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LA REDENCIÓN DEL ROBOT
Sir Herbert Read
CAPÍTULO QUINTO LA REDENCIÓN DEL ROBOT
El robot es una figura satírica imaginada por el dramaturgo checoslovaco Karel Capek hace más de cuarenta años (en 1920) Y tal vez ya no sea el símbolo apropiado para ésta la era de la automación. Capek vio al hombre transformarse en máquina: nosotros vemos a las máquinas transformarse en hombres. El hombre ha sido o será eliminado de todos los procesos de producción. La máquina no sólo produce sino que también calcula, dirige o determina calidad y cantidad; como inteligencia directora es más rápida y exacta que el cerebro humano. ¿Qué le queda, pues, al hombre? ¿Qué puede darle sentido a su existencia y evitar que declinen sus facultades específicamente humanas?
No le será difícil al lector adelantarse a mi respuesta. Diré que el hombre debe convertirse en artista y ocupar su nuevo ocio con actividades creadoras. Pero, si la máquina ha de llenar las necesidades del hombre, ¿qué le queda a éste por crear? Hasta cuadros pueden ahora pintarse con máquinas y la música se independiza de la ejecución instrumental humana. El hombre de nuestras adelantadas comunidades tecnológicas vivirá en un vacío intemporal e inmóvil que se acentuará cada vez más. En este vacío, sus sentidos se atrofiarán y de tal proceso nacerá un ser infra o sobrehumano.
En nuestra desesperación, ya volvemos nuestros ojos hacia esa panacea universal que es la educación. Puesto que no necesitaremos de una educación universal de tipo práctico o profesional, se requerirá una educación para el ocio. El arte viene de medida para el papel de redentor. Pero, ¿es ésa la función que le corresponde? Además, ¿es el término educación el más apropiado para designar un proceso que involucra más bien al adulto que al niño?
En el pasado escribí y hablé bastante acerca del lugar de las artes en la educación, y todas mis afirmaciones partieron del supuesto de que el objeto de nuestros cuidados es un retoño en crecimiento que responderá a las influencias externas y a las actividades disciplinarias a medida que crezca. Considero que el problema cambia por completo cuando el crecimiento ha llegado a su fin y el destinatario de nuestra atención ya no es un ser tierno y lábil sino duro y de modalidad definida, un adulto que ha encontrado su puesto en el mundo. En este caso, el vocablo educación ya no es apropiado: lo que se necesita es quizás una transformación.
La idea de educar a los adultos no es nueva. Como movimiento, data de la fundación, a principios del siglo pasado, de varios institutos de mecánica en las regiones industriales de la Gran Bretaña. Los conceptos tradicionales, los mismos que inspiraron el movimiento en sus comienzos, sostenían que el propósito de tales institutos era el de abrir las puertas del gran mundo de los valores, la religión, la literatura, el arte, la filosofía, la historia, la ciencia inclusive, a aquellos miembros de la comunidad que, por una razón u otra, hasta ahora no han tenido la oportunidad de ser copartícipes de las riquezas culturales de la humanidad.
Esta forma de ver es propia de una época en la que la educación era todavía privilegio de las clases adineradas. Ahora que la educación es universal y sus beneficios, por lo menos en la intención, se ofrecen a todos los que están capacitados para aprovecharlos, se impone un cambio en la manera de encarar los propósitos de la educación adulta. Ya no se trata de brindar a pobres e ignorantes acceso a las riquezas culturales de la humanidad, puesto que hoy en día esas riquezas se encuentran a su disposición en el umbral de la puerta o, al menos, en la pantalla de televisión; ahora se trata de interpretarlas para las personas que no tienen capacidad para hacerlo por sí mismas. La sencilla tarea de impartir conocimientos ha sido reemplazada por la intención, mucho más difícil y dudosa, de crear valores.
Sir Eric Ashby, una de las máximas autoridades en materia de educación en Inglaterra, cree que éste es el momento en que deberíamos dar nueva interpretación a las humanidades. Estima necesario descartar lo que califica como concepto pasado de moda sobre el humanismo científico, el cual presupone la existencia de una contradicción entre humanismo y ciencia todavía por resolverse. Lo mismo que Lord Snow, aconseja que terminemos definitivamente con esa fastidiosa separación entre humanidades y ciencia, y tratemos de crear una cultura integral única, que sea aceptable por igual para poetas y físicos, arquitectos y biólogos. Puesto que entramos en una civilización de expertos y técnicos, el humanismo más apropiado para ella sería el que confiriera valores a la fábrica mecanizada y al aeroplano, a la televisión y hasta a la prensa popular: la que tuviera algo que ofrecer a esa clase de hombres que, hace un siglo, no sabían leer ni escribir (aunque, de todos modos, se encontraban bajo el influjo de la cultura de su tiempo) y que ahora leen únicamente periódicos y escuchan los programas radiales. Dio a este nuevo humanismo el nombre de humanismo tecnológico.
