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CARTA DECIMAOCTAVA

14 de enero de 1819.

Mi querido Greaves:

He aludido ya al período en que el niño es separado del influjo inmediato del amor maternal.

Es natural que una madre mire este período con mucha ansiedad respecto al porvenir. Llegará el momento y llegará siempre demasiado pronto para ella, en que pueda darse la satisfacción de dirigir ella misma y de vigilar y asistir los progresos de su hijo. Millares de aprensiones brotarán de su pecho; millares de peligros reales o imaginarios aparecerán cercando cada paso; y millares de tentaciones parecerán espiar los goces y las tareas de la vida en que los niños habrán de centrarse ahora. Estas aprensiones serán sentidas ahora más pronto que en tiempos pasados por el hijo, porque el sistema actual de la sociedad le liberta antes del influjo inmediato de la madre. Y aun cuando pueda estar todavía bajo el cuidado de un pariente afectuoso o de un maestro juicioso y benévolo, una madre sentirá, sin embargo, un vacío, cuando llegue la ocasión de separarle por primera vez de su lado.

Entonces estará dispuesta a trazar todas las diversas etapas de su gradual desenvolvimiento: la pequeña historia de sus hábitos presentes, los momentos en que mejor consiguió darle impresiones saludables y en que su afecto prometía vencer la parte menos amable de su temperamento; ella estará dispuesta a insistir más particularmente sobre aquellos hechos que pueden justificar una esperanza de que su labor no haya sido en vano; que un día verá el fruto de sus primeros cuidados.

Pero al mismo tiempo que está dispuesta a complacerse en el horizonte que se le abre, su imaginación y, en verdad, su afecto, se ocupará en bosquejar las diversas escenas de su vida futura. Los años próximos podrán ser, quizá, objeto de menos solicitud, pero una madre no puede dejar de ser fuertemente afectada por la idea de que pronto, muy pronto, aquél cuya tierna infancia ha protegido, tendrá que afrontar la vida sin preparación, a menos de que cuente con el consejo de los amigos, con la energía vital de sus principios y con un caudal de experiencia pequeño pero costosamente adquirido. Los recuerdos del pasado y las anticipaciones del futuro se multiplicarán ante sus ojos y como ella puede rechazarlos o volverlos a evocar, estará sometida a las emociones de esperanza y de temor alternados.

La dorada mañana de sus días
Una madre cuidadosa procura vigilar;
Pero la flecha vuela rápidamente del arco
Y los años pasan rápidos como el viento:
Él se desgarra del lado de su madre,
Ansioso de correr las tormentas de la vida,
Con pasos de peregrino vaga por todas partes
Y vuelve como extranjero a su casa.

Pero, una madre reflexiva no esperará a que estas consideraciones le sean sugeridas por la necesidad de una separación que no pueda ya diferirse. Habrá reflexionado en un período anterior sobre la naturaleza y la duración de sus conexiones con el niño. Y, lejos de dar nacimiento a sentimientos desagradables y aun penosos, esta corriente de pensamiento puede capacitarla para adoptar una visión no sólo justa sino satisfactoria sobre la materia.

En una carta anterior he hablado de la primera conexión de la madre y el niño después del nacimiento, como de un fenómeno puramente de naturaleza animal. Quiero decir con esto, que el poder que los une es en ambos puramente instintivo en su origen. En el niño es constantemente excitado por un sentimiento de necesidad; en la madre está fuertemente apoyado en una conciencia del deber.

Si en la madre lo adscrito también es una especie de actuación instintiva, creo que la observación nos proporcionará muchos hechos que claramente lo prueban. Entre ellos no es menos notable el de que una persona que se ha visto obligada por las circunstancias a actuar como una madre con el hijo de una extraña, ve engendrarse en ella, frecuentemente, el mismo afecto que si se tratase de su hijo propio. Y esto se ha observado no solamente en casos en que la nodriza ha sido entristecida por la separación de su propio hijo, sino también cuando en el primer momento ha demostrado una decidida aversión al niño que ahora se confía a su cuidado. De modo que el instinto maternal parece ser transferible a otro objeto; una observación que arguye a la vez por su energía original y por su prioridad respecto de las circunstancias bajo las cuales sólo un sentimiento del deber pudiera haber llevado a los mismos esfuerzos.

Pero si en el niño este instinto se manifiesta antes que sea posible una sensación clara y distinta de sus necesidades, y si ha actuado en la madre antes de que ella haya reflexionado sobre sus deberes, hay, sin embargo, un rasgo, como hemos visto, y de género placentero, por el cual se distingue el carácter de este instinto.

Este afecto, además, lo podemos llamar instintivo en su primer origen. En el niño es, al principio enteramente exclusivo; su único objeto es la madre.

Todavía más; no solamente la adhesión del niño está limitada a la madre, sino que no parece ser accesible a ningún género de sensación a menos de que esté conexionado de alguna manera con ella. Las sensaciones desagradables le hacen buscar la protección y alivio de la madre; y por mucho que los extraños procuren distraerle y fijar su atención, ya se sabe lo difícil que es conseguirlo sin disgustarle, están lejos de complacerle.

Pero este estado de cosas no puede continuar mucho tiempo. Mientras más crece el niño físicamente independiente de la madre y más se acostumbra a usar sus sentidos y también sus facultades, menos probabilidades tendrá de que su afecto continúe todavía exclusivamente confinado a la madre.

Y aquí se hace necesario para la madre precaverse contra las tentaciones de monopolio e igualmente contra el peligro de enajenarse su afecto.

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