Índice de La redención del robot de Sir Herbert ReadCAPÍTULO IICAPÍTULO IVBiblioteca Virtual Antorcha

LA REDENCIÓN DEL ROBOT

Sir Herbert Read

CAPÍTULO TERCERO

LA DISCIPLINA DEL ARTE



En un notable folleto titulado Historia de una Escuela, que publicó en Londres en 1949 el ministerio de educación, el autor, A. L. Stone, dice como al pasar que los métodos por él aplicados en su colegio fomentaron en los niños cualidades que podrían resumirse como interés, concentración e imaginación. Si nos detenemos un poco en estas palabras -interés, concentración, imaginación- veremos que ellas son las palabras claves de todo el proceso educativo, desde la infancia hasta la madurez. Sin interés, el niño no puede comenzar a aprender; sin concentración es incapaz de aprender, y sin imaginación le resulta imposible usar lo aprendido para crear.

El método experimental aplicado por Stone en una escuela primaria de Birmingham, Inglaterra, en un medio que el ministerio califica discretamente de poco propicio, es el que conocemos con el nombre de educación por el arte, y que consiste en tomar al arte como base de toda la enseñanza y no como una materia más.

Escribí el libro Educación por el Arte para mostrar que la idea tiene sus fundamentos teóricos, pero Stone probó que ella puede ponerse en práctica, y su demostración tuvo importancia casi revolucionaria. Es verdad, como dice Stone, que:

... la idea que aplicamos en la escuela no tiene nada de revolucionario en esencia. Se basaba en dos hechos elementales señalados una y otra vez por los educadores de todos los tiempos. Tratamos de darles a los niños la oportunidad de moverse y expresarse.

Cosa muy simple, como se ve; pero la habilidad -el genio, diría- residía en encontrar la manera de crear esa oportunidad. Y la encontraron. Tomaron el juego y el teatro como base y añadieron todas las artes como actividades anexas. El resultado no fue meramente una reforma de la educación sino una transformación de la vida misma.

Durante el experimento, Stone y sus compañeros hicieron importantes descubrimientos que todo psicopedagogo debería considerar cuidadosamente. Su hallazgo más importante se resume en una frase de la última página del informe de Stone:

Advertimos que la disciplina nacía del concentrado interés del niño en su experiencia y no por imposición de los maestros.

La palabra disciplina suena algo amenazadora. Años y años de falsa disciplina han llenado nuestra mente con la imagen de varas y aceite de castor, sargentos de policía y comandantes, todos esos horribles ritos de los cuarteles y las paradas militares. Cuán raramente recordamos que el término tiene la misma raíz que discípulo, palabra dulce, llena de reverencia y devoción. Disciplina significa en verdad discipulado. Si nos remontamos al significado de la palabra latina original, veremos que es sinónimo de enseñar, verbo que implica señalar, mostrar, esto es la relación entre maestro y alumno. Esta última involucra disciplina, y espero poder demostrar cuán diferente es esta disciplina de la de los cuarteles.

Si nos fuera posible devolverle al término disciplina su verdadero sentido, serviría para reemplazar en nuestros análisis sobre la educación a la tan vapuleada palabra libertad. Libertad en la educación ha sido uno de nuestros lemas y probablemente la mayoría de nosotros lo hemos usado alguna vez. Pero es una frase trillada que se asocia con ideas indefinidas y experimentos realizados al azar.

La palabra libertad representa algo muy importante, como ya he apuntado en el Capítulo I, mas constituye el fin y no el medio de la educación. Es una condición espiritual o un estado mental que se alcanza únicamente tras una larga preparación. Nada tiene que ver con esa actitud de laisser-faire en la educación que tan a menudo se presenta con el rótulo de libertad. Vivir y dejar vivir es una buena divisa para los adultos responsables, pero no le cabe lugar en la escuela, donde la vida es como un tierno brote que necesita ser protegido, resguardado, guiado y conducido hacia la luz.

La aplicación de una teoría es muchas veces tan contraproducente y despiadada que horrorizaría a sus propios creadores. En el caso que nos ocupa, esos creadores fueron en su mayoría austeros moralistas. Inclusive Rousseau, a quien se responsabiliza de tantas cosas sucedidas desde la publicación de Émilio, era esencialmente moralista y no proponía que se diera libertad a los alumnos, sino que se les atendiera y enseñara con la severa solicitud de un criador de ganado. Pestalozzi, el más eficiente de todos estos precursores, fue un gran libertador en cuyos labios estaban siempre las palabras orden y moral.

Sin embargo, no es a Rousseau ni a Pestalozzi que se invoca hoy cuando se esgrime la palabra libertad, sino más bien a Sigmund Freud y a Wilhelm Reich. No conozco bastante las teorías educativas de Reich como para poder decir que justifican la idea de libertad a toda costa; pero en lo que a Freud respecta, no cabe la menor duda. Su exploración de las horrorosas profundidades de lo inconsciente lo convenció de que la educación debe ser rigurosamente represiva. Desde luego, podría ser -quizá lo era, las más de las veces- estúpida y torpemente represiva; sea como fuere, Freud estaba absolutamente seguro de que una forma de represión es imprescindible. En una conferencia, de la que anteriormente citamos un extenso fragmento, Freud dijo:

La función de la educación es inhibir, prohibir y reprimir ... El niño tiene que aprender a dominar sus instintos. Darle completa libertad para que obedezca a todos sus impulsos sin reflexión ninguna, es imposible. Ello constituiría un experimento muy instructivo para los psicólogos de niños pero le haría la vida imposible a los padres y dañaría seriamente a las criaturas, como podría comprobarse en el momento y en los años subsiguientes (1).