Como se verá luego, en líneas generales comparto la posición de Sir Eric Ashby, aunque no me apresuraría a establecer esa distinción que él hace entre ciencia y técnica. Siempre tuve idea de que la técnica es la ciencia aplicada. A mi ver, de las materias que Sir Eric menciona como ejemplo de la composición de dos cursos ideales para la educación de adultos en una era de humanismo tecnológico, las nueve décimas partes se encuentran dentro de lo que cabe calificar de científico (el propio Sir Eric emplea las expresiones método científico y principios científicos), y el décimo restante no es más que una concesión al gran mundo de los valores del humanista. El punto más débil de su humanismo tecnológico aparece, sin que él lo advierta, en un apéndice que añadió a sus proposiciones: Durante estos cursos, los estudiantes deberán practicar constantemente la buena redacción en lengua sencilla, especialmente escribiendo descripciones de hechos; la enseñanza se efectuará más bien sobre una base histórica que no experimental.
Es innegable que todos los esfuerzos serán vanos si no adaptamos nuestros métodos educativos al tipo de civilización en la cual nos toca inevitablemente vivir, lo que significa, en efecto, que la enseñanza de cada materia debe girar en torno de un centro de interés. La redacción es también una técnica basada en principios no menos científicos que los que entran en la fabricación de refrigeradoras o de lámparas de 60 vatios. Si queremos enseñar a los adultos a escribir en buena lengua, hemos de centrar nuestro interés en ese propósito y nada más. La buena lengua es buena técnica; buena semántica; la buena técnica necesita del buen idioma.
En un párrafo donde invoca mi nombre, Sir Eric dice algo que, para mí, tiene importancia vitalísima: Es ingrediente fundamental de la tecnología el fijar patrones de gusto. En otras palabras, las artes tienen una función que cumplir dentro de la civilización tecnológica; no son simplemente un apéndice, un suplemento optativo, sino ingrediente esencial de la tecnología, y, presumiblemente, serán los valores que pongamos en las máquinas computadoras.
La mayoría de quienes se ocupan de este tema dan por sentado, sin pensarlo, que nuestros valores culturales han permanecido estáticos mientras el hombre del siglo xx entraba en un nuevo tipo de civilización, una civilización tecnológica que nada tiene en común con las precedentes. Los cambios producidos, que saltan a la vista, se califican de decadentes en lo moral y de degenerados o esquizofrénicos en lo artístico. Por el momento no es la moral lo que me importa, aunque estimo que, en general, por más que hayan cambiado las costumbres morales, la naturaleza humana es básicamente tan buena o tan mala como lo ha sido siempre. Pero en las artes -en nuestro concepto de los propósitos y de los alcances de las artes-, sí se ha producido una revolución en los últimos cincuenta años, una revolución tan profunda como la tecnológica y que, de ser aceptada, simplificaría y favorecería enormemente nuestra tarea de integrar las artes dentro de la era del humanismo tecnológico. Pues en el fondo de todo método técnico de producción se halla el nuevo concepto del arte, que es el elemento de valor de los procesos de creación de formas.
Algunos llaman formalismo a la nueva manera de ver el arte; así lo hacen por lo general quienes desean denigrarlo. Personalmente, el término no me molesta porque lo encuentro muy descriptivo y contrasta perfectamente con el concepto humanista del arte, que es su opuesto.
La rebelión contra el concepto exclusivamente humanista del arte es un proceso que se ha venido gestando desde hace mucho, pero su primera manifestación fue la pintura de Cézanne, a quien cupo un papel capital en la historia de esta revolución precisamente por haber sido el primero en atreverse a afirmar que la misión del artista no es expresar un ideal -religioso, moral o humanista- sino simplemente ser humilde contemplador de la naturaleza y dar vida a las formas que la atenta observación le permite desenmarañar de sus vagas impresiones visuales. Ni siquiera Cézanne imaginó nunca las consecuencias que tendría esta singular honestidad. Primeramente vino el cubismo, y luego se fueron purificando las formas hasta llegar a su culminación lógica: el arte abstracto o no figurativo de Piet Mondrian o de Ben Nicholson. Este tipo de arte formalista cuenta ahora con muchos adeptos en todos los campos artísticos y, gústenos o no, lo mismo que la tecnología ha venido para quedarse entre nosotros.
No me propongo aquí explicar o defender el concepto formalista del arte, sencillamente deseo llamar la atención sobre la universalidad del fenómeno. No está limitado a las artes plásticas: es una actitud filosófica que encuentra expresión no sólo en la pintura y la escultura sino también, y muy notablemente, en los principios básicos de la arquitectura moderna y en ramas de la técnica, tales como la fabricación de naves aéreas, cuyos patrones de gusto todavía no están viciados por importunas consideraciones humanistas. La técnica está tan lejos de ser enemiga del arte, que hasta llegaría al extremo de asegurar que se ha mostrado capaz de producir obras que, en cuanto a valor estético absoluto, rivalizan con el templo griego o la catedral gótica. Algunas de estas obras son tan anónimas como la catedral gótica, pero a veces se conoce a sus creadores, como es el caso de Sir Geoffrey de Havilland, y no vacilaría en ponerlos a la misma altura de los arquitectos de las grandes catedrales de la humanidad.
