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EL AMBIENTE
Nuestro método, en la práctica, ha roto con las viejas tradiciones: ha abolido el banco porque el niño no debe estar inmóvil y escuchar así las lecciones de la maestra, y ha abolido la plataforma porque la maestra no debe hacer más las lecciones colectivas necesarias en los métodos comunes. Estas cosas son el primer acto externo de una transformación más profunda que consiste en dejar al niño obrar libremente según sus tendencias naturales, sin ningún asomo de obligaciones fijas o de programa, y sin los preconcebidos conceptos filosóficos y pedagógicos que parten de principios que se han fijado por herencia en las viejas concepciones escolásticas.
El nuevo problema se basa, antes que nada, sobre esto: preparar un ambiente adaptado al niño activo. Esta es una necesidad evidente, porque habiendo abolido las lecciones y proponiéndose sustituirlas con la actividad del niño mismo, es necesario proveer a esa actividad cosas externas sobre las cuales pueda ejercitarse. Por eso, como primer paso, transformamos las clases en verdaderas Casas del niño, que se amueblaron con objetos adaptados a la estatura y la fuerza de los seres que debían habitarlas: con pequeñas sillas, mesitas, minúsculos objetos de tocador, tapetitos, toallas y vajillas. Todas estas cosas no solamente son de pequeñas dimensiones, sino también suficientemente ligeras para poder permitir a los niños de tres a cuatro años moverlas, cambiar de sitio y transportar al jardín o sobre la terraza todas estas cosas, y bastante simples para ser adaptadas, además de al cuerpo, a la mentalidad infantil, que también es más pequeña y menos complicada que la nuestra.
El grande error de los juguetes consiste en poner alrededor del niño el fascímil en miniatura de nuestros objetos complicados según nuestro mentalidad, tal como las casitas de muñecas, el material de guerra, etc. En lugar de esto, los niños sienten especial delicia cuando encuentran objetos más simples y construídos de diferente manera que los nuestros; así lo demuestran los niños que prefieren tan a menudo a los juguetes costosos cualquier objeto que se han fabricado y acomodado ellos mismos.
Poned cualquier graciosa tiendecita en lugar del pupitre; una simple tablita apoyada en un sostén y, por tanto, tranportable, en lugar de los cajones; cualquier ménsula, es decir, un pedazo de madera y de tela que se prestan para poner cosas encima y combinar con el mobiliario, y encontraréis que un entusiasmo verdadero y activo nace en la minúscula comunidad infantil. Esto, además de hacer de la escuela un sitio agradable en lugar de un instrumento de tortura, tiene la gran ventaja de procurar con un gasto mínimo el equipo de las clases, con un gasto mucho menor del necesario para los pesados armatostes -bancos modelo, hechos de manera pesada y hierro-, para los pupitres monumentales, para las plataformas oprimentes y para todos los instrumentos similares que fueron fabricados y copiados para destrozar la energía de nuestra bella infancia.
Arreglada la escuela con estos pequeños y graciosos muebles, -dirijamos la actividad infantil a usarlos todos, a colocarlos en su sitio después de haberlos cambiado de lugar, a reconstruirlos después de desarreglados, a limpiarlos, lavarlos, quitarles el polvo y lustrarlos, implantando así un trabajo especial que está demostrado se adapta de un modo sorprendente a los niños pequeñitos. Ellos, en efecto, limpian y ordenan verdaderamente; lo hacen con un placer inmenso, y haciéndolo adquieren la habilidad precoz que parece casi milagrosa y que es una verdadera revelación para nosotros, que no les habíamos dado antes ocasión de ejercitar de algún modo hábil e inteligente su actividad.
