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CARTA VIGESIMANOVENA
4 de abril de 1819.
Mi querido Greaves:
La segunda regla que yo daría a una madre respecto del primer desenvolvimiento del espíritu del niño, es ésta: Que el niño no esté solamente actuado o maniobrado, sino que sea un agente en la educación intelectual.
Explicaré lo que quiero decir. Que la madre tenga presente en su espíritu que su hijo no sólo tiene las facultades de atención, y de retención de ciertas ideas, sino también una facultad de reflexión independiente del pensamiento de los demás. Está bien hacer que un niño lea y escriba y aprenda y repita -pero, está todavía mejor que el niño piense. Podremos ser capaces de ser influidos por el pensamiento de los otros, y podremos encontrar conveniente y ventajoso familiarizarnos con él; podemos aprovechar su luz; pero, nos haremos más útiles a los demás y tendremos más títulos para el carácter de miembros eficaces de la sociedad, por el esfuerzo de nuestro propio espíritu, por el resultado de nuestras propias investigaciones; por aquella visión y sus aplicaciones que podemos llamar nuestra propiedad intelectual.
Yo no hablo ahora de aquellas ideas rectoras que aparecen de tiempo en tiempo y por las cuales avanza la ciencia y la sociedad se beneficia ampliamente. Hablo de aquel caudal de propiedad intelectual que cada uno puede adquirir, aun los individuos sin pretensiones y en las más humildes tareas de la vida. Hablo de aquel hábito de reflexión que preserva del pensamiento inconsciente bajo todas las circunstancias y que es siempre activa para examinar lo que se coloca ante el espíritu -aquel hábito de reflexión que excluye la idea de suficiencia propia de la ignorancia, o la frivolidad de un saber a medias- el cual puede llevar a un individuo al modesto reconocimiento de que sabe muy poco y a la honrada conciencia de que ese poco lo sabe bien. Para engendrar ese hábito nada hay tan eficaz como un precoz desenvolvimiento en el espíritu del niño, del pensamiento regular y activo.
Que no abandone la madre esta tarea por las objeciones de aquellos que juzgan que el espíritu del niño es incapaz de todo ejercicio de este género. Me atrevo a decir que los que alegan esta objeción, aunque puedan ser los pensadores más profundos o los más grandes teóricos, no parece que tengan conocimiento práctico acerca del tema ni interés moral alguno por su investigación. Y yo, por mi parte, confiaría más en el conocimiento experimental de una madre, procediendo por ejercicios, a los cuales se siente dispuesta por su amor maternal. En ese conocimiento experimental, incluso de una madre analfabeta confiaría yo más que en la especulación teórica de los más ingeniosos filósofos. Hay casos en los cuales un sentido sólido y un corazón ardiente ven más allá que una cabeza altamente refinada, fría y calculadora.
Yo invitaría, por consiguiente, a la madre para que comenzase su tarea a despecho de las objeciones que puedan oponerse. Bastaría con que se convenciese de que debía comenzar; continuaría, entonces, por sí misma; obtendría tal satisfacción de su tarea que nunca pensaría abandonarla.
Mientras desenvuelve los tesoros del espíritu infantil y descubre el mundo de pensamientos hasta entonces no alumbrados, no envidiará la seguridad de los filósofos que consideran el espíritu humano como un blanco universal. Entregada a su tarea pondrá en actividad todas las energías de su espíritu y todos los afectos de su corazón y se burlará de sus especulaciones dictatoriales y de sus teorías altaneras. Sin preocuparse de la intrincada cuestión de si las ideas son innatas, se contentará con desenvolver las facultades innatas del espíritu.
Si una madre pregunta los temas que pueden ser beneficiosos para ser utilizados como vehículos para el desenvolvimiento del pensamiento, yo respondería que todas las materias pueden conseguirlo si son tratadas de modo adecuado para las facultades del niño. Constituye un gran arte para la enseñanza no fracasar nunca en la elección de un objeto como ejemplo de una verdad. No hay un objeto tan trivial que en manos de un maestro hábil no se haga interesante, sino por sí mismo, al menos por su manera de tratarlo. Para un niño todo es nuevo. El encanto de la novedad, justo es decirlo, pronto se consume; y si no aparece el fastidio de los años maduros hay al menos la impaciencia de la infancia. Pero, entonces, el maestro tiene la gran ventaja de una combinación de elementos simples que pueden diversificar el tema sin dividir la atención.
Al decir que toda materia sirve para el propósito debo ser entendido literalmente. No sólo no hay ningún pequeño incidente en la vida de un niño, en sus diversiones y recreos, en sus relaciones con sus padres y con sus amigos y en sus juegos -sino que no hay actualmente ninguno dentro del alcance de la atención del niño, pertenezca a la naturaleza o a las ocupaciones y oficios de la vida, que no pueda convertirse en objeto de una lección por el cual pueda proporcionarse algún conocimiento útil y, lo que es más importante, por el cual el niño no pueda familiarizarse con los hábitos del pensamiento según los cuales ve y habla después de haber pensado.
El modo de hacer esto no es en manera alguna hablar mucho al niño, sino entrar en conversación con el niño; no dirigirle muchas palabras por familiares que sean las que se escojan, sino llevarle a expresarse sobre la materia; no agotar el tema, sino preguntar al niño acerca de él y corregir sus respuestas. Sería ridículo esperar que el espíritu volátil de un niño pudiera seguir una larga explicación. La atención de un niño está muerta para las exposiciones largas pero la despiertan las preguntas animadas.
Que las preguntas sean breves, claras e inteligibles. Que no lleven al niño a repetir simplemente en los mismos o variados términos lo que acaba de oír justamente. Excitarle a observar lo que hay ante él, a recordar lo que ha aprendido y a dominar su pequeño caudal de conocimiento como materiales para una respuesta. Mostrarle una determinada cualidad en una cosa y dejarle encontrar por sí mismo las demás. Decirle que la forma de una pelota se llama esférica; y si le lleváis a designar otros objetos a los cuales corresponde el mismo carácter le habréis empleado más útilmente que con el más perfecto discurso sobre la redondez. En un caso habría tenido que oír y recordar; en el otro ha tenido que observar y pensar.
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