Por ende, existiría corespondencia entre el espíritu del arte contemporáneo y las necesidades de la técnica moderna. ¿Podemos alentar la esperanza de que esta feliz coincidencia signifique la salvación de nuestra civilización? Si el ideal de la forma pudiera ser sostén de una civilización, cabría una respuesta afirmativa; mas, ¿podría serlo? El sentido de la forma parece ser un sustituto demasiado abstracto y pobre como para reemplazar a los nobles ideales de caballerosidad, lealtad, lucha y sacrificio que inspiraron a las grandes civilizaciones del pasado. Sin embargo, no debemos caer en el error de suponer que la forma, por abstracta o absoluta que sea, carece necesariamente de humanidad. La forma puede ser orgánica, como lo demostró Cézanne en su incesante búsqueda de la forma en la naturaleza y en la figura humana, inclusive. Ruskin dijo que el dibujo de toda línea hermosa está regido por leyes matemáticas transgredidas orgánicamente. Resultaría, pues, que la forma no tiene por qué ser matemática, en el sentido estricto de la palabra. Un avión de Havilland o Boeing sintetiza formas similares a las adquiridas por pájaros y peces en su evolución orgánica; las energías vitales tienden a dar a las formas el tipo de estructura que se adapta a medios fluidos como el aire o el agua. En su afán de perfeccionar sus máquinas, el hombre busca estructuras análogas. Por tanto, el concentrarse en la forma, aunque ello sea antihumanista en el sentido convencional del humanismo posrenacentista, no significa inclinarse hacia facultades que están fuera de la experiencia humana, de la percepción o de los sentimientos humanos. Por el contrario, podría argüirse que la percepción de la forma que se oculta tras las apariencias es una de las más altas funciones de la mente humana.
Hay otra objeción, mucho más seria. Hablamos de una civilización tecnológica y nos la representamos por sus productos típicos visibles. Presumimos que los hombres que tenemos que educar en la era de la técnica participan en los procesos de producción: ingenieros en electrónica o diseñadores de aviones. Pero los artesanos de este tipo representan una mínima proporción de la sociedad tecnológica. Aparte de los que ocupan cargos administrativos y burocráticos, hay una masa de obreros no especializados que no tienen oportunidad de producir nada tangible, ya que su tarea consiste en trasladar cosas, quitar desechos y, en general, actuar como intermediarios entre productor y consumidor. Toda revisión y enmienda de los conceptos sobre la educación de los adultos debe tener principalmente en cuenta a este proletariado amorfo que la automación hará superfluo. Por nuestra parte, trataremos de tenerlo siempre presente en nuestro análisis. Imposible es soslayar uno de los problemas capitales de la civilización actual y acaso la principal causa de su debilidad cultural: el hecho de que por lo menos la mitad de la comunidad no practique artes manuales, no desarrolle ninguna actividad concreta en la que se creen formas.
Por ende, debemos cumplir una doble tarea: estimular el aspecto estético de proyectos y productos de la técnica y proporcionar educación estética a quienes ya no realizan trabajos de índole técnica. Será necesario crear distintos métodos de enseñanza que tengan, empero, una meta en común, que es levantar las bases de una nueva cultura.
Todos los intentos de introducir cambios sociales mediante métodos educativos tropiezan con un escollo casi insuperable: nosotros, la mayoría adulta de la comunidad, nos consideramos ya educados. Salvo rarísimas excepciones no estamos dispuestos a someternos a un proceso de reeducación. Pero aún suponiendo que aceptáramos reeducarnos, quedan los factores psicológicos: nuestro modo de reaccionar está profundamente arraigado en nosotros, o bien es muy probable que los propios órganos de reacción estén petrificados, y para salvar esta valla se requieren medidas y técnicas de enseñanza especiales. Tales son los factores representados por la palabra adulto.
Recordemos ahora la función específica que llena el arte en la vida humana. Es una actividad primaria que busca dar expresión a lo que sentimos e intuimos. Con expresión denotamos aquí una forma física perceptible y aprehensible. El arte es el lenguaje elemental de comunicación que articula el informe fluir de experiencia sensible. Es producto de lo que Coleridge llamó el espíritu plasmador de la imaginación. Croce dijo que las obras de arte son pasiones convertidas en forma expresiva. Como vemos, siempre aparece la idea de dar forma al informe fluir de experiencia sensible, y esta modelación es una actividad que debe ponerse en marcha antes de que las restantes funciones específicas de la mente -la razón, el deseo o la voluntad- puedan proceder a cumplir su tarea secundaria.
La actividad artística pertenece en esencia a las etapas de la civilización en las que el hombre crea formas, mas toda civilización se renueva y revitaliza con la continuidad del proceso, con la recurrente inyección de nuevas imágenes visuales y nuevas formas expresivas en el lenguaje y la imaginación de la raza humana. Esta es la fundamental función biológica y social del arte, función absolutamente vital en las etapas en que una civilización nueva crea sus formas.
