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I

TRANSFORMACIONES EN EL ESPÍRITU DEL RÉGIMEN ESCOLAR

(Concepto funcional de la educación)

¿Para qué se enseña a los niños? Evidentemente, para que estén en condiciones, más tarde, de controlar su conducta, es decir, de ajustar lo más adecuadamente posible su comportamiento a la realización de sus deseos. La inteligencia sólo tiene valor en cuanto es instrumento de acción, y los conocimientos con que se la nutre no valen sino en la medida en que necesitan su intervención.

Como se ve, la significación, la función de una operación psíquica es la de servir de guión, de puente entre el deseo y la acción. Sólo si se halla encuadrada en este complejo, formando un todo, una unidad psicológica, es cuando ocupa su lugar natural. Así como el pulmón no puede funcionar normalmente si no está en comunicación, por un lado, con el oxígeno del aire, y por otro, con la sangre, del mismo modo la inteligencia no puede manifestar una actividad normal si no está relacionada con el deseo que ocasiona su movimiento, y con la acción, que marca su punto de llegada.

Ahora bien, en la escuela se considera habitualmente a la inteligencia fuera de su contextura vital; se hace trabajar al niño sin haber despertado en él, previamente, un deseo en el que el trabajo a realizar tendría como función la realización de este deseo. Rousseau ya se apercibió de este grave error psicológico que tiende nada menos que a privar a la actividad de su motor natural. El interés presente -decía-, ¡he ahí el gran móvil, el único que conduce con seguridad y lejos! ¿Queréis que el niño busque la media proporcional entre dos líneas? Haced de modo que tenga necesidad de hallar un cuadrado igual a un rectángulo dado... Y Dewey, el eminente psicopedagogo americano, insiste con razón en lo degradante que es un trabajo así concebido, que corta en dos la personalidad, cuando, justamente, la escuela debería tener por objeto formarla, añadiéndole todos los elementos en síntesis armónica. Cuando se separa la actividad del interés -dice Dewey- se crea una lucha entre dos haces de actividad. Se forman hábitos mecánicos, visibles por la actividad exterior, pero en donde está ausente la actividad psíquica y que carecen por consiguiente de valor. Interiormente se crea el vagabundaje mental, una sucesión de ideas sin objeto, porque no convergen hacia una actividad definida.(Dewey, La escuela y el niño.)

No es necesario demostrar aquí que, con gran frecuencia, el trabajo escolar no corresponde en el niño a la realización de ningún deseo interior, de ninguna necesidad práctica ni intelectual. Si el trabajo estuviera en correlación con el interés, la escuela no habría imaginado en el transcurso de los siglos todo ese arsenal de medios de coerción (disciplina, castigos, etc.), que sirven precisamente de sucedáneos a este interés ausente. Es evidente que a esta pregunta: ¿qué es lo que determina el trabajo de los escolares? no puede contestarse más que con esta respuesta: los programas de exámenes. El niño trabaja para la escuela, no para él.

Pero, ¿cómo va a trabajar el niño para él? El niño no tiene ningún interés natural por el trabajo: fundar su trabajo en su deseo de trabajar equivaldría a no trabajar nada en absoluto. Tal es la objeción que se hace generalmente al postulado de la educación funcional. Pero la psicología declara falsa una afirmación de ese género: ¡No cabe duda que el alumno no ama el trabajo que le aburre! Pero, precisamente, el trabajo que le aburre es el que no responde a nada, el que no está dictado por ningún interés. El niño es el ser activo por excelencia; se trata solamente de guiar su actividad, de canalizarla hábilmente, de relacionarla con algún interés o necesidad natural.

Pero también aquí se pretende que la cosa es irrealizable para la escuela. En un estudio, por otra parte interesante, sobre el trabajo en la escuela, Aug. Schmid declara que la escuela no puede realizar la educación del trabajo, no puede enseñar a trabajar (Schmid, Schule und arbeitsproblem, Zeitsch, F. Jugenderziehung. Zurich, noviembre 1912, pág. 127). La escuela se hallaría en este aspecto en un estado de inferioridad incurable con respecto a la vida real: los móviles de acción sólo son suscitados por la vida real. La escuela, medio artificial sin relación con la vida, no podría engendrar móviles para la acción. Nosotros aprendemos, no para la escuela, sino para la vida; es una frase, dice el autor, que no tiene ningún sentido para los niños. Los fines del educador no lo sienten jamás los niños como una necesidad. y termina diciendo que sólo el trabajo en casa (jardinería, cría de animales, etc. ) es capaz de enseñar al niño a trabajar y que sería la única forma posible e imaginable de una Arbeits-schule, de una escuela de trabajo.

