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CARTA VIGESIMATERCERA
18 de febrero de 1819.
Mi querido Greaves:
La educación fisica no debe reducirse de ningún modo a aquellos ejercicios que reciben ahora el nombre de gimnásticos. Por medio de ellos se adquirirá la fuerza y la destreza en el uso de los miembros, en general; pero deben organizarse otros ejercicios particulares para la práctica de todos los sentidos.
Esta idea puede parecer, a primera vista, como un refinamiento superfluo o como un estorbo necesario para el libre desenvolvimiento. Hemos adquirido seguramente el pleno uso de nuestros sentidos sin ninguna instrucción especial de esa clase; pero, la cuestión no es la de si estos ejercicios son indispensables, sino si en cualquier circunstancia han probado o no ser útiles.
¿Cuántos de nosotros tenemos ojos bastante hábiles para juzgar correctamente y sin auxilio, de una distancia o de la proporción del tamaño de objetos diferentes? ¿Cuántos hay que distingan y reconozcan los matices del color, sin comparar unos con otros; o cuyos oídos perciban la más ligera variación del sonido? Los que se encuentran capaces para hacer esto con alguna perfección, encontrarán que derivan su facilidad o de un determinado talento innato o de una práctica constante y laboriosa. Ahora bien, es evidente que hay una cierta superioridad en estas adquisiciones que proporcionan sin ningún ejercicio las capacidades naturales y que nunca podrá proporcionar la instrucción aunque llegue a la más diligente aplicación. Pero, si la práctica no puede hacerlo todo, puede hacer mucho por lo menos; y mientras más pronto comience, más fácil y más perfecto debe ser el éxito.
Un sistema regular de ejercicios de este tipo es todavía un desideratum. Pero no puede ser difícil para una madre introducir en las diversiones de sus hijos algunos de estos ejercicios calculados para desenvolver y perfeccionar la vista y el oído. Porque es de desear que todos los ejercicios de este género sean tratados como una diversión más bien que como algo sustantivo. Debe prevalecer la mayor libertad y todo debe hacerse con gusto porque sin él, estos ejercicios, como la gimnasia misma, serán torpes, pedantes y ridículos.
Estará bien conexionar estos ejercicios muy pronto, con otros que tiendan a formar el gusto. No parece comprenderse suficientemente que el buen gusto y los buenos sentimientos están emparentados y que se confirman recíprocamente, aunque los antiguos hayan dicho que estudiar aquellas artes que se adaptan a un espíritu libremente nacido suaviza el carácter y destierra la tosquedad de las maneras exteriores. Sin embargo, poco se ha hecho para abrir un libre acceso a aquellos goces o adquisiciones y especialmente respecto de la mayoría del pueblo. Si no debe esperarse que se preste mucha atención a actividades subordinadas u ornamentales, mientras tenga que dedicarse tanto a proveer las necesidades primarias, no es, sin embargo, razón suficiente para que sean privados de toda actividad ajena a las vocaciones ordinarias. No hay una escena más conmovedora que ver, como he visto yo entre los pobres, a una madre extendiendo a su alrededor un espíritu de goce silencioso pero sereno, difundiendo entre sus hijos una corriente de mejoras y ofreciendo el ejemplo de suprimir todo lo que pudiera ofender el gusto no ya de un observador exigente y fastidioso, sino de los acostumbrados a moverse en otra esfera. Es difícil describir por qué medios se logra esto, pero lo he visto en circunstancias que no prometían hacerlo ni aun posible.
Sólo de una cosa estoy cierto; de que sólo puede ser obtenido mediante el verdadero espíritu del amor maternal. Este sentimiento del cual se repite con exagerada frecuencia que es capaz de elevarse a la meta de los mejores sentimientos de la naturaleza humana, está conexionado con un instinto feliz que le conducirá por un camino tan lejano de la negligencia e indolencia, como del artificial refinamiento. Con las exigencias refinadas y con el fastidio puede lograrse mucho si están sostenidos por una vigilancia constante; faltará, sin embargo, la naturalidad, la verdad, y hasta el observador más superficial se verá sorprendido ante un refrenamiento incompatible con una atmósfera de simpatía.