El proceso de renovación de una civilización ya establecida es obra de los artistas y, por ello, la vitalidad de ésta depende siempre de que sus procesos estéticos puedan desarrollarse libremente. Este es también el motivo por el que una civilización sin arte perece y por el que la civilización tecnológica perecerá si no es capaz de dar salida, mejor dicho entrada, al espíritu plasmador de la imaginación.
La vía de acceso se encuentra en la mente del individuo; y puede afirmarse que, desde el nacimiento hasta el fin de la niñez, las puertas están abiertas de par en par. Luego, poco a poco, el polvo del trabajo diario, la mucosidad verbal excretada o por el raciocinio van cubriendo la entrada hasta que, mucho antes de llegar a la edad adulta, el individuo queda sordo y ciego a toda experiencia sensitiva, incapaz de aportar nuevas pasiones a la forma expresiva. Por consiguiente, iniciamos nuestra tarea con un ser cuya facultad estética está ya atrofiada y lo primero que hemos de hacer es reanimar los nervios muertos, reabrir las puertas de la percepción.
Esta suerte de lavado de cerebro ha de ser necesariamente el paso previo a la educación artística de los adultos, sea cual fuere; se trata de una etapa que presenta enormes dificultades, aumentadas por el hecho de que poco y nada se ha experimentado en este campo. Pero lo poco que se ha hecho es muy significativo, por cuya razón me referiré a estas experiencias con cierto detalle.
En primer lugar, merece mencionarse el experimento en gran escala realizado en Weimar y Dessau, Alemania, entre 1919 y 1928. El Bauhaus de Gropius fue en esencia un trabajo experimental en la educación de adultos, pues sus estudiantes contaban entre diecisiete y cuarenta años, teniendo la mayoría entre veinte y veinticinco; la mitad de ellos eran ex combatientes de la primera guerra mundial. En cuanto estableció esta escuela experimental, Gropius solicitó la colaboración de Johannes Itten, maestro a quien había conocido en Viena en 1918 y cuya teoría de la educación le había impresionado profundamente. Itten elaboró ciertos principios básicos para la enseñanza del dibujo encaminados principalmente a poner en acción la fuerza creadora del individuo. Partía del supuesto de que esta fuerza estaba latente -reprimida o atrofiada- en el alumno y por ello se le hacía comenzar por un estudio a fondo de las distintas materias, de su naturaleza y estructura física; de sus colores y texturas contrastantes. Al mismo tiempo, el alumno dibujaba copiando de la naturaleza para familiarizarse con los principios de la configuración y el desarrollo orgánico. Luego, conocidas ya las cualidades sensibles de las materias y las formas funcionales creadas por la naturaleza, el estudiante estaba en condiciones de dar vida a sus propias formas significativas. Permítasenos reproducir la descripción que hace Gropius de este curso preparatorio:
Evitamos cuidadosamente concentrarnos en algún movimiento estilístico particular. La observación y la representación -destinadas a mostrar la deseada identidad de Forma y Contenido- establecen los límites del curso preparatorio. La principal función de éste consiste en liberar al individuo, destruyendo los patrones de pensamiento convencionales a fin de dejar el camino libre para las experiencias y los descubrimientos personales que le permitan al alumno ver todas sus posibilidades y limitaciones. Por esta razón, en el curso preparatorio no es esencial el trabajo colectivo. En él se cultivarán tanto la observación subjetiva como la objetiva; tanto el sistema de leyes abstractas como la interpretación de lo objetivo.
Ante todo, ha de procurarse que cada uno descubra y valore por sí mismo sus medios de expresión personales (1).
El propio Gropius y otros autores han escrito ya ampliamente sobre aquel experimento y considero innecesario agregar más; salvo recalcar un aspecto muy importante: ese curso fue una educación de taller. Vale decir que tomó como punto de partida el pleno reconocimiento de que la técnica es la base de nuestra civilización. El Bauhaus trató de terminar con la desastrosa separación de bellas artes y artesanía; los estudiantes recibían paralelamente enseñanza de un maestro que era artesano y de otro que era artista. Con esta doble enseñanza, con esta instrucción coordinada, se buscaba traer al mundo a un nuevo tipo de trabajador-creador que fuera la unidad funcional de nuestra civilización tecnológica. Pensábase que este sistema formaría un grupo minoritario que se dedicaría a investigar y experimentar. De aquí surgirían los artistas de la nueva era, ese puñado de individuos excepcionalmente dotados que no tolerarán limites para su actividad.
El Bauhaus ha quedado como prototipo de la educación artística propia de la civilización tecnológica y sólo un estúpido conservadurismo ha detenido la difusión y aplicación de la idea en el mundo entero, con los consiguientes efectos desastrosos sobre el desenvolvimiento del diseño industrial y la eficiencia técnica de todos los países.
