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LA REDENCIÓN DEL ROBOT
Sir Herbert Read
CAPÍTULO SEGUNDO LA EDUCACIÓN EN EL MUNDO DE LAS COSAS
1. EL MUNDO DE LAS COSAS
Anteriormente cité un aforismo del Emilio o de la educación que bastaría para dar valor imperecedero a esa obra: Haced que el niño dependa únicamente de las cosas. Desearía ahora desarrollar la idea, y mucho me temo que mis conclusiones no recibirían aprobación sin reservas por parte de Rousseau.
Mientras preparaba este capítulo, cayó en mis manos un libro que acababa de publicarse en Inglaterra y que, aparentemente, no tenía relación ninguna con nuestro tema. Se trataba de Letters of Eric Gill. Eric Gill era amigo mío y mucho le debo a las acaloradas e interesantes discusiones que sostuvimos en amigables conversaciones o en debates públicos. No recuerdo haber tratado el problema de la educación con él, pero al abrir el volumen de sus cartas encontré una dirigida a su yerno en la cual, sin mencionar a Rousseau -cuya fórmula probablemente desconocía-, expone la cuestión en términos contemporáneos. Aunque tal vez sea un texto algo extenso, prefiero no desecharlo o abreviarlo porque lo encuentro muy acertado. Escribió Gill:
En las escuelas comunes nos hallamos, por una parte, con:
Una educación libresca que implica pensamientos, palabras, ideas, lecturas sobre las cosas, escritos sobre las cosas, aprendizaje de datos acerca de las cosas y exámenes sobre el conocimiento de las cosas (disciplina mental, disciplina intelectual), y por la otra:
Una educación física, que involucra acción, desarrollo físico, entusiasmo combativo, fomento de la lealtad (el espíritu de equipo). Proezas personales, orgullo de sí mismo, autorespeto ... (o sea, disciplina moral, disciplina de la voluntad).
¡Pero en ningún caso se practica la educación en el contacto directo con las cosas!
No hay experiencia poética.
El intelecto se ejercita casi enteramente con libros.
La voluntad se ejercita casi enteramente con deportes ...
Pero ... vivimos en un mundo de cosas. El hacer cosas es parte importantísima de la vida del hombre, de todo hombre y, a no dudarlo, la mayoria de los seres humanos son artesanos a su manera. Y pese a ello, no se practica la educación en el mundo de las cosas, la educación de la experiencia poética. Asimos ideas, conceptos, abstracciones, representaciones, es decir, ejercitamos nuestro intelecto. Asimos pelotas y paletas, tobillos y muñecas, es decir, ejercitamos nuestra voluntad. Pero no asimos cosas. Ninguna cosa como tal y por sí misma, nada de lo que es, sólo pensamientos sobre cosas, sólo acciones relacionadas con cosas. Poeta, poiesis, hacedor: el que ase las cosas, el que conoce la realidad por experiencia directa de ella. El arte, la habilidad artística (desde ladrillos hasta catedrales) es fundamentalmente poesía, un asir la realidad, un asir las cosas.
Quizá sea éste un texto reiterativo, mas el estado de complacencia, de absoluta ceguera frente a los hechos que están ahí, delante de nuestros ojos, es tal que únicamente repetidos golpes de cincel, como los que daba Gill en su trabajo diario, pueden hacer entrar esta realidad en nuestra cabeza. Hay un par de verdades simples pero tremendamente importantes sobre la educación que se soslayan, no porque podamos deshacernos de ellas, negarlas, sino más bien porque el reconocerlas trastornaría nuestra escala de valores sociales, destruiría, diríamos, nuestro patrón de conducta aceptado. El por qué nos aferramos tan desesperadamente, tan irracionalmente a valores sociales o a normas de conducta que una y otra vez nos han llevado a la guerra, a la desocupación y a otras desgracias, es algo que la ciencia psicológica actual no puede explicar. La psicología está constreñida a recomendar una terapia, una cura para males que no sabe diagnosticar; dentro de sus limitaciones, ha llegado a admitir que, en las condiciones de vida inmediatas, el realizar una actividad que ocupe las facultades sensibles en obras prácticas y desarrolle la capacidad para apreciar la belleza o la gracia, es muy conveniente como antídoto de las enfermedades nerviosas y físicas que aquejan a nuestra civilización casi totalmente mecanizada. Es innegable que, para el cuerpo social del cual todos somos miembros, lo mismo que para el cuerpo del ser humano individual, mejor que curar es prevenir. Desde este punto de vista, nada resulta más degradante para la dignidad y el valor espiritual del arte que considerarlo meramente como una forma de terapia, un medicamento que se ha de administrar en dosis sólo cuando el paciente está enfermo. El arte constituye ante todo una expresión de salud: es exuberancia, regocijo, éxtasis. Mas no se crea que es manifestación de un estado de salud excepcional, como podrían sugerir estas palabras: el arte es, o debería ser, la cualidad o virtud sensible normal de todo lo que hacemos o fabricamos. ¿Desde cuándo, nos preguntamos, es el arte una cosa aparte, una actividad que sólo se asocia con el ocio o el recreo?
