Índice de Poema pedagógico Capítulo 13
Muecas de amor y de poesía
Capítulo 15
Gente difícil
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LIBRO SEGUNDO

Capítulo 14

¡No gemir!

A mediados de abril vinieron a la colonia para pasar las vacaciones de primavera nuestros primeros rabfakianos.

Vinieron más delgados y morenos, y Lápot recomendó que se les confiara al décimo destacamento, a la sección encargada del cebo. Estaba bien que no se enorgullecieran ante los colonos de sus peculiaridades de estudiantes. Karabánov ni siquiera tuvo paciencia para saludar a todos y se precipitó por los campos y los talleres. Belujin, rodeado de pequeñuelos, les hablaba de Járkov y de la vida estudiantil.

Al anochecer, todos nos sentamos bajo el cielo primaveral, y, recordando los viejos tiempos, nos pusimos a hablar de los asuntos de la colonia. A Karabánov no le gustaban mucho los últimos sucesos.

- Habéis procedido en justicia -decía-, no se puede objetar nada. Puesto que Kostia dijo que no le gustaba estar aquí, habéis hecho bien: ¡vete al diablo, búscate mejor vida! Y, naturalmente, Oprishko es un kulak y ha ido a reunirse con otro como él: era su sino. Pero, si pensamos un poco, veremos que aquí hay algo que no marcha. Es preciso discurrir algo. Nosotros hemos conocido ya otra vida en Járkov. Allí la vida es distinta y la gente también.
- ¿Es que nosotros tenemos mala gente en la colonia?
- En la colonia hay buena gente -contestó Karabánov-, muy buena, pero mire usted alrededor: cada día hay más kulaks. ¿Es que la colonia puede vivir aquí? Aquí hay que andar a mordiscos o salir huyendo.
- No se trata de eso -pronunció lentamente Burún después de pensar un poco sus palabras-. Todos debemos luchar contra los kulaks. Eso es cuestión aparte. Pero no es lo esencial. Lo esencial es que en la colonia no hay nada que hacer: los colonos son ciento veinte, toda una fuerza, y ¿qué trabajo tienen aquí? Sembrar y recoger, sembrar y recoger. Y todo eso a costa de grandes sudores, pero con poco fruto. La hacienda es pequeña. Dentro de un año, los muchachos se aburrirán aquí, querrán buscar un destino mejor...
- En eso Grishka tiene razón -intervino Belujin, acercándose a mí-. Nuestros colonos han sido niños desamparados, como se les llama, pero son proletarios, con ansia de producir. En el campo, claro está, es agradable trabajar y hasta divertido, pero ¿qué sacan del campo los colonos? Ir a la aldea, convertirse en pequeñoburgueses, les da cierto reparo y, además, ¿con qué van a ir? Para eso hace falta tener instrumentos de producción, y
jata, y caballo, y arado, y todo. Y vivir a costa de la mujer, como Oprishko, no sirve. Pero ¿a dónde ir? No hay más que la fábrica de reparación de locomotoras, pero hasta los obreros que trabajan allí no saben qué hacer con sus hijos.

Todos los rabfakianos se entregaron alegremente a las faenas del campo, y el Soviet de jefes, con refinada cortesía, les confiaba el mando de los destacamentos mixtos. Karabánov volvía excitado del campo:
- ¡Oh, cómo me gusta trabajar en el campo! ¡Y qué pena que sea mi trabajo que rinde tan poco, el diablo se lo lleve! Estaría bien, por ejemplo, trabajar así: has trabajado en el campo, luego vienes a segar y crecen telas, crecen zapatos, en el campo se mecen máquinas, tractores, acordeones, relojes, gafas, cigarrillos... ¡Huy, huy, huy! ¿Por qué los canallas no me consultaron al crear el mundo?...

Los rabfakianos debían pasar con nosotros el Primero de Mayo. Esto embellecía mucho la fiesta, ya de por sí alegre para nosotros.
La colonia seguía despertándose al toque de diana y, en destacamentos bien formados, se lanzaba al campo, sin mirar hacia atrás y sin perder energías en el análisis de la vida. Incluso nuestras viejas calamidades, como Evguéniev, Nazarenko, Perepeliátchenko, dejaron de atormentarnos.

