Índice de El arte de aprenderSegunda parte
Capítulo 3

El arte de escuchar.
Segunda parte
Capítulo 5

la retención.
Biblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE
¿Cómo aprender?

Capítulo 4

Es necesario aprender a leer para hacerlo con provecho. Algunos tipos de personas que leen mal. Fichas. El objeto que se debe proponer cuando se lee. Dos procedimientos de entrenamiento. Ventaja permanente de leer bien.

No hay necesidad de aprender a leer Los Tres Mosqueteros ni, en general, los libros escritos para diversión del público, pues tienen por objeto, precisamente, impedir que el lector piense; he aquí el motivo de su éxito, la razón por la cual persisten poco o mucho en el recuerdo. Todo lo que se les pide a las golosinas es que halaguen el gusto, y que no recarguen el estómago.

Por el contrario, leer un libro didáctico del cual no quede nada en el espíritu del lector, equivale a una estafa del autor, salvo que el que lo leyó sea un tonto vanidoso de los que leen por esnobismo: ¡Y qué pequeña es su recompensa! Yo aconsejaría, siempre, la felicidad del pordiosero a quien no quiere tomarse el trabajo de aprender.

Para leer con provecho una obra didáctica, suponiendo que sea buena (ni larga, ni aburrida, ni difícil y, además, sustancial y bien compuesta), se necesita una disciplina y un entrenamiento, lo mismo que para seguir con provecho un curso oral. Existe una educación de la vista y de la atención visual, así como existe otra del oído y de la atención auditiva. Las personas que leen bien son tan raras como las que escuchan bien.

Consideremos algunos tipos de lectores.
Primer tipo: el distraído, que continúa pensando en sus asuntos, inquietudes o placeres mientras lee. Sin embargo, sus ojos recorren las líneas y luego las páginas, una tras otra, creyendo que lee. Le asombrarías si le dijeras que no lee, y, sin embargo, lo que llega a su cerebro no es más que algo amortiguado y fragmentario, algo así como oír la música de un organillo cercano mientras tú ejecutas otra cosa en el violín. Lector distraído, no es el pensamiento del libro lo que te interesa, sino tu propio pensamiento que te encadena... Leyendo de esa manera un libro didáctico bien hecho, te desafío a comprenderlo, precisamente por estar bien hecho, puesto que, en una obra de esa clase ninguna página es inútil, y no podría invertirse, sin perjuicio, el orden de las ideas.

La distracción habitual es un caso de ligera debilidad mental, que se combate con un verdadero tratamiento de la voluntad; pero todo lector, aun el más enérgico, puede sufrir distracciones intermitentes, sobre todo el adulto que ya no está rodeado de todo el aparato de la escuela, que facilita el estudio como el claustro facilita la oración. El adulto que quiere leer con provecho una obra didáctica debe luchar con el remolino de pensamientos, extraños al estudio, que emergen de su propia vida, de su casa, de su familia, de sus negocios. Es un acto de voluntad perpetua lo que se le pide, y nada es más difícil. Leer es una acción, una acción continua: la mayoría de las personas leen pasivamente. En lugar de entrar con resolución en el libro, le ofrecen una blanda receptividad. Pues bien, todo lector pasivo debe dejar de leer, puesto que, como hemos dicho, el libro, por su naturaleza, comparte esa misma propiedad. De dos caracteres pasivos, colocados frente a frente, no puede resultar nada activo.

Segundo tipo de mal lector: el que hojea. Muchas personas, y algunas de ellas inteligentes y no del todo incultas, creen instruirse hojeando libros serios, artículos sustanciales y tratados didácticos. Este procedimiento de lectura es sólo admisible en el sabio, que se entera rápidamente del libro, al cual no es inferior, por lo menos desde el punto de vista del contenido científico, pero que contiene esta o aquella novedad, que el sabio picotea, abandonando todo lo demás. En todo caso, hojear un libro sustancial puede ser una distracción, pero esto no tiene nada de común con el estudio; además, es un procedimiento cansador, que acaba por hacer odiosos la lectura y los libros. El hojeador incorregible concluye por no leer nada provechosamente, y, en consecuencia, no aprenderá nada de los libros.

