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CARTA DECIMASEXTA
31 de diciembre de 1818.
Mi querido Greaves:
Si la madre se ha acostumbrado a tomar el punto de vista a que he aludido en mi última carta, respecto del afecto y la confianza de su hijo, todos sus deberes se le aparecerán bajo una nueva luz.
Considerará, entonces, la educación, no como tarea que para ella estuviera invariablemente conexionada con mucho trabajo y dificultad, sino una tarea cuya dificultad y en gran medida cuyo éxito dependen de ella misma. Miraría sus propios esfuerzos respecto de su hijo, no como una materia de indiferencia o de conveniencia, sino como la obligación más sagrada y más grave. Se convencería de que la educación no consiste en una serie de admoniciones y correcciones, de recompensas y castigos, de consejos y direcciones, reunidas sin unidad de propósito o dignidad de ejecución; sino que debe ofrecer una cadena ininterrumpida de medidas que se originan en el mismo principio -en un conocimiento de las leyes constantes de nuestra naturaleza; practicado con el mismo espíritu, un espíritu de benevolencia y de firmeza; y conducente al mismo fin-, la elevación del hombre a la verdadera dignidad de un ser espiritual.
Pero la madre ¿será capaz de espiritualizar las facultades que se desenvuelven y las emociones nacientes del niño? ¿Será capaz de vencer lo que ponen en su camino la preponderancia y la naturaleza animal?
No; a menos de que haya abierto primero su corazón al influjo de un principio superior; al menos de que los gérmenes de un amor espiritual y de la fe que tiene que desenvolver en su hijo hayan logrado cimentación en los mejores afectos de su propio ser.
Aquí, entonces, será necesario para la madre pararse y examinarse para ver hasta dónde podrá esperar el éxito, para inculcar aquello que en el curso de su vida puede haber sido quizá más extraño de lo que a sí misma se confiese. Pero que sea por una vez sincera; y si el resultado de su examen es menos favorable a sus propias esperanzas y menos halagador para su amor propio, que su resolución sea también más sincera y vigorosa para poder prescindir en lo futuro de todas aquellas predilecciones menores, para contrariar todos aquellos deseos que puedan desviarla de su nueva tarea y para entregar su corazón a aquello que promoverá su felicidad final y la de su propio hijo.
Por dificil que pueda parecer en un principio abandonar el pensamiento de muchas esperanzas y diferir la realización de otras, esa batalla se dará, sin embargo, por la mejor causa, y si se afronta seriamente, nunca será estéril; porque no hay un acto de resignación ni un solo hecho en el mundo moral, por distinguido que sea, del que no pueda ofrecer un paralelo el amor maternal.
Si la madre tiene conciencia de la sinceridad de sus propias intenciones, si ha levantado el tono de su propio espíritu y ha elevado los afectos de su ser sobre la esfera de las aspiraciones subordinadas y frívolas, pronto será capaz de lograr la eficacia de su influjo sobre el niño.
Su criterio mejor y casi infalible será el de que consiga realmente acostumbrar a su hijo a practicar la abnegación. De todos los hábitos morales que puedan ser formados por una educación juiciosa, el de la abnegación es el más difícil de adquirir y el más beneficioso una vez que se adopta.
Le llamo hábito, porque aun cuando se apoya en un principio, sólo por engendrarse un hábito, da pruebas de su vitalidad aquel principio. La práctica de todas las demás virtudes, y más especialmente muchas de las acciones que son admiradas y tenidas como ejemplos, pueden ser resultado de una regla moral bien comprendida que haya sido teóricamente conocida desde mucho tiempo antes de aplicarse a un caso práctico; o, también pueden proceder de un entusiasmo momentáneo que actúa con poder irresistible sobre un espíritu que abriga nobles sentimientos. Pero, una práctica de abnegación consciente y voluntariamente seguida, sólo puede ser fruto de un hábito largo y constante.
La primera dificultad que encontrará la madre en sus primeras tentativas para formar aquel hábito en su hijo, no está en las inoportunidades de éste, sino en su propia debilidad.
Si ella no es capaz por sí misma de renunciar a su propia comodidad y a sus frívolos deseos, ante su amor maternal, no debe pensar en obtener ese resultado en el niño por su propia cuenta. Es imposible inspirar un sentimiento moral si no se está penetrado de él. Para hacer amar a los otros una virtud, hay que empezar por mirar su deber con placer. Si ha conocido la virtud solamente como una diosa pavorosa,
-Con aire y vestidura austera,
y amenazador rostro severo-,
nunca obtendrá aquel dominio sobre el corazón que no cede a la autoridad, sino que se ofrece como el libre don de la afección.
Pero si la madre ha tenido en la disciplina de los primeros años, o en la experiencia de su propia vida, una escuela de abnegación; si ha alimentado en su propio corazón el principio de la benevolencia activa; si conoce la resignación no por el nombre solamente sino por la práctica, entonces su elocuencia, la vigilancia de su amor maternal y su ejemplo, serán persuasivos y el niño bendecirá en el porvenir su memoria y la honrará con su virtud.
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