Índice de Poema pedagógico Capítulo 4
Todo va bien
Capítulo 6
Cinco días
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LIBRO TERCERO

Capítulo 5

IDILIO

Al otro día envié a Kóval este telegrama:
Colonia Gorki. Kóval. Apresura marcha colonia. Personal pedagógico debe llegar Kuriazh primer tren efectivos completos.
Al día siguiente, por la noche, recibí la contestación:
Retraso debido vagones educadores salen hoy.

A las dos de la madrugada, el único cabriolet de Kuriazh trajo de la estación de Rizhov a Ekaterina Grigórievna, Lidia Petrovna, Butsái, Zhurbín y Goróvich. De los innumerables bastiones pedagógicos habíamos elegido para ellos habitaciones y habíamos arreglado mal que bien unas camas. Los colchones fueron comprados en la ciudad.
El encuentro fue alegre. Shelaputin y Toska, a pesar de sus quince años, besaban y abrazaban como chiquillos a los recién llegados, chillaban y se colgaban de su cuello, levantando los pies. Los educadores llegaron animados y frescos, y en sus rostros yo leía el parte acerca del estado de los asuntos en la colonia. Ekaterina Grigórievna confirmó brevemente:
- Allí está todo preparado. Todo recogido. Unicamente necesitamos vagones.
- ¿Cómo están los muchachos?
- Los muchachos están sentados en los cajones y trepidan de impaciencia. Me parece que nuestros muchachos son muy felices. Y creo que todos nosotros lo somos. ¿Y usted?
- Yo también estoy saturado de felicidad -respondí con reserva-, pero me parece que en Kuriazh ya no queda gente feliz...
- ¿Qué ha ocurrido? -preguntó, inquieta, Lídochka.
- Nada terrible -repuso desdeñosamente Vólojov-. Sólo que tenemos pocas fuerzas. Y no es que sean pocas, pero hay que trabajar en el campo. Nosotros somos ahora el primero mixto, y el segundo mixto, y todos los destacamentos que usted quiera.
- ¿Y los de aquí?
Los muchachos se echaron a reír.
- Ya los verá...
Piotr Ivánovich Goróvich apretó con fuerza sus bellos labios, miró atentamente a los muchachos, a las oscuras ventanas, a mí:
- ¿Hay que traer rápidamente a los muchachos?
- Sí, lo antes posible -contesté yo-. La colonia tiene que correr como a un incendio. Si no, fracasaremos.
Piotr Ivánovich carraspeó:
- Sí, claro... debe usted ir a la colonia, aunque nosotros lo pasemos mal en Kuriazh. Piden mucho por los vagones, no quieren hacer ningún descuento y, en general, están fastidiándonos. Tiene usted que ir por un día... Kóval ha reñido ya con todos en la estación.
Nos quedamos pensativos. Vólojov se encogió de hombros y carraspeó también como un viejo.
- En fin... Váyase usted cuanto antes. Ya nos arreglaremos; de todas formas, peor que están las cosas no van a estar. Lo que hace falta es que los nuestros no se demoren allí.
Iván Denísovich, sentado en el poyo de la ventana, sonreía tranquilamente, examinando las manecillas del reloj.
- Precisamente hay un tren dentro de dos horas. ¿Y qué me aconseja usted?
- ¿Qué le aconsejo? ¡Diablos! ¡La cosa es para consejos! Naturalmente, no se puede emplear la fuerza. Ahora sois seis. Si conseguís ganaros a dos o tres destacamentos, estará muy bien. Sólo que tratad de ganároslos no por aislado, sino por grupos.
- ¿Agitación, entonces? -preguntó tristemente Goróvich.
- Agitación, pero sin que ellos se den cuenta. Sobre todo, habladles de la colonia, de diferentes hechos de la construcción. Pero ¿qué os voy a decir? Por supuesto, no podréis abrirles tan rápidamente los ojos. Sin embargo, dadles a entender algo.
En mi cabeza había el caos más indignante: ideas e imágenes de lo más diverso saltaban, se retorcían, trepaban y hasta se desmayaban, y si alguna de ellas gritaba a veces con una voz alegre, yo comenzaba a sospechar seriamente que estaba ebria.
