Índice de Poema pedagógico Capítulo 23
Semillas de calidad
Capítulo 25
Pedagogía de mandos
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 24

EL CALVARIO DE SEMIÓN

Shere dirigió enérgicamente el asunto agrícola. Llevó a cabo la siembra de primavera según el sistema de rotación de cultivos, y supo convertir la ejecución de su plan en un acontecimiento para toda la colonia. En el campo, en la cochera, en la porqueriza, en el dormitorio, simplemente en el camino o junto a la travesía, en mi despacho y en el comedor, en todas partes alrededor de Shere siempre se hablaba de agricultura. Los muchachos no acataban siempre sin discusión sus disposiciones, y Shere jamás se negaba a escuchar una observación práctica. A veces exponía afable y seco con las palabras más escuetas una pequeña hilera de argumentos y terminaba su breve discurso sin apelación:
- Hagan como yo les digo.

Seguía pasándose el día entero dedicado a su trabajo intenso y, al mismo tiempo, sosegado; seguía siendo difícil alcanzarle y, al mismo tiempo, sabía pasarse pacientemente dos o tres horas junto a algún pesebre, o andar cinco horas tras la sembradora, o entrar sin fin, cada diez minutos, en la porqueriza y aburrir con preguntas corteses y pesadas a los porqueros.
- ¿A qué hora han dado el salvado a los lechones? ¿No se han olvidado de anotarlo? ¿Lo apuntan todo como yo les he dicho? ¿Han preparado las cosas para el baño?

La actitud de los colonos con relación a Shere era, una actitud de entusiasmo contenido. Naturalmente, estaban seguros de que nuestro Shere era tan bueno sólo por ser nuestro y que en otro sitio valdría mucho menos. Este entusiasmo se expresaba en el reconocimiento tácito de su autoridad y en los interminables diálogos acerca de sus palabras, sus conocimientos, sus modales y su impermeabilidad a toda clase de sentimientos.

A mí no me asombraba esa simpatía. Yo sabía ya que los muchachos no justifican el axioma intelectualista de que los niños pueden querer y apreciar sólo a quien les ama, a quien les trata con ternura. Hacía ya tiempo que estaba persuadido de que los muchachos -al menos, los muchachos como los que teníamos en la colonia- profesaban el mayor respeto y el más profundo amor a otro tipo de gente. Eso que nosotros llamamos alta calificación, conocimientos seguros y exactos, destreza, arte, manos de oro, pocas palabras y falta absoluta de presunción, constante aptitud para el trabajo es lo que más entusiasma a los muchachos.

Podéis ser secos con ellos hasta el máximo grado, exigentes hasta la quisquillosidad, podéis pasar a su lado sin verles, incluso cuando procuran estar a vuestra vista, podéis ser indiferentes a su simpatía, pero si brilláis por vuestro trabajo, por vuestros conocimientos, por vuestra estrella afortunada, entonces podéis vivir tranquilos: todos estarán de vuestra parte y no os traicionarán. Independientemente del campo en que se manifiesten vuestras capacidades, independientemente de lo que seáis: carpinteros, agrónomos, forjadores, maestros, maquinistas.

Y, al contrario, por cariñosos que seáis, por amena que sea vuestra conversación, por bondadosos, afables y simpáticos que os mostréis en la vida y en el descanso, si vuestro trabajo está acompañado de reveses y de desventuras, si se ve a cada paso que no conocéis vuestro oficio, si todo lo que emprendéis acaba mal, jamás mereceréis nada, a excepción del desprecio, unas veces condescendiente e irónico, otras veces violento y hostil hasta la destrucción, otras veces enojosamente mordaz.

Una vez tuvimos que instalar una estufa en el dormitorio de las muchachas. Encargamos una estufa redonda. El estufista había llegado casualmente a la colonia. Estuvo todo un día entre nosotros, reparó a alguien un fogón y la pared de la cochera. Tenía un aspecto divertido: todo redondo, calvo, y, al mismo tiempo, resplandeciente y dulzón. Salpicaba su conversación de interminables refranes y proverbios, y de sus palabras se deducía que en el mundo no había un constructor de estufas como él.