Freud no dejó de reconocer el enorme peligro que encierra este proceso. Una represión equivocada o mal ejercida conduciría inevitablemente a enfermedades neuróticas. Por eso Freud buscaba una educación óptima, una educación que pudiera navegar a salvo entre el Escila de darle absoluta libertad a los instintos y el Caribdis de frustrarlos. Sólo se trataba de determinar hasta dónde se puede prohibir, en qué momentos y con qué métodos. Freud nunca dejó de ser autoritario; pero naturalmente abrigaba la esperanza de que todos los autoritarios adquirieran una buena base psicoanalítica.

Estimo que es una extraordinaria limitación, no sólo de Freud sino de la teoría psicoanalítica en general, el no haber sido capaz de proponer otra solución que la disciplina autoritaria para el problema de la educación, el conformarse con decir impotentemente ni mucho ni poco. Reconoce los inevitables peligros de los métodos represivos, y sin embargo los acepta con resignada renunciación ante Escila y Caribdis, ignorando el hecho de que el quid de la cuestión está en circunnavegar esos escollos metafóricos.

Diría, en primer lugar, que una verdadera solución tiene que sustituir la represión autoritaria con alguna influencia o guía que brinde a los instintos oportunidad de salir a la superficie, de expresarse, sin que esta libre expansión perjudique al individuo o a la sociedad.

El psicoanálisis llama sublimación a un proceso que podría confundirse con la solución recién propuesta. Mas la sublimación, si es que entiendo bien a Freud, involucra siempre la sustitución o modificación de los impulsos originales; un impulso dado (sexual, pongamos por caso) es objeto de represión y el individuo afectado busca una compensación escalando montañas o componiendo el auto en sus momentos libres. Pero, muy acertadamente, Freud no vio relación ninguna entre este proceso de satisfacción sustitutiva y el de la educación. La sublimación puede ser una útil válvula de escape en una comunidad en la que los instintos están excesivamente inhibidos, mas no tiene nada que ver con los instintos que no están inhibidos o no conviene inhibir. Podríamos decir que, en cierto modo, es una forma de evadir el problema.

La teoría de la individuación de Jung encierra una idea más constructiva. A primera vista, los conceptos de Jung acerca de la educación infantil pueden desilusionar. Aunque le interesaban profundamente los sueños de los niños (en particular los de su propia niñez), aparentemente nunca prestó demasiada atención a sus dibujos, pese a estar éstos llenos de simbolismos arquetípicos, como le señalé más de una vez. Este supuesto descuido tenía sus razones. Si bien reconocía plenamente la extraordinaria plasticidad de la mente infantil, veía en ella más un peligro que una oportunidad. Precisamente por encontrarse el niño a merced de quienes lo rodean, sería preferible confiar organismo tan sensible a la influencia indirecta de un buen medio antes que a la acción bien intencionada pero ignorante de agentes humanos. Dejar hacer al niño sería lo más aconsejable, por lo menos hasta que llegara a la edad en que toma conciencia de sus necesidades y es capaz de guiar su propio destino.

Jung considera que hay tres clases de educación:

1) La educación con el ejemplo, una forma de educación que puede obrar de modo totalmente inconsciente y es, por lo tanto, la más antigua y quizá la más efectiva de todas (2);

2) la educación colectiva, que no es necesariamente la educación en masa (como la de las escuelas) sino la que se atiene a reglas, principios y métodos; y,

3) la educación individual, en la cual reglas, principios y sistemas deben estar subordinados al propósito único de sacar a luz la individualidad específica del alumno.

El pensamiento de Jung en materia de educación parte siempre de la premisa de que sólo nos es dado corregir lo que está en nuestra conciencia; lo inconsciente no se modifica. Mas todas las influencias ambientales son inconscientes.

Las primeras impresiones de la vida son las más fuertes y profundas pese a ser inconscientes; quizá justamente por esa misma razón, pues mientras sean inconscientes no están sujetas a cambios.

Durante la primera etapa de la educación, el niño es, en lo psicológico, más o menos idéntico a su medio, especialmente a sus padres, y Jung (en una conferencia pronunciada en Heidelberg en 1925 ante el Congreso Internacional de la Educación, el mismo en que Martin Buber presentó su importante trabajo sobre la facultad creadora del niño) (3), no vaciló en comparar al niño en este aspecto con los hombres primitivos, para cuyas peculiaridades psíquicas Lévy-Bruhl acuñó la expresión participation mystique. En último análisis, declaró Jung, la educación se apoya siempre en el hecho fundamental de la identidad psíquica, y en todos los casos el factor decisivo es eso que parece ser un contagio automático por obra del ejemplo. Si Jung pensaba así, nos atreveríamos a decir que no prestó suficiente atención a los educadores que subrayan la necesidad de modificar el ambiente del niño introduciendo reformas sociales que alivien la angustia de los padres y cuidando la calidad estética del mundo circundante.

En cuanto a lo que Jung llama educación colectiva (regida por reglas y principios), presenta el peligro de que nuestro deseo de hacer del niño un buen ciudadano y un miembro útil de la sociedad nos incline a promover los valores colectivos a expensas de la unicidad individual. Ese perfecto dechado de las reglas educativas se sentirá inseguro siempre que deba usar su propio criterio sin apoyarse en las reglas. Pero Jung tuvo el buen cuidado de establecer una distinción entre unicidad individual e idiosincrasia individual. Propendía a adoptar la posición intermedia según la cual un sistema general de educación colectiva (adecuada) puede ser suficientemente buena para la mayoría de los niños, pero que, más allá de este sistema convencional, existe una forma superior de educación que Jung denominó el tercer reino de la educación (el mismo al que me refiero en otro capítulo), que es la educación individual.