Hay una mecánica pedagógica, una física y una química, incluso una metafísica pedagógica. Podía preguntarse: ¿para qué dejaba aquí, en Kuriazh, en esta noche oscura a esos seis ascetas? Yo divagaba con ellos acerca de la agitación, y, en realidad, me decía: en la sociedad de los kuriazhanos aparecerán mañana seis personas buenas, cultas, serias. ¿No sería esto, en realidad, una cucharada de miel en un tonel de alquitrán?... Además, ¿se trataba de alquitrán? Esta era, naturalmente, una química lastimosa. Y la reacción química podía ser también lastimosa, enclenque, infinita. Si aquí hacía falta química, era otra: dinamita, nitroglicerina, en general, una explosión inesperada, terrible, convincente, para que, como flechas, saliesen disparados hacia el cielo la muralla del monasterio, y los klift, y las almas infantiles, y los tragones, y los diplomas de agrónomo.
Hablando entre nosotros, yo mismo estaba dispuesto a meterme con mi primer destacamento mixto en algún buen tonel: fuerza explosiva teníamos bastante, palabra de honor. Recordé el año 20. Sí, entonces empezamos con más fuerza, entonces había estallidos y yo mismo me sentía llevado por entre las nubes como el Vakula de Gógol (1), y nada me daba miedo entonces. Pero ahora tenía llena la cabeza de toda clase de abalorios, que, según decían, eran necesarios para adornar a la pedagogía, esta beata hipócrita. Sea usted buena,
grand'maman, permítame zurrar una vez en el aire. Tenga la bondad -accede ella-, hágalo, pero procure que los muchachos no se molesten.
¡Qué explosiones ni qué ocho cuartos!
- Vólojov, engancha, me voy.

Una hora más tarde, de pie ante la abierta ventanilla del vagón, yo contemplaba las estrellas. El tren era de cuarta clase. No había donde sentarse.
¿No habría huido vergonzosamente de Kuriazh? ¿No me habría asustado de mis propias reservas de dinamita? Era preciso tranquilizarse. La dinamita es una cosa peligrosa: ¿para qué andar con ella, cuando existen en el mundo mis admirables gorkianos? Dentro de cuatro horas dejaré este sucio y asfixiante vagón y me hallaré en su refinada sociedad.
Llegué a la colonia en un coche de alquiler, cuando hacía ya mucho tiempo que los rayos solares habían perdido su fuerza. Los colonos corrieron a mí desde todas partes. ¿Eran colonos o emanaciones de radio? Hasta Galatenko, que antes negaba categóricamente la carrera como medio de desplazamiento, se asomó ahora por las puertas de la forja y de repente corrió por el sendero, estremeciendo la tierra y recordando a uno de los elefantes de combate del rey Darío Histaspes. Al clamor general de saludos, exclamaciones de sorpresa y preguntas impacientes también él aportó su parte:
- ¿Qué tal, Antón Semiónovich, se consigue algo o no?
¿De dónde has sacado, Galatenko, una sonrisa tan viril y tan franca? ¿Dónde has conseguido este sólido músculo que pliega tan graciosamente tu párpado inferior? ¿Con qué has untado tus ojos? ¿Con brillantina, esmalte chino o agua pura de la fuente? Y aunque tu pesada lengua gira todavía lentamente, también expresa emoción. ¡Emoción, demonios!
- ¿Por qué estáis tan elegantes? ¿Tenéis baile? -pregunté a los muchachos.
- ¡Sí! -respondió Lápot-. ¡Un verdadero baile! Hoy es el primer día que no trabajamos y, por la noche, representaremos La pulga, nuestro último espectáculo, y nos despediremos de los mujiks... Pero, diga usted, ¿qué tal van los asuntos?
