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CARTA DECIMACUARTA
17 de diciembre de 1818.
Mi querido Greaves:
Por las razones alegadas en mi última carta, me creo autorizado a pensar que el amor maternal es el agente más poderoso y que el afecto es el motivo primitivo en la primera educación.
En el primer ejercicio de su autoridad, la madre tendrá, por consiguiente, la precaución de que cada etapa pueda ser justificada por su conciencia y por la experiencia; hará bien en pensar en su responsabilidad y en las consecuencias importantes de sus medidas para el bienestar futuro de su hijo; encontrará que la única visión correcta de la naturaleza de su propia autoridad consiste en mirarle como un deber más que como una prerrogativa y no considerarla nunca como absoluta.
Si el niño permanece quieto, si no es impaciente ni intranquilo, será por cuenta de la madre.
Desearía que toda madre prestase atención a la diferencia que hay entre un curso de acción adoptado en combinación con la autoridad y una conducta perseguida por cuenta de otro.
El primero procede del razonamiento y la segunda del afecto. El primero puede ser abandonado cuando la causa inmediata ha cesado de existir; el último será permanente puesto que no depende de las circunstancias ni de consideraciones accidentales, sino que está fundado en un principio moral y constante.
En el caso que ahora tratamos, si el niño no defrauda la esperanza de la madre, será una prueba primero de afecto y después de confianza.
De afecto, porque el primero y más inocente deseo de halagar, del niño, es halagar a la madre. Si se discute el que pueda o no existir este deseo en un grado tan poco avanzado de crecimiento, otra vez, como en las demás ocasiones, apelaría a la experiencia de las madres.
Y también es una prueba de confianza. Cuando se ha abandonado a un niño y no se ha prestado las atenciones debidas a sus necesidades, y cuando, en vez de la sonrisa de bondad, se le ha tratado con el ceño de la severidad, será dificil restaurar en él aquella quieta y amable disposición en que pueda esperar la satisfacción de sus deseos sin impaciencia y gozarlos sin ansia.
Si el afecto y la confianza han ganado una vez terreno en su corazón, será el primer deber de la madre hacer todo lo que esté en su mano para estimular, fortalecer y elevar este principio.
Ella debe estimularlo, o la emoción todavía tierna se sumergirá y al dejar de estar ligados sus hilos con la simpatía cesarán de vibrar y quedarán en silencio. Pero el afecto no ha sido nunca estimulado sino por la afección; y la confianza no ha sido ganada nunca sino por la confianza; el tono de su propio espíritu debe elevar el de su hijo.
Porque ella debe intentar también fortalecer este principio. Ahora bien, sólo hay un medio para fortalecer cualquier energía, y este medio es la práctica. El mismo esfuerzo constantemente repetido, se hará cada vez menos difícil y todo poder mental o físico actuará, mediante el ejercicio, con creciente seguridad y éxito, conforme se vaya haciendo familiar por costumbre. No puede, por consiguiente, haber una actitud más segura para la madre, que la de procurar cuidadosamente que sus procedimientos puedan ser calculados sin interrupción o disonancia, para excitar el afecto y para asegurar la confianza de su hijo. No debe dar paso al mal humor ni al tedio ni un solo momento; porque es difícil decir cómo puede ser afectado el niño por las más insignificantes circunstancias. No puede examinar los motivos ni puede anticipar las consecuencias de una acción: con poco más que una impresión general del pasado, es enteramente inconsciente del futuro; y así, el presente abruma el espíritu del niño con el pleno peso del dolor o lo ablanda con el encanto íntegro de las emociones placenteras. Si la madre considera esto, bien podrá ahorrar a su hijo el sentimiento de muchos dolores que, aunque no se recuerden como ocasionados por ocurrencias especiales, pueden dejar, sin embargo, como una nube en su espíritu y debilitar gradualmente aquel sentimiento que su interés y su deber, conjuntamente, le aconseja mantener despierto.
Pero no es bastante para ella estimular y fortalecer, debe también elevar aquel mismo sentimiento.
No debe quedar satisfecha con el éxito que la benevolencia de sus propias intenciones, y quizá, la disposición y temperamento de su hijo, pueden haber facilitado: debe recordar que la educación no es un proceso uniforme y mecánico, sino una obra de mejoramiento gradual y progresivo. Su éxito presente no debe lanzarle a la seguridad o la indolencia; y las dificultades que pueda casualmente encontrar, no deben debilitar su celo ni detener sus tendencias. Debe llevar en el espíritu el fin último de la educación; debe estar siempre dispuesta a compartir la obra que, como madre, está obligada a desenvolver: la elevación de la naturaleza moral del hombre.
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