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CARTA SEGUNDA
3 de octubre de 1818.
Mi querido Greaves:
Nuestro gran objeto es el desenvolvimiento del espíritu infantil, y, nuestro gran medio, la actuación de las madres.
Una cuestión más importante se presenta entonces al frente de nuestra indagación. ¿Tiene la madre las cualidades requeridas para los deberes y ejercicios que le imponemos?
Me considero obligado a entrar en esta cuestión y a darle si es posible una respuesta plenamente decisiva, llamando vuestra atención sobre la materia, porque estoy persuadido de que si mi punto de vista coincide con el vuestro, convendrá con el razonamiento que se funda en mi afirmación.
¡Sí! Diría yo, la madre está dotada y dotada por el Creador mismo para convertirse en el agente principal en el desenvolvimiento del niño. El más ardiente deseo de su bien está implantado en su corazón; y ¿qué poder puede ser más influyente, más estimulante que el amor maternal, que es el poder más gentil y al mismo tiempo más intrépido en el sistema entero de la naturaleza? Sí; la madre está cualificada porque la Providencia la ha dotado también de las facultades requeridas para su tarea. Y aquí siento la necesidad de explicar que la tarea a que me refiero es peculiarmente suya. No es algo que esté más allá de su alcance, lo que le pido, ni un cierto grado de instrucción o de conocimiento usualmente implicado en lo que suele llamarse una educación acabada; aunque si tuviera la felicidad de poseer tal conocimiento, vendrá el día en que pueda abrir su tesoro y dar a sus hijos lo que deba escoger de él; pero en el período en que hablamos, todo el conocimiento adquirido en la educación más acabada no le facilitará su tarea; porque lo que le pido es solamente un amor reflexivo.
El amor, desde luego, presumo que es el primer requisito y el que siempre se presenta aunque modificado, quizá bajo varias formas. Todo lo que yo pido a la madre es que su amor actúe tan enérgicamente como sea posible, pero razonándolo, en el ejercicio, con el pensamiento.
Y yo pediría a la madre, en nombre del amor que siente por sus hijos, que reflexione con calma un momento sobre la naturaleza de sus deberes. No trato de llevarla a una discusión artificial; el amor maternal puede disiparse en la confusión de la investigación filosófica. Pero, es que su sentimiento puede llevarle a la verdad por un camino más corto, por un proceso directo. A éste es al que apelo. No le ocultemos que sus deberes son a la vez fáciles y difíciles; pero, confío en que no haya madre que no encuentre su recompensa más elevada en vencer los impedimentos que se le opongan, y el conjunto de sus deberes se abrirá gradualmente ante ella con tal de que se apoye sobre esta sencilla, y, sin embargo, conmovedora y elevada idea. Mis hijos han nacido para la eternidad y se me han confiado expresamente para que yo pueda educarlos, para ser hijos de Dios.
¡Madre!, le diría, ¡madre responsable!, ¡mira a tu alrededor!, ¡qué diversidad de propósitos, qué variedad de vocaciones!, unos se agitan en el tumulto de una vida inquieta; otros buscan el reposo en el seno del retiro. De todos los diferentes actores que te rodean, ¿qué vocación parece más sagrada, más solemne, más santa? Indudablemente la nuestra, estáis dispuestas a exclamar, ya que nuestra vida está consagrada a la elevación espiritual de la naturaleza humana. ¡Qué feliz debe ser aquélla cuya misión consiste en llevar a los otros a la felicidad y a la felicidad duradera! ¡Bien! ¡Madre feliz! Su misión es la tuya. No tiembles ante la idea ni te asuste la comparación. No pienses que yo te asigno una estación más allá del desierto, ni sientas el temor de que haya tras de mí sugestión, tentaciones para tu vanidad, sino que debes elevar tu corazón en gratitud a Dios que te ha confiado tan alta misión y procurar hacerte digna de la confianza que en ti ha depositado. No hables de deficiencias en tus conocimientos; procura suplirlos -ni de limitaciones en los medios-, la Providencia te los ampliará -ni de falta de energías-, el mismo Espíritu del Poder te los fortalecerá: atiende a aquel Espíritu para todo lo que necesite y especialmente para aquellos dos grandes y preeminentes requisitos, valor y humanidad.
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