Con sus nuevos calzones y sus nuevos gorritos de terciopelo, confeccionados especialmente para impresionar a los kuriazhanos, los colonos olían a fiesta. De un lado para otro corrían diligentemente los colonos de los sextos mixtos, preparando el espectáculo. En los dormitorios, en la escuela, en los talleres, en el club, había en todos los rincones cajones clavados, cosas envueltas en arpilleras, montones de hatillos y de colchones. Todo estaba harrido y fregado, tal como corresponde a una fiesta. En mi casa reinaba el undécimo destacamento, con Shurka Zheveli a la cabeza. Todas las cosas de la abuelita habían sido embaladas también, pero los muchachos le habían dejado magnánimamente una cama plegable, y Shurka se enorgullecía de su generosidad:
- La abuelita no puede dormir como nosotros. ¿Ha visto usted? Los muchachos duermen ahora todos en la era, sobre el heno... Todavía mejor que en la cama. Y las chicas, en los carros. Pero fíjese usted: ese Nesterenko ha tomado posesión únicamente ayer y hoy presume ya: le da lástima el heno. ¡Hay que ver! Nosotros le hemos dado una colonia entera, y a él le da lástima el heno. ¿Qué le parece como hemos embalado las cosas de la abuelita? ¿Qué dice usted, abuelita?
La abuela sonríe dulcemente a los muchachos, aunque tiene sus puntos de divergencia con ellos:
- Lo habéis embalado todo muy bien, pero ¿dónde va a dormir ahora vuestro director?
- ¡Ya lo sé! -grita Shurka-. En nuestro destacamento, en el once, es donde está el mejor heno, super. Hasta Eduard Nikoláievich se enfadó al ver que dormíamos en él. ¿Es que se puede dormir sobre un heno semejante? decía. Pero nosotros dormimos. y después se lo dimos a comer al
Molodiets ¡y había que ver cómo lo engullía! Le instalaremos, usted no se preocupe.
Una parte considerable de los colonos se había instalado en las casas de los educadores, formando organizaciones enteras de tutela y embalaje. En la habitación de Lídochka se había instalado el estado mayor de Kóval y Lápot. Sentado en el alféizar, Kóval, amarillo de ira y de cansancio, agitaba los puños e increpaba a los ferroviarios:
- ¡Funcionarios, burócratas, Akakis! (2) Les digo que se trata de niños y no quieren creerme. ¿Hay que presentarles las partidas de nacimiento o qué? Pero ¡si los nuestros no han visto nunca sus partidas de nacimiento! ¿Qué vas a decirle, cuando él, maldito sea, no comprende nada? A cada adulto, me dice, le corresponde un niño gratuito, pero si se trata sólo de niños... Me esfuerzo por explicarle al maldito de qué niños se trata, le digo que es una colonia de trabajo y que sólo queremos vagones de mercancías... ¡Y él lo mismo que un tronco! No hace más que darle al ábaco: carga, arriendo, amortización de tiempo... El diablo sabe de dónde ha podido sacar estas normas: si se trata de caballos y de muebles, una tarifa; si se trata de materiales para la campaña de siembra, la tarifa es distinta. Y yo le digo: pero, ¿de qué muebles habla usted? ¿Es que nos toma por unos burgueses que andan de mudanza? ¿A qué vienen los muebles?... No puedes imaginarte la insolencia de esos burócratas. ¡Qué insolencia! No hacen más que poner inconvenientes los muy sinvergüenzas.
Nos tienen completamente sin cuidado, dicen con todo cinismo, los campesinos ricos; nosotros no conocemos más que pasajeros y remitentes de mercancías. Yo le expongo las cosas desde un punto de vista de clase, y él me dice: ya que tenemos un libro de tarifas, el punto de vista de clase nos importa un bledo.
Lápot escucha indiferente el trágico relato de Kóval acerca de los ferroviarios y mi triste informe acerca de Kuriazh, y, a la menor oportunidad, vuelve a los alegres temas locales, como si no existiese ningún Kuriazh, como si él no tuviera que dirigir dentro de unos días el Soviet de jefes en ese salvaje país. Empieza a apesadumbrarme su ligereza. Pero también mi pesadumbre es aventada por su ingenio chispeante. También yo me río a carcajadas con todos los demás y también me olvido de Kuriazh. Ahora, libre de las preocupaciones cotidianas, ha crecido y se ha desarrollado el original talento de Lápot. Es un notable coleccionista: a su alrededor giran, se entusiasman, le creen y admiran continuamente tontos, extravagantes, poseídos, anormales. Lápot sabe clasificarles, encasillarles, cuidarles y jugar con ellos. En sus manos irradian con todos los matices de la belleza y parecen ejemplares interesantísimos de la raza humana.