Tercer tipo defectuoso de lector, muy común en nuestros días: el que hace fichas. Tú sabes lo que es hacer fichas: es recortar cartones, todos iguales, numerarlos, clasificarlos en una caja ad hoc, y llenarlos con notas extraídas del libro que se lee. Es natural que un señor que quiere, por ejemplo, hacer un léxico de la lengua de Montaigne, no puede emplear mejor medio; la primera vez que encuentre en Montaigne la palabra amar, por ejemplo, la escribirá en la parte superior de una ficha, anotando el lugar; la segunda vez que aparezca dicha palabra, sacará la correspondiente ficha de la caja, en la que se encuentra debidamente ordenada, y anotará el segundo pasaje, continuando de esta manera. Hacer fichas es un procedimiento excelente para crear un repertorio.

El error del fichero y del que hace las fichas, enamorado de la erudición a la alemana, género de gentes que hoy forman legión, consiste en creer que uno es un sabio en cuanto ha formado un repertorio. Doble error. Detrás de la ocupación mecánica de rayar y ensuciar cartones, se puede ocultar la distracción, la indiferencia, la ignorancia y el olvido -sin contar la estupidez-. La ciencia encerrada en los libros es una caja de fichas que hay que transferirla a la cabeza exclusivamente. Es un error deplorable reducir a catálogos todo lo que se aprende en los libros. Yo sé de un joven doctor en letras que ha anotado todas las puestas de sol en la obra de Jean-Jacques Rousseau; ha constituído bellas y copiosas fichas, con las que después elaboró su tesis, por lo que recibió el título de doctor. Me consternó sólo al pensar que se pueda leer a Jean-Jacques con ese espíritu.

Doctor en cierne, guárdate de reducir el conocimiento de las cosas a una cuestión de estadística. Cuando sepas de memoria el número de ocasos de La Nueva Eloísa o de Los Sueños de un Caminante Solitario, no habrás aprendido absolutamente nada de estos libros inmortales, y por un trabajo tan pueril como el de las fichas, te arriesgas, creyendo leer mejor a no leer nada. Ni siquiera has vislumbrado el alma profunda de los libros, entretenido como estabas en contingencias exteriores. Aun cuando se trate de un libro puramente didáctico, no es un buen procedimiento de estudio entrar en él ficha en mano, como el encargado de una biblioteca dispone incontinente un repertorio. Aunque esta persona haya estado en veinte bibliotecas y en contacto con veinte colecciones excelentes, ¿se ha transformado en un erudito o en un artista? Muchos de esos lectores que gustan de hacer fichas, tienen una mentalidad de ujieres.

Si todas estas maneras de leer son malas, ¿cuál es la buena?
Para encontrarla preguntémonos, ante todo, cuál es el objeto que perseguimos cuando iniciamos una lectura.
¿Meter todo el libro en nuestra cabeza?
Si el libro es bueno, como suponemos, la idea no sería mala; pero, desgraciadamente, eso es imposible. Entonces, una vez leído el libro, ¿qué va a quedarnos en la cabeza? ¿La primera o la segunda parte? ¿El medio? ¿Fragmentos aislados? Semejante resultado sería muy triste; el perfecto consistiría en conservar en la cabeza una imagen del libro, evidentemente, reducida y debilitada, pero, sin embargo, clara, completa y fiel. En suma, el ideal sería guardar en el espíritu su sustancia y su ordenación. He aquí por qué leer bien no es sólo un esfuerzo de la atención y de la voluntad, sino también un trabajo de la inteligencia, puesto que es necesario filtrar la sustancia de las páginas y retener el orden.

Aprender a leer bien equivale, entonces, a aprender a ejecutar espontánea, rápida e infaliblemente ese acto intelectual que extrae de la frase, del parágrafo y del capítulo la sustancia y el orden, y fija el todo en nuestro cerebro. Ciertas cabezas bien dotadas hacen esto sin aprendizaje, de una manera natural; pero los espíritus medios deben entrenarse.

Hay dos sistemas de entrenamiento; si se emplean los dos, alternativamente, la formación deseada será más rápida.

Uno de ellos exige un compañero ayudante, o mejor, un maestro; ya te he dicho que el libro, como método de enseñanza, no se basta a sí mismo. El maestro te hará leer en alta voz durante las primeras lecciones y. más tarde, en silencio; después te preguntará lo que has leído. Si ya te has acostumbrado a escuchar bien, pasarás muy fácilmente de un ejercicio al otro. Inversamente, aprender a leer prepara a escuchar bien. Todo buen maestro debería empezar sus clases con algunas lecciones sobre la manera de escuchar y leer; con semejante maestro, muy pronto el discípulo estaría en condiciones de extraer verbalmente la materia y el orden de la frase, de la página y del capítulo. Esto llega a convertirse en hábito; apenas abierto el libro, la persona se pone instintivamente en guardia como un buen esgrimista ante el ataque. Pero para esto es necesario un maestro, o, por lo menos, un compañero inteligente. Dos lectores inteligentes pueden también enseñarse a leer recíprocamente: leen al mismo tiempo un trozo de un libro y se hacen preguntas uno al otro, por turno.

