Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DecimanovenaCarta VigesimaprimeraBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA VIGÉSIMA

25 de enero de 1819.

Mi querido Greaves:

Al describir la manera según la cual se debilita gradualmente el influjo de la madre, y se desvanece la conexión entre ella y su hijo, no debemos detenernos en la enumeración de aquellos hechos que he detallado en mi última carta.

No es el mero crecimiento físico, la adquisición del pleno uso de todas las facultades del cuerpo lo que constituye la independencia del niño. Los hijos de la creación animal han alcanzado verdaderamente el alto punto de su desenvolvimiento cuando son bastante fuertes para subsistir y proveerse por sí mismos. Pero las cosas ocurren de otro modo con las crías del hombre.

En el progreso de los tiempos, el niño, no sólo ejercita diariamente sus facultades físicas, sino que comienza también a sentirse intelectual y moralmente independiente.

De la observación y la memoria sólo hay un paso a la reflexión. Aunque imperfecta, esta operación se encuentra, sin embargo, frecuentemente entre los primeros ejercicios del espíritu del niño. El poderoso estímulo de la curiosidad pronto a ejercitarse, cuando logra el éxito o cuando es estimulado por los demás, le llevará a un hábito de pensamiento.

Si inquirimos la causa del hábito del atolondramiento que tan frecuentemente lamentamos, encontraremos que no se han estimulado juiciosamente las primeras tentativas para pensar.

Los niños son inquietadores; sus preguntas tienen poca trascendencia; están continuamente preguntando lo que no comprenden; no deben tener voluntad; tienen que aprender a estarse callados.

Con frecuencia se adopta este razonamiento y, en consecuencia, se buscan los medios para evitar que los niños practiquen su espíritu inquisitivo.

Participo, ciertamente, de la opinión de que no se les debe tolerar el hábito de hacer preguntas sin ton ni son. Muchas de sus preguntas no denotan ciertamente sino una curiosidad infantil. Pero sería sorprendente que no ocurriera así; y razón de más para que sean juiciosas las respuestas que reciban.

Estáis familiarizado con mi opinión de que tan pronto como el niño ha alcanzado una cierta edad, todo objeto que le rodee puede convertirse en instrumento para excitar su pensamiento. Conocéis los principios que he establecido y los ejercicios que he indicado a las madres. Frecuentemente habéis expresado vuestro asombro ante el éxito con que las madres han seguido mi plan o con que han formado otro semejante por su propia cuenta, empleándolo constantemente para despertar en los niños muy pequeños las facultades dormidas del pensamiento. La sagacidad y el anhelo con que siguieron lo que se les ofrecía, la regularidad con que realizaron sus pequeños ejercicios, les ha proporcionado la convicción de que con un plan semejante sería fácil no solamente para una madre educar unos pocos sino tambien para un maestro manejar un gran número de niños muy pequeños. Pero no me refiero ahora a los medios que puedan ser más apropiados para el propósito de desenvolver el pensamiento. Necesito simplemente señalar el hecho de que el pensamiento brota en el espíritu del niño; y que aun olvidado o mal dirigido, una inquieta actividad intelectual debe, no obstante, capacitar al niño, más pronto o más tarde, en algún respecto, para desenvolverse intelectualmente con independencia de los otros.

Pero el paso más importante es el que concierne a las afecciones del corazón.

El niño comienza muy pronto a mostrar por signos y por su conducta entera que le complace determinada persona y que le disgustan o le atemorizan otras.

En este respecto, el hábito y las circunstancias pueden hacer mucho; pero creo que se observará generalmente que un niño se acostumbra con facilidad a la presencia y a las atenciones de aquellos que están en relación presente y amistosa con su madre.

Las impresiones de este género no son perdidas para el niño. Los amigos de la madre lo son pronto de él. Una atmósfera de bondad es lo más adecuado para su naturaleza. Se acostumbra inconscientemente a esa atmósfera y en su imperturbable sonrisa y en su clara y cariñosa mirada se muestra evidentemente que la goza.

El niño entonces, aprende a amar aquellos a quienes la madre mira con afecto. Aprende a confiar en aquellos a quienes su madre muestra confianza.

Así discurren las cosas durante algún tiempo. Pero mientras más observa el niño, más distintas son las impresiones producidas por la conducta de los otros.

Será posible, por consiguiente, que un extraño, y extraño también para la madre, pueda ganarse el afecto y la confianza del niño mediante un cierto tipo de conducta. Para ello la primera exigencia es la constancia en la conducta general. Apenas parecería creíble, pero es estrictamente verdadero, que los niños no son ciegos, sino que perciben algunos la más pequeña desviación de la verdad. De análoga manera, la indulgencia con sus malos modales puede llegar a enajenarnos el afecto del niño que no podremos halagar más con adulaciones. Este hecho es, ciertamente, asombroso; y puede ser también citado como prueba de la afirmación de que hay en el niño un puro sentimiento de lo verdadero y de lo recto, y que las batallas contra la tentación constante surgen de la debilidad de la naturaleza humana ante la falsedad y la depravación.

El niño, entonces, comienza a juzgar por sí mismo no solamente las cosas sino también a los hombres, y adquiere una idea del carácter; cada vez se hace más moralmente independiente.

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