Índice de Poema pedagógico Capítulo 12
Brátchenko y el comisario regional de abastos
Capítulo 14
Buenos vecinos
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 13

OSADCHI

En el invierno y en la primavera de 1922 hubo terribles explosiones en la colonia Gorki. Estas explosiones sucedíanse casi sin interrupción, y actualmente se funden en mi memoria como una madeja común de infortunios.

Sin embargo, esos días, aun con todo su dramatismo, eran días de auge tanto de nuestra economía como de nuestra salud. No puedo explicar ahora cómo se compaginaban lógicamente estos fenómenos, pero se compaginaban. El día corriente de la colonia era también entonces un día magnífico, lleno de trabajo, de confianza, de humano sentimiento de camaradería, y siempre había risas, bromas, entusiasmo y un ambiente general sano y animoso. Pero no transcurría ni siquiera una semana sin que cualquier historia absurda nos lanzase a algún abismo profundo, a alguna cadena tan espantosa de acontecimientos, que casi perdíamos la noción normal de las cosas y nos transformábamos en seres enfermos, que veían el mundo a través de sus nervios excitados.

Inesperadamente apareció entre nosotros el antisemitismo. Hasta entonces no habíamos tenido judíos en la colonia. En otoño nos fue enviado el primer hebreo; después llegaron varios más, uno tras otro. Uno de ellos había trabajado antes en el Departamento de Investigación, y sobre él recayó, en primer lugar, la ira feroz de nuestros veteranos.

En las manifestaciones de antisemitismo, yo no pude al principio ni siquiera distinguir quién era más culpable y quién menos. Los colonos recién llegados eran antisemitas simplemente porque hallaban en los judíos víctimas inofensivas para el desahogo de sus instintos de granuja; los mayores, a su vez, tenían más posibilidades de burlarse y reírse de los hebreos.

El primer judío se llamaba Ostromújov.
Ostromújov empezó a ser maltratado con motivo y sin motivo. Los colonos le pegaban, se burlaban de él a cada paso, le quitaban un buen cinturón o unos zapatos en perfecto uso y le daban, a cambio, algo que no servía para nada; recurriendo a cualquier artimaña, le dejaban sin alimentos o se los hacían incomibles; le irritaban interminablemente, le injuriaban y, lo peor de todo, le mantenían en un estado continuo de miedo y de vejación. Eso es lo que hallaron en la colonia no sólo Ostromújov, sino también Schnéider, Glézer y Kráinik. Fue terriblemente difícil luchar contra ello. Todo se hacía en medio de un misterio absoluto, con mucha cautela y casi sin riesgo, porque previamente se atemorizaba de tal modo a los judíos, que ni se atrevían a quejarse. Sólo por indicios indirectos, por su aspecto de abatimiento, por su actitud silenciosa y tímida, se podía establecer alguna que otra conjetura. Además, por conductos más alejados, por conversaciones amistosas de los educadores con los muchachos más impresionables se filtraban rumores difíciles de captar.

Sin embargo, no se podía ocultar plenamente ante el personal pedagógico el ultraje continuo de todo un grupo de colonos, y llegó un instante en que dejó de ser un secreto para nadie el desenfreno antisemita a que había llegado la colonia. Se pudo establecer, además, la lista de los ofensores. Todos ellos eran viejos conocidos nuestros -Burún, Mitiaguin, Vólojov, Prijodko-, pero dos colonos, Osadchi y Taraniets, desempeñaban el papel principal.

Hacía ya mucho tiempo que la viveza, el ingenio y la capacidad de organización habían promovido a Taraniets a la primera fila de los colonos, pero la llegada de muchachos mayores no le dejaba espacio libre. Ahora su tendencia al dominio había encontrado una válvula de escape en el atemorizamiento de los judíos y en su escarnio. Osadchi era un muchacho de dieciseis años, sombrío, tenaz, fuerte y excepcionalmente salvaje. Se enorgullecía de su pasado, pero no porque hallara en él ningún atractivo, sino por tesón, porque se trataba de su pasado y a nadie le importaba su vida.

Osadchi sentía gusto por la vida y procuraba siempre celosamente que no pasara día alguno sin proporcionarle su correspondiente satisfacción. En materia de satisfacciones, Osadchi era hombre de pocas exigencias. Generalmente, se contentaba yendo de paseo a Pirogovka, aldea próxima a la ciudad, poblada por medio-kulaks, medioartesanos. En aquellos tiempos, Pirogovka brillaba por su abundacia de muchachas guapas y de aguardiente, y ambas cosas constituían la principal satisfacción de Osadchi. Su eterno acompañante era Galatenko, un muchacho famoso en toda la colonia por lo vago y glotón.