Ahora que estoy en ello, no dejaré pasar la oportunidad de hablar de uno de los auxiliares más eficaces de la educación moral. Estáis muy familiarizados con lo que yo entiendo por música y no sólo conocéis mis opiniones sobre la materia, sino que habéis observado también los favorables resultados que he obtenido en nuestras escuelas. Los ejercicios de mi excelente amigo Nageli, quien ha reducido con tanto gusto como ingenio los principios superiores de su arte a los elementos más simples, nos capacitan para proporcionar a nuestros niños una eficacia que exigiría con cualquier otro plan mucho más tiempo y esfuerzo.
Pero no es esta suficiencia la que yo describiría como un logro deseable de la educación. Es el influjo más marcado y más beneficioso de la música sobre los sentimientos, lo que he observado como más eficaz para preparar el espíritu y ponerlo a tono de las mejores impresiones. La armonía exquisita de una ejecución superior, la elegancia estudiada de ésta, podrán satisfacer a un competente; pero la gracia sencilla e intacta de una melodía es la que habla al corazón de todo ser humano. Nuestras propias melodías nacionales, que han resonado inmemorialmente en nuestros valles nativos, están tejidas con reminiscencias de las páginas más brillantes de nuestra historia y de las más tiernas escenas de la vida doméstica.
Pero el efecto de la música en la educación no consiste solamente en mantener vivo un sentimiento nacional: es mucho más profundo; si se cultiva con un espíritu adecuado hiere en su raíz los sentimientos malos o estrechos, toda propensión poco generosa y mezquina y toda emoción indigna de la humanidad.
Aquí podemos citar una autoridad que reclama nuestra atención por el carácter elevado y el genio del hombre, ya que no ha habido abogado más elocuente y cálido de la música que el venerable Lutero. Pero aun cuando su voz se ha hecho oír y es todavía tenida en gran estima entre nosotros, la experiencia, sin embargo, ha hablado más sonora e indiscutiblemente a favor de la verdad de la proposición que él fue de los primeros en vindicar. La experiencia ha probado que un sistema que procede por el principio de la simpatía, será imperfecto si se priva del auxilio de aquel poderoso medio de cultivo del corazón. Aquellas escuelas o aquellas familias en las que la música ha retenido el carácter cordial y casto que debe conservar, desplegarán invariablemente escenas de sentimiento moral y, consiguientemente, de felicidad, que no dejarán duda en cuanto el valor intrínseco de aquel arte que sólo en épocas de barbarie o depravación, ha degenerado o ha caído en el olvido.
No necesito recordaros la importancia de la música para engendrar y estimular los sentimientos superiores de que es capaz el hombre. Se reconoce casi universalmente que Lutero vio la verdad cuando indicó la música, desprovista de toda pompa y vano ornamento en su solemne e impresionante sencillez, como uno de los medios más eficaces de elevar y purificar el sentimiento genuino de devoción.
Con frecuencia nos hemos sorprendido en nuestras conversaciones con la circunstancia de que en nuestro propio país y a pesar de que aquel hecho sea generalmente reconocido, no constituya la música un rasgo preeminente de la educación general. Parece predominar la noción de que requeriría más tiempo y atención de la que sería conveniente prestarle, para extender también su influjo sobre la educación del pueblo.
Ahora bien, yo apelaría a cualquier trabajador con la misma confianza que a mí mismo, para que me dijera si no le ha sorprendido la facilidad y el éxito con que se la cultiva entre nosotros. Verdaderamente apenas hay una escuela rural por toda Suiza y aun, quizá, por toda Alemania o Prusia, en la cual no se haga algo por adquirir, al menos, los elementos de la música, según un plan nuevo y más apropiado.
Éste es un hecho que no puede ser difícil de examinar y que sería imposible negar; y concluiré esta carta expresando la esperanza que hemos alimentado juntos, de que este país nunca quedará retrasado en sugerir o adoptar mejoras que se funden sobre hechos y estén confirmadas por la experiencia.
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