Cuando se aplica este método, reglas, principios y sistemas deben quedar subordinados al propósito único de sacar a luz la individualidad específica del alumno. Tal fin es el polo opuesto del perseguido por la educación colectiva, la cual busca nivelar y uniformar.

Y aquí viene lo paradójico de la teoría educativa de Jung: ¡esta tercera forma de educación, la más importante, no es aplicable a los niños!

El hecho es que el elevado ideal de educar la personalidad no cabe para los niños, pues lo que generalmente se entiende como personalidad -una totalidad psíquica bien desarrollada, capaz de resistirse y llena de energía- es un ideal adulto. Sólo en una época como la nuestra, en la que el individuo no tiene conciencia de los problemas de la vida adulta o, lo que es peor, los elude conscientemente, podría el hombre desear endilgarle este ideal a la niñez. Sospecho que el actual entusiasmo de pedagogos y psicólogos por el niño está guiado por intenciones deshonestas; hablamos del niño, pero deberíamos aclarar que se trata del niño que hay en el adulto, pues en todo adulto se oculta un niño, un niño eterno, algo en perpetuo devenir que no se completa nunca y reclama incesantes cuidados, atención y educación. Ésa es la parte de la personalidad humana que necesita evolucionar y llegar a ser un todo.

De tal manera, el proceso de la educación individual se hace uno con ese más amplio proceso de la integración de la personalidad que constituye el principal objetivo de la psicología de Jung. Y no es el niño sino únicamente el adulto quien puede realizar su personalidad como fruto de toda una vida encaminada hacia ese fin. Un ideal inalcanzable, como confiesa Jung, pero el que sea inasequible, no es argumento contra el ideal, pues los ideales son sólo mojones, jamás la meta.

Mantenerse fiel a la ley del propio ser, sería otra manera de expresar el mismo ideal educativo. Un ideal que es necesario para la salvación de la humanidad pero encierra sus peligros, como reconoció Jung; y podría decirse que toda su obra fue un enorme esfuerzo propedéutico por neutralizar esos peligros. Los convencionalismos de la educación colectiva no bastan, son mecanismos sin alma que no pueden más que tocar la superficie de la rutina de la vida diaria.

La vida creadora está siempre fuera de lo convencional. Es por eso que, cuando predomina lo rutinario en forma de convencionalismos y tradiciones se producirá fatalmente un estallido destructivo de la energía creadora. Tal estallido es catastrófico sólo cuando se trata de un fenómeno en masa, pero no cuando acaece en el individuo, que se somete conscientemente a estos poderes superiores y los sirve con todas sus fuerzas.

En sus últimos años, Jung fue dando cada vez más importancia al arte como medio para lograr el dominio consciente de las energías creadoras. En septiembre de 1960, me escribió una larga carta en la cual me decía de su apasionado interés por el arte moderno y de su deseo de conciliarse con su significación esquizofrénica. Será mejor que reproduzca el párrafo más conmovedor de esta carta:

El gran problema de nuestro tiempo es el hecho de que no comprendemos lo que sucede en el mundo. Nos vemos frente a las tenebrosas profundidades de nuestra alma, frente a lo inconsciente. De su interior emergen oscuros e incomprensibles impulsos. Esculpe las formas de nuestra cultura y sus dominantes históricas. Ya no tenemos dominantes, se encuentran en el futuro. Nuestros deseos están mudando, no hay nada seguro, hasta la sanctissima causalitas ha descendido del trono del axioma para convertirse en mero campo de probabilidades. ¿Quién es el imponente visitante que golpea portentosamente a nuestra puerta? El miedo es su heraldo, signo de que los valores supremos van ya hacia él. Los valores en los que hasta ahora creíamos se desmoronan consecuentemente y sólo nos queda una certeza, la de que el mundo nuevo será diferente del que conocimos. Si alguna de sus formas mostrara inclinación a encarnarse en una conocida, el artista creador no confiará en ella. Le dirá: tú no eres lo que dices ser y volverá a esculpirla. Este es el punto en el que nos encontramos actualmente. Todavía no han aprendido a distinguir su propia voluntad de las manifestaciones objetivas de la Psiquis. Todavía no han aprendido a ser objetivos con su propia psiquis, vale decir, a separar lo que hacemos de lo que nos sucede ... Si tan sólo el artista de hoy pudiera advertir qué cosa produce espontáneamente su psiquis y qué cosa inventa él como conciencia, comprobaría que el sueño, por ejemplo, o el objeto (a través de su psiquis) le muestra una realidad de la cual no escapará jamás porque nadie podrá nunca trascender la estructura de la psiquis. Debemos limitarnos a escuchar lo que la psiquis nos dice espontáneamente. El sueño, en el que no hay elaboración nuestra, nos dice las cosas tal cual son. Repitámoslas como mejor podamos. Quod Natura relinquit imperfectum, Ars perficit (4).

Jung reconoció que lo consciente y lo inconsciente no pueden formar una unidad cuando uno reprime o perjudica al otro. Ambos son facetas de la vida y debemos buscar la manera de conciliarlos.

Esto significa franco conflicto y franca colaboración a un mismo tiempo. Sin embargo, paradójicamente, así debería ser quizás la vida humana. Es como el viejo juego del martillo y el yunque: el hierro, torturado y aplastado por los golpes, tomará finalmente la forma de un todo inquebrantable, el individuo.