A Gustoiván, muchacho pálido, desorientado y silencioso, le dice con una voz emocionada:
- Sí... allí hay una iglesia en el centro del patio. ¿Qué necesidad tenemos de un diácono extraño? Tú serás diácono.
Gustoiván mueve sus labios, delicadamente rosados. Antes de ingresar en la colonia, alguien vertió en su alma endeble una ración caballuna de opio, y desde entonces no ha podido desprenderse de él. Por las noches reza en los rincones oscuros de los dormitorios, y acepta las bromas de los colonos como un dulce martirio. Kóstir no es tan confiado como él:
- ¿Por qué dice usted eso, camarada Lápot? ¡Dios le perdone! ¿Cómo puede Gustoiván ser diácono, si el Señor no le ha ungido con su gracia divina?
Lápot alza su blanda nariz salpicada de pecas:
- ¡Pues sí que tiene mucha importancia la gracia divina! ¡Le pondremos esta clámide, y entonces habrá que ver el diácono que será!
- La gracia divina es imprescindible -trata de convencerle Kósir con su voz atenorada y musical-. El Todopoderoso debe ungirle.
Lápot se sienta en cuclillas ante Kósir y, abriendo y cerrando sus párpados desnudos, un poco hinchados, le mira fijamente:
- Tú date cuenta, abuelo: el Todopoderoso significa el que tiene poder... ¿verdad?
- El Todopoderoso tiene poder...
- ¿Y el Soviet de jefes, qué? Yo creo que si el Soviet de jefes le unge, ¡ésta sí que será unción!
- El Soviet de jefes no puede, querido; no posee la gracia divina -y Kósir, enternecido por la conversación, ladea la cabeza.
Pero Lápot coloca las manos sobre las rodillas de Kósir y con una voz íntima y cordial, trata de convencerle:
- ¡Puede, Kósir, puede! ¡El Soviet de jefes puede dar tal gracia divina, que el Todopoderoso no hará más que carraspear!
El viejo y bondadoso Kósir escucha atentamente la simpática verborrea de Lápot, que siente penetrar en su alma, y está a punto de ceder. ¿Qué le han dado a él los santos y el Todopoderoso? Nada. En cambio, el Soviet de jefes ha ungido a Kósir de una verdadera gracia divina: le ha defendido de su mujer, le ha dado una habitación clara y limpia, en la habitación hay una cama, los pies de Kósir están enfundados en unas botas fuertes y bellas, confeccionadas por el primer destacamento de Gud. Quizá en el paraíso, cuando muera el viejo Kósir, habrá todavía esperanza de recibir alguna compensación de Dios, pero, en la vida terrenal, el Soviet de jefes es absolutamente insustituible para Kósir.
- ¿Lápot, estás ahí? -pregunta Galatenko, asomando por la ventana unos hocicos malhumorados.
- Sí. ¿Qué pasa? -responde Lápot, abandonando el tema religioso.
Galatenko se acomoda sin apresurarse en el alféizar y muestra a Lápot la copa rebosante de ira, de la cual se alza el vaho lento y enmadejado del sufrimiento humano. En los grandes ojos grises de Galatenko brillan unas lágrimas pesadas y espesas.
- Tú, Lápot, dile, dile... si no, soy capaz de darle en los hocicos...
- ¿A quién?
- A Taraniets.
Galatenko me ve en la habitación y sonríe, secándose las lágrimas.
- ¿Qué ha pasado, Galatenko?
- ¿Es que tiene derecho? El cree que, por ser el jefe del cuarto, sí tiene derecho; pero ¿qué tiene que ver eso? Le han dicho que haga una jaula para el
Molodiets y él va y dice: para el Molodiets y para Galatenko.