Efectivamente, cuando los niños querían usar cosas que no fueran juguetes, eran inmediatamente impedidos por un ¡estate quieto, no toques! que se repetía más o menos enfáticamente cada vez que sus manitas se avecinaban a objetos nuestros. Sólo para algún pobre niño estaba reservado el privilegio de imitar (siempre con subterfugios, se entiende) a la madre que cocinaba o lavaba la ropa. ¡He aquí por qué en las Casas de los niños, donde existen a su disposición tantos pequeños y sencillos objetos -con los cuales pueden hacer labores serias, hasta preparar la mesa, servir la comida y lavar platos y ropa blanca-, los niños se encuentran en un centro de vida feliz, en la cual, a causa del amor que sienten por aquellas cosas casi sagradas, que no sólo no les estaba permitido usar, sino ni siquiera tocar, llegan a un perfeccionamiento sorprendente: aprenden a moverse sin tirar las cosas, a transportar objetos sin romperlos, a comer sin ensuciarse, a lavarse las manos sin mojarse el vestido. Y lo extraño es que aquellos objetos, por los que tanto se temía, se conservan intactos a pesar de su fragilidad y a pesar de formar parte del ambiente de seres tenidos por destructores.
La alegría que experimentan los niños en nuestra escuela y la idea tan simple de aplicar su actividad a conservar las cosas que les rodean, en lugar de aplicarla a labores que malgastan tanto material y tanta energía infantil (como hacen precisamcnte tantos trabajos de Froebel, hoy abolidos, que eran la primera causa de una miopía difundida en la infancia), han sido dos, entre las principales causas de la difusión enorme que ha tenido el método en el mundo.
Nuestro trabajo y nuestra transformación no se han limitado a procurar un ambiente a las ocupaciones materiales adaptadas al niño, sino que han organizado también de un modo análogo el estudio, esto es, el desenvolvimiento intelectual.
El niño, no sólo se mueve continuamente, sino que aprende de un modo continuo. Fué, precisamente su mayor revelación esta necesidad de una actividad psíquica práctica, no menos grande que la mótriz. Pero su modo de aprender no puede ser guiado por el adulto paso a paso, porque no es el adulto, sino la naturaleza quien determina en él aptitudes diversas según la edad (períodos sensitivos). Así, en nuestro método, en vez de ser la maestra quien guía al pequeño a tomar o a usar cosas determinadas (como ocurre, por ejemplo, en el método froebeliano con los llamados dones de Froebel), es el niño mismo quien escoge un objeto y lo usa como le dicta su propio espíritu creador. La maestra aprende un nuevo arte, y en vez de imponer y forzar nociones en la cabeza del niño, lo guía en su ambiente, en el que cada cosa corresponde a necesidades internas propias de su edad. Y como no es posible desenvolver intelectualmente sin ejercicio, ni puede haber ejercicio sin un objeto externo en que ejercitarse, es preciso preparar el ambiente que rodee al niño con los medios de desenvolvimiento (que experiencias científicas ya controladas y no ideas filosóficas han hecho determinar) y después dejar al niño libre a fin de que con estos medios pueda desenvolverse. Así, cada niño hace su propia elección y compone ejercicios con un material científico que conduce, paso a paso, al desenvolvimiento mental.
Las elecciones son inspiradas por el instinto que la naturaleza pone en cada uno como guía de las acciones del crecimiento psíquico; acciones que se desenvuelven con grande energía y máximo entusiasmo; entusiasmo que hace realizar al niño, sin fatigarle, labores tan grandes como ninguna maestra hubiese soñado asignarle.
Esto simplifica y hace avanzar a la escuela de un modo que parece fabuloso. Dejar hacer al niño, no obstaculizarle en su elección y en su labor espontánea es todo cuanto se requiere, y, sin embargo, a pesar de esta falta de influencia adulta creída indispensable, se hacen en el campo de la cultura verdaderos pasos de gigante. El niño, este ser sorprendente, ha hecho aquí otra revelación, que ha sido demostrar que entre los cuatro y los cinco años es la edad más adecuada para aprender a leer y escribir. Así ocurre que nuestros niños, además de desenvolver y perfeccionar sus sentidos, adquieren en una edad precoz elementos de cultura tan abundantes que les permiten frecuentar la segunda clase elemental cuando los otros niños aspiran apenas a entrar en la primera.