La colonia llegaba al verano de 1925 como una colectividad compacta y, por añadidura, muy animosa: así, al menos, parecía vista desde afuera. Sólo Chóbot se nos atravesó en el camino. Con Chóbot yo no pude hacer nada.
En marzo volvió de ver a su hermano y nos contó que vivía bien, aunque sin braceros: era un campesino medio. Chóbot no pidió ninguna ayuda a la colonia, pero habló de Natasha.
- ¿Por qué hablas conmigo? -le dije yo-. Que decida ella misma...
Una semana más tarde volvió a mi despacho, ya alarmantemente agitado.
- Sin Natasha yo no puedo vivir. Hable usted con ella; convénzala de que venga conmigo.
- Escúchame, Chóbot, ¡qué hombre tan raro eres! Tú eres quien debe hablar con ella y no yo.
- Si usted le dice que venga conmigo, lo hará. Pero cuando hablo con ella, la cosa no sale bien.
- ¿Ella qué dice?
- No dice nada.
- ¿Cómo
nada?
- No dice nada, llora.
Chóbot me miraba entre anhelante e inquieto. Quería ver el efecto que me había causado su información. Yo no oculté a Chóbot que mi impresión era penosa:
- Eso está muy mal... Yo hablaré con ella.
Chóbot me miró con los ojos inyectados en sangre, miró a lo más íntimo de mi ser y me dijo con una voz ronca:
- Hable con ella. Pero sepa usted que si Natasha no viene conmigo, me suicidaré.
- ¿Qué tonterías son ésas? -grité-. ¿Eres un hombre o un trapo? ¿Cómo no te da vergüenza?
Pero Chóbot no me dejó terminar. Se tiró sobre el banco y rompió a llorar de un modo indescriptiblemente triste y desesperanzado. Yo le contemplaba en silencio, con una mano puesta sobre su congestionada cabeza. Repentinamente se alzó de un salto, me agarró de los codos y comenzó a balbucear rápidamente cerca de mi rostro palabras que salían a borbotones y se atropellaban unas a otras:
- Perdóneme... Sé que estoy haciéndole sufrir... pero no puedo ya hacer nada... Yo soy así, usted lo ve y lo sabe todo... Me pondré de rodillas... ¡Sin Natasha no puedo vivir!
Hablé con él durante toda la noche, y en el transcurso de aquella noche sentí mi impotencia y mi debilidad. Le hablé de la gran vida, de los caminos luminosos, de la diversidad de la dicha humana, de planes y realidades, de que Natasha debía estudiar, de que tenía notables aptitudes, de que ella, a su vez, le ayudaría luego a él, de que no se la debía confinar en una lejana aldea, de que allí sucumbiría de tristeza, pero nada de eso llegaba a Chóbot. El muchacho escuchaba lúgubremente mis palabras y musitaba:
- Soy capaz de hacer todo lo que haga falta para que venga conmigo...
Se fue igual de agitado, como un hombre que ha perdido la dirección y los frenos. A la noche siguiente llamé a Natasha. Escuchó mi breve pregunta estremeciendo tan sólo las pestañas, después alzó los ojos hasta mí y dijo con una voz nada cohibida, que parecía brillante de tan pura:
- Chóbot me ha salvado... pero yo ahora quiero estudiar.
- Entonces, ¿no quieres casarte y marcharte con él?
- Quiero estudiar... Pero si usted me dice que me vaya, me iré.
Una vez más contemplé estos ojos claros y francos, quise preguntarle si conocía el estado de ánimo de Chóbot, pero -ignoro por qué no se lo pregunté- me limité a decirle:
- Bueno, ve a dormir tranquila.
- Entonces, ¿puedo no irme? -me preguntó infantilmente, ladeando un poco la cabeza.
- No, no te irás; seguirás estudiando -contesté yo sombrío y pensativo, y ni siquiera me di cuenta de cómo salió Natasha del despacho.
Al día siguiente, por la mañana, vi a Chóbot. Estaba ante la entraba principal de la casa blanca y era evidente que me esperaba. Con un movimiento de cabeza le invité a entrar en el despacho. Mientras anduve manipulando con las llaves y los cajones de mi mesa, me observó en silencio y, de repente, me preguntó como si hablase para sí mismo:
- Entonces, ¿Natasha no quiere ir?
Le miré y me di cuenta de que no sentía nada, aparte de la pérdida de Natasha. Apoyándose con un hombro en la puerta, Chóbot miraba fijamente el ángulo superior de la ventana y musitaba algo ininteligible. Yo le grité:
- ¡Chóbot!...
Creo que ni siquiera me oyó. Se apartó de la puerta y, sin mirarme, salió silencioso y ligero, como un fantasma.
Yo no le perdía de vista. Después de comer ocupó su puesto en el destacamento mixto. Por la noche llamé a su jefe, Schnéider.
- ¿Qué tal Chóbot?
- No habla.
- ¿Cómo ha trabajado?
- El jefe del mixto, Nechitailo, dice que bien.
- No le pierdas de vista en unos cuantos días. Si notáis algo, comunicádmelo en seguida.
- Así lo haremos -dijo Schnéider.
Durante varios días Chóbot anduvo silencioso, pero iba a trabajar, se presentaba también en el comedor. Yo veía que evitaba a intento coincidir conmigo. En vísperas de la fiesta le encomendé personalmente a él en la orden que clavase las consignas en todos los edificios. Preparó cuidadosamente la escalera y me pidió:
- Hágame un encargo de clavos.
- ¿Cuántos?
Miró el techo, movió los labios y me respondió:
- Creo que con un kilo será bastante...
Comprobé su trabajo. Cuidadosamente, a conciencia, igualaba los transparentes con las consignas y decía a su compañero de trabajo, subido a otra escalera:
- ¡No, más arriba... más aún!... Bien. Clava.