Hallamos aquí también cierta resignación en la actitud: la personalidad humana tomará forma, pero por acción de ciegos y rudos golpes de martillo. Y aun así, dice Jung, nos vemos ante algo impredecible: No sabemos cómo ni en qué sentido se desarrollará la personalidad naciente, y la naturaleza y la realidad del mundo nos han enseñado lo suficiente como para ser algo desconfiados. De poco nos ha servido desechar la idea cristiana del pecado original, ahora nos encontramos bajo el peso de una herencia igualmente espantosa, los abismos de lo inconsciente dinámico de Freud. ¿Existe la posibilidad de lograr un arreglo amistoso entre la razón y estos poderosos demonios? Bien, concluye Jung, tenemos que arriesgarnos, si no todos, al menos los espíritus más arrojados:

El desarrollo de la personalidad, desde su estado embrionario hasta la conciencia plena, es un carisma a la vez que un anatema. Su pleno desarrollo lleva al ser único a separarse inevitable y conscientemente de la manada indiferenciada e inconsciente. Esta separación significa aislamiento, por usar la palabra más confortante.

Vista así, la educación sería un proceso tendiente a separar al individuo del grupo, cuyos instintos son instintos de masa, malos y catastróficos. Dice Jung que nuestra época necesita de

... la personalidad libertadora, del hombre que, al elevarse por encima de la ineludible fuerza de la colectividad, logra liberarse, por lo menos él psíquicamente, y enciende una luz de esperanza que anuncia a los demás que un ser humáno, al menos, ha conseguido escapar de la fatal identidad con el alma grupal.

Jung no cree que la educación sea el instrumento liberador. El analista puede ayudar en este proceso como supervisor y, en calidad de tal, como maestro. Pero solamente como maestro de una clase integrada por un único alumno. Y toca a ese alumno realizar el esfuerzo individual, que exige gran tenacidad.

Sólo el hombre capaz de afirmar conscientemente el poder de la vocación que lo confronta desde dentro puede llegar a formar una personalidad ... La grandeza y el efecto liberador de toda personalidad genuina consiste en que se somete a su vocación por libre albedrío y traslada conscientemente a su propia realidad individual eso mismo que sólo traería ruina si lo viviera el grupo inconscientemente.

Hay otra consecuencia de la psicología de Jung que quiero mencionar pues nos conduce hacia lo que, considero, es el problema fundamental. Jung establece una distinción entre la personalidad genuina, o individualidad única, y lo que llama la personalidad consciente o persona, la cual es un trozo separado más o menos arbitrariamente de la psiquis colectiva, una máscara que simula individualidad, que finge ser individual ante sí misma y los demás cuando, en realidad, sólo recita el papel que le dicta la psiquis colectiva (5).

Vale decir que existe una individualidad interior y que entre ésta y la psiquis colectiva media una individualidad exterior. Por lo tanto, podría decirse que el proceso de individuación consiste en la disolución de la persona, en la gradual fusión de la máscara con el verdadero rostro que se esconde tras ella, cual si la máscara, que representa un tipo convencional, se fuera haciendo transparente y dejara ver los rasgos únicos e irregulares de la personalidad humana. Puesto que la educación en general busca crear tipos convencionales (el caballero, el buen ciudadano, el camarada), el proceso de individuación del que habla Jung se opone en esencia al ideal educativo comúnmente aceptado; se deduce que el individuo de Jung difícilmente será un perfecto caballero o un buen camarada.

Si bien lo entiendo, el peligro de este proceso residiría en su tendencia al aislamiento. Crearía condiciones propicias para lo que otro psicólogo, Trigant Burrow, llamó ditensión: ese modo de atención que tiende a hacer que, del objeto, el interés se desvíe hacia uno mismo, hacia la imagen de uno mismo y su secreto beneficio (6).

El Dr. Burrow desprecia a la persona tanto como Jung, pero mucho más le alarman los peligros del pensar autopático (egocéntrico). Es imposible cercenar las interrelaciones orgánicas de un individuo con su medio y su grupo social sin cortar también comunicaciones vitales. Comparto la idea de Trigant Burrow de que el factor sobresaliente de la sintomatología externa de la neurosis es la separación entre el individuo y su medio. Estoy seguro de que este factor es la única explicación posible de los caprichos de la cultura y, sospecho, de la inutilidad de la educación moderna.

Gustoso dedicaría un buen espacio para resumir y hacer conocer las teorías del Dr. Burrow, que, en mi opinión, se cuentan entre las más importantes contribuciones norteamericanas a la psicología moderna. Pero me vería precisado a usar un vocabulario poco conocido y correría el riesgo de tergiversar la formulación científica de algunas ideas que se prestan a equívocos. No me queda otro camino que recomendarle al lector que se ilustre leyendo las obras de Burrow, especialmente la intitulada The Neurosis of Man. Mas también hallaremos la tesis del Dr. Burrow en la conocida alegoría de la Caída del Hombre. El mismo se refiere a este mito arquetípico de la siguiente manera:

Cuando el hombre comenzó a tomar conciencia, se encontró enfrentado consigo mismo y su medio. El hombre adquirió conciencia cuando se hizo persona; cuando comió del fruto del saber y supo que era una persona. Al saber que era una persona, al convertirse en un yo subjetivo separado, el hombre perdió contacto con la solidaridad de su organismo como especie; perdió contacto con la tierra que lo habia nutrido. Sus motivaciones como especie total en relación al medio se interrumpieron por la innovación del símbolo, del habla o saber. La constante sustitución del símbolo o del saber ulterior, separado, hizo del hombre sólo un símbolo. Pasó a ser parte de un sistema, ulterior y separado, de saber simbólico. Esta fue la génesis del comportamiento separatista del hombre. Éstos fueron los rudimentos de la psicosis del hombre.