Estoy completamente de acuerdo con Aug. Schmid cuando dice que los fines del educador no aparecen a los niños como una necesidad interior; sin embargo, no puedo suscribir su conclusión negativa. Creo que sería posible introducir en la misma escuela los móviles de acción propios para engendrar el trabajo. El pesimismo de nuestro autor proviene de que no ha tenido suficientemente en cuenta las enseñanzas de la psicología del niño.

La psicología nos muestra, en efecto, la importancia considerable del juego en la vida del niño. Nos enseña que el juego llena en el niño la función que en el adulto se debe habitualmente al trabajo. Las nociones de obligación moral, de deber, de necesidad social, de necesidad material que faltan más o menos todavía en el niño, están sustituídos por el juego. Del instinto del juego es de donde el niño debe extraer las energías que el instinto de conservación social ofrece al adulto. Al colocar el amor al juego y la tendencia al juego en el alma del niño, la naturaleza lo ha armado admirablemente contra su propia incapacidad de interesarse por las realidades de la vida. Schmid tiene razón al decir que nunca podrán introducirse dentro de los muros de la escuela los mismos móviles que constituyen los manantiales de actividad en la vida exterior; pero olvida que con el juego se puede sustituir ventajosamente esta imposibilidad y proveer a los niños de resortes de acción todavía más poderosos que los que determinan el trabajo de la mayor parte de los adultos.

Ya sé yo que la palabra juego, cuando se habla de hacer de él el fundamento de la actividad escolar, tiene la virtud, de producir un gran escándalo, aun en nuestras democracias, que se precian de su liberalismo. ¡Las escuelas se han hecho para trabajar y no para jugar! exclaman. ¿Es esto cierto? A mi parecer, las escuelas están hechas (o deberán estar hechas) para desarrollar al niño, para desarrollarlo lo mejor posible (dando a esta palabra desarrollo su sentido más amplio). Decir que las escuelas están hechas para trabajar (dando a esta palabra el sentido unido al trabajo habitual escolar) es resolver la pregunta por la pregunta, es cometer una petición de principio. Porque precisamente se trata de saber si el juego es la mejor introducción al trabajo.

La naturaleza nos muestra, en efecto, que para llegar a un cierto grado de desarrollo el organismo debe pasar previamente por estadios que parecen contradictorios; estos estadios son, sin embargo, indispensables. Así para que un niño llegue al grado de desarrollo en que pueda masticar carne, es necesario que pase por el estadio de alimentarse con leche. Si empezamos por darle a un niño carne desde su nacimiento, con el pretexto de que es necesario educarlo en la masticación, se originarán en él inmediatamente circunstancias patológicas que acabarán con él bastante antes de que le hayan salido los dientes. Del mismo modo, andando a gatas es como adquiere un pequeño la facultad de andar en dos pies. Cuando se salta esta etapa necesaria y se pone al niño en pie demasiado pronto, se le deforman las piernas, y en vez de ganar tiempo se pierde.

No es, pues, nada absurdo pensar que el juego pueda ser una etapa indispensable para la adquisición del trabajo. Y la observación demuestra que lo es, en efecto. No hay, por lo demás, entre el juego y el trabajo la oposición radical que supone la pedagogía tradicional. Sin aproximar en modo alguno el trabajo al juego (dice Boutroux), ¿no se puede preguntar si la oposición que establecemos entre el juego y el trabajo es falsa o es cierta? La encontramos profesada por los romanos, pueblo serio, sin duda, pero brutal y grosero en sus juegos, tanto como duro y rígido en la práctica de un deber. Por un lado, coacción violenta; por otro, relajación sin freno. ¿Es éste el ideal de la vida humana? No concebían así los griegos el juego y el trabajo. Los juegos en ellos eran nobles y reglamentados, el trabajo conservaba gracia y facilidad... ¿Por qué había de oponerse el trabajo al juego? (Boutroux, Questions de morale et d'éducation.)

Notemos de paso que para los griegos la palabra schole, de donde nosotros hemos sacado escuela, significaba ocio. Y aun en los latinos, ludus quería decir lo mismo juego que escuela, el ludis magíster, o maestro de juego, era el maestro de escuela. Fué bajo la influencia de un cristianismo mal comprendido, que condenaba todo júbilo como si fuera un vicio, cuando se fué despreciando poco a poco el juego y oponiéndolo al trabajo. De esta concepción medieval sufrimos todavía hoy sus tristes consecuencias.