A los colonos les gustaba prepararse para las fiestas, y, entre todas preferían la del Primero de Mayo por ser una fiesta primaveral. Sin embargo, aquel año el Primero de Mayo se nos presentaba de mal humor. El día anterior había llovido desde por la mañana. Escampaba media horita, pero de nuevo caía, igual que en el otoño, una lluvia fina y tenaz. En cambio, por la noche el cielo se llenó de estrellas, y sólo en el Oeste se extendía sombríamente un cardenal azul marino, que arrojaba sobre la colonia una sombra sucia y hostil. Los colonos corrían por la colonia para terminar, antes de la reunión, diversos asuntos: los trajes, el peluquero, el baño, la ropa. En la terracilla de la casa blanca -ya casi seca- los tambores limpiaban con tiza el cobre de sus instrumentos. Eran los héroes del día siguiente.
Nuestros tambores eran especiales. No tenían nada de común con los lastimosos profanos que producían una multitud desordenada de sonidos. No en vano los tambores de Gorki habían aprendido su arte durante medio año con los especialistas de los regimientos, y sólo Iván Ivánovich protestó entonces:
- ¿Sabe usted? ¡Tienen un método terrible, terrible!
Con los ojos fijos de espanto, Iván Ivánovich me informó acerca de ese método, que consistía en una magnífica alteración, donde se hablaba de mujeres, de tabaco, de queso, de brea y de una palabra que no puede ser citada aquí, pero que también servía honradamente a la causa tamboril. Sin embargo, este terrible método cumplía bien sus funciones educadoras, y las marchas de nuestros tambores se distinguían por la belleza y la expresividad. Había varias: de campaña, de diana, en honor de la bandera, de desfile militar, y en cada una de ellas había originales vibraciones de trinos, staccatos exactos y secos, redobles ahogados y suaves, frases inesperadamente explosivas y travesuras coquetas y bailables. Nuestros tambores cumplían tan bien su trabajo, que incluso muchos inspectores del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, después de oírles, se veían, por fin, obligados a reconocer que no introducían en la educación social ninguna ideología particularmente hostil.
Por la noche, en la asamblea de los colonos comprobamos nuestra preparación para la fiesta, y sólo un detalle quedó sin aclarar por completo: si llovería o no al día siguiente. En broma proponíamos que constase en la orden: se invita a los responsables de la guardia a asegurar el buen tiempo. Yo afirmaba que llovería infaliblemente; de la misma opinión eran Kalina Ivánovich, Silanti y otros camaradas versados en lluvias. Pero los colonos rechazaban nuestras aprensiones y gritaban:
- ¿Y si llueve, qué?
- Os mojaréis.
- ¿Es que somos de azúcar?
Tuve que recurrir a la votación: ¿ir o no a la ciudad si llovía desde por la mañana? En contra se alzaron tres manos, una de ellas la mía. En la reunión resonaron risas triunfales y alguien vociferó:
- ¡Hemos ganado nosotros!
Después de oírles yo dije:
- Pues bien, ya que lo habéis decidido, iremos, aunque caigan piedras del cielo.
- ¡Aunque caigan! -gritó Lápot.
- Sólo que cuidado con gemir. Ahora estáis muy valientes, pero mañana encogeréis el rabo y chillaréis: ¡ay, qué frío! ¡ay, qué humedad!...
- ¿Cuándo hemos gemido nosotros?
- Entonces, ¿de acuerdo con no gemir?
- De acuerdo.
La mañana nos acogió con el cielo completamente gris y una lluvia pérfida y menuda, que arreciaba a veces, y entonces caía sobre la tierra como vertida por una regadera y luego empezaba de nuevo a chispear sin ruido. No había ninguna esperanza de sol.
En la casa blanca, los colonos me recibieron ya preparados para la marcha y examinaron minuciosamente la expresión de mi rostro, pero yo intencionadamente me había colocado una máscara de piedra, y muy pronto comenzó a resonar desde diversos sitios un irónico recuerdo:
- ¡No gemir!
Enviado, por lo visto, como explorador, llegó el abanderado y me preguntó:
- ¿Llevo la bandera?
- ¿Y cómo vamos a ir sin bandera?
- Es que... como está lloviendo...
- Pero, ¿se puede llamar lluvia a esto? Llevadla enfundada hasta que lleguemos a la ciudad.
- A la orden -respondió dócilmente el abanderado.