Esta alegoría tiene un claro significado. Con su Caída, el hombre adquirió el conocimiento del bien y del mal, es decir, una conciencia o superego, como lo llama Freud, que puede sentir culpabilidad o angustia, una mente llena de temores y separada, separada de la carne una, que no conocía la vergüenza, separada del resto de la creación animal y del Jardín del Edén, o sea del medio donde se da un beneficioso desarrollo orgánico.

Maldita está la tierra por tu culpa; en la aflicción comerás de ella todos los días de tu vida; espinas y también abrojos producirá para ti ...

He aquí pintada la sociedad neurótica.

Pese a que místicos como William Blake consideraban que la restauración de la Edad de la Inocencia es nuestro único objetivo valedero, creo muy difícil que los psiquiatras y los educadores la acepten como tarea fundamental. ¿Qué hemos de buscar entonces? ¿Aliviar el sufrimiento, mejorar las condiciones de la vida humana, entregarnos a esperanzas sin asidero, a fantasías escapistas? Todas estas son alternativas posibles, pero apenas si rozan la superficie de la neurosis que nos aqueja, la cual, mientras tanto, se expresa en el odio universal, en las guerras catastróficas, en los delirios que amenazan destruir inclusive a la raza humana.

La afirmación más simple, directa y elemental de la vida, del principio vital de nuestro ser, exige que hagamos el esfuerzo de restaurar la Edad de la Inocencia, o -si queremos expresar el mismo ideal con diferentes palabras- de restablecer la unidad prístina de motivación y conducta del organismo humano.

El dogma, la hipótesis o el hecho esencial -llámese como se quiera, según el temperamento de cada uno- que tomamos como punto de partida de esta empresa, es el concepto que el Dr. Burrow expresó así:

En su funcionamiento integral primitivo, el organismo humano es uno, sin solución de continuidad, con la uniforme armonía del mundo físico de materia y energía que lo rodea.

De esto se desprende que sólo cuando la motivación o la conducta del hombre está coordinada conscientemente y al unísono con este principio armonioso que actúa dentro y en torno de él puede el ser humano reconocer coherente, inteligente y vitalmente dicho principio (7).

No hay nada de extraño en este principio, formulado de manera tan esotérica, ni en su aplicación práctica. Encontramos la misma fórmula en las antiguas enseñanzas éticas de los chinos, especialmente en el Tao-te-ching, en los pensadores griegos presocráticos y, por último, en la filosofía de Platón, quien no teme aplicarla una y otra vez. Cabría decir que este descubrir las fuerzas armónicas del universo físico para luego colaborar con ellas, constituye el precepto básico de la sabiduría universal; lo difícil ha sido formular las reglas prácticas para que se cumpla tal ley en la vida diaria.

Platón no consiguió que sus conciudadanos atenienses, o aún los reyes filósofos de su tiempo, aceptaran sus proposiciones. Después de él, muchos filósofos coquetearon con la misma idea, pero, fuera de Schiller, ninguno se atrevió a incluirla en sus enseñanzas éticas. Esto se explica bastante fácilmente. El abandonar la autoconciencia equivale a renunciar a la filosofía, la religión inclusive, a todos los sistemas simbólicos por medio de los cuales el hombre expresa su situación de dualidad, su carencia de fe animal, su pavor existencial.

Podríamos comenzar el análisis del problema educativo, pues, con esta pregunta simple pero trascendente: Deseamos que el hombre se sienta cada vez más separado, más solo y único o que estos sentimientos decrezcan en él? ¿,No sería mejor buscar la manera de hacer que sienta que pertenece al orden orgánico, que es uno con su especie, que deje su autoconciencia y reconozca que existe una unidad humana, universal incluso?

Podría argumentarse: no hay elección posible, la humanidad está empeñada en desintegrarse en yo-personae que se repelen mutuamente y se aíslan; sólo el simbolismo autoritario puede mitigar tan desesperada situación al obligar a esos entes que se rechazan a apiñarse en un compacto montón, una prisión, una iglesia o un Estado universales. Tal clase de unidad es perfectamente factible y el ejemplo de la URSS (nominal y efectivamente una Unión) sería prueba de que ella puede resultar aceptable para millones de personas. Pero hasta en Rusia, aunque más no sea por propaganda, se reconoce la importancia de la diversidad como factor de compensación y se habla de mantener la diversidad de lenguas, costumbres y productos culturales de las distintas regiones. El temor democrático que nos inspira toda manifestación totalitaria nos impide quizá observar debidamente notables aspectos del experimento social ruso. Ninguno de los elementos de juicio con que contamos indican que el pueblo ruso sea menos neurótico que los de Europa Occidental y los Estados Unidos: si el miedo y la desconfianza son síntomas de neurosis, entonces la enfermedad parece ser universal. Debemos admitir que el proceso de liberar a toda una nación de la neurosis requiere un largo plazo, de modo que lo más prudente es esperar y observar.

Al mismo tiempo, no veo cómo un agente externo, sea cual fuere, puede lograr la unidad. La unidad de las ovejas que forman rebaño por los empellones del pastor y de su perro, excluye al pastor, sólo es unidad para las ovejas. La unidad total debe ser espontánea y originarse dentro de la especie (o raza) humana. No puede ser consecuencia de un dominio mantenido artificialmente desde fuera.

Cuanto más meditamos sobre los problemas de la vida -los problemas de la sociedad, la cultura, el arte y la ética- tanto más crece en nosotros la convicción de que la clave para su solución reside en el concepto de espontaneidad. Este es muy difícil de conciliar con la lógica y la mentalidad científica amante de todo lo que sea orden y sistema. Sería injusto decir que los filósofos modernos ignoraron la idea: ella es capital dentro de la metafísica de Bergson o de Whitehead, por sólo citar estos dos ejemplos. Pero algo que queda establecido biológica y filosóficamente debe luego trasladarse a la práctica, y ése es precisamente nuestro problema: proponer y aplicar un método que fovorezca el desarrollo espontáneo, que permita una educación creadora.