Sin embargo, la obra magistral de Karl Groos sobre los juegos de los animales y de los hombres ha puesto de manifiesto el papel considerable reservado al juego en la formación del individuo y en la evolución de la especie, y otros trabajos recientes han contribuído a darnos del juego una idea más precisa que la que se tenía de él hace un cuarto de siglo.(Karl Groos, Spiele der Tiere,1896; Spiele der Menschen,1899. Ver también los trabajos de Stratchan, Fiske, Hall, Carr, Appleton, Fanciulli, etc. Como resumen de estos trabajos, puede verse mi libro Psychologie de l'enfant et Pédagogie expérimentale, Genève, Kündig. Ver también mi artículo Réflexions d'un psychologue, Annuaire de l'Instruction publique de la Suisse romande. Lausanne, 1925.)

A la luz de estos trabajos se descubre que el juego no se distingue esencialmente del trabajo. Sin duda, entre ciertos trabajos y ciertos juegos existe una distancia considerable; pero, por otra parte, se encuentran actividades intermedias entre el juego y el trabajo de manera que se puede pasar de una a otra forma de actividad por una gradación insensible. Si se quiere que el niño no se desoriente por la actitud del trabajo que la escuela le impone bruscamente, es necesario introducir poco a poco en el seno del juego ciertos elementos propios del trabajo. Esto es lo que hace de un modo amplio la escuela de párvulos. Pero esta práctica cesa en la escuela primaria cuando convendría continuarla mucho tiempo aún. No se obtiene de la curiosidad nativa del niño, que tanto se acerca al juego, todo lo que se podría obtener. Y aun en la escuela secundaria se podría explotar con provecho la tendencia al juego, no ya como un simple estimulante del trabajo, sino también como una condición que dé al trabajo su valor profundo y humano. Porque, lo repito, el trabajo escolar no tiene objeto inmediato que le dé un sentido a los ojos del alumno, y sólo el juego puede prestarle una significación proponiéndole un objeto ficticio aceptable para el niño.

Puede verse así el valioso concurso que la psicología aporta a la pedagogía escolar, permitiéndole librarse de una de las críticas más graves que se le han dirigido. Queda por saber cómo habrá de proceder para introducir en el trabajo escolar elementos de juego que lo vivifiquen. No puedo extenderme aquí sobre este punto de aplicación, que pasa el marco que me he propuesto. La psicología nos enseña el camino: los prácticos deben adaptar su práctica a sus exigencias en la medida de su habilidad o de su ingenio individual. Sólo diré que la escuela no obtiene todavía ningún provecho de una forma de juego capaz de engendrar grandes esfuerzos de trabajo, y que posee además el mérito de desenvolver los instintos sociales de los niños empujándolos a una colaboración inteligente y fecunda. Esta clase de juego es la representación teatral bajo sus más diversos aspectos: comedia, pantomima, charada, cuadros vivos, marionetas, guiñoles o sombras chinescas, etc. Nuestros colegiales organizan a veces, es verdad, veladas teatrales; pero están fuera del programa, fuera de la escuela misma, y se hacen un poco como si fuera un tiempo robado al trabajo; en todo caso no pueden consagrar a estas manifestaciones el tiempo y la amplitud que les daría todo su valor educativo. Llamo la atención sobre lo fructuosa que podría ser una actividad de ese género si fuera organizada por la escuela misma, suscitando una serie de problemas técnicos, literarios, artísticos, históricos, que tendrían que resolverse a costa del ingenio de los alumnos.

Como aplicación del juego al estudio del idioma, quisiera citar el bonito procedimiento imaginado por Mlle. Th. Pittard, profesora de la escuela secundaria de muchachas de Ginebra, (Pittard, Pour enseigner à décrire. Intermédiaire des Educateurs, Ginebra, diciembre, 1912.) Se pide a los alumnos que describan lo más exactamente posible, pero sin nombrarlo, un objeto colocado ante ellos. Terminada esa descripción se distribuyen estas hojas entre los alumnos de otra clase que no hayan visto el objeto que ha servido para la descripción. Estos nuevos alumnos deben ahora dibujar el objeto descrito por sus camaradas simplemente siguiendo la descripción que aquéllos les han hecho. Después se les devuelve las hojas con los dibujos a los autores de la descripción que pueden darse cuenta entonces de las diferencias que hay entre el objeto real y el objeto tal como su descripción lo pinta y es evocado por el espíritu de los demás. Este ejercicio les divierte mucho y es al mismo tiempo de los más instructivos. Demuestra palpablemente a cada uno la utilidad práctica de la precisión del estilo, de la elección de la palabra propia, de la observación, etc.