Este progreso, este paso adelante, es también debido al hecho de que nuestro método ha resuelto, con un mínimo de gasto y energía, el gran problema de la educación individual; problema que recientemente el mundo científico ha procurado resolver sin llegar a resultados prácticos. En efecto, a pesar de que todas las universidades del mundo han dado el tributo de sus estudios, el estado de la escuela permanece invariable.
La única diferencia que aportó a las clases fué hacerlas más escasas de alumnos, porque la maestra, debiendo estudiar a cada individuo separadamente y conducirlo hacia lo que ella creía ser su verdadera tendencia, no podía tener bajo su dirección más que un número limitadísimo de niños. El método, sin embargo, continuaba siendo el mismo viejo método pasivo, pero llevando encima un vestido nuevo.
Necesitaba, es verdad, maestras especializadas a las cuales hacía el trabajo más minucioso y más fatigoso; se servía, sin duda, de abundante y diverso material; pero sus medios de imposición de ideas, de preguntas y sumisión por parte del niño a la guía y al arbitrio del juicio del adulto, permanecían inalterables. Resultó, naturalmente, que éste se encontró más lejos que el primero de reconocer la individualidad que, abandonada a sí misma, tiende a esconderse bajo las presiones, como la mimosa tiende a replegarse a un contacto exterior.
No pensaron los adultos que se puede conducir a un ser a cumplir su destino natural; no reflexionaron que la única cosa posible es darle los medios, y que si se quiere que la personalidad y el carácter se revelen y se desenvuelvan, es necesario darles la libertad y la oportunidad de llegar por sí mismos allá donde la naturaleza les guía.
Esto lo logran los niños con nuestro método sin que haya necesidad de limitar su número en la clase, sin usar ni estropear una cantidad enorme de material ni recurrir a personal alta y científicamente preparado. En nuestras clases un niñito se ocupa en ejercicios diversos, y puede, sin embargo, recibir un educación individual aun formando parte de una clase de al menos 40 alumnos; en nuestra clase un sistema de material es suficiente para toda ella; en nuestras clases, en fin, la maestra no tiene necesidad de otra preparación científica que la de quedarse a un lado, de aplicar bien el arte de eliminarse y de no obstaculizar el crecimiento del niño en sus múltiples actividades.
Este modo de resolver el problema podrá parecer excesivamente simple, pero tal simplicidad práctica es un progreso indiscutible en el campo de la educación, porque, como cualquier otro progreso científico, ha tenido como aplicación práctica simplificar la vida y al mismo tiempo, ofrecer nuevas maneras de utilizar la energía.
Valga un paralelo para esclarecer la idea: si no se conociese la fotografía, maravillaría un retrato tan fiel de la persona, y quien dijese que para obtenerlo bastaba que la persona que quiera ser reproducida en imagen estuviera quieta sólo un instante y que no por eso se hace un retrato.
Y justamente, no basta estar quieto; es necesario que haya junto a la persona una máquina fotográfica. El fotógrafo puede no saber nada de ciencias físicas ni de cámara oscura: el único conocimiento que necesita es saber mover una lámina y saber descubrir por un instante el objetivo. Toda la parte científica es extraña a la aplicación práctica; sólo así los productos de la ciencia pueden hacer realizar al mundo su progreso.
Así también en la escuela, campo de la educación. Mientras la ciencia la estorbó con sus propias tentativas no dió ningún fruto. Sólo cuando la obra científica se eliminó a sí misma, dejando sus resultados prácticos que simplificaron la escuela, aliviaron a niño y maestro; sólo cuando la parte científica de nuestra labor hubo determinado un ambiente de desenvolvimiento psíquico vino a la luz la verdadera reforma de la escuela, aquella que resuelve los más arduos problemas con la más grande simplicidad.
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