Veremos ahora cuán difícil es la tarea que nos hemos fijado. Partimos de la proposición, suficientemente probada por Bergson, de que la movilidad o el cambio forma parte de la esencia de la realidad: no somos piezas de un mundo de definiciones fijas, de límites establecidos, destinadas a entrar dentro del patrón de ese mundo. Como bien dijo Bergson, en verdad:

Nuestra mente, siempre en busca de puntos de apoyo sólidos, tiene como función principal en la vida ordinaria el representar estados y cosas ... Sustituye lo continuo con lo discontinuo, el movimiento con la estabilidad, las tendencias de los procesos de cambio con puntos fijos que marcan un rumbo a los cambios y las tendencias. Tal sustitución es necesaria para el sentido común, para la vida práctica y hasta, en cierto grado ..., para la ciencia positiva (8).

En otra parte, Bergson afirma:

De esta manera, la realidad queda ordenada exactamente dentro de la medida en que satisface nuestro pensamiento ... Mas la mente puede tomar dos caminos opuestos. Unas veces sigue el que le es natural: entonces hay avance en forma de tensión, de creación continua, de libre actividad. Otras, sigue el camino inverso, el cual ... conduce a la extensión ... al mecanismo geométrico (9).

En ambos casos decimos que existe orden.

El segundo tipo de orden puede definirse como geometría, la cual es su límite extremo: de modo más general, es esa forma de orden que se establece siempre que se descubre una relación de necesaria determinación entre causa y efecto. Este orden engendra ideas de inercia, de pasividad, de automatismo. En cuanto a la primera clase de orden, sin duda oscila en torno de la finalidad, pese a lo cual no podría definírsela como tal porque unas veces, está por encima y otra, por debajo de ella. En su forma más elevada, supera la finalidad, pues de un acto libre o de una obra de arte puede decirse que muestran un orden perfecto, pero sólo son expresables, y apenas aproximadamente, como ideas y después de producidos. La vida en su integridad, considerada como evolución creadora, es algo análogo; trasciende la finalidad, si como finalidad entendemos la realización de una idea concebida o concebible de antemano ... el primer tipo de orden es el de lo vital o lo volitivo, en oposición al segundo, que es el de lo inerte o lo automático. lnstintivamente, el sentido común distingue a un orden del otro, por lo menos en los casos extremos; instintivamente también, los une. Decimos que los fenómenos astronómicos ponen de manifiesto un orden admirable, lo cual significa que son matemáticamente previsibles. Y hallamos un orden no menos admirable en una sinfonía de Beethoven, que es genio, originalidad y por ende, la imprevisibilidad misma.

Lo vital está en lo voluntario. Es fundamental comprender esto. No encuentro bien clara la identificación que hace Bergson entre lo vital y lo volitivo, pues en el sentido usual de la palabra, lo volitivo no es espontáneo. Pero la voluntad de Bergson es el élan vital y por tanto, la espontaneidad misma. Tal vez el término aventura, como lo emplea Whitehead en su obra Adventure of Ideas, exprese más concretamente esta idea. Hasta la perfección, señala Whitehead, puede ser demasiado estática para la buena salud y la vitalidad de las civilizaciones.

Aún a la perfección le sería insoportable el tedio de la repetición indefinida. Para mantener una civilización con toda la intensidad de su primer ardor se necesita algo más que el saber. Es fundamentalísimo que haya aventura, es decir una búsqueda de nuevas perfecciones (10).

No apoyamos demasiado en la continua realización de un mismo prototipo perfecto, tal el sabio consejo que nos da. La espontaneidad, la originalidad de las decisiones, son parte de la esencia del proceso vital.

Todavía nos encontramos, evidentemente, en el reino de las abstracciones. Descendamos abruptamente al jardín de infantes típico para inquirir qué sucede con ese manojo de espontaneidad que es el ser humano niño. ¿No estaríamos en lo cierto al afirmar que, en general, se hace de él una criatura inerte y automática? De mil maneras se le enseña a quedarse quieto, a comer y digerir regularmente, a hablar formalmente, a comportarse según convencionalismos. Ahora bien, todo esto puede hacerse con cultura e inteligencia, es decir con métodos sutiles que no despiertan el antagonismo inmediato del niño. Ser un buen chico es tan sencillo como ser un buen perro; y aunque no pongamos un trozo de azúcar delante de las narices del niño, ofrecemos a su imaginación una recompensa equivalente y, con tiempo y paciencia, logramos crear reflejos tan automáticos como los del perro.

El resultado de este proceso recibe el nombre de disciplina y constituye otro ejemplo del segundo tipo de orden enunciado por Bergson. Es un estado de ser o existir, una perfección lograda. Como tal, puede ser una de dos cosas: la perfección por la perfección misma, un código de conducta ética abstracta; o la perfección en bien de la sociedad, esto es, la perfecta conformidad con los cánones tradicionales.

Las ventajas que presenta dicha conformidad -podría decirse incluso su rectitud ética y belleza estética- son tan grandes que hacen de esta forma de educación la más atrayente. ¡Por Dios!, podría exclamar alguien, ¿qué más podemos pedir? Y esta exclamación sólo sería el eco de la que habría lanzado Platón, quien admiraba la milenaria conformidad de la sociedad egipcia, Aristóteles, Hobbes o Rousseau; en rigor, casi todos los grandes sociólogos del pasado hasta la aparición de los hombres que encontraron la perfección criticable, de los cuales Vico fue quizás el primero y Whitehead es el último, sin olvidar, por su importancia, a Schiller, Goethe, Nietzsche, Ibsen, Burckhardt, Bergson y Shaw. Todos ellos percibieron hasta cierto punto que el logro de la perfección marchita la inspiración; que el gusto por las cosas y la vitalidad dependen del continuo renovarse de la inspiración.