- ¿A quién se lo ha dicho?
- Pues a los carpinteros, a sus muchachos.
- ¿Y qué más?
- Es la jaula para que el
Molodiets no salte del vagón, pero ellos me han pescado y se ponen a tomarme medida y Taraniets dice: para el Molodiets. a la izquierda y para Galatenko a la derecha...
- ¿El qué?
- Pues la jaula.
Lápot se rasca, pensativo, detrás de la oreja, y Galatenko espera intensa y pacientemente su decisión.
- Pero, ¿de verdad piensas saltar del vagón? ¡No puede ser!
Al otro lado de la ventana, Galatenko hace algo con los pies y él mismo se vuelve para mirar sus piernas:
- ¿Por qué voy a saltar? ¿A dónde?
Pero Taraniets dice: hacedle una jaula fuerte; si no, romperá el vagón.
- ¿Quién lo romperá?
- Pues yo...
- ¿Y tú no lo romperás?
- ¿Pero cómo voy... pero si?...
- Es que Taraniets te considera muy fuerte. Tú no te molestes.
- Eso de que soy fuerte es otro cantar... Pero la jaula no tiene nada que ver con eso.
Lápot salta por la ventana y corre al taller de carpintería. Tras él se arrastra Galatenko.
De la colección de Lápot forma parte igualmente Arkadi Uzhikov. Lápot considera que Arkadi es un ejemplar extraordinariamente raro y habla de él con sincero calor:
- Tipos como Arkadi se pueden encontrar sólo una vez en la vida. No se aparta de mí a más de diez pasos: tiene miedo a los muchachos. Y duerme y come a mi lado.
- ¿Te quiere?
- ¡Ya lo creo! Pero me ha robado el dinero que me dio Kóval para comprar cuerda...
Lápot se echa a reír de pronto estrepitosamente y pregunta a Arkadi, que está sentado en un cajón:
- Dime, bichejo, ¿dónde lo escondiste?
Arkadi responde indiferente e inexpresivo, sin cambiar de postura y sin azorarse:
- Lo escondí en tus pantalones viejos.
- ¿Y qué más?
- Y tú después lo encontraste.
- No lo encontré, amiguíto, sino que te pesqué infragante, ¿verdad?
- Sí, me pescaste.
Los ojos sucios de Arkadi miran fijamente a Lápot, pero no son unos ojos humanos, sino unos malos e inexpresivos aparatos de cristal.
- Es capaz de robarle hasta a usted, Antón Semiónovich. ¡Palabra de honor que es capaz! ¿Verdad?
Uzhikov calla.
- ¡Es capaz! -sigue entusiasmado Lápot, y Uzhikov observa su expresiva mímica con la misma indiferencia.
En el séquito de Lápot entra también Nitsenko. Tiene un cuello fino, largo, con una nuez prominente y una pequeña cabeza que ostenta con el estúpido orgullo de un camello. Lápot dice de él:
- De ese tonto se puede hacer toda clase de cosas: varas, cucharas, baldes, palas. ¡Y él se imagina que es un verdadero ladrón!

Me alegra que toda esa pandilla se sienta atraída por Lápot. Así me es más fácil destacarla de las filas generales de los gorkianos. Las incansables sentencias de Lápot obran sobre este grupo como un desinfectante, y, por ello, en mí se refuerza la idea de que en la colonia hay verdaderamente orden y organización. Y esta impresión es ahora una impresión viva, que -no sé por qué-, me parece, además, nueva.