La educación impartida en el Bauhaus era esencialmente una educación para adultos, o, de todos modos, para estudiantes egresados de la enseñanza superior. Pero no estaba hecha especial o específicamente para el adulto en el sentido sociológico que se da actualmente al término, y mucho menos para el robot desplazado y desorientado. Ese adulto presenta un problema especial porque su sensibilidad, que es el aspecto de la personalidad que la educación artística busca desarrollar, ya está atrofiada. Cuando digo atrofiada, quiero dar a entender que esa sensibilidad estuvo viva otrora. La actividad de los niños y los pueblos primitivos nos da pie para creer que todo hombre sano tiene una profunda capacidad para poner en acción las energías creadoras que guarda en sí, siempre y cuando se interese intensamente en su trabajo. Estas palabras de Moholy-Nagy, uno de los grandes maestros salidos del Bauhaus, expresan una esperanza sin la cual todo lo que aquí digamos carecería de sentido. Veamos qué más tenía que decirnos Moholy-Nagy:
La naturaleza nos ha dotado a todos para recibir y asimilar las experiencias sensoriales. Todos somos sensibles a los sonidos y los colores, tenemos tacto y sentido del volumen, etc. Ello significa que, por naturaleza, estamos capacitados para disfrutar de todos los placeres de la experiencia sensorial, que un hombre sano puede también hacerse músico, pintor, escultor, arquitecto, del mismo modo como es orador cuando habla. Vale decir que le es posible plasmar sus reacciones en cualquier materia ... La vida real prueba la verdad de este aserto: en situaciones peligrosas o en momentos de inspiración, los convencionalismos y las inhibiciones de la rutina diaria son echados a un lado y el individuo llega muchas veces a alturas que jamás alcanzaría en otras circunstancias (2).
Creo haber sido el primero en presentar como ejemplo de inesperada creación artística espontánea las nobles palabras pronunciadas por Vanzetti (*) simple vendedor de pescados, al ser condenado a muerte por un crimen que no había cometido (3). Es sabido que estas expresiones espontáneas llenas de belleza o nobleza, que son tan excepcionales en la vida normal, suelen producirse en momentos de tensión. La psiquis humana guarda dormida en su interior una energía de expresión y plasmación que es justamente la que precisamos liberar y poner al servicio de las actividades funcionales de la civilización tecnológica a fin de darle a ésta vitalidad y fuerza de progreso. La educación, la de los adultos, en particular, es la encargada de llevar a cabo esta tarea.
Ahora nos referiremos a otros experimentos efectuados en el campo de la educación de los adultos mediante el arte. En un notable libro que debería ser lectura obligada para quienquiera se interese por los problemas de la educación de los adultos, el profesor Henry Schaeffer-Simmern, de la Universidad de California, describió una serie de experiencias sobre la redención creadora por él realizadas entre 1939 y 1943. Tomó sucesivamente cuatro grupos de sujetos. El primero, integrado por deficientes mentales de una institución pública, eran personas de ambos sexos cuyas edades oscilaban entre los 11 y los 35 años. El segundo estaba formado por jóvenes delincuentes que contaban entre 17 y 22 años. Estos dos grupos no nos interesan directamente, aunque los resultados de estos estudios son muy significativos en general. El tercer experimento se efectuó con un grupito de refugiados de 12 a 43 años de edad, que desempeñaban diversas ocupaciones; entre ellos había un kinesiólogo de 30 años. La cuarta experiencia tuvo como sujetos a comerciantes de 27 a 54 años.
La historia detallada de cada caso es fascinante; lamentablemente sólo tengo espacio para repetir las conclusiones generales extraídas por el profesor Schaeffer-Simmern en lo referente a los adultos normales. No obstante, diré que las conclusiones relativas a los individuos anormales -deficientes mentales y delincuentes- presentan gran valor terapéutico y educativo.
La gente normal de estos grupos, profesionales y comerciantes, se sintió al principio turbada al comprobar que sus esfuerzos daban pobres resultados. El profesor Schaeffer-Simmem relata:
Les hicimos comprender que lo que habían hecho parecía infantil porque, desde la niñez, no cultivaban su capacidad de creación. Ahora bien, en la medida en que los primeros resultados eran fiel reflejo de la verdadera etapa en que se encontraban las facultades artísticas del sujeto -por primitivas que parecieran- servían como base natural para el ulterior desarrollo de éstas ... El aumento del poder de discriminación visual traía consigo una mayor capacidad para producir configuraciones que involucraban creación ... A medida que crecía la madurez pictórica del alumno -esto es, que lograba un orden visual más complejo- se requería mayor concentración de todas las fuerzas y el trabajo se realizaba cada vez con menor esfuerzo. Pronto resultó evidente que el trabajo creador adecuado a la etapa mental de quien lo efectúa puede hacer surgir en el hombre poderes insospechados. La vida de estos legos se vio vitalmente enriquecida. Experimentaron el raro placer de la creación.
El profesor Schaeffer-Simmem nos cuenta también que estos adultos, como ellos mismos solían reconocer, iban tomando conciencia de que
... en ellos se cultivaban un sentir y un pensar disciplinados, se creaba una íntima coordinación entre mente, vista y manos, que les daba mayor destreza manual. Sentían cómo la actividad artística genuina tenía sobre ellos una acción modeladora que los ayudaba a hacer más armoniosa y equilibrada su personalidad.