A mi entender, dicha renovación debe producirse en el niño. Por lo menos, la posibilidad de renovar, el estar abierto a la inspiración, depende de la constitución de la personalidad, que se determina en el período formativo de la niñez. Los esplendores de una civilización son obra de los adultos maduros, innecesario es decirlo; pero esos espíritus que infunden vida a la civilización son, a su vez, obra de un sistema educativo, y su capacidad para crear ese esplendor depende de su fuente de inspiración. Si se sella ese manantial en la niñez, toda perfección carece de vida y está condenada a perecer.

En tiempos pasados, el hombre se acercó a la perfección, como es el caso de Atenas, Bizancio, China y hasta la Europa medieval; pero en lo tocante a nuestra civilización, no cabe hablar de perfección. Mucho menos osamos hablar de inspiración, a no ser que nos refiramos a la del mal. En verdad, somos víctimas de la perfección pasada, de una civilización que fue incapaz de renovarse y pereció por falta de inspiración. El proceso de desintegración no fue uniforme: hubo aventura científica, mas no la correlativa aventura moral; aventura práctica, pero no estética, que cuando la hay está meramente destinada a aliviar nuestro estado de aburrimiento. Todo lo intrínseco e intenso fue sacrificado en aras de lo intelectual; el hilo de Ariadna fue deshebrado en una serie de repeticiones que comenzaron con el renacimiento clásico, continuaron con el renacimiento gótico y terminaron con el eclecticismo del siglo XIX. Todos estos movimientos fueron síntoma de un debilitamiento de la inspiración, de una falta de espontaneidad. Por prolífica que sea la invención científica, nunca podrá compensar esta pobreza espiritual.

Volvamos por un momento a la obra de arte, en la cual no sólo Bergson y Whitehead sino también Schiller y Nietzsche vieron una manifiesta contradicción: la simultánea existencia de espontaneidad y orden, de vitalidad y disciplina en el mismo fenómeno. Pueden hacerse varias observaciones importantes acerca de éste. En primerísimo lugar, la formulada por Coleridge: el orden o forma de la obra de arte no es cosa prefabricada ni impuesta; en cierto sentido se origina en el acto de la creación. Éste es un hecho orgánico, que se produce con la misma naturalidad con que una rosa silvestre abre sus pétalos. Podría argüirse que la forma de la rosa está predeterminada y, por ende, es impuesta; mas esto no va a lo esencial: la rosa adquiere su forma particular espontáneamente, sin conciencia de estar restringida a tomar dicha forma. Del mismo modo, el artista no se siente constreñido a una forma dada cuando crea una obra de arte auténtica. Recalquemos el adjetivo auténtica. Muchos poetas se sienten restringidos al escribir un soneto; mas ello les ocurre precisamente cuando componen malos sonetos. El buen poeta sabe de ese concierto espontáneo entre idea y forma que significa que la obra de arte ha sido lograda. ¿Cómo se produce ese concierto?

Imposible es dar una respuesta de validez general; no obstante, tengo idea de que ese acuerdo depende de la habilidad innata o adquirida del artista. No creo que exista diferencia psicológica fundamental entre la destreza del bailarín, la del poeta, la del jugador de fútbol o de tenis, la del pintor o la del músico. Ciertas habilidades son simplemente una coordinación nerviosa y muscular; otras exigen hechos mentales más sutiles, amplios y variados: ésa es la diferencia que hay, verbigracia, entre ejecutar y componer una sonata de violín. Estas diferencias de grado son tremendamente importantes, pero no afectan nuestra hipótesis de que la libertad o espontaneidad creadora es función de la disciplina inconsciente. Aprender es adquirir una disciplina inconsciente. Vieja verdad que las teorías pedagógicas parecen haber olvidado pues no dan su debido lugar al imprescindible factor inconsciente. Cuando aprendemos a hacer pinceladas, por ejemplo, nuestros movimientos son torpes porque los observamos, y los músculos se niegan a ser coordinados por un cerebro consciente, ¡se rebelan contra toda forma de dictadura!

Ciertos raros casos de genio musical y de otras habilidades prodigiosas demuestran que el individuo puede nacer dotado de una disciplina inconsciente. Éstas son excepciones; en general, la disciplina debe adquirirse y es tarea de la educación inculcarla. Mas, ¡qué torpemente encaramos esa misión! Tenemos en nuestras manos ese mecanismo infinitamente complicado y delicadamente coordinado que es el ser humano niño, y lo único que hacemos es zarandearlo, machacarle los oídos y torturarlo de mil maneras hasta conseguir que obedezca. ¿Obedezca qué? Bueno, en primer lugar, diversas restricciones impuestas a sus instintos: no hacer desorden, no meter ruido, no molestar a los atareados adultos con sus naturales deseos de actividad social. Ahora bien, supongamos que tomáramos uno de esos instintos primitivos -el de hacer desorden, por ejemplo- y lo usáramos como base para una actividad creadora espontánea. Ya descubrimos que, antes de saber manejar un lápiz o un pincel, el niño encuentra inmenso placer en hundir los dedos en pintura y poner los colores, con cierto sentido de finalidad, en una hoja de papel blanco. La existencia de este sentido de finalidad indica que en el niño hay ya rudimentos de un sentido de la disciplina, una coordinación de los reflejos musculares. Así se inicia la disciplina; así nace en la práctica de una actividad creadora primitiva.