Sin embargo, un estudiante aplicado no debe olvidar que no siempre dispone de un ayudante, y que tiene que trabajar solo con su libro. ¿Cómo aprender a leer, entonces?

Como el oyente que quiere aprender a escuchar, recurrirá a ese ayudante económico y fiel: la pluma.
¿Hará fichas?
¡No! Nada de fichas. Hacer fichas, repito, no es más que preparar el repertorio de un libro; es una labor especial, útil en ciertos casos, y hasta indispensable para preparar obras de erudición; pero éste es un trabajo manual que no requiere inteligencia; el hombre inteligente que se ocupara con esto lo haría con una especie ue abandono, como quien pega sellos en un álbum.

Aprender a leer con la pluma en la mano es un esfuerzo de la voluntad y la inteligencia; es ejecutar ese trabajo de análisis (leyendo), y después de síntesis (anotando), exactamente igual al que el oyente atento hacía cuando escuchaba la palabra del maestro. Como cuando se trataba de sacar apuntes de un curso, se anotará todo lo que se crea indispensable para que una vez cerrado el libro se pueda restablecer el orden y la sustancia con la sola inspección de las notas (comprobarás qué diferente es este sistema al de las fichas). Te parecerá que en este caso resulta la tarea menos difícil, pues no hay que tomar la palabra al vuelo, ¡no te hagas ilusiones!: es tanto o más difícil. Hay algo en la palabra humana, particularmente inteligible, penetrante, matizado, gracias a lo cual el pensamiento hablado entra más fácilmente que el pensamiento escrito. Por otra parte, hay personas que hablan bastante claramente, que son oscuras cuando escriben. Escribir claro es un don extremadamente raro, un don divino. Felizmente, la página es paciente, y se presta a repetir lo dicho cincuenta veces, si es necesario, cuando no se han entendido las cuatro primeras líneas.

Para aprender a leer bien debes preparar una carpeta de cada libro leído, la que será, al principio, voluminosa y defectuosa, pero que, a medida que estés más acostumbrado, se irá reduciendo insensiblemente. Para reducirla, irás anotando, no línea por línea, sino echando un vistazo de conjunto sobre un trozo lo más largo posible y anotando en seguida sin mirar el libro. El que hace fichas arrastra pesadamente su mirada de míope de la linea del libraco a la línea de la ficha... En cambio tú, entre la lectura y la nota puedes reflexionar con la mirada en alto: os homini sublime dedit...

Poco a poco, la carpeta de un volumen didáctico se reducirá a algunas páginas que contendrán una imagen tan precisa del libro que, releyéndolas, el trabajo inverso de la anotación se hará sólo en tu espíritu: el libro resucitará. Empieza en cuanto puedas, este esfuerzo de síntesis; puede decirse que no existe el libro cuya materia y drden esencial no puedan contenerse en una sola página, como lo hubiera hecho Descartes. Escrito por ti, lector medio, cuando resumas en una página un libro entero, de manera que puedas consultando esa página, contar el libro, sabrás leer pluma en mano. Para perfeccionarte todavía más, leerás de cuando en cuando un libro sin tocar la pluma; no harás la página de notas hasta que lo hayas cerrado. Cuando constates que esa página destila, naturalmente, toda la sustancia y el orden del libro, como está en tu espíritu, podrás decir que sabes leer.

Es ésta una ciencia preciosa que no se aplica sólo a las obras didácticas. No olvidemos, en efecto, que no hay en el mundo sólo obras de enseñanza, y que la cultura de un espíritu bien entrenado se enriquece, por lo menos tanto, con estas como con las obras de otro orden. ¡Pues bien!, la disciplina misma inducirá espontáneamente a un lector que se haya empeñado en practicar esta disciplina, a leer una obra cualquiera, lo que le permitirá, ante todo, distinguir rápidamente un libro malo de otro bueno; nada de sustancia ni de orden, defectos que aparecerán de inmediato para un lector avisado. Esto le permitirá también leer con provecho libros que, para otros lectores, no son más que distracciones. ¿Crees que no hay, por lo menos, dos maneras de leer Eugenia Grandet, Fedra, Los Diálogos de los Muertos, La Odisea, etc.? Una firme disciplina es para el lector una fuente perpetua de placer y de provecho.

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