Y luego apunta un hecho aún más importante:
... El espíritu crítíco adquirido espontáneamente por estos alumnos, y que fue principal promotor del desarrollo orgánico de su capacidad artística, era luego aplicado en la observación de su medio. Comenzaban a percatarse de que la mayor parte del mundo circundante carecía de ese orden visual básico que era la cualidad fundamental de sus propias obras. La deformidad de los edificios, la absoluta incoherencia arquitectónica de la distribución de calles y plazas, que casi ninguno advertía antes, fueron atrayendo cada vez más su atención. Simultáneamente, la vista de los objetos informes, baratos o costosos, exhibidos en los escaparates de los comercios, comenzó a herir su sensibilidad. En lugar de depararles un placer visual como el que les proporcionaba el resultado de sus obras artísticas bien organizadas, los objetos mal formados los irritaban (4).
Los experimentos del profesor Schaeffer-Simmem no se extendieron a las artes industriales; no obstante, es evidente que sus trabajos encierran gran importancia para nuestra civilización tecnológica pues los hechos por él comprobados justifican la suposición de que en el hombre existe una forma de cognisción visual que puede concretarse en la obra de arte. Además, estos experimentos muestran que la actividad artística es desde el principio autónoma, vale decir independiente de todo cálculo conceptual o pensamiento abstracto; es una construcción sensorial o un pensar visual cuyos elementos son las relaciones de las formas.
Hay que seguir paso a paso los experimentos del profesor Schaeffer-Simmem, muy bien descriptos e ilustrados en su libro, para poder apreciar cuán grande fue la revolución que se produjo en la mente y la vida de los sujetos. Así como sus dibujos y pinturas evolucionaron desde garabatos torpes y poco refinados hasta obras de arte realizadas con dominio técnico y fuerza expresiva, su vida se enriqueció también, al aumentar su capacidad de observación y de experiencia, al tener cada vez más satisfacciones y más confianza en sí mismos. Veamos las palabras dichas por uno de los adultos de referencia:
A medida que se enriquecía mi mundo interior, tomaba mayor concíencia critica del mundo exterior. Si bien es difícil describir los efectos de este doble enriquecimiento de mi personalidad, puedo afirmar categóricamente que es como si me hubiera despertado, como si estuviera más vivo y me hubiera abierto al mundo circundante. Si la actividad artística pudo tener semejante acción sobre un individuo medio, no es difícil imaginar cuáles serían sus consecuencias sociales si se extendiera, aunque más no fuera, a una mínima parte de la población (5).
Quiero referirme también a otro experimento descripto detalladamente en un libro intitulado On Not Being Able to Paint, de Joanna Field (6). Bajo este seudónimo oculta su identidad la psicoanalista Dra. Marion Milner, quien realizó la experiencia sobre sí misma. Desde niña había querido aprender a pintar y todos sus esfuerzos se habían ahogado siempre en un mar de dudas acerca de lo que busca el pintor. Comenzó su experimento sin un fin definido, y así descubrió una gran verdad: que la actividad crea el propósito, que el secreto del proceso artístico creador reside en una libre interrelación de diferencias, que el artista, al sintetizar en forma la experiencia de la ilusión, proporciona la base fundamental para realizar, hacer real, para sentir y conocer el mundo exterior. Comprobó que la obra de arte es, en esencia, la fusión de una realidad externa, que es lo percibido, y una realidad interna, que es lo sentido. La obra de arte es una imagen intuitiva que hace las veces de puente entre la experiencia vivida y el pensamiento lógico, y como tal tiene gran importancia en el terreno educativo.
La doctora Milner no entra en detalles acerca del papel de las artes en la educación pues ello escapa a los fines de su libro. No obstante, lo consideramos de interés para nuestra exposición porque señala un camino para despertar la sensibilidad dormida o atrofiada, principal obstáculo con que se tropieza en la enseñanza del arte a los adultos: La misma dificultad con la que el niño hiperintrovertido debe luchar y de la cual, por otra parte, quiere huir. Si no se resuelve este problema mediante la educación mientras el individuo es niño, cuando sea adulto casi seguro necesitará psicoanalizarse para poder participar en alguna actividad creadora. Afortunadamente, como demuestra la doctora Milner, la práctica de un arte es en sí misma un proceso de autoanálisis:
En esencia, la materia prima con la que el artista que hay en cada uno de nosotros trata de crear son los impulsos humanos ... A decir verdad, el arte crea la naturaleza, incluso la naturaleza humana.
Tal vez los experimentos arriba descriptos parezcan demasiado personales o conectados sólo indirectamente con el inmenso problema social que debe enfrentar nuestra civilización tecnológica. Sir Eric Ashby nos advirtió ya que la educación primordialmente personal, como la que se imparte en las escuelas primarias y de arte, no es la adecuada para la crisis por la que atraviesa nuestra civilización, Me inclino a concordar con él, pero por razones distintas. Ashby preconiza un humanismo tecnológico en reemplazo del clásico, o cualquiera sea el que se enseña en las escuelas y universidades. Mas el humanismo, que supone una visión retrospectiva o sin óptica del conocimiento humano, no es la solución para nuestro problema, que reside en la necesidad de crear motivos antes que de enseñar a apreciar valores: simplemente queremos dar ocupación a facultades que no están en uso. Ni siquiera me satisface el planteo del profesor Schaeffer-Simmem, pues a juicio de éste la actividad artística no es más que una compensación por las deficiencias de la muy industrializada ... y mecanizada civilización actual en la que, (afirma) más que nunca, el hombre necesita de una fuerza equilibrante para el pleno desenvolvimiento de todo su ser. Si este punto de vista implica que una cultura artística ha de estar, en algún sentido, inevitablemente divorciada de los procesos económicos que proveen a las necesidades de la vida diaria, me atrevo a repetir una frase que ya empleé como título de una de mis obras, recientemente reeditada en los Estados Unidos: ¡Al diablo con esa cultura! (7).