Después diré algo más acerca del problema del ocio en nuestra civilización; por el momento me limitaré a observar que el uso que se da comúnmente al vocablo tiene relación directa con esa laguna de la educación apuntada por Gill.
El término ocio ha sufrido sutiles y lentos cambios de significado. Otium significaba simplemente descanso, tranquilidad, tiempo libre. Así, en Fedro encontramos la frase: Otium dare corpore (entregarse al reposo). y Terencio dice: Otium habere ad aliquid faciendum (tener tiempo libre para hacer alguna cosa).
Pero ahora, cuando hablamos del problema del ocio, no pensamos en la necesidad de tener tiempo o tranquilidad para hacer algo: nos sobra tiempo y nuestro problema es no saber cómo ocuparlo. Ocio ya no significa tiempo libre que se ha ganado con dificultad frente a la presión de la vida; más bien denota un vacío profundo que necesitamos llenar con ocupaciones inventadas. El ocio es una vaciedad, un desesperado estado de vacuidad, de vacuidad de la mente y el cuerpo. Se ha encomendado a sociólogos y psicólogos la búsqueda de una solución para este problema que, en su concepto, más que tal es una enfermedad.
A mi ver, ningún otro cambio es tan sintomático de nuestra degeneración, del desasosiego que enferma a la civilización, como éste del significado de la palabra ocio. La forma de pensar que representa está tan profundamente arraigada en nosotros que temo me resultará muy difícil hacer ver la posibilidad de un actitud diferente, de otro modo de vida.
2. TRABAJO Y JUEGO
La existencia de la mayor parte de los seres humanos está dividida en dos fases tan precisas como el día y la noche. Las llamamos trabajo y juego. Trabajamos determinada cantidad de horas por día y, después de haber dedicado el mínimo de tiempo necesario a tareas tales como alimentación y las compras, pasamos el resto del tiempo en diversas actividades que denominamos recreaciones, elegante palabra que indica que no jugamos ni siquiera en nuestras horas de ocio sino que las ocupamos con distintas formas de placer pasivo que llamamos entretenimientos: no jugando al fútbol, sino mirando partidos de fútbol; no representando obras, sino yendo al teatro; no caminando, sino viajando en automóvil.
Resulta, pues, que no sólo establecemos una rígida distinción entre trabajo y juego, sino también una separación igualmente cortante entre juego activo y entretenimiento pasivo. Supongo que la declinación del juego activo -del deporte de aficionados- y el tremendo auge de los entretenimientos puramente receptivos son los factores que han despertado el interés de la sociología por este problema. Si, en lugar de entregarse a la práctica de deportes saludables, la mayor parte de la población pasa sus horas de ocio mirando una pantalla animada en sus casas o en cines oscuros y atestados, inevitablemente decaerá la salud y el estado físico de la gente. Además, se planteará un problema psicológico pues aún nos falta determinar cuáles pueden ser las consecuencias mentales y morales de una dieta prolongada de espectáculos dirigidos a los sentimientos o a los sentidos. Con optimismo, nos queda la posibilidad de que esa dieta sea demasiado poco sustanciosa y alimenticia como para tener efecto muy duradero en las personas. Según parece, nueve de cada diez películas o programas de televisión no dejan absolutamente ninguna impresión en la mente o la imaginación de los espectadores; contados son los mortales que pueden relatar coherentemente un film que vieron la semana anterior y, transcurrido más tiempo, sólo los salva de ver dos veces esa pelicula el que la sala cinematográfica no vuelva a exhibirla.
En la misma categoría de entretenimiento pasivo se encuentran la mayor parte de los programas radiofónicos y de las lecturas proporcionadas por los clubes literarios y las bibliotecas circulantes. Sé bien que casi todos los días las radioemisoras transmiten cosas buenas y que no todas las novelas son bestsellers sentimentales. Pero lo que me interesa en realidad no es la calidad del entretenimiento pasivo; desde el punto de vista con que enfoco ahora el problema no existe gran diferencia entre la persona que se sienta en un cinematógrafo para mirar una película y la que se sienta cómodamente en su casa para escuchar una sinfonía. La absorción pasiva de repetidas dosis de música, de poesía o de cualquier otro estimulante de la sensibilidad no me parece necesariamente buena. Las artes fueron, en su origen, celebraciones en comunidad; se crearon para que la gente reunida bailara, cantara o rindiera culto a sus dioses. En esta comunión daban tanto como recibían: forma y efecto se beneficiaban con el contagio físico, con el goce en común.