Igual uso puede darse al instinto de hacer bulla, que tan fácilmente se satisface con sólo golpear rítmicamente un tambor, aunque más no sea una vieja lata. Añadiendo silbatos y trompetas de juguete a las latas, tendremos una pequeña orquesta, y con un poco de estímulo y guía, del caos de sonidos producidos por ella, surgirá la noción de melodía.

Estimo que estas disciplinas adquiridas pueden ser el cimiento de todo el desarrollo del niño, en el cual incluyo no sólo la evolución del físico y de la capacidad de expresión desde el nacímiento -ese proceso que los psicoanalistas denominan prueba de la realidad- sino también el conocimiento del mundo exterior y sus bienes culturales, que constituye el objetivo normal de la educación. No hay ciencia, desde la aritmética elemental hasta el cálculo infinitesimal, desde el estudio de la naturaleza hasta la biología teórica, desde la composición de poesía hasta la metafísica, que no pueda adquirirse como disciplina habitual. En su totalidad integrada, estas disciplinas forman el superego freudiano, nuestra conciencia dinámica y fuente de todo sentido moral.

Llegamos ahora a otro punto importante. Dichas disciplinas no aíslan al individuo sino que, por el contrario, crean comunión entre él y un grupo. Éste es otro de los hallazgos hechos por Stone en su experimento de Birmingham:

El expresarse en las artes no sólo permite encarar naturalmente las materias académicas sino que también proporciona una base más firme para enfrentar las dificultades de las relaciones sociales.

Las disciplinas más eficaces son las que se ejercitan en grupo: no el bailarín solista, sino el que baila swing, danzas folklóricas o ballet; no el músico solista, sin el integrante de un cuarteto o una orquesta; no el pintor solitario, sino el que forma parte de una escuela, un taller o un movimiento. Debo admitir que muchas artes han llegado a ser actividades solitarias. -el arte del poeta, por ejemplo- pero ésta podría ser la razón de su pérdida de popularidad.

No quiero insinuar que el poeta, u otro artista, debería fundir su identidad en el grupo: esto es lo que Jung llama la fatal identidad con el alma grupal, la cual no me parece capaz de producir una forma de arte superior a las coplas o el canto colectivo. Como siempre, lo importante es la medida: el grupo debe tener el tamaño adecuado, el que le permita al individuo abarcarlo en su integridad. Abarcarlo en su integridad, es decir establecer una relación de tensión y reciprocidad. El individuo ha de tener conciencia de la totalidad del grupo, y éste, de la unicidad del individuo. Ejemplos de tal forma de relación son el equipo -de fútbol, de béisbol-, la orquesta y el cuerpo de baile. Ella debería existir en la célula social; en rigor, existió en la organización feudal y revive ahora en ciertas empresas cooperativas, como los kibutz de Israel. Mas sobre todo, deberíamos tener esta forma de relación en la escuela, pues la disciplina del aprender también requiere cooperación. Aprendemos mejor cuando nos enseñamos los unos a los otros, cuando practicamos juntos.

La esencia de la cooperación es su espontaneidad. ¡Cuántas veces se compro o esto en la guerra! Es preciso encontrar nueva denominación para la disciplina automática propia del ejército de tiempos de paz, para la inerte servidumbre de los empleados de fábricas o de las dependencias gubernamentales. En un caso, tenemos una disciplina que surge espontáneamente, como condición necesaria de una actividad orgánica; en el otro, una disciplina impuesta, que integra mecánicamente elementos discordantes.

La disciplina del arte; al hablar de ella daremos al término arte un sentido amplio, que incluya todo quehacer artesanal, toda técnica o destreza. Y es lo justo, porque eso significaba originariamente, antes de que, al perder su integridad, al dejar de servir a la comunidad, las artes se apartaran de las actividades regulares de ésta. Terminar con el aislamiento del arte, eliminarla por completo del programa de estudios, antes que aceptarla como materia especializada, separada: tal la primera tarea que hemos de cumplir en las escuelas. El arte debería ser el aspecto significativo, disciplinado, de toda actividad; cada una de las materias debería ser una de las artes y la educación, tener por objeto hacernos a todos maestros artistas. Pero ser maestro en un arte es también participar en un misterio, pertenecer a uno de los grupos funcionales de una comunidad orgánica.




NOTAS

(1) New lntroductory Lectures on Psycho-analysis, p. 191, Londres, 1933.

(2) Esta cita y las que le siguen han sido tomadas de The Collected Works of C. G. Jung: The Development of Personality, Vol. 17, trad. de R. F. C. Hull, Nueva York, Londres, 1954.

(3) Between Man and Man, trad. de Ronald Gregor Smith, pp. 83-103, Londres, 1947.

(4) El Dr. Jung escribió la carta en inglés.

(5) Dos Ensayos sobre la Psicología Analítica, Collected Works, Vol. 7, s. 468, p. 276, Londres y Nueva York, 1953.

(6) The Neurosis of Man: An lntroduction to a Science of Human Behaviour, p. 72, Londres y Nueva York, 1949. El texto completo de este volumen fue posteriormente incluido en Science and Man's Behaviour, Nueva York, Philosophical Library, 1953.

(7) Neurosis of Man, p. 166.

(8) Introduction to Metaphysics, trad. T. E. Hulme, p. 56, Londres, 1913.

(9) Creative Evolution, trad. de Arthur Mitchell, p. 235 y ss., Londres, 1914.

(10) Adventure of Ideas, Cap. XVII, s. V-VI, Nueva York, 1933.

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