Todo enfoque de la educación artística aquí considerada, presenta dos peligros opuestos. Uno está representado por el término aficionado y el otro por la palabra profesional. No es exagerado decir que existe un estado de guerra entre las dos facciones extremas. Así, el pintor profesional sólo siente desprecio por el aficionado, por el hombre que pinta los domingos, que practica la pintura para recrearse en sus momentos libres. Por otra parte, las personas que se consideran a sí mismas cultas suelen menospreciar a los que viven en el mundo de la técnica, a los que se dedican a las investigaciones científicas o la producción industrial. Éste es el tema del famoso opúsculo escrito por Lord Snow acerca de las dos culturas, de las dos facciones irreconciliables de nuestra sociedad. El que tal división social haya llegado a producirse y amenace la vida de la civilización actual, es exclusivamente culpa de nuestro falso sistema educativo. Sembramos la semilla de la separación de la temprana infancia, cuando decretamos que el hombre de ciencia no necesita de la gramática y que el gramático no ha menester de la ciencia. Mientras persista tal dicotomía en la entraña de nuestro sistema educativo, la misión primera de la educación de los adultos consistirá en volver a unir lo que aquél separó. A fin de cuentas, el humanismo no es ni científico ni académico: es sencillamente humano. No se trata, pues, de conferir valores a la fábrica mecanizada, como quería Eric Ashby, ya que ella es inhumana, y no debemos aceptar su falta de humanidad como valor susceptible de conciliarse con los valores humanos. Más bien hemos de dejar la fábrica a un lado porque nada tiene que ver con los valores humanos, y retomar al hombre abandonado a su suerte. El hombre ha sido arrojado de ese paraíso cibernético: igual que Adán y Eva tiene que comenzar de nuevo y cultivar un páramo.
Simone Weil, esa gran alma, esa joven filósofa francesa que murió de hambre en la segunda guerra mundial, trabajó durante un año en una fábrica mecanizada. Voluntariamente, llevó la vida del obrero que interviene en el trabajo en cadena. Sólo encontró la más profunda degradación del espíritu humano. En efecto, Simone Weil descubrió que al operario de estos establecimientos le es negada hasta la última posibilidad de dignidad, que incluso un esclavo tenía: el estoicismo. El trabajo que lo sustenta, que es una monótona sucesión de movimientos mecánicos invariables realizados con rápido ritmo, no tiene más incentivo que el temor y la paga. Un sentimiento como el estoicismo sería un lujo que sólo serviría para sacarlo de su rutina. Mucho más simple y menos penoso es adaptarse al ritmo mecánico. ¿Qué clase de educación podemos ofrecer a estos adultos? A estos adultos que, como queda dicho, constituyen la masa de nuestra civilización tecnológica. Para ellos, la técnica no tiene valores, no tiene patrones de excelencia y de gusto; para ellos, la técnica es esclavitud. La automación es su salvación.
¿Pero qué haremos con estos robots redimidos? Debemos darles un fin en la vida, una función dentro de la sociedad; de lo contrario, no sabrían qué hacer con la libertad recuperada. Después de su experiencia en la fábrica Renault, Simone Weil escribió:
La educación -tenga por objeto a niños o adultos, a individuos o un pueblo entero, incluso a uno mismo- consiste en crear motivos. Mostrar qué es beneficioso, qué es obligatorio y qué es bueno: tal la tarea de la educación. La educación se ocupa de los motivos que impulsan a la acción efectiva. Pues no hay acción cuando faltan motivos capaces de proveer las fuerzas necesarias para su ejecución (8).
En mi opinión, ésta es la mayor verdad acerca de la educación. Además del problema de los medios que han de emplearse, también tratado por nuestra pensadora, existe el de la elección de los motivos. Simone Weil era una mística. Afirmaba que el trabajo físico era la muerte diaria y, al igual que la muerte, algo obligado que no deja alternativa:
El mundo sólo se da al Hombre en forma de alimento y abrigo si el Hombre se da al mundo en forma de trabajo.