Debo confesar aquí que cada día desconfío más de lo que merecería llamarse cultura exhibicionista. Las exposiciones de pinturas y esculturas, de tapices franceses o de totems de Oceanía; los conciertos de música clásica, de música moderna, de música china; las óperas de Viena o los ballets de Rusia ... Sí, todo esto es muy entretenido -y un poco cansador si tratamos, de seguir su ritmo acelerado- y además enriquece esa curiosa colección de impresiones sueltas, hechos inconexos y nombres recordados a medias que guardamos en algún rincón de nuestro cerebelo y que llamamos conocimiento y desenterramos de su borroso y atiborrado cofre cuando queremos desplegar nuestra cultura. Pero ¿qué significa todo esto para la realidad vital que es nuestro comportamiento cotidiano y nuestra felicidad inmediata? Muy poco, que yo vea.
Para que el arte afecte nuestra vida, es menester vivirlo. Debemos pintar, más que mirar pinturas, ejecutar instrumentos, más que ir a conciertos, bailar y cantar y actuar nosotros mismos, poniendo todos nuestros sentidos en el ritual y la disciplina de las artes. Entonces, tal vez, algo comience a sucedernos, a obrar sobre nuestro cuerpo y nuestra alma.
En suma, considero que el entretenimiento debe ser activo, que cada uno debe participar en él, practicarlo. Entonces, es más acertado denominarlo juego, y como tal constituye un uso natural del ocio. En ese sentido, se lo opone al trabajo y se lo toma como actividad que se alterna con éste. De aquí deriva el error final y más fundamental de nuestra idea de la vida diaria.
La palabra trabajo no implica un concepto tan simple como se cree. Por lo común decimos que trabajamos para ganarnos la vida, es decir para reunir suficiente cantidad de dinero que nos sirve para obtener, en cambio, alimentos, albergue y todo lo necesario para nuestra existencia. Pero algunos realizamos trabajos físicos, labrando la tierra, cuidando máquinas, desenterrando carbón; otros hacemos trabajos mentales, como llevar libros, inventar máquinas, enseñar y predicar, administrar y dirigir. Aparentemente, todas estas ocupaciones nada tienen en común, salvo consumir nuestro tiempo y dejarnos poco ocio. Cada época ha dado un valor diferente a los diversos oficios. El de minero, por ejemplo, se consideraba otrora denigrante y era trabajo forzado de esclavos y prisioneros de guerra. Un minero es hoy día un trabajador tenido en alta estima y relativamente bien remunerado. Antaño, los cirujanos estaban en la misma categoría que los barberos; ahora, en cambio, se cuentan entre los profesionales mejor retribuidos del mundo. En los dos últimos siglos, el status social del actor cambió por completo. De todos modos, y aunque los elementos constituyentes pasen de un nivel a otro, se mantiene siempre un orden jerárquico. Los profesionales ocupan una categoría, los mercaderes, otra (ahora les damos títulos menos románticos), y por debajo de ellos se encuentran los trabajadores especializados y, más abajo aún, en la base de la pirámide, los obreros no especializados.
Hay otra particularidad digna de notarse: a menudo, la profesión o el trabajo de unos es la recreación o el juego de otros. Los fines de semana, el comerciante tórnase cazador (aún no se le ha dado por dedicarse a la minería); el empleado hácese jardinero; el maquinista conviértese en criador de perros de caza. Naturalmente, tras estas transformaciones se oculta un seguro instinto. Cuerpo y mente buscan inconscientemente una compensación, buscan coordinación muscular e integración mental. Pero en muchos casos se produce una disociación y el individuo lleva una vida doble: mitad Jekyll, mitad Hyde. El relato de Stevenson encierra una profunda moraleja, pues muchas veces la personalidad desintegrada se inclina por una compensación de naturaleza antisocial. El partido nazi, por ejemplo, reclutó sus primeros adictos entre los aburridos, no tanto entre los desocupados como entre esa sociedad de indiferentes jovenzuelos que se reúne en las esquinas.
Esa sociedad de las esquinas, segura cuna de la delincuencia, el gansterismo y el fascismo, ha sido objeto de estudios científicos. Es una sociedad que goza de ocio -es decir, de tiempo libre- pero carece de ocupación compensatoria. No necesita de ningún Mefistófeles que invente diabluras para ocupar esas manos que no tienen nada que hacer, pues las manos desocupadas buscan espontáneamente una tarea: los músculos adquieren vida propia si no se los educa para acciones útiles definidas. La acción, mejor dicho, la actividad, es el reflejo natural del ocio: lo consume y deja el problema resuelto.
