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CARTA NOVENA
20 de noviembre de 1818.
Mi querido Greaves:
Procuraré en ésta y en otras cartas posteriores, describir los hechos que pueden ser considerados como la primera manifestación del buen principio de que he hablado. Procederé, entonces, a señalar la falta común por la cual es frecuente o prescindir de él o incluso pervertirlo por un tratamiento indiscreto de modo que, en vez de actuar como un preservativo moral, en vez de ser un instrumento para la elevación espiritual, se convierte en un factor para la corrupción de los mejores poderes de la naturaleza humana.
Será desagradable insistir en este tema; será necesario aludir a la fuente de toda miseria mental y moral que nuestra carne ha heredado; será indispensable convencer a muchas madres imprudentes, de que lo que, está bien intencionado, no siempre está bien hecho, a imprimir enérgicamente en su espíritu el hecho de que por un modo de proceder que fluye de los motivos más benévolos, pero que no se ha contrastado con un juicio maduro, podrá perpetuar en sus hijos aquella miseria contra la cual quería precisamente protegerles.
Pero si, discurriendo sobre los fundamentos que tenemos ante nosotros, tendremos ocasión frecuente para lamentar la corta visión de algunos y la indolencia de otros, también tendremos ocasión para regocijarnos de que los medios por los cuales puede evitarse tal miseria y por los cuales puede asegurarse una mayor porción de felicidad, no están de ningún modo fuera del alcance de la madre. Verdaderamente, siempre que he encontrado una madre que se distinguía por el cuidado que prestaba a la educación de sus hijos y por el éxito que lograba, he comprobado que los principios con que actuaba y los medios que empleaba no fueron el resultado de una larga y difícil indagación, sino más bien de una resolución adaptada una vez y constantemente seguida, no dando un paso sin detenerse a reflexionar un momento; y no he encontrado que esto lleve a ninguna ansiedad por su parte, ni a aquel estado de agitación continua que observamos alguna vez en el corazón de una madre que está siempre calculando las consecuencias remotas de bagatelas, con un temor casi febril.
Este último estado de espíritu indicado, que debe perturbar la jovialidad de su espíritu, tan esencial para una educación juiciosa y eficaz, va generalmente precedido y acompañado de una falta de discreción que puede llevar a consecuencias que determinan, a su vez, aprensiones innecesarias. Nada, por el contrario, está tan bien calculado para asegurar al espíritu una tranquilidad imperturbable como un frecuente ejercicio del juicio y un hábito constante de reflexión.
No sé si un filósofo pensaría esto; pero yo tengo confianza en que una madre no desdeñaría seguirnos en vista del estado en que permanece el niño algún tiempo después de su nacimiento.
Este estado, en primer lugar, nos sorprende como un estado de gran indefensión. La primera impresión parece ser la de disgusto, o al menos, de desasosiego. No hay, verdaderamente, la más ligera circunstancia que pueda recordarnos facultad alguna distinta de aquellas características de la naturaleza animal del hombre; y aun éstas se encuentran en la etapa inferior de desenvolvimiento.
Todavía hay en esta naturaleza animal un instinto que actúa con gran seguridad y que aumenta en fuerza conforme se repiten las funciones de la vida animal, día por día; a este instinto animal se le ve hacer los más rápidos progresos y llegar muy pronto al más alto grado de fuerza y de intensidad, aun cuando se haya prestado poca o ninguna atención a la protección del niño respecto de los peligros que le rodean o a fortalecerle con algo más que con la nutrición y el cuidado ordinario. Es bien conocido el hecho de que entre las naciones salvajes las facultades animales del niño son capaces de ejercicio y se desenvuelven con una rapidez que prueba suficientemente que aquélla parte de la naturaleza va paralelamente con el instinto en el resto de la creación animal.
Tan sorprendente es la semejanza, que encontramos frecuentemente puesta en ridículo toda tentativa para descubrir la huella de alguna otra facultad. Verdaderamente, que, mientras prestamos una atención asidua a aquella parte de la naturaleza humana en la primera etapa de la vida que no requiere sino poca parte de nuestro cuidado, somos demasiado aptos para prescindir y olvidar aquello que, en su primera aparición es ciertamente muy débil, pero que en su debilidad reclama nuestro cuidado y nuestra atención y que debe inspirarnos un interés por su desenvolvimiento, porque éste recompensará ampliamente nuestros esfuerzos.
Porque por sorprendente que sea esta semejanza nunca puede estar justificado que se olvide la distinción que existe entre el niño, aun en la primera época de la vida, y el animal, que puede, aparentemente haber hecho un progreso más rápido y puede ser muy superior en aquellas cualidades que constituyen un estado sólido y confortable de existencia animal.
El animal permanecerá siempre en aquel punto de fuerza corporal y de sagacidad a que le ha conducido tan rápidamente el instinto. Por toda la duración de su vida, sus goces, ejercicios y, si podemos decirlo, sus adquisiciones, seguirán siendo satisfactorias. Podrá retroceder a causa de la edad o de las circunstancias desfavorables; pero nunca avanzará más allá de la línea de perfección física que ha alcanzado en su pleno crecimiento. Una nueva facultad o una actuación adicional de las primeras es un acontecimiento ignorado en la historia natural de la creación animal.
No ocurre lo mismo con el hombre.
Hay algo en él que no deja de manifestarse, a su debido tiempo, por una serie de hechos, todos ellos independientes, de la vida animal. Mientras que el animal está siempre movido por el instinto, al cual debe su conservación y todos sus poderes y goces, un algo que afirma el derecho del hombre a conservar el imperio sobre todos sus poderes, a dominar y regir la parte inferior de su naturaleza y a llevarle a aquellos actos que le aseguren un lugar en la escala del ser moral.
El animal está destinado por el Creador a seguir el instinto de su naturaleza. El hombre está destinado a seguir un principio superior. Su naturaleza animal no debe permitirse ya que le rija tan pronto como ha empezado a desenvolverse su naturaleza espiritual.
Será objeto de mi próxima carta señalar a la madre la época en que puede esperar las primeras manifestaciones de una naturaleza espiritual en su hijo.
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