Todos los colonos me han preguntado por los asuntos de Kuriazh, pero yo veo que lo preguntan sólo por cortesía, como se pregunta habitualmente cuando uno encuentra a alguien: ¿ Cómo está usted? El interés vivo por Kuriazh se ha secado y está ahora perdido en lejanos vericuetos de nuestra colectividad. Hoy dominan otros temas y otros sentimientos vivos: los vagones, las jaulas para el Molodiets y para Galatenko, los domicilios de los educadores llenos de cosas confiadas al cuidado de los colonos, las noches en el heno, La pulga, la sordidez de Nesterenko, los bártulos, los cajones, los carros, los nuevos gorros de terciopelo, las caras tristes de las Marusias, las Natalkas y las Tatianas de Goncharovka, los tiernos brotes del amor condenados a ser guardados en conserva. Por la superficie de la colectividad corren anécdotas y bromas, suena la risa y centellea la burla sencilla y cordial. Exactamente del mismo modo corren las olas por el maduro mar de trigo del campo ucraniano, que de lejos parece frívolo y juguetón. Y, sin embargo, en cada espiga que se balancea limpia de polvo, que se mece libre de inquietudes bajo el dulce viento, reposan tranquilas fuerzas, y lo mismo que la espiga no tiene que preocuparse de la trilla, tampoco los muchachos deben preocuparse de Kuriazh. La trilla llegará a su tiempo, y también a su tiempo llegará el trabajo en Kuriazh.

Por los tibios senderos de la colonia pisan con una gracia lenta los pies desnudos de los colonos, y los talles, ceñidos por estrechos cinturones, se cimbrean imperceptiblemente. Sus ojos sonríen con serenidad, los labios se estremecen apenas en el saludo amistoso. En el parque, en el jardín, en los bancos -que tanta pena da abandonar-, sobre el césped, a orillas del río, se instalan grupitos de amigos: muchachos expertos hablan del pasado, de la madre, de las tachankas, de los destacamentos, de los bosques y de la estepa. Sobre ellos se ciernen las copas silenciosas de los árboles, los zumbidos de las abejas, el perfume de las reinas de las nieves y de las acacias blancas.
En una torpe confusión yo empiezo a distinguir el idilio. Me acuden a la imaginación las figuras irónicas de pastorcitos, céfiros, amorcillos. Pero la vida, palabra de honor, es capaz de gastar bromas y, a veces, bromea con insolencia. Bajo una mata de lilas se ha instalado un pequeñuelo chato y enfurruñado, a quien llaman Mópsik, y se está allí toca que te toca un flautín. No, no debe de ser un flautín, sino una zampoña o quizá una flauta, y Mópsik tiene la misma expresión astuta de un pequeño fauno. Y en la orilla del prado las muchachas trenzan guirnaldas, y Natasha Petrenko, coronada de flores azules, me conmueve hondamente con su fabuloso encanto. Y tras la pared plumosa de un saúco sale Pan al sendero, y su bigote ceniciento se estremece en una sonrisa, mientras entorna sus profundos ojos de un azul claro:
- ¡Y yo buscándote, buscándote! Me dijeron que te habías ido a la ciudad. Bueno, ¿y qué? ¿Has convencido a esos parásitos? Los muchachos necesitan irse, y los idiotas esos están burlándose de nosotros...
- Oyeme, Kalina Ivánovich -le digo-, será mejor que te vayas a la ciudad con tu hijo mientras estén aquí los muchachos. Después de que nos vayamos, te será más difícil hacerlo.
Kalina Ivánovich, buscando su pipa, escarba en los anchos bolsillos de su chaqueta:
- Fui el primero en venir aquí y seré el último en marcharme. Los mujiks me trajeron aquí y los mujiks me llevarán, ¡parásitos! Ya me he puesto de acuerdo con ese Musi. Y trasladarme a mí no es cosa complicada. Tú habrás leído seguramente en los libros cuánto tiempo hace que existe el mundo. Pues bien, calcula el número de viejos tontos como yo que se habrán trasladado y no se ha perdido ni uno solo. Me trasladarán, ¡je, je!...
Kalina Ivánovich y yo vamos por un sendero. El viejo fuma su pipa y contempla la copa de los arbustos, la brillante superficie del Kolomak, las muchachas coronadas de flores y Mópsik con su flautín.