Pero el trabajo es también una actividad y si llegamos a la conclusión de que todo nuestro tiempo debe llenarse con una actividad u otra, la distinción entre trabajo y juego pierde sentido y la palabra juego denota simplemente un cambio de ocupación. Pasamos de una forma de actividad a otra: a una la llamamos trabajo y recibimos paga por ella; a la otra la denominamos juego, no nos trae recompensa monetaria, y, por el contrario, probablemente tengamos que pagar por ella.
Supongamos ahora que la actividad por la cual recibimos paga nos depara gozo. Pero primero aclaremos conceptos. Mucha gente se siente orgullosa de su trabajo o, en cierto sentido, satisfecha con su posición en el mundo, no ya porque su actividad en sí le proporcione gusto o satisfacción sino porque está bien remunerada o le da una situación de prestigio en la sociedad. Conozco a muchos que se enorgullecen de su status pero odian aun la vista de su oficina o lugar de trabajo. El dinero y todo lo que puede adquirirse con él, los privilegios sociales y el sentimiento de superioridad les hace sentir una satisfacción o un contento que vencen el aburrimiento o la vaciedad fundamental de su ocupación.
3. EL ARTESANO
Esa no es la gente a la que me refiero. Tomemos mejor a un artesano que encuentra perpetuo deleite en su trabajo: puede ser un cirujano, un poeta, un labrador o un yesero. Cabe preguntarse entonces dónde termina el trabajo y dónde empieza el juego. ¿Dejará el artesano a un lado sus herramientas de trabajo para ir a ponerse de brazos cruzados en una esquina de la calle? ¿Se detendrá en medio de su tarea para fumar un cigarillo o jugar una partida de damas? Reproduciré una fábula que Thoreau relata cerca del final de Walden con propósito distinto al mío pero que ilustrará muy bien mi idea:
Había una vez en la ciudad de Kouroo un artista que se propuso alcanzar la perfección. Un día se le ocurrió hacer un cayado. Tras pensar que, en una obra imperfecta el tiempo cuenta pero en una obra perfecta no, se dijo a sí mismo que su cayado sería perfecto en todo sentido, aunque fuera lo último que hiciera en su vida. De inmediato, se dirigió al bosque en busca de la madera, resuelto a encontrar la más adecuada; y mientras tomaba y rechazaba una vara tras otra, fue perdiendo a sus amigos porque éstos envejecían en su trabajo y morían, pero él no envejecía en lo más mínimo. Su deseo y resolución de alcanzar un fin único y su elevada devoción le daban, sin él saberlo, perenne juventud. Como no se había obligado respecto del Tiempo, el Tiempo se mantenía fuera de su camino y se limitaba a mírarlo suspirando desde la distancia porque no podía sojuzgarlo. Cuando hubo encontrado la madera totalmente adecuada, la ciudad de Kouroo era ya una venerable ruina y el artista se sentó en uno de los montículos para pelar la vara. Cuando hubo terminado de darle forma apropiada, la dinastía de los Candahars había llegado a su fin, y con la punta de la vara escribió en la arena el nombre del último representante de aquella raza y luego reanudó su labor. Para el tiempo en que hubo acabado de desbastar y pulir el cayado, Kalpa había dejado de ser la estrella polar; y antes de que colocara el regatón y la cabeza adornada con piedras preciosas, Brahma ya había despertado y vuelto a dormir muchas veces. Pero, ¿por qué me detengo en estas cosas? Cuando hubo dado los toques finales a su obra, ésta se expandió repentinamente ante los ojos del asombrado artista hasta aparecérsele como la más hermosa de todas las creaciones de Brahma. Al hacer su cayado había construido un nuevo sistema, un mundo de proporciones acabadas y perfectas en el cual ciudades y dinastías más gloriosas ocupaban el lugar de las ya desaparecidas. Y entonces, mirando el montoncito de virutas todavía frescas apiladas a sus pies, se dio cuenta de que, para él y su obra, el lapso transcurrido había sido una ilusión y que sólo había pasado el tiempo que tarda una chispa en desprenderse del cerebro de Brahma e inflamar la yesca de un cerebro mortal. El material era puro, su arte era puro; ¿cómo podía no ser maravilloso el resultado?
Compare el lector la dedicación a un fin único mostrada por esta fábula con la multiplicidad de objetivos que el hombre medio persigue en su vida diaria y comprenderá hacia dónde apunto. Thoreau se fue a vivir a los bosques para demostrar que mantenerse en esta tierra no es una penalidad sino un pasatiempo, si vivimos sencilla y sabiamente; logró su propósito, pero su experimento habría muerto con él, se habría perdido para el mundo, de no existir fábricas de papel e imprentas, las cuales implican un modo de vida muy diferente para la mayoría de las personas. La dificultad no estriba en mantenerse a uno mismo sino en mantener una sociedad que permita a cada individuo expandirse y realizarse.