He repetido yo mismo esta experiencia en una escuela de muchachos (trece-catorce años). El objeto a describir era un candelero de cobre de estilo antiguo. He aquí algunas de las descripciones a que dió lugar:

Este objeto está formado por un tubo vacío; en lo alto se encuentra una superficie agujereada en su centro, que tiene la misma dimensión que la circunferencia del tubo; por debajo se encuentra una especie de copa también fija en el tubo, y este pequeño tubo termina por un cono truncado. O bien: Es un objeto de cobre amarillo; su base va engrosando y se aplasta por debajo para poderlo asentar y que esté en equilibrio. Una barrita en medio sostiene una especie de copa o cubeta para colocar alguna cosa. La parte alta tiene la forma de un pequeño embudo, etc. Se puede adivinar lo diferentes que resultan después de estas descripciones cojas los dibujos ejecutados del modelo original. Todo el mundo puede darse cuenta de ello repitiendo esta experiencia que puede servir de punto de partida a todo un curso de redacción. En lugar de partir de la gramática se parte de la vida, y entonces comprenden los alumnos que la calidad del estilo y del vocabulario no sólo tiene por objeto conseguir buenas notas a fin de mes, sino que es indispensable a aquel que desea transmitir a otros, por medio de palabras, imágenes precisas que correspondan a su pensamiento. La gramática perderá de golpe su fisonomía de enemiga o de déspota implacable para aparecer como una servidora, como la servidora de nuestros deseos y de nuestros intereses. Ya lo había dicho Rousseau: ¡Qué extravagante propósito el de ejercitar (a los niños) a hablar sin tener nada que decir; creer que se les hace sentir, en los bancos del colegio, la energía del lenguaje de las pasiones y todo el arte de persuadir sin interés de persuadir de nada a nadie! Se pretende que nos forman para la sociedad, y se nos instruye como si cada uno de nosotros debiera pasar su vida pensando sólo en su celda, o tratar asuntos en el aire con indiferentes.

Por lo demás, las gramáticas deberían ser transformadas completamente y recompuestas desde el punto de vista funcional, ya que adoptan todavía hoy un aire dogmático. El lenguaje debería presentarse como un instrumento de acción y no como una camisa de fuerza que traba la expresión del pensamiento en vez de servirle. El Método de la lengua francesa, de Brunot, constituye desde este punto de vista una feliz innovación. El autor ha tratado, por ejemplo, de agrupar palabras, no por categorías lógicas y gramaticales, sino según su función, es decir, según las necesidades de la expresión. (Claparède, Une méthode fonctionelle d'enseignement de la langue, Interm. des Éduc., julio, 1913.)

A mi modo de ver, todavía Brunot ha sacrificado demasiado a los métodos rutinarios. Pero la pedagogía, ya lo hemos visto, no es aficionada a las revoluciones, y sus manuales no hubiesen encontrado un solo comprador, si no hubiese hecho concesiones a la costumbre escolar.

Habría mucho que decir sobre la aplicación a la práctica escolar de la psicología funcional. No son solamente los procedimientos didácticos, sino también los programas de estudio los que está llamada a transformar. Me limito aquí a recordar los programas funcionales desarrollados por Dewey, por Baden-Powell, por Irving King, por O'Shea, por Hall, por Kerschensteiner, por Ferrière. (Dewey, Escuela y sociedad y La Escuela y el niño; Baden-Powell, Éclaireurs, Neufchatel, 1913; King, Education for social efficiency, New York, 1913; O'Shea, Social development and education, Boston, 1909; Stanley Hall, Educational problems, New York, 1911; Kerchensteiner, Der Begriff des staatsbürgelichen Erziechung, 1911; Ad. Ferriere, Biogenitik und arbeitschule, 1912; Fondements psychologiques de l'école du travail, Revue psychol., julio 1914, y L'école active, Genève; Herrero, La escuela del trabajo, Madrid, 1923; Claparède, Psychologie de l'école active, Interm. des Educ., 1923; J. Mallart, La educación activa, Barcelona, 1925.)

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