- Si yo supiera mentir como algunos parásitos, os diría: iré a veros a Kuriazh. Pero yo lo digo sinceramente: no os visitaré. ¿Comprendes? El hombre está mal hecho, es una bestia delicada, no teme tanto al trabajo como a las preocupaciones. Trabaje o no, teóricamente parece un hombre, pero en la práctica no sirve más que para encolar. Cuando la gente sea más lista, hará cola de los viejos. Puede salir una cola muy buena...

Después de la noche de insomnio y de las gestiones en la ciudad, mi estado de ánimo es cristalino: siento el suave sonido del mundo y veo sus brillantes círculos. Kalina Ivánovich recuerda diversos casos de su vida, y yo soy capaz de sentir únicamente su vejez actual y de ofenderme por ella.
- Has vivido una vida interesante, Kalina...
- Te diré así -dice Kalina Ivánovich, deteniéndose para vaciar su pipa-. Yo no soy idiota, y comprendo de qué se trata. La vida estaba mal arreglada, si te fijas: se harta uno, hace sus necesidades, duerme y otra vez a comer, pan o carne...
- Espera, ¿y el trabajo?
- Pero, ¿a quién le hacía falta el trabajo? ¿Te das cuenta de la mecánica? Los que necesitaban del trabajo, no trabajaban los muy parásitos, y los que no lo necesitaban para nada, trabajaban y trabajaban como bueyes.
Guardamos silencio unos instantes.
- La lástima es que haya vivido poco tiempo con los bolcheviques -continuó Kalina Ivánovich-. Ellos, los demonios, lo hacen todo a su manera y son groseros; naturalmente, a mí no me gusta la gente grosera. Sólo que con ellos la vida es hoy diferente. Te dicen... ¡je, je!... hay que hacer tal cosa, y tú, hayas comido o no, tengas que ir a un sitio o no, debes hacerla. ¿Has visto algo parecido? El trabajo lo necesitan ahora todos. Hay idiotas como yo que no comprenden nada y que cuando trabajan se olvidan hasta de comer, si la mujer no les obliga. ¿Y tú, no te acuerdas? Una vez entré en tu despacho y te pregunté: ¿has comido? Y era ya de noche. Y tú, ¡je, je!, te pusiste a pensar si habías comido o no. Te parecía haber comido, pero no estabas seguro de que no hubiera sido el día anterior. Te habías olvidado, ¡je, je!... ¿Has visto algo parecido?
Kalina Ivánovich y yo estuvimos paseando por el parque hasta el anochecer. Y cuando hacía ya mucho tiempo que el sol se había ocultado, llegó corriendo Kostia Sarovski y, golpeándose con unas ramitas las desnudas piernas acribilladas por los mosquitos, exclamó indignado:
- ¡Ya están caracterizándose y ustedes pasea que te pasea! Los muchachos dicen que vengan. ¡Qué zar tan gracioso nos ha salido! Lápot es quien hace de zar. ¡Y qué nariz!...

En el teatro se habían congregado todos nuestros amigos de la aldea y de los caseríos. La comuna Lunacharski había acudido con sus efectivos completos. Nesterenko, sentado en el trono detrás del telón, rechazaba las acusaciones de los muchachos, que le motejaban de avaro, de insensible y de ingrato. Ante un espejo, Olia Vóronova se vestía de hija del zar y decía preocupada:
- Están atormentando a mi Nesterenko...
No era la primera vez que representábamos La pulga pero ahora preparábamos el espectáculo con enorme tensión, ya que los principales maquilladores, Butsái y Goróvich, estaban en Kuriazh. Por eso, el maquillaje resultó demasiado chillón. Pero esta circunstancia no turbó a nadie: el espectáculo era solamente un pretexto para los saludos de despedida. En muchos puntos el ritual de despedida no necesitaba ningún preparativo. Las mozas de Pirogovka y de Goncharovka volvían a la época prehistórica, porque en su idea del mundo la historia empezaba con la llegada de los irresistibles gorkianos al Kolomak. Por los rincones del cobertizo del molino, junto a las estufas, apagadas ya en marzo, en los oscuros pasillos detrás de los bastidores, en bancos casuales, en troncos, sobre diversos accesorios teatrales había muchachas sentadas, y sus pañuelos de flores caídos sobre los hombros dejaban ver sus cabecitas rubias, tristemente inclinadas. Ninguna palabra, ningún sonido celestial, ningún suspiro era ya capaz de alegrar los corazones de las muchachas. Sus deditos finos y tristes manoseaban sobre las rodillas los flecos del mantón, y hasta eso era una manifestación inútil y tardía de gracia. Junto a las muchachas estaban los colonos y fingían tener el alma embargada por la desesperación. Desde la habitación de los artistas asomaba Lápot, de vez en cuando, arrugaba irónicamente la nariz ante el pequeño cadáver del Amor y decía con una voz tierna y dolorida:
- ¡Petia, querido!... Marusia puede callar también sin ti, y tú ve a prepararte. ¿Has olvidado que haces de caballo?