Thoreau trató de obtener su libertad aboliendo el trabajo; la verdadera solución consiste en combinar libertad y trabajo, lo cual sólo puede conseguirse transformando el trabajo en juego o el juego en trabajo. El artesano puede hacerlo porque se ensimisma en su trabajo, vale decir que es capaz de entregarse en cuerpo y alma a la ejecución de su obra: mente, músculos, vista, tacto y entendimiento. El verdadero artesano no tiene ocio sino únicamente descanso y libertad; es un ejecutante que deja su instrumento a un lado para disfrutar de la sensación de libertad, para reposar, dar rienda suelta a los sentidos, meditar, rendir culto, rezar y, por último morir en paz espiritual.
El artesano es una anomalía en la moderna sociedad mecanizada: se ha extinguido casi por completo. El problema consiste, pues, en encontrar cómo introducir la satisfacción espiritual del trabajo del artesano dentro del sistema industrial que hemos heredado. El problema tiene complicaciones casi infinitas y es tan complejo que muchos pensadores, que trataron de resolverlo. se dieron por vencidos y pidieron, desesperados, que la humanidad volviera atrás en su historia y abandonara el sistema de producción mecánica para retomar al de la artesanía manual. Ruskin, Tolstoi, Morris, Ghandi, Gill, todos estos grandes hombres condenaron a la sociedad moderna con impresionante unanimidad y no vieron más salida que la reimplantación de la economía campesina. Ellos también querían vivir sencilla y sabiamente como Thoreau en su bosque de Walden Pond.
Existen dos factores que hacen quimérica esta solución. La máquina no ha dejado al mundo tal cual lo encontró. Ha creado un gran ejército para servirla: el proletariado. Sólo en las Islas Británicas, la población se duplicó entre 1830 y 1930; veinte millones de seres humanos más que nacieron para servir a las máquinas y para ser alimentados y vestidos por ellas. Junto con este aumento de la población, se produjo una progresiva elevación del standard de vida, no tanto por la cantidad y calidad de los alimentos como por las comodidades y el bienestar que jamás abandonaremos con gusto; comunicaciones rápidas, energía eléctrica, ciudades limpias y discreto nivel de higiene. Puede ser que, como pensaba Eric Gill (lo mismo que Jean Giono, el gran escritor francés que también estudió profundamente estos problemas) hayamos pagado demasiado caro estos beneficios, que el mundo no recupere su salud física y moral hasta que el último tractor no se haya herrumbrado y mezclado con la tierra, hasta que el campesino no vuelva a acostarse a la luz de una vela después de haber pasado el día transportando en su carro el abono preparado por él mismo para fertilizar los campos arados a mano. Pero, ¿qué pasará con los millones de operarios que ahora cuidan de las máquinas? ¿Deberán emigrar? El emigrar no es solución si no se cuenta con una civilización mecanizada, única que le permite a la humanidad aprovechar las superficies estériles del orbe.
Además de estas razones (reconozco que mi argumentación es incompleta), hay otras por las cuales este derrotismo está radicalmente equivocado. Admitido que una civilización puede tomar por el mal camino y descubrir demasiado tarde que se avecina una catástrofe. Acaso nos encontremos ya en la pendiente que nos hará rodar hacia el desastre. Pero es imposible salvarnos volviendo atrás. No se conoce ninguna civilización pasada que haya vuelto sobre sus pasos y se haya salvado. En cambio, se sabe de muchas a las que también les faltó coraje y no se atrevieron a seguir adelante o tan siquiera a mantenerse firmes. No creo que la decadencia de las civilizaciones tenga una explicación sencilla, pero cualesquiera sean las causas, todas ellas se aúnan para mostrar una falta de fe en el futuro, de gusto por el presente.
Por consecuencia, deberíamos tratar de dominar a la máquina antes que destruirla o dejar que ella nos destruya. Hasta ahora se ha ejercido muy escaso control social sobre la máquina. Existen leyes que reglamentan el trabajo en las fábricas y talleres, y en los tímidos intentos de planificación urbana que asoman actualmente se asigna su lugar a los establecimientos industriales. Mas nunca nos hemos atrevido a establecer hasta qué límites ha de llegar la máquina, qué debe o no hacer, dónde está permitido ubicarla. El desarrollo mismo de la producción industrial se produjo siempre aisladamente y sin dirección ninguna. La industria ha proliferado sin que se intentara regularla.
