza suministrada por los maestros y los libros, una cierta invención personal, invención que se limita, casi siempre, a encontrar por sí mismo, cosas ya descubiertas; pero su esfuerzo invertido aumenta de manera notable el provecho obtenido de ambos.

Maestros, libros, invención -míralos-, y constatarás que son los medios más prácticos para mejor servirse de la voluntad, el orden y el tiempo.
¿También la invención?
También la invención. Sobreentendiéndose que no consideramos aquí la invención del genio; no se trata de Pascal, de Newton, ni de Pasteur.

Y, sin embargo, el genio se ha calificado a sí mismo como una larga paciencia; la respuesta de Newton: Siempre pensando en ello... revela el secreto del más grande de los descubrimientos astronómicos. El genio mismo no descubre más que por una tensión extrema de la voluntad y por un infatigable uso del tiempo: tensión casi sobrehumana; uso que sobrepasa la paciencia del individuo medio. ¡Bien!, para las personas que no son genios, el esfuerzo de descubrir es, precisamente, un ayudante de la voluntad que despierta por influencia de la curiosidad, y ayudante, también, de la paciencia, interviniendo en el estudio una actividad personal que hace pasar el tiempo.

Toda enseñanza inteligente y práctica reservará un lugar a ese procedimiento fundamental de aprendizaje: el descubrimiento.

Desde los primeros pasos en una ciencia o en un arte el alumno tiene que hacer modestos descubrimientos. La enseñanza socrática consistía, precisamente, en provocar en el alumno el descubrimiento progresivo de todo su sabor; es también parecido el método de Rousseau en Emilio, por lo menos, para inculcar la moral. Cuando no se dispone de un Sócrates o de un Jean-Jacques para contribuir al nacimiento de las ideas que no están en nosotros, más vale no usar el método socrático llevado al extremo; pero en una cierta medida, es indispensable. Por ejemplo, he hecho notar ya, mi repulsión por las definiciones impuestas en las primeras líneas de un libro. El amontonamiento brusco de teorías y de reglas en el umbral de una ciencia, no me inspira una aversión menor. Que se me abra la puerta del templo, pero que no se me meta adentro de un puñetazo; que se me deje caminar por mí mismo, desde los primeros pasos, aunque se me guíe y se dirija mi conducta, si es necesario. Acuérdate, querido lector, de nuestra manera de proceder para definir lo que es aprender, y después, para separar los elementos esenciales de ese acto. Nunca debe aparecer ante nosotros una clasificación o una definición como una roca abrupta ante la proa de un navío. Hemos tratado de ver el obstáculo, de estudiar su forma y sus accesos; hemos elegido el sendero; hemos subido lentamente, pero por nuestro propio esfuerzo, y no en brazos como los enfermos. ¡Pues bien!, este sistema puede aplicarse a todo lo que se aprende.

Adaptado a las fuerzas de un alumno medio, el procedimiento del descubrimiento se ejerce, además, en lo que se llama, en la jerga estudiantil, las aplicaciones. Un problema aritmético -¿qué digo?-, una suma (por lo menos, las prímeras que se hacen) es un descubrimiento modesto, y sin embargo, el alumno que ha efectuado su primera operación aritmética, se siente mucho más orgulloso gue si hubiera repetido sin equivocarse la teoría de la suma. Una composición es un descubrimiento: las facultades de invención, adelantan mucho más con esto, que con veinte lecturas de preceptos sobre el arte de escribir. Manejar el pincel, tocar un instrumento musical, aunque mal, son descubrimientos indispensables para quien quiere -sin pretensiones de llegar a ser artista- aprender la gramática de la pintura o de la música y para gozar del arte de los maestros... Una traducción, una composición, son otros modestos descubrimientos. Quien en el estudio de una lengua no ha llegado a la composición y a la traducción no sabe más de lo que puede saber el portero de un hotel... En el aprendizaje de los gestos, como siempre, la manifestación de esta verdad pedagógica, es más evidente todavía: todas las lecciones verbales, todas las lecturas sobre la manera de conducir un automóvil no equivalen a conducirlo realmente. Recién se descubre algo cuando se corre sentado en el volante.

Sin embargo, así como se expondría a una catástrofe el aprendiz de chofer, si se le dejara solo con el coche, aun después de varias lecciones teóricas, de la misma manera el descubrimiento científico o artístico del alumno no será aprovechable sino cuando le vigila y le guía alguien que sabe manejar. Lector de buena voluntad, lector de inteligencia media, comprende bien esto: si se empeña en emplear sin ayuda el procedimiento del descubrimiento, en el arte o en la ciencia, acabarás dando una voltereta con tu coche... Las vías del saber están jalonadas de restos de accidentes de sus víctimas: autodidactos, ingenuos y audaces. Pintores que creen haber inventado la pintura; poetas que han abierto las esclusas de su inspiración, sin pensar que las reglas prosódicas deben fijar su curso; matemáticos convencidos que han descubierto la cuadratura del círculo; físicos, químicos, astrónomos improvisados, y, sobre todo, filósofos economistas que, fumando su pipa, resuelven todos los días las mas difíciles cuestiones políticas y sociales. ¡Ah! ¡Cuántos descubridores descaminados asedian la oficina de patentes! No sintamos por ellos demasiada piedad; se trata, casi siempre, de buenos perezosos. La pereza y la presunción se llevan siempre bien, y los hace sentirse genios; pero, sobre todo son incapaces del esfuezo voluntario indispensable para todo aprendizaje. Así, siguen adelante, maravillados de encontrarlo todo muy fácil; ¡es todo tan sencillo cuando no se aprende nada!, de ahí, a querer informar a la muchedumbre de su invento, no hay más que un paso. Casi todos los artistas sin cultura artística, casi todos los sabios que no han terminado el bachillerato se hacen famosos mediante la publicidad.