Osadchi se dejaba un flequillo absurdo que le impedía ver la luz del día, pero que, según todas las trazas, constituía una ventaja considerable en la lucha por la simpatía de las muchachas de Pirogovka. Bajo ese flequillo, me miraba siempre sombríamente y, al parecer, hasta con odio cuando yo trataba de inmiscuirme en su vida privada. No le dejaba ir a Pirogovka y le exigía con insistencia que se interesara más por la colonia.

Osadchi se convirtió en el inquisidor principal de los judíos. Seguramente no era antisemita. Pero su impunidad y la indefensión de los hebreos le permitían brillar en la colonia con un ingenio y un heroísmo primitivos.

Era preciso emprender prudentemente la lucha franca y manifiesta contra esta banda de monstruos, porque semejante lucha implicaba la amenaza de terribles represalias, sobre todo contra los judíos. Tipos como Osadchi no se abstendrían, en caso extremo, ni siquiera de recurrir al cuchillo. Había que actuar bajo cuerda y con mucho tiento o cortando por lo sano.

Comencé por lo primero. Necesitaba aislar a Osadchi y a Taraniets. Karabánov, Mitiaguin, Prijodko y Burún me eran adictos, y yo tenía descontada su ayuda. Pero lo más que obtuve de ellos. fue convencerles de que no tocaran a los hebreos.
- ¿De quién hay que defenderlos? ¿De toda la colonia?
- No mientas, Semión. Tú sabes de quién.
- ¡Y qué importa que lo sepa! Aunque salga en su defensa no voy a tener todo el día atado a mí a ese Ostromújov. De todas formas, le pescarán y le zurrarán todavía más.
Mitiaguin me dijo francamente:
- Yo no me meto en eso, no es cosa mía; pero no les tocaré: no me hacen falta.
El que más simpatizaba conmigo era Zadórov. Sin embargo, no sabía cómo abordar la lucha directa contra tipos como Osadchi.
- Aquí hay que intervenir radicalmente, pero no sé de qué manera. Además, delante de mí todos lo ocultan como delante de usted. En mi presencia no tocan a nadie.
La situación de los judíos se hacía más y más difícil. Todos los días se les podía ver ya llenos de cardenales, pero, al interrogarles, se negaban a dar el nombre de sus apaleadores. Osadchi se paseaba como un gallito por la colonia y nos miraba desafiante a mí y a los educadores bajo su espléndido flequillo.

Decidí jugarme el todo por el todo y le llamé a mi despacho. Negó todo resueltamente. Sin embargo, su aspecto dejaba traslucir que negaba sólo por el bien parecer, pero que, en realidad, le tenía sin cuidado lo que yo pensara de él.
- Tú les pegas todos los días.
- Nada de eso -me respondía de mala gana.
Le amenacé con expulsarle de la colonia.
- Bueno, ¿y qué? Expúlseme usted.

Conocía muy bien el trámite difícil y penoso necesario para expulsar de la colonia a alguien. Había que gestionarlo largo tiempo en la comisión, presentar toda suerte de cuestionarios y de características, enviar más de diez veces al propio Osadchi al interrogatorio e incluso a diferentes testigos.

Además, Osadchi no me interesaba por sí mismo. Toda la colonia seguía sus hazañas, y muchos estaban de acuerdo con él y le admiraban. Expulsarle de la colonia significaba conservar esas simpatías en forma de recuerdo eterno del heroico y sufrido Osadchi, que no temía nada ni obedecía a nadie, que apaleaba a los judíos y que por ello había sido encerrado. Por otra parte, Osadchi no era el único que actuaba contra los judíos: Taraniets era menos brutal que Osadchi, pero mucho más astuto y sutil. Nunca les golpeaba y, en presencia de todos, los trataba hasta con ternura, pero por la noche les metía papeles entre los dedos de los pies y, después de encenderlos, se acostaba y se hacía el dormido. O bien, después de procurarse una maquinilla de cortar el pelo convencía a algún botarate como Fedorenko de que pelase a Schnéider media cabeza; luego, simulaba que se había estropeado la máquina, lo que le permitía burlarse del pobre chiquillo cuando iba tras él, suplicándole con los ojos llenos de lágrimas que terminara de pelarle la cabeza.