Los colonos iban en masa tras él. En general, aceptaban con suma desconfianza sus relatos y los acogían a veces con reacciones que él no esperaba.
- Allí, hijitos, había, claro está, estufistas más expertos que yo, pero el conde no reconocía a nadie.
Hermanos -decía-, llamad a Artemio. ¡Si él construye una estufa, ésa sí que será una estufa! Yo, claro está, era joven en el oficio, y vosotros mismos comprenderéis lo que es una estufa en la casa de un conde... A veces, me quedaba así, mirando la estufa, y el conde iba y me decía: Tú, Artemio, esfuérzate...
- ¿Y qué, conseguiste algo? -preguntaban los colonos.
- ¿Cómo no? El conde estaba siempre al tanto... -y Artemio, pavoneándose, estiraba su cabeza monda y representaba al conde en actitud de inspeccionar la estufa construida por él. Los muchachos no podían aguantarse y se echaban a reír: Artemio se parecía muy poco a un conde...
Artemio empezó la construcción de la estufa con una verborrea solemne y especial, recordando todas las estufas buenas construidas por él y todas las estufas malas e inservibles construidas por otros. Al hablar así, revelaba, sin cohibirse, todos los secretos de su oficio y enumeraba, una tras otra, las dificultades que distinguían la construcción de una estufa redonda.
- Lo más importante aquí es trazar bien el radio. Hay quienes no saben hacerlo.
Los colonos efectuaban peregrinaciones enteras al dormitorio de las muchachas y seguían en silencio el trabajo de Artemio con el radio.
Artemio divagó mucho mientras construía la base. Cuando pasó a la estufa propiamente dicha, en sus movimientos apareció cierta inseguridad y su lengua se detuvo.
Yo entré a ver el trabajo de Artemio. Los colonos me abrieron paso, mirándome interesados.
- ¿Por qué es tan barriguda? -pregunté, sacudiendo la cabeza.
- ¿Barriguda? -preguntó Artemio-. No, no es barriguda. Lo parece porque no está terminada aún. Después será como es debido.
Zadórov entornó un ojo y contempló la estufa:
- ¿Y también lo parecía en casa del conde?
Artemio no captó la ironía:
- ¿Cómo no? Eso ocurre siempre, cuando la estufa no está terminada. Tú, por ejemplo...

Al cabo de tres días, Artemio me llamó para mostrarme la estufa. En el dormitorio se había congregado toda la colonia. Artemio daba vueltas alrededor de su obra y erguía la cabeza. La destartalada estufa estaba en el centro de la habitación, toda torcida, y de pronto, se desmoronó estruendosamente, llenó la habitación de ladrillos y nos ocultó a todos en una espesa nube de polvo que no pudo ocultar las carcajadas, los gritos y los gemidos que estallaron en aquel mismo instante. Muchos fueron alcanzados por los ladrillos, pero ninguno estaba en condiciones de reparar en su dolor. Los muchachos se reían en el dormitorio y, una vez fuera de él, se reían en los pasillos y en el patio, retorciéndose literalmente en los espasmos de la risa. Me levanté entre los escombros y tropecé en la habitación contigua con Burún, que tenía agarrado a Artemio por el cuello de la chaqueta y levántaba el puño sobre su calva sucia.
Despedimos a Artemio, pero su nombre fue durante mucho tiempo sinónimo de ignorante, fanfarrón y chapucero. Se decía:
- ¿Qué clase de persona es?
- Un Artemio, ¿acaso no se ve?

A los ojos de los colonos, Shere no tenía nada de Artemio, y por eso, le acompañaba en la colonia el respeto general y nuestros trabajos agrícolas se efectuaron a tiempo y con acierto. Además, Shere poseía capacidades complementarias: sabía encontrar bienes abandonados por falta de heredero, gestionar letras de cambio, hallar créditos. Por eso comenzaron a aparecer en la colonia nuevas podaderas, sembradoras, arados-sembradoras, cerdos y hasta vacas. ¡Tres vacas! Se sentía cerca el olor de la leche.

En la colonia nació una verdadera pasión por la agricultura. Únicamente los muchachos que habían aprendido algo en los talleres no se dejaban arrastrar por el campo. Detrás de la fragua, en una plazoleta, Shere había abierto unos invernaderos, y el taller de carpintería estaba construyendo unos marcos para ellos. En la segunda colonia se construían unos invernaderos de grandes proporciones.