4. LA DESCENTRALIZACIÓN
Creo que los mayores males de la producción mecanizada se deben a errores de ubicación y distribución. La industria se centralizó porque necesitaba establecerse junto a las fuentes de poder: sobre la orilla de un río, cerca de una mina de carbón, en las proximidades del ferrocarril, etc. La electrificación y los motores de combustión interna han quitado toda razón de ser a esta concentración. Ahora la fábrica puede estar en la aldea y, además, separarse en varios establecimientos y descentralizarse, de modo que las distintas piezas de que se compone el artículo fabricado podrían manufacturarse en media docena de localidades distintas y luego armarse en otra. Henry Ford, que no era nada tonto en estas cosas, llegó en sus últimos años a la conclusión de que su enorme fábrica centralizada en Detroit era un dinosaurio, un monstruo de otros tiempos. Entonces propuso que se creara una vasta red de talleres distribuidos en distintos pueblecitos. Los obreros de esos talleres vivirían mejor; tendrían su jardín y hasta su granja y llevarían la equilibrada vida del artesano medieval. Las aldeas recobrarían vitalidad y el antagonismo entre ciudad y campo, campesinado y proletariado, desaparecería para dar lugar a una unidad social como no se ha visto desde hace siglos.
Estas aldeas existen ya en países como Suiza y Suecia. En Inglaterra conozco una o dos, formadas por casitas agrupadas en torno de una iglesia, una taberna y una fábrica de sillas. Tal descentralización tiene evidentemente sus limitaciones: las fábricas de Birmingham requerirían más pueblecitos de los que hay en el condado de Warwick y en lugar de una Zona Negra relativamente concentrada, tendríamos una extensa Zona Gris, lo que por cierto no deseamos.
En algunas regiones de los Estados Unidos, el problema presenta mayores dificultades por el hecho de que allí nunca existió la aldea en un sentido orgánico. Ahora bien, como la aldea es expresión de un sistema económico dado, si se adoptara uno que necesitara de villorrios, éstos pronto proliferarían, aun en Michigan. La ciudad de los grandes espacios de Frank Lloyd Wright sería otra solución ideal: una ciudad tan descentralizada que es virtualmente una cadena de aldeas.
Estoy convencido de que la descentralización es el primer requisito material para solucionar lo que llamamos el problema del ocio. No es el alma humana que vive en libertad la que desea vehementemente entretenerse y disipar el aburrimiento, sino el alma aprisionada en las ciudades repletas, separada de la tierra y los cambios de estación, privada de alternar actividades que le deparen las satisfacciones que necesita. La ciudad es literalmente un complejo y ese complejo da origen a una gran neurosis social, uno de cuyos síntomas es el problema del ocio.
Para curar esa neurosis se requiere algo más que la reorientación material de la industria. También habrá de producirse una reorientación psíquica, una reintegración de la personalidad. la curación de la conciencia social. Estimo que algo ayudaría en este sentido la distribución de la propiedad o las responsabilidades. Necesitamos descentralizar no sólo las industrias en sí, sino también el poder la responsabilidad. En este aspecto, la descentralización de la industria es tan fundamental como la material, aunque sería peligrosa si condujera simplemente a la creación de un número de corporaciones cerradas, cuyos miembros estuvieran unidos entre sí por amor fraterno y separados de las corporaciones similares de otras industrias por el odio y el recelo. Las persecuciones y los conflictos sectarios que plagaron la Iglesia Cristiana nos muestran que una fe común puede ser motivo de división cuando no se construye sobre la base material y psicológica de la ayuda mutua. Nuestra principal tarea es la de levantar esa base y, en mi opinión, esto sólo podrá hacerse mediante un proceso educativo, pero un proceso que tenga poco y nada que ver con lo que ahora denominamos educación.
En términos generales, puede decirse que los sistemas educativos actuales crean división. No tienden a unir sino a separar. Dividen, en primer lugar, porque establecen una jerarquía o un sistema de castas que no sólo separa a los niños en grupos por edades -infantes, primario, secundario, técnico, comercial y universidad- sino que decretan que ciertos exámenes han de determinar si un niño tiene derecho a seguir más allá de una etapa dada. Además, se imponen pruebas y exámenes que fijan el lugar del individuo dentro del grupo al que pertenece. Todos estos exámenes y pruebas no sirven más que para azuzar a un niño contra el otro, en una torva lucha por conquistar puestos; por otra parte, al dividir las comunidades infantiles en grupos según los resultados de dichas pruebas, se acentúa aún más el sentido de separación social, de desunión.
