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II
LA SEÑORITA MEUNIER
Entre mis alumnos se contaba la señorita Meunier, dama rica, sin familia, muy aficionada a los viajes, que estudiaba el español con la idea de realizar un viaje a España.
Católica convencida y observante escrupulosamente nimia, para ella la religión y la moral eran una misma cosa, y la incredulidad, o la impiedad, como se dice entre creyentes, era señal evidente de inmoralidad, libertinaje y crimen.
Odiaba a los revolucionarios, confundía con el mismo inconsciente e irreflexivo sentimiento todas las manifestaciones de la incultura popular, debido entre otras causas de educación y de posición social, a que recordaba rencorosamente que en los tiempos de la Commune había sido insultada por los pilluelos de París yendo a la iglesia en compañía de su mamá.
Ingenua y simpática y poco menos que sin consideración alguna a antecedentes, accesorios y consecuencias, exponía siempre sin reserva lo absoluto de su criterio, y muchas veces tuve ocasión de hacerle observar prudentemente sus erróneos juicios.
En nuestras frecuentes conversaciones evité dar a mi criterio un calificativo, y no vió en mí el partidario ni el sectario de opuesta creencia, sino un razonador prudente con quien tenía gusto en discutir.
Formó de mí tan excelente juicio que, falta de afectos íntimos por su aislamiento, me otorgó su amistad y absoluta confianza, invitándome a que la acompañara en sus viajes.
Acepté la oferta y viajamos por diversos países, y con mi conducta y nuestras conversaciones tuvo un gran desengaño, viéndose obligada a reconocer que no todo irreligioso es un perverso ni todo ateo un criminal empedernido, toda vez que yo, ateo convencido, resultaba una demostración viviente contraria a su preocupación religiosa.
Pensó entonces que mi bondad era excepcional, recordando que se dice que toda excepción confirma la regla; pero ante la continuidad y la lógica de mis razonamientos hubo de rendirse a la evidencia; y si bien respecto de religión le quedaron dudas, convino en que una educación racional y una enseñanza científica salvarían a la infancia del error, darían a los hombres la bondad necesaria y reorganizarían la sociedad en conformidad con la justicia.
Le impresionó extraordinariamente la sencilla consideración de que hubiera podido ser igual a aquellos pilluelos que la insultaron si a su edad se hubiera hallado en las mismas condiciones que ellos. Así como, dado su prejuicio de las ideas innatas, no pudo resolver a su satisfacción este problema que le planteé: Suponiendo unos niños educados fuera de todo contacto religioso, ¿qué tendrían de la divinidad al entrar en la edad de la razón?
Llegó un momento que me pareció que se perdía el tiempo si de las palabras no se pasaba a las obras. Estar en posesión de un privilegio importante, debido a lo imperfecto de la organización de la sociedad y al azar del nacimiento, concebir ideas regeneradoras y permanecer en la inacción y en la indiferencia en medio de una vida placentera, me parecía incurrir en una responsabilidad análoga a la en que incurriría el que viendo a un semejante en peligro e imposibilitado de salvarse no le tendiera la mano. Así dije un día a la señorita Meunier:
-Señorita: hemos llegado a un punto en que es preciso determinarnos a buscar una orientación nueva. El mundo necesita de nosotros, reclama nuestro apoyo, y en conciencia no podemos negárselo. Paréceme que emplear en comodidad y placeres recursos que forman parte del patrimonio universal, y que servirían para fundar una institución útil y reparadora, es cometer una defraudación, y esto, ni en concepto de creyente ni en el de librepensador puede hacerse. Por tanto, anuncio a usted que no puede contar conmigo para los viajes sucesivos. Yo me debo a mis ideas y a la humanidad, y pienso que usted, sobre todo desde que ha reemplazado su antigua fe por un criterio racional, debe sentir igual deber.
Esta decisión le sorprendió, pero reconoció su fuerza, y sin más excitación que su bondad natural y su buen sentido, concedió los recursos necesarios para la creación de una institución de enseñanza racional: la Escuela Moderna, creada ya en mi mente, tuvo asegurada su realización por aquel acto generoso.
Cuanto ha fantaseado la maledicencia sobre este asunto, desde que me ví obligado a someterme a un interrogatorio judicial, es absolutamente calumnioso.
Se ha supuesto que ejercí sobre la señorita Meunier poder sugestivo con un fin egoísta; y esta suposición, que puede ofenderme, mancilla la memoria de aquella digna y respetable señorita y es contraria a la verdad.
Por mi parte no necesito justificarme. Confío mi justificación a mis actos y a mi vida, al severo juicio de los imparciales; pero la señorita Meunier es merecedora del respeto de las personas de recta conciencia, de los emancipados de la tiranía dogmática y sectaria, de los que han sabido romper todo pacto con el error, de los que no someten la luz de la razón a las sombras de la fe ni la digna altivez de la libertad a la vil sumisión de la obediencia.
Ella creía con fe honrada: se le había enseñado que entre la criatura y el criador había una jerarquía de mediadores a quienes debía obedecer, y una serie de misterios, compendiados en los dogmas impuestos por una corporación denominada la Iglesia, instituída por un dios, y en esa creencia descansaba con perfecta tranquilidad.
Oyó mis manifestaciones, consideraciones y consejos, no como indicaciones directas, sino como natural respuesta y réplica a sus intentos de proselitismo; y vió luego que, por falta de lógica, puesto que anteponía la fe a la razón, fracasaban sus débiles razonamientos ante la fuerte lógica de los míos.
No pudo tomarme por un demonio tentador, toda vez que de ella partió el ataque a mis convicciones, sino que hubo de considerarse vencida en la lucha entre su fe y su misma razón, despertada por efecto, de la imprudencia de negar la fe de un contrario a sus creeencias y querer atraérsele.
En su ingenua sencillez llegó a disculpar a los pilluelos comunalistas como míseros e ineducados, frutos de perdición, gérmenes del crimen y perturbadores del orden social por culpa del privilegio, el cual, frente a tanta desgracia, permite que vivan improductivos y disfrutando de grandes riquezas otros no menos perturbadores que explotan la ignorancia y la miseria, y pretenden seguir gozando eternamente, en una vida ultraterrena, los placeres terrenales mediante el pago de ceremonias rituales y obras de caridad.
El premio a la virtud fácil y el castigo al pecado imposible de rechazar sublevó su conciencia y enfrió su religiosidad, y, queriendo romper su cadena atávica que tanto dificulta toda renovación, quiso contribuir a la institución de una obra redentora que pondría a la infancia en contacto con la naturaleza y en condiciones de utilizar sin el menor desperdicio el caudal de conocimientos que la humanidad viene adquiriendo por el trabajo, el estudio, la observación y la metodización de las generaciones en todo tiempo y lugar.
De ese modo, pensó que por obra de una sabiduría infinita oculta a nuestra inteligencia tras el misterio, o por el saber humano, obtenido por el dolor, la contradicción y la duda, lo que haya de ser será, quedándole como satisfacción íntima y justificación de conciencia la idea de haber contribuído con la cesión de parte de sus bienes a una obra extraordinariamente trascendental.
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