Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DecimacuartaCarta DecimasextaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA DECIMAQUINTA

24 de diciembre de 1818.

Mi querido Greaves:

De todos los afectos de nuestra naturaleza, los más merecedores de estímulo, los más ligados con las normas de la verdadera humanidad son, indudablemente, aquellos que no están confinados sobre objetos perecederos; que no solamente actúan sobre la imaginación sino que son adecuados para expansionar el espíritu y para inspirar el corazón con un noble celo por todo lo que es verdaderamente excelente.

Esta consideración tiene incalculable importancia para el interés de la educación moral. Debe formar la verdadera base de todo lo que un plan de educación puede proponer o un sistema comprender.

Si es necesario aprovisionar el espíritu con conocimiento, iluminar el intelecto y explicar principios correctos de moralidad; si es deseable formar el gusto, lo es más todavía, llega a ser indispensable dirigir, purificar, elevar los afectos del corazón; y nunca será demasiado primitivo un período para comenzar a proceder según este principio.

He sido llevado a estas observaciones por la idea expresada en la parte concluyente de mi último capítulo, de que el afecto y la confianza que el niño profesa a la madre debe ser elevado y al mismo tiempo estimulado y fortalecido. No serán, quizá, superfluas otras cuantas palabras para explicar esta proposición.

Si los afectos del niño hubieran de permanecer concentrados para siempre en el foco de su amor a la madre; si su confianza hubiera de confinarse siempre en ella, aun cuando ella pudiese haber merecido el tributo de una inquebrantable gratitud, es indudable que el niño tendría, más pronto o más tarde, en la carrera de su experiencia, el dolor y la desilusión más severas, para las cuales no encontraría remedio por aquella exclusiva dirección de su naturaleza moral. Vendrá el tiempo en que el lazo, por sagrado que sea, que le une visiblemente con su madre, será quebrantado; y si está ordenado que sea rudamente roto o gentil y gradualmente debilitado, el efecto último será el mismo igualmente penoso y aflictivo.

Ni aun el más sincero abogado del afecto filial, porque pocos sentimientos pueden ser más puros y profundos, ni el que más íntimamente penetrado de este sentimiento pueda estar, desearía defender el ascendimiento exclusivo y constante de aquel principio sobre el espíritu. Si no queremos perder enteramente de vista los más altos destinos y los más exaltados deberes del hombre, no podemos ocultarnos a nosotros mismos que éste no ha sido creado tan noble en razón y tan infinito en facultades para consagrar toda su existencia a este afecto por un individuo, cuando una visión más comprensiva de sus deberes, lo mismo para su Hacedor que para sus semejantes, pone ante él millares de testimonios cuyas voces no puede dejar de escuchar.

Es claro, por consiguiente, que el afecto del niño por la madre, sólo ha de ser apreciado en la proporción en que sirve para imprimir en el espíritu del niño aquellas emociones y más tarde para hacerle familiares aquellas consideraciones que pertenecen a los fines últimos del Creador en la formación del hombre hasta donde esos fines pueden ser comprendidos.

Si una madre tiene conciencia de esto, no encontrará dificil tomar el punto de vista adecuado del afecto que la Providencia ha implantado en su hijo. La considerará como el germen sobre el cual debe ser injertado todo mejor sentimiento. Se verá llevada a considerarse como el instrumento escogido por la Providencia para purificar aquel afecto y para transferir su actuación más intensa a un objeto todavía más valioso. Comenzará entonces a comprender que se enseña tan pronto el niño a confiar en el orden para que un día esta confianza pueda ser centrada y elevada a la confianza de una fe que no sea sacudida por el peligro ni manchada por la corrupción.

Permítaseme aludir aquí, querido amigo, a una circunstancia ocasional que me habría invitado a estas reflexiones, aunque no me hubiese movido a ello el conversar con usted sobre el mismo tema. La fecha de esta carta quizá recuerde a usted una costumbre de mi país que habrá observado en su convivencia con nosotros. Los días en que nuestras iglesias conmemoran la Natividad de nuestro Señor, se han adoptado, de tiempo inmemorial, como una ocasión para que los niños de cada familia reciban de sus padres y amigos, regalos y pruebas de afecto. ¿Necesito recordaros aquellas escenas de gozo inocente y cordial de que erais testigo entre nuestros niños? Ellas llevaban al espíritu de cada observador una prueba relevante de lo poco que se requiere para la más intensa satisfacción y para inspirar una gratitud infinita, cuando hay un caudal efectivo de afecto y cuando se conserva aquella sencillez de corazón que debe procurar la educación mantener todo el tiempo posible. Visteis que aquellos días eran entre nosotros una fiesta real de afecto en su sentido más pleno y más agradable; y ciertamente que no habréis encontrado que los niños cuyos corazones estaban entonces justamente bajo el influjo del afecto, fueran menos accesibles al llamamiento de una devoción cordial y sincera.

He mencionado esta circunstancia porque ofrece un tema copioso para la reflexión sobre el asunto que he tratado.

Sobre hechos como éste, que la experiencia sugiere a los padres en un tiempo u otro, fundamentaría yo la prueba práctica de la proposición de que los afectos y especialmente el primer afecto de los hijos hacia sus padres, puede estar íntimamente conexionado y conducir esencialmente al hecho de ser imbuido con estas impresiones, cuyo objeto es más importante que toda consideración humana y más sagrado que todo humano lazo.

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