Naturalmente, la educación debe ser un proceso organizado y es inevitable que en las escuelas, donde hay demasiados alumnos y pocos maestros, los niños formen rebaño. Pero lo que quiero recalcar es que los colegios siguen deliberadamente una política de clasificación en base a pruebas de inteligencia que nada tiene que ver con los problemas de organización. Cuanto más nos esforzamos por democratizar el proceso educativo, tanto más drásticos se tornan estos procedimientos separatistas. En Inglaterra, por ejemplo, los niños de once años o más deben someterse a un examen para que se dictamine si se les permitirá recibir educación secundaria, cosa que equivale a crear una división social tan decisiva como la que existía otrora entre ricos y pobres, burguesía y proletariado, clases superiores y clases inferiores. Antaño, las diferencias sociales estaban determinadas por la riqueza heredada o por la sangre; hogaño, están determinadas por la inteligencia heredada y regimentada por un sistema educativo nacional. Este es al menos el ideal de los sistemas educativos nacionales; y, de ser deseable o inevitable alguna forma de jerarquía social, probablemente la basada en los tests de inteligencia sea superior a la fundada en la riqueza heredada. Pero aun cuando un sistema de esta índole marchara perfectamente, no dejaría de ser divisionista porque seguiría estableciendo separaciones en lugar de crear la unidad. Es muy improbable que alguna vez se implante una jerarquía social basada en la inteligencia. Las divisiones sociales nunca fueron racionales, siempre se fundaron en prejuicios e instintos irracionales. Un orden social basado en las pruebas de inteligencia no alteraría muchas costumbres profundamente arraigadas y muchos intereses creados. Esto sucedería hasta en una sociedad como la de los Estados Unidos de América en donde priva una ideología democrática y no existe por cierto la intención de educar para crear diferencias de clase. Baso esta osada afirmación en un libro escrito por tres norteamericanos -dos de ellos miembros de la Comisión de Desarrollo Humano de la Universidad de Chicago- que lleva por título Who Shall Be Educated? The Challenge of Unequal Opportunities (1). Tras realizar un estudio sociológico de las escuelas de los Estados Unidos, los autores llegaron a la conclusión de que:
... por actuar dentro de una sociedad en la que se dan desigualdades fundamentales, las escuelas ayudan a unos pocos a subir de un nivel inferior a otro superior, pero siguen sirviendo al sistema social imperante porque impiden el ascenso de gente que se esfuerza por alcanzar posiciones más altas. El maestro, el director, el consejo directivo y los estudiantes, todos hacen lo suyo por mantener a cada uno en su lugar dentro de la estructura social ... La escuela norteamericana ... refleja el orden socioeconómico en todo lo que hace; lo que enseña, a quien le enseña, quien enseña, quien toma y despide a los maestros y lo que aprenden los niños dentro y fuera del aula ... Evidentemente, el programa de estudios secundarios es un mecanismo que contribuye a perpetuar nuestro orden social.
Existen pruebas convincentes de que aun en los democráticos Estados Unidos de América el sistema educativo sirve para mantener las divisiones antes que para fomentar la unidad.
No me referiré ahora a las consecuencias sociales de los métodos educativos existentes, pero no puedo dejar de señalar que, mientras la educación rompa la unidad de la conciencia de grupo, será muy difícil evitar que la neurosis social siga en aumento. Y aun suponiendo que pudiera evitarse el sistema de castas resultante de la diferenciación creada por la educación, queda por resolver el problema fundamental: ¿cuál es la forma de educación capaz de promover la unidad social?
Por supuesto, será la misma forma de educación que fomente la integridad personal. La educación debe abrazar siempre el uno y el todo, la persona y el grupo; y cualquiera de sus fases que tienda a dar primacía a la persona respecto del grupo o al grupo respecto de la persona favorecerá la separación. Entre los factores que crean division colocaría no sólo al sistema de exámenes y las categorías sistemáticas basadas en él, sino también, en un sentido aun más general, al ideal rector de la educación moderna.
Ese ideal, como ya he dicho, es intelectual y tiende a estrecharse todavía más ya que en Gran Bretaña, la generalidad de Europa Occidental, Rusia y los Estados Unidos, es científico. Incluso en la enseñanza de materias tales como filosofía, literatura e historia (humanidades), va predominando cada vez más el espíritu objetivo o positivo y se excluye estrictamente todo lo concerniente a valores.
5. LA VIRTUD SOCIAL
En rigor, lo que así excluye la educación en general es el territorio de los valores morales en su totalidad. Concuerdo con Gill en que la educación deportiva proporciona en cierto grado una disciplina de la voluntad. No lamento el tiempo que las escuelas dedican a la cultura física, por el contrario, diría que es muchas veces el único tiempo bien aprovechado. Pero la disciplina moral así inculcada es de alcances muy limitados: no cala hondo, no abarca la imaginación o la vida emotiva en un sentido profundo. La moral deportiva, el espíritu de equipo se ha transformado sin duda en una convención social más -aunque tener espíritu deportivo significa generalmente comportarse como un ser humano más que como un ciudadano convencional-, en otras palabras, no hace caso de la moral. Pero debemos establecer una distinción entre la moral, en cuanto código de lo bueno y lo malo, y los valores morales del bien y del mal. La moral en sí ha sido intelectualizada y codificada, no es una acción sino un proceso racional.