En pleno fragor del entusiasmo agrícola, a principios de febrero, llegó Karabánov a la colonia. Los muchachos le recibieron con abrazos y besos entusiastas. Cuando pudo mal que bien desprenderse de ellos, entró en mi despacho:
- He venido a ver cómo viven ustedes.
Rostros alegres y risueños asomaban por la puerta del despacho: colonos, educadores, lavanderas.
- ¡Oh, Semión! ¡Mírale! ¡Salud!
Hasta el anochecer erró Semión por la colonia, estuvo también en la finca de los Trepke y luego, al ponerse el sol, vino a mí, triste y silencioso.
- Cuéntame, Semión, ¿cómo vives?
- ¿Que cómo vivo? Con mi padre.
- ¿Y Mitiaguin dónde anda?
- ¡Que se vaya al diablo! Le dejé. Me parece que se ha ido a Moscú.
- ¿Y tu padre qué tal?
- Pues un campesino como todos. Aún gallea... A mi hermano le han matado...
- ¿Cómo?
- Era guerrillero: le han matado los petliuristas en la ciudad, en plena calle.
- ¿Y tú qué piensas hacer? ¿Seguir en casa de tu padre?
- No... En casa del padre no quiero... No sé...
Se acercó, indeciso, hacia mí:
- ¿Sabe usted una cosa, Antón Semiónovich? -me disparó a quemarropa-. ¿Y si me quedara en la colonia, eh?
Me miró rápidamente y bajó la cabeza hasta las mismas rodillas.
Yo le dije sencilla y alegremente:
- ¿Se trata sólo de eso? Pues claro que sí: quédate. Todos estaremos contentos.
Semión saltó de la silla, y todo su cuerpo se estremeció en un acceso de ardiente y contenida pasión:
- No puedo, ¿comprende?, no puedo. Los primeros días menos mal, pero después... En fin, que no puedo. Ando, trabajo, y luego, cuando estoy comiendo, me pongo a recordar y, entonces, es que gritaría de dolor. Le diré por qué: me he encariñado con la colonia. Yo mismo no lo sabía, pensaba que sería una cosa pasajera, pero siempre acababa diciéndome:
Voy, por lo menos, a ver cómo viven. ¡Y cuando he venido y he visto lo que ustedes tienen aquí, lo bien que están! Y su Shere...
- Tranquilízate -dije yo a Karabánov-. Debías haber vuelto inmediatamente. ¿Para qué atormentarte así?
- Yo también pensaba lo mismo, pero cuando recordaba todas nuestras fechorías, cómo le hacíamos rabiar...
Sacudió la mano en un ademán de impotencia y guardó silencio.
- Bueno -dije yo-, olvídalo todo.
Semión alzó, desconfiado, la cabeza:
- Pero... tal vez piense usted que estoy coqueteando, como solía decir. ¡Pues no! ¡Oh, si usted supiera cuántas cosas he aprendido! Dígame con sinceridad: ¿me cree usted?
- Te creo -le contesté en serio.
- No, dígame la verdad: ¿me cree?
- Pero, hombre, ¡vete al demonio! -exclamé, riéndome-. Supongo que lo pasado no volverá a repetirse.
- ¿Ve usted? Eso significa que no confía del todo...
- Te atormentas en vano, Semión. Yo confío en todos, sólo que en unos más y en otros menos; en unos confío en cinco kopeks y en otros, en diez.
- ¿Y en mí en cuánto?
- En ti, en cien rublos.
- Pues yo no le creo en absoluto -se encrespó Semión.
- ¡Vaya contigo!
- Pero no importa: todavía tengo que demostrarle...
Semión se fue al dormitorio.

Desde el primer día pasó a ser el brazo derecho de Shere. Con francas dotes de agricultor, sabía muchas cosas y otras muchas las llevaba en la sangre, desde el abuelo y el bisabuelo: una experiencia agrícola heredada. Al mismo tiempo, absorbía con avidez la nueva teoría agrícola, la belleza y la armonía de la técnica agronómica.

Semión seguía a Shere con una mirada celosa y procuraba demostrarle que también él era capaz de no quedar a la zaga y de no cansarse. Pero no sabía alcanzar la tranquilidad de Eduard Nikoláievich y siempre andaba nervioso y exaltado, hirviente bien de indignación, bien de entusiasmo o de palpitante alegría.

