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CARTA SEXTA
31 de octubre de 1818.
Mi querido Greaves:
Si hubiera tenido más interés en ocasiones anteriores, por adaptar mis palabras al gusto de los unos y a las teorías de los otros, quizá hubiera asegurado la aprobación de aquellos, que se inclinan al presente a asentar sobre mis principios una construcción menos favorable o a rechazarlos conjuntamente. Pero no he acostumbrado a referirme como prueba a lo que la experiencia sugiere o la práctica me confirma. Ha sido mi misión, como yo humildemente esperaba, arrojar alguna luz sobre verdades poco notadas anteriormente y sobre principios que aunque más generalmente reconocidos fueran, sin embargo, rara vez aplicados; y confieso que yo estaba poco cualificado para aquella tarea, por la concisión de mis nociones filosóficas, pero estaba sostenido por un rico caudal de experiencia y guiado por el impulso de mi corazón. Si, por tanto, he recurrido frecuentemente a la apelación de los sentimientos de la madre, comprenderéis fácilmente que aun cuando yo solicitaría el examen de mis principios por parte de aquellos que están dotados de una superioridad intelectual, miro, no obstante, con especial simpatía, sobre todo, a aquellos cuya actitud y cuya actividad son semejantes a la mía porque brotan del mismo sentimiento y se dirigen al mismo fin.
Procederé, pues, a presentaros mis puntos de vista, no con la depurada exactitud que satisficiera la crítica de un extraño, sino con el calor con que hablamos al corazón de un amigo.
Debería, en primer lugar, dirigir vuestra atención a la existencia y a las primeras manifestaciones de un principio espiritual, aun en el espíritu del niño. Pondría muy de relieve que hay en el niño un poder activo de fe y de amor: los dos principios por los cuales, bajo la guía divina, participa de las más altas bendiciones que nos están reservadas. Y este poder no está en el espíritu del niño como lo están otras facultades, en un estado durmiente. Mientras todas las demás facultades sean mentales o físicas presentan la imagen de una gran indefensión, de una debilidad que en su primera etapa de ejercicio sólo conduce al esfuerzo y al desengaño, aquel mismo poder de fe y de amor desplaza una energía y una intensidad que nunca es superada por sus más eficaces esfuerzos cuando está en pleno crecimiento.
Tengo plena conciencia de que lo que acabo de llamar un principio de fe y de amor en el niño es frecuentemente y aun generalmente degradado con el nombre de un sentimiento meramente animal o instintivo. Pero confieso que siempre consideré el hacer instintivo del niño en su primera etapa de existencia, como la maravillosa concesión de una providencia benigna y sabia. De este modo, lo repito, como maravillosa concesión, podemos realmente admirar, con sentimiento de veneración, el libre don del Creador al hombre, un don que aun cuando el hombre puede estropearlo es, no obstante, en su actuación primitiva una bendición incalculable. Y si el sentimiento a que aludo puede llamarse animal, confieso que parece haber sido la Intención del Creador, el que pueda considerarse la primera etapa de la existencia humana, de modo que sea posible, vislumbrar en sus formas primitivas el desenvolvimiento sucesivo de su naturaleza espiritual.
Este principio, sin embargo, cuya existencia defiendo, no está de ningún modo absolutamente maduro y purificado en el niño. Si hubiera de permanecer entre las facultades inferiores dejaría de actuar como un constante preservativo de fe y amor. Debe, por consiguiente, derivar su nutrición y desarrollo de la naturaleza misma; debe ser acariciado por el poder sagrado de la inocencia y de la verdad. Ésta debe constituir la atmósfera en que viva el niño.
La nutrición diaria del amor y de la fe del niño desenvolverá en su tiempo todos los gérmenes de las virtudes más puras. El niño es obediente, activo, amante y casi pudiéramos decir discreto y piadoso, antes de que se le haya enseñado a comprender la naturaleza o el mérito de estas virtudes. El más elevado y enérgico poder de elevación espiritual de que es capaz el alma del hombre bajo el influjo de la doctrina divina de Cristo, se comunica al niño en la más tierna infancia; por una especie de revelación. Tiene una anticipación de las más sublimes virtudes, cuyo poder no es todavía capaz de concebir.
Así, la verdadera dignidad de la cristiandad puede decirse que ha de implantarse en el niño antes de que tenga una idea del pleno desenvolvimiento de los gérmenes, todavía tiernos, que hay en su pecho. El sagrado sentimiento de gratitud es activo en el niño en el momento de la gratificación, cuando siente apaciguada su vida animal y satisfechas sus necesidades animales. El poder sagrado de la simpatía, que es superior al temor del peligro y de la muerte es activo en el niño: moriría en el regazo de la madre para librarla de un dolor inminente, sentimiento este que se marca enérgicamente en sus rasgos -moriría por ella antes de poder concebir lo que es la simpatía o la muerte. En el niño se da hasta una anticipación del sentimiento de tranquilidad y complacencia que es la recompensa de una renuncia de nuestros propios deseos, de una subordinación de todas nuestras esperanzas y aspiraciones bajo los principios supremos de amor y fe.
Este acto de renuncia, por insignificante que pueda ser su objeto inmediato, es el primer paso hacia el ejercicio consciente y regulado de la abnegación.
En los brazos de la madre, el niño actúa como si estuviera inspirado por este principio, el cual puede convertirse en su segunda naturaleza, mientras que el espíritu está todavía lejos de una conciencia de aquel poder que, en su ulterior desenvolvimiento, puede producir el más glorioso efecto de abnegación.
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