A las siete se dio el toque de asamblea. La columna salió exactamente tal como establecía la orden. Hasta el centro de la ciudad había unos diez kilómetros, y a cada kilómetro apretaba la lluvia. En la plaza de la ciudad no encontramos a nadie: era evidente que la manifestación había sido suspendida. Emprendimos el regreso bajo una lluvia torrencial, pero ya todo nos era indiferente: todos estábamos empapados, y mis botas chorreaban agua como un cubo repleto. Hice detenerse a la columna y dije a los muchachos:
- Los tambores están mojados. Vamos a cantar. Os advierto que ciertas filas pierden la formación. Además, hay que llevar más erguida la cabeza.
Los colonos se echaron a reír. Por sus rostros corrían ríos enteros de agua.
- ¡De frente, march!...
Karabánov se puso a cantar:
¡Oh, compadre, compadre!
¡Qué vida perruna la tuya!

Pero las palabras de la cancioncilla parecieron a todos tan apropiadas a la situación, que también las recibieron a carcajadas. El segundo estribillo fue coreado por todos y llevado por las calles desiertas, inundadas de torrentes de lluvia.
Junto a mí, en la primera fila iba Chóbot. No cantaba y parecía no reparar en la lluvia; de un modo mecánico y obstinado miraba más allá de los tambores y no advertía mi tenaz atención.
Pasada la estación, permití que los muchachos fueran en columna de viaje. Lo malo era que a nadie le quedaba ni un pitillo seco, ni un puñado de majorka; por eso todos cayeron sobre mi petaca de cuero. Los muchachos me rodearon y recordaron con orgullo:
- A pesar de todo, no ha gemido nadie.
- Esperad un poco; en cuanto pasemos aquel recodo caerán piedras sobre nosotros. ¿Qué diréis entonces?
- Claro que las piedras son peor -dijo Lápot-, pero hay cosas todavía peores que las piedras. Una ametralladora, por ejemplo.

Antes de entrar en la colonia, formamos de nuevo y otra vez entonamos la canción, aunque la melodía era ya incapaz de dominar el creciente ruido del aguacero y los bramidos de los truenos, los primeros del año, inesperados y agradables, como si saludaran nuestro regreso. En la colonia entramos con la cabeza orgullosamente erguida, a paso muy rápido. Como siempre, rendimos honores a la bandera, y sólo después de ello todos se dispusieron a salir corriendo para los dormitorios. Yo grité:
- ¡Viva el Primero de Mayo! ¡Hurra!
Los muchachos lanzaron al aire sus gorras mojadas, vociferaron y, ya sin esperar la voz de mando, se lanzaron hacia mí. Me mantearon, y de mis botas fluyeron nuevos chorros de agua.
Una hora más tarde, fue clavada en el club una consigna más. En un enorme lienzo había escritas dos únicas palabras: ¡No gemir!

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