La salvación de todas esas calamidades llegó de la manera más inesperada y vergonzosa. Una noche se abrió la puerta de mi despacho, e Iván Ivánovich hizo entrar a Ostromújov y a Schnéider, los dos ensangrentados y escupiendo sangre, aunque sin llorar siquiera por su miedo habitual.
- ¿Osadchi? -pregunté.
Iván Ivánovich me refirió que, durante la cena. Osadchi se había metido con Schnéider, responsable del comedor aquel día. Primero le obligó a cambiar su ración, luego le hizo darle otro pan y, por último, cuando Schnéider, al servirle la sopa, inclinó involuntariamente el plato y rozó la sopa con sus dedos, Osadchi se levantó de la mesa y, en presencia del responsable principal y de la colonia en pleno, abofeteó a Schnéider. Schnéider tal vez se hubiera aguantado, pero el responsable principal no era hombre pusilánime y, además, nunca había habido hasta entonces entre nosotros peleas en presencia del responsable de la guardia. Iván Ivánovich ordenó a Osadchi que saliera del comedor y me comunicase lo sucedido. Osadchi iba ya hacia la puerta cuando se detuvo para decir:
- Iré a ver al director, pero antes va a pagármelas este judío.
Entonces se produjo un pequeño milagro. Ostromújov, que siempre había sido el más indefenso de los hebreos, saltó inesperadamente de la mesa y se abalanzó sobre Osadchi:
- ¡No te permitiré que le pegues!
Todo eso terminó golpeando Osadchi a Ostromújov allí mismo, en el comedor, y cuando, al salir, descubrió a Schnéider escondido detrás de la puerta le pegó con tanta fuerza, que le saltó un diente. Osadchi se negó después a presentarse ante mí.
En mi despacho, Ostromújov y Schnéider se embadurnaban de sangre el rostro con las sucias mangas de sus klifts, pero no lloraban y, por lo visto, se despedían de la vida. Yo estaba también seguro de que, si ahora no resolvía la situación de una vez para siempre, los judíos tendrían que salvarse inmediatamente por medio de la fuga o disponerse a sufrir un verdadero tormento. Me abatía y me dejaba literalmente helado la indiferencia de todos los colonos, incluido Zadórov, en relación con la riña del comedor. Repentinamente, me sentí tan solo como en los primeros días de la colonia. Pero en los primeros días yo no esperaba ayuda ni simpatía, y la soledad era un fenómeno natural y previsto, mientras que ahora había ya tenido tiempo de sentirme mimado y habituarme a la constante colaboración de los colonos.

En mi despacho, además de los muchachos perjudicados, había algunos otros. Yo le dije a uno de ellos:
- Llama a Osadchi.
Estaba casi seguro de que Osadchi se encabritaría y no querría venir, y había decidido firmemente que, en caso de necesidad, iría yo en busca suya, aunque fuese con el revólver en la mano.

Sin embargo, Osadchi vino. Irrumpió en el despacho con la chaqueta echada por encima de los hombros y las manos en el bolsillo, derribando al pasar una silla. Con el se presentó también Taraniets. Taraniets fingía una actitud de hombre interesado: parecía decir que había acudido únicamente porque aguardaba un ameno espectáculo.
Osadchi me miró por encima del hombro.
- Bueno, ya estoy aquí... ¿Qué pasa? -preguntó.
Le mostré a Ostromújov y a Schnéider:
- ¿Qué es esto?
- ¿Y qué? ¡Vaya una cosa!... ¡Dos judíos! ¡Y yo que creía que iba a enseñarme usted algo interesante!...

Y de pronto la base pedagógica se desmoronó estrepitosamente. Me encontré en el vacío. El pesado ábaco que había sobre mi mesa voló de repente hacia la cabeza de Osadchi. Fallé el tiro, y el ábaco golpeó sonoramente contra la pared y cayó al suelo.
En un estado de inconsciencia total busqué en la mesa algún objeto pesado, nada... entonces.. una silla... y me lancé con ella sobre Osadchi. Presa de pánico, el muchacho retrocedió hacia la puerta. No obstante, la chaqueta le resbaló por los hombros hasta el suelo, y Osadchi, enredándose en ella, se cayó.
Me recobré: alguien tiraba de mí por los hombros. Al volverme, hallé la mirada sonriente de Zadórov:
- ¡No vale la pena ese bicho!
Sentado en el suelo, Osadchi sollozaba. En el poyo de la ventana se había ocultado el pálido Taraniets. Los labios le temblaban.
- ¡Tú también te burlabas de estos muchachos!
Taraniets descendió del poyo de la ventana.
- Le doy mi palabra de que no volveré a hacerlo.
- ¡Fuera de aquí!
Se marchó de puntillas.

Osadchi, por fin, se levantó del suelo. Tenía la chaqueta en una mano y con la otra se limpiaba el último resto de su debilidad nerviosa: una lágrima solitaria en la sucia mejilla. Me miraba serio y tranquilo.
- Permanecerás cuatro días en la zapatería a pan y agua.
Osadchi sonrió con la boca torcida y me respondió sin pensarlo:
- Bueno.
Al segundo día de castigo me llamó:
- No lo haré más: perdóneme usted.
- Hablaremos de perdón cuando cumplas el castigo.
Después de cumplir los cuatro días de castigo ya no habló más de perdón. Por el contrario, me dijo sombríamente:
- Me marcho de la colonia.
- Márchate.
- Deme usted un documento...
- ¡Nada de documentos!
- Adiós.
- Que te vaya bien.

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