De esta manera, el procedimiento inventivo es indispensable para aprender bien: aguijonea la voluntad y utiliza el tiempo sin impaciencias; pero (salvo el caso del genio), es funesto para quien la emplea exclusivamente. Pero hemos visto que hay otros dos medios de aprender: los maestros y los libros. Y hemos dicho, también, que el arte de aprender tolera el uso simultáneo de los tres métodos. Los maestros y los libros son, en efecto, como la invención, ayudantes prácticos para servirse de la voluntad, del orden y del tiempo, en el acto de aprender. Ya hemos verificado esto para la invención; lo haremos ahora para los otros dos.

Al primer vistazo, estas dos formas de enseñanza se parecen. Un maestro es un libro que habla; un libro es un maestro que, aunque silencioso, comunica su pensamiento; y, de hecho, cuando el aprendiz se pone en su presencia experimenta, ante todo, si no es fundamentalmente perezoso, una ligera excitación de la voluntad: lo atrae la curiosidad de lo nuevo. La ciencia está allí, hecha realidad en el maestro o en el libro, y provoca, por lo menos, el deseo de iniciación. Existe otra influencia sobre la voluntad, común al maestro y al libro: los dos la serenan. Un hombre o un libro contienen la ciencia: no hay más que asimilar el segundo o hacerse igual al primero. Por último, podemos decir, que ambos son, para el que inicia sus estudios, como un sostén permanente de su esfuerzo: el primero desempeña el papel de guía, el segundo el de itinerario para el que viaja.

Por otra parte, el maestro y el libro sugieren y luego aseguran el orden al neófito. La mayoría de los seres humanos sienten por el orden el mismo horror que por el esfuerzo; aun las personas que por obligación tienen que arreglar las cosas domésticas, mantienen sus propios asuntos en un desorden lamentable. ¡Pues bien!, un maestro, un libro supone esencialmente el don del orden, y la facultad de imponérselo al alumno, de manera casi insensible y nunca penosa. Cuando analicemos de cerca lo que es la enseñanza de los maestros y la de los libros, veremos que es necesario rebajar, en la práctica, esa confianza ciega, en el orden de ambos. No es menos cierto que, al elegir el uno o el otro, hacemos un acto de fe en su método: sacrificamos, provisoriamente, nuestro orden (si lo tenemos) al suyo; si no lo tenemos acatamos el de ellos.

Por último, el maestro y el libro aparecen -más o menos conscientemente-, como medios prácticos de utilizar el tiempo, y de hacer rendir a las horas de estudio el máximo de sabor. Prueba: un libro grande, una obra científica en varios tomos causan al principiante una impresión de horror; abordará con más gusto un libro ligero, y hasta llegará a dejarse engañar por las apariencias; se confiará a una obra, con tal que se llame: El inglés en diez lecciones. Así también, unas de las primeras preguntas que se le hacen al maestro, antes de arreglarse con él son:
¿Cuántas horas? ¿Cuántos meses?

Inconscientemente, así como se delega en el maestro y en el libro la cuestión del orden, se le confía también la del tiempo. Y de esta manera, se hará responsables a ambos de las cuestiones. Es a ellos a los que se reprochará luego, las horas o los días perdidos; ellos serán los que saldrán perdiendo en el atolladero final. No comprendemos nunca que ellos no pueden mover nuestra inercia, y que si nada suple nuestro esfuerzo personal, nada tampoco sustituye nuestra falta de orden en el estudio y nuestro despilfarro de las horas. Para decirlo una vez más, el maestro y el libro no son más que agentes para ayudar nuestra voluntad, nuestro orden y nuestra paciencia.

Un examen más profundo de ambos nos demostrará que estos dos agentes no pueden pasarse nunca el uno sin el, otro. Quien ha aprendido siempre con maestros, apartándose de los libros, está, por lo general, tan mal instruído como el autodidacto que no habla de ciencia más que por las páginas impresas. Cada uno de esos medios de aprender corresponde, en nosotros, a facultades diversas. Un ciego que no es sordo o un sordo que no sea ciego, pueden llegar a ser sabios, pero cuando se puede gozar con los ojos y los oídos, ¿por qué cerrarlos a las ideas que rodean esos dos modos de acceso? La vista y el oído prestan al peregrínaje científico, el mismo apoyo recíproco que el que proporcionan al que viaja realmente por un país nuevo. No abandonemos, tampoco, ese sentido personal de orientación que cada uno posee en mayor o menor grado y que guía al explorador a través de la selva y al inventor a través de los campos desconocidos de la ciencia. Todo el arte de aprender se reduce, entonces, a hacer un uso juicioso del maestro y del libro, sin anular nuestra facultad de inventar.

Hemos estudiado, en este capítulo, el uso de la invención en el arte de aprender. En los próximos capítulos, consideraremos el uso juicioso del maestro y del libro.

Índice de El arte de aprenderCapítulo 5
Los hombres y el tiempo.
Segunda parte
Capítulo 2

Antigüedad y respetabilidad de la enseñanza por el maestro.
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