Dos semanas más tarde, llamé a Semión y le dije simplemente:
- Aquí tienes un recibo: debes cobrar quinientos rublos en la sección de finanzas.
Semión abrió los ojos y la boca, se puso primero pálido y luego gris, por fin, balbuceó torpemente:
- ¿Quinientos rublos? ¿Y qué más?
- Nada más -respondí, mirando hacia el cajón de la mesa-. Vas y me traes el dinero.
- ¿Debo ir a caballo?
- Naturalmente. Ten, por si acaso, la pistola.
Entregué a Semión la misma pistola que yo había extraído en otoño del cinturón de Mitiaguin, con los mismos tres cartuchos. Karabánov la tomó maquinalmente. Echó una mirada feroz al arma, se la guardó con un rápido movimiento en el bolsillo y, sin decir una sola palabra más, salió de la habitación. Diez minutos más tarde oí un chasquido de herraduras contra el empedrado: por delante de mi ventana pasó, veloz, un jinete.
Antes del anochecer, Semión, ceñido por un cinturón y envuelto en una corta pelliza de herrero, fino y esbelto, aunque sombrío, entró en mi despacho. Silenciosamente depositó sobre la mesa un fajo de billetes y la pistola.
Tomé el paquete y, con la voz más indiferente e inexpresiva de que fui capaz, pregunté a Semión:
- ¿Has contado los billetes?
- Sí.
Yo arrojé descuidadamente el fajo en el cajón.
- Gracias por la molestia. Ve a comer.
Karabánov hacía girar maquinalmente su cinturón y dio dos o tres vueltas por el despacho, pero repuso en voz baja:
- Bueno.
Y se fue.

Pasaron dos semanas más. Semión, al encontrarse conmigo, me saludaba con sombría aspereza, como si se sintiese cohibido ante mí.
Con el mismo gesto sombrío escuchó mi nueva orden:
- Tienes que ir a buscar dos mil rublos.
Me contempló indignado largo tiempo, mientras se guardaba la pistola en el bolsillo. Después dijo, subrayando cada palabra:
- ¿Dos mil rublos? ¿Y si no los traigo?
Salté de mi sitio y le increpé.
- ¡Déjate de conversaciones estúpidas! Se te ha dado una orden: ve y cúmplela. ¡No hay necesidad de
escenas sicológicas!
Karabánov se encogió de hombros y murmuró confusamente:
- Bueno...
Al traer el dinero, insistió:
- Cuéntelo.
- ¿Para qué?
- Cuéntelo, se lo pido.
- Pero si tú lo has contado ya.
- Le digo que lo cuente.
- ¡Déjame!
Se agarró de la garganta, como si le ahogase algo, después tiró del cuello de la camisa y se tambaleó.
- ¡Está usted burlándose de mí! No es posible que tenga tanta confianza. No es posible. ¿Sabe? No es posible. Arriesga usted a propósito el dinero. Yo sé que es a propósito.
Ahogándose, se sentó en una silla.
- Me sale caro tu servicio.
- ¿Cómo que le sale caro? -saltó Semión.
- Ya ves: tengo que asistir a tu histeria.
Semión se aferró al poyo de la ventana y rugió:
- ¡Antón Semiónovich!
- ¿Qué pasa? -dije, ya un poco asustado.
- ¡Si usted supiera! ¡Si usted supiera lo que me pasa! Cuando iba antes por el camino, me decía: si existiera Dios en el mundo, si Dios enviara a alguien, si saliese alguien del bosque y se lanzara contra mí... ¡Aunque fueran diez, aunque fueran yo qué sé cuántos! Dispararía, les mordería lo mismo que un perro hasta que me matasen... Y, ¿sabe usted?, sentía ganas de llorar. Y sé que usted, mientras tanto, estaba aquí y pensaba: ¿traerá el dinero, no lo traerá? Porque usted arriesgaba el dinero, ¿no es verdad?
- Eres un tipo raro, Semión. Con el dinero se corre siempre algún riesgo. Traer dinero a la colonia sin peligro es imposible. Pero yo discurro así: si tú eres el encargado de traer el dinero a la colonia, el riesgo será menor. Eres joven, fuerte, montas bien, puedes escaparte dé cualquier bandido; en cambio, a mí me pescarían en un dos por tres.
Semión guiñó alegremente un ojo:
- ¡Ay, qué listo es usted, Antón Semiónovich!
- ¡Yo qué voy a ser listo! Ahora ya sabes cómo hay que cobrar el dinero: en lo sucesivo tú seguirás cobrándolo. No es ninguna astucia. Yo no tengo miedo a nada. Sé que eres un hombre tan honrado como yo. Esto lo sabía ya antes. ¿Es que tú no te habías dado cuenta?
- No, yo pensaba que usted no lo sabía -replicó Semión y, ya fuera del despacho, comenzó a cantar con voz que resonaba en toda la colonia.

Salían las águilas
tras las altas montañas
Salían en bandadas,
en busca del lujo.

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