En la antigüedad, cuando Platón y Aristóteles se ocupaban del tema, la educación moral significaba aprender lo que podríamos llamar buenas maneras o buen modo, aprender a hacer el bien y a hacer bien; era un concepto dinámico, un ideal de nobleza, de sabiduría y de arrojo. El fin de la educación moral se resumía en una palabra: virtud. Según Platón, la educación nunca debería concebirse como la limitada enseñanza de una profesión. Es más bien ese instruirse en la bondad desde la niñez que inspira en el educando el apasionado y ardiente deseo de llegar a ser un ciudadano perfecto (2). Consideraba toda otra forma de educación como vulgar y no humanista.
La unión social, la disciplina social, el espíritu social -como quiera llamemos a ese sentido de mutua pertenencia, de convivencia en perfecta hermandad- ése es o debería ser el fin de la educación. No pretendo saber cuáles son exactamente las medidas que habría que tomar, aquí y ahora, para alcanzar dicho fin; pero sí estoy seguro de que los sistemas educativos existentes nos conducen directamente a la desunión social, disuelven los sutiles lazos de amor y compañerismo y hacen de nosotros una manada agresiva y dominada por los nervios.
Aquí y allá encontramos experimentos que señalan el camino. En Inglaterra, los educadores dan muestras de estar adquiriendo conciencia del problema. Ya se han llevado a la práctica algunas reformas, aunque sólo esporádicamente; de todos modos, como dijimos en la Introducción, hay sociedades que trabajan muy activamente en pro de la Educación por el Arte. Difunden entusiastamente su evangelio por todo el mundo; su fervor choca no sólo con los sistemas educativos imperantes y todas sus ramificaciones, intereses creados y prácticas tradicionales, sino también con el propio sistema social y sus códigos profesionales, sus normas de rectitud y conocimiento.
Fuera de la esfera educativa, existen también otros movimientos significativos. El Centro de Salud de Peckham, anteriormente mencionado, fue un experimento que terminó prematuramente por falta de apoyo financiero no sin haber antes demostrado de modo convincente que el adquirir conciencia de grupo trae consigo una regeneración física (3).
Son muchos los experimentos de carácter educativo o psicológico que se realizan en diversas partes del mundo, mas por desgracia no hay una acción coordinada, una idea y un propósito en común. Consuela ver que en todos ellos existe una conciencia bastante clara de que la clave de la felicidad individual y la unidad social está en determinada forma de educación. No basta con decir que la educación buscada es aquella que forme buenos ciudadanos; primero es preciso revisar nuestro concepto de la educación y del buen ciudadano. Creo que el definirla como educación para la virtud o educación moral pone las cosas en su justo punto y puede abrir los ojos de los educadores que piensan y actúan casi inconscientemente dentro de los supuestos del materialismo científico. Si, con Rousseau o Eric Gill, damos preferencia a los medios sobre los fines, es lícito llamarla educación en las cosas, en la experiencia poética, en las actividades prácticas. Diría, empero, que tal educación es parte de la basada en el juego: Deberíamos pasar la vida practicando juegos, aconsejó Platón; y con la palabra juego, denotaba, como ya aclaré, no sólo las actividades como el fútbol o el cricket, sino también rituales, cantos y danzas, todo lo que llamamos arte.
A medida que avancemos, revisaremos nuestro concepto de la virtud y la moral. El valor, la pureza, la justicia y la sabiduría, virtudes típicas en el mundo de Platón, pueden requerir nueva definición en nuestro mundo. Pero una vez que las poseamos, una vez que estemos unidos en la práctica de esas virtudes, descubriremos que hemos recuperado esa perdida cualidad de la vida que he llamado gusto. Reformaremos la estructura industrial y las condiciones de trabajo y producción de manera tal que nuestra labor diaria volverá a darnos gusto y la distinción existente entre trabajo y juego desaparecerá casi por completo. Y con su desaparición habremos resuelto el problema del ocio, pues este problema no existe en una sociedad sana: el ocio será meramente el tiempo que reservaremos para descansar, meditar o recrearnos en una vida que, por lo demás, estará plenamente ocupada en actividades creadoras, que consistirán simplemente en hacer cosas, en fabricar cosas. Cuando lo que hacemos es el ejercicio de la imaginación y la habilidad humanas en todos los departamentos del trabajo humano (4), desaparece la distinción entre trabajo y juego, entre arte e industria, entre ocupación y recreación, entre deporte y poesía. Se desvanecen todas esas falsas diferencias y surge el hombre integral, que vive en continua celebración de su fuerza e imaginación.
NOTAS
(1) W. Lloyd Warner, Robert J. Havinghurst y Martin B. Loeb, Londres, 1956.
(2) Las Leyes, 643.
(3) Biologists in Search of Material. An Interim Report on the Pioneer Health Centre, Peckham, Londres, 1938.
(4) Eric Gill, Last Essays, p. 56, Londres, 1942.
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