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CARTA VIGÉSIMAPRIMERA
4 de febrero de 1819.
Mi querido Greaves:
Si la educación es comprendida como el trabajo, no de un cierto número de ejercicios resumidos en momentos determinados, sino como una vigilancia y dirección continuas y benévolas; si la importancia del desenvolvimiento se reconoce no solamente en favor de la memoria y del intelecto y de unas cuantas habilidades que llevan a adquisiciones indispensables, sino en favor de todas las facultades, cualquiera que pueda ser el nombre o la naturaleza y energía con que la Providencia la haya implantado; su esfera, ampliada así, será no obstante observada con menos dificultad desde un punto de vista y tendrá un carácter más sistemático y verdaderamente filosófico, que una masa incoherente de ejercicios, combinada sin unidad de principios y desenvuelta sin interés, que es lo que suele recibir frecuentemente y no con mucha propiedad, el nombre de educación.
Debemos tener presente que el fin último de la educación no es la perfección en las tareas de la escuela, sino la preparación para la vida; no la adquisición de hábitos de obediencia ciega y de diligencia prescrita, sino una preparación para la acción independiente. Debemos tener en cuenta que cualquiera que sea la clase social a que un discípulo pueda pertenecer y cualquiera que sea su vocación, hay ciertas facultades en la naturaleza humana, que son comunes a todos y que constituyen el caudal de las energías fundamentales del hombre. No tenemos derecho a privar a nadie de las oportunidades para desenvolver todas estas facultades. Puede ser discreto tratar alguna de ellas con marcada atención y abrigar la idea de llevar otras a su más alta perfección. La diversidad de talentos e inclinaciones, de planes y de aspiraciones, es una prueba suficiente de la necesidad de tal distinción. Pero, repito que no tenemos derecho a impedir al niño el desenvolvimiento de aquellas otras facultades que en el presente no podamos concebir como muy esenciales para su futura vocación o situación en la vida.
¿Quién no está familiarizado con las vicisitudes de la fortuna humana que han hecho con frecuencia eficaces adquisiciones que estimábamos poco o que han hecho lamentable la falta de un ejercicio que habíamos tratado con hostilidad? ¿Quién no ha experimentado en una u otra ocasión la satisfacción de ser capaz de favorecer a otros con nuestro consejo o nuestra asistencia en circunstancias en que por su interferencia, pudieron ser privados de este beneficio? Y aun cuando en la práctica no le haya ocurrido, ¿quién, por lo menos en teoría, no reconoce que la mayor satisfacción que el hombre puede obtener es la de estar preeminentemente capacitado para hacerse útil?
Pero aun cuando todo esto no mereciera atención y aun cuando se recabase la suficiencia de las adquisiciones ordinarias para la gran mayoría, sobre el fundamento, quizá, de la experiencia parcial y de la inferencia de hechos bien conocidos, yo seguiría sosteniendo, sin embargo, que nuestros sistemas de educación han labrado en su mayor parte sobre el inconveniente de no asignar la debida proporción a los ejercicios que proponen.
La única idea correcta de esta materia ha de derivarse del examen de la naturaleza humana con todas sus facultades. No encontramos en el reino vegetal o animal ninguna especie de objetos dotados de ciertas cualidades que no hayan sido puestas en juego en alguna etapa de su existencia y que no contribuyan al pleno desenvolvimiento del carácter de las especies en el individuo. Aun en el reino animal las maravillas de la Providencia se han manifestado incesantemente en las innumerables combinaciones de cristalización; y así, aun en los estratos inferiores de las cosas creadas, hasta donde las conocemos, una ley constante, los medios empleados por la Inteligencia Suprema decide respecto de la formación, el contorno y el carácter individual de un mineral según sus propiedades inherentes. Aun cuando las circunstancias en que un mineral puede haberse formado, o una planta puede haber crecido, o un animal puede haber sido influido y modificado, nunca puede destruirse el resultado que se produzca con la actuación combinada de sus energías y cualidades naturales.
Así, la educación en vez de considerar meramente lo que hay que proporcionar al niño, debe considerar primeramente lo que puede decirse que ya posee si no como una cosa desenvuelta, al menos como una facultad implicada capaz de desenvolverse. O si, en vez de hablar de este modo, en abstracto, recordamos que es al gran Autor de la vida al que el hombre debe la posesión y la responsabilidad del uso de sus facultades innatas, la educación no debería decidir solamente lo que ha de hacerse de un niño, sino inquirir más bien para qué está el niño calificado, cuál sea su destino, como ser creado y responsable, cuáles son sus facultades como ser racional y moral, cuáles son los medios señalados para su perfeccionamiento y para el fin propuesto por el Padre Todopoderoso como los objetos más elevados de sus esfuerzos lo mismo en la creación que en las páginas de la revelación.
Las respuestas a estas cuestiones deben ser simples y comprensivas. Deben abarcar toda la humanidad y ser aplicables a todos sin distinción de zonas o de naciones en que puedan haber nacido. Deben reconocer, en primer lugar, los derechos del hombre, en el pleno sentido de la palabra. Deben mostrar que estos derechos, lejos de confinarse a aquellas ventajas exteriores que se han asegurado de vez en cuando por una victoria del pueblo, abraza un privilegio mucho más elevado cuya naturaleza no ha sido generalmente comprendida ni apreciada. Abraza la justa aspiración de todas las clases a una difusión general de los conocimientos útiles, a un cuidadoso desenvolvimiento del intelecto y a una juiciosa atención a todas las facultades del hombre, físicas, intelectuales y morales.
En vano se habla de libertad, cuando el hombre está enervado o su espíritu no está provisto de conocimiento o se ha olvidado su raciocinio; y, sobre todo, cuando se le mantiene inconsciente de sus derechos y deberes como un ser moral.
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