El pérfido Petia sustituye un insolente suspiro de alivio por otro delicado de separación y deja sola a Marusia. Menos mal que los corazones de las Marusias están organizados según el principio de las piezas de recambio. Pasarán dos meses, Marusia destornillará la imagen desgastada y herrumbrosa de Petia y, después de limpiar el corazón con el kerosén de la esperanza, atornillará una nueva pieza brillante, la imagen de Panás de Storozhevói, que también ahora despide con tristeza en el grupo de los colonos a la buena amistad que le ha unido hasta hoy a los gorkianos, pero que en el fondo de su alma trata ya mentalmente de ajustarse a las estrías del corazón de Marusia. En una palabra, todo está bien organizado en el mundo, y Petia está igualmente contento de su papel de caballo en la troica del atamán Plátov.
Comenzó la parte solemne de la velada. Después de cariñosas y cálidas palabras de despedida, de gratitud, y acerca de la unidad en el trabajo, se descorrió la cortina, y alrededor del insignificante y estúpido zar se afanaron decrépitos generales y un portero extravagante y desgarbado empezó a barrer tras ellos el polvo senil de que estaban llenos. De las puertas posteriores del cobertizo del molino salió rauda una troica de potros. Galatenko, Korito y Fedorenko, mordiendo el bocado y sacudiendo las pesadas cabezas, irrumpieron en el escenario, tirados de las bridas por Taraniets, destrozando a su paso el decorado teatral y haciendo temblar el piso de nuestro viejo tablado. Aferrándose a la cintura de Taraniets, salió el viejo atamán Plátov, cómicamente vestido. Era Oleg Ognev, estrella naciente de nuestra escena. El público ahogó las últimas chispas de tristeza y se sumergió en los abismos de la fantasía y la belleza teatral. En la primera fila, Kalina Ivánovich lloraba de risa, sacudiendo las lágrimas con un dedo arrugado y amarillento.
Súbitamente me acordé de Kuriazh.
No, ahora ya no existía la costumbre de suplicar indulgencia, y nadie podría evitarme este cáliz. De pronto me sentí terriblemente cansado y agotado.

En la habitación de los artistas, alegre y confortable, Lápot, caracterizado de zar y con la corona torcida, estaba sentado en el amplio sillón de Ekaterina Grigórievna y trataba de convencer a Galatenko de que había desempeñado genialmente el papel de caballo:
- Yo nunca he visto un caballo así en la vida, sin hablar ya del teatro.
Olia Vóronova dijo a Lápot.
- Levántate, Vañka; deja descansar a Antón Semiónovich.
Y me dormí en aquel maravilloso sillón sin esperar el final del espectáculo. Entre sueños, oí cómo los muchachos del undécimo destacamento discutían estruendosamente:
- ¡Podremos con él! ¡Venga, vamos a trasladarle!
Y, por el contrario, Silanti trataba en voz baja de persuadir a los muchachos:
- Vosotros aquí, como se dice, no gritéis. Ya que se ha dormido, no molestadle, y no hay más que hablar... Fíjate qué historia.

**NOTAS**

(1).- Vakula personaje de la obra de Gógol Nochebuena. Vakula voló en la Nochebuena a lomos del diablo.

(2).-El funcionario Akaki Akákievich es el personaje del cuento de Gógol El Capote.

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