La aceptación de esta ley, por la cual el trabajo resulta indispensable para la conservación de la vida, representa el más perfecto acto de obediencia que le es dado realizar al hombre y por ello, concluye Simone Weil, el trabajo físico debe ser el núcleo espiritual de una vida social bien ordenada. Mas es éste un motivo que difícilmente podría dar nuevo ímpetu a la educación de los adultos; además, no vemos gran diferencia entre esta actitud espiritual y el estoicismo que Simone Weil encontró incompatible con el trabajo de las fábricas mecanizadas. Nuestra tarea no consiste en conciliar al obrero con su muerte diaria ni en darle el consuelo de la literatura y el arte de un pasado cultural que es completamente ajeno a la vida de la era tecnológica. Nuestra misión -nuestra limitada misión- es la de introducir valores y motivos en la vida diaria y las actividades de la gente común, valores y motivos que sirvan como necesario estímulo para promover su desarrollo espiritual.
Los motivos y valores que me gustaría incluir en la educación adulta tienen relación directa con las actividades profesionales. No son lo que llamaríamos patrones de gusto. El gusto es una virtud de la clase media, un eclecticismo retrospectivo que poco y nada tiene que ver con el pensar visual de que carece la era técnica en que vivimos. Nuestro norte es estimular dicho pensar visual, esta aprehensión sensorial de la forma en todas sus manifestaciones cotidianas. El factor que más se ha descuidado en la educación es la actividad mental autónoma que obra constantemente transformando la multiplicidad de impresiones visuales en unidades aprehensibles, en formas que reflejan intuitivamente lo que sentimos. Cada uno de estos actos de cognisción vital es una forma artística elemental y la educación debería ser el cultivo natural de tales formas elementales de cognisción visual, su realización en símbolos que expresen y así comuniquen un sentir vital. El arte es un principio del desarrollo vital, es el desenvolvimiento de la capacidad natural para ordenar la experiencia perceptiva, para dominarla cognoscitivamente dándole unidad de forma. Si logramos concentrarnos en estas aptitudes mentales innatas, cultivadas como cultivamos nuestra capacidad de razonamiento conceptual, el gusto dejará de ser problema. Hasta es concebible que algún día usemos las computadoras electrónicas para determinar la forma de los productos del gusto.
Con todo, todavía nos falta hallar una solución práctica. No pretendo haber dado una clave para encontrarla. Cada sociedad, cada comunidad debe buscar su propia solución, compatible con su situación histórica. Lo que enseñemos, hemos de enseñarlo inspirados por un interés fundamental, por la plena conciencia personal del motivo que entra en cada caso. No enseñaría historia a un ingeniero en electrónica, o cosmología a un diseñador de aviones. Procuraría, en cambio, infundir en hombres y mujeres motivos que llenaran su vida de fuerza creadora. Como he tratado de demostrar, ésta se halla latente en la constitución humana y el hecho de que ninguno de los medios educativos de que disponemos actualmente sirva para liberarla, nos da la medida de nuestro fracaso. Preciso es confesar que, sin saberlo, hemos reprimido esta energía hasta hacer que el espíritu plasmador de la imaginación se desvaneciera de esa cultura académica de la que tenemos conciencia para reaparecer a hurtadillas, inadvertida, en los talleres de unas pocas nuevas industrias, como la aeronáutica, que carecen de historia y tradiciones culturales y, por ende, permiten a la visión creadora de formas seguir libremente los principios armoniosos de creación.
Nuestra experiencia en el campo de la educación del ser humano en las primeras etapas de su vida, nos ha enseñado, quiero creer, que es un craso error separar la educación del juego. Error igualmente fundamental, es, en mi opinión, no tomar como un todo la educación y el trabajo en la etapa adulta. En mi caso, por ejemplo, me resulta inconcebible esta disociación; pero yo soy un intelectual: mi trabajo es mi educación. Ahora bien, si aceptamos esto como verdad en lo que respecta a las cosas creadas con palabras, colores o sonidos, ¿por qué no ha de serlo también en lo concerniente a todo lo que el hombre crea, no sólo con sus manos sino con las máquinas? El verdadero mal del trabajo en fábricas reside, como se ha dicho muchas veces, en que el trabajador no se interesa por la forma y la función de la pieza que produce. La automación puede aliviarle algo el tedio de la repetición mecánica de movimientos, pero no puede salvarlo del aburrimiento que encontrará en la vida misma si no es capaz de descubrir un propósito creador en todo lo que haga. Debemos darle nuevo significado a la palabra trabajo, y entonces quizás descubramos que es sinónimo de juego. Viene al caso recordar lo dicho por Schiller -y muchas veces repetido por mi-, al afirmar que el hombre sólo juega cuando es hombre en el más cabal sentido de la palabra, y sólo es completamente hombre cuando juega. Sería otra de las ironías de la historia el que la automación, tan temida por el hombre, le diera esa libertad que busca desde hace tanto. Mas la libertad seguirá siendo una ilusión mientras no se la llene con los motivos y las disciplinas de la imaginación creadora.
NOTAS
(1) Bauhaus 1919-1928, p. 26, eds. Herbert Bayer, Walter e Ise Gropius, Londres, 1939.
(2) The New Vision, p. 15, Londres, 1939.
(*) A continuación transcribimos las frases del discurso del anarquista Bartolomé Vanzetti a las que se refiere Read. Figuran en forma poemática por cuanto así han sido consideradas por la crítica norteamericana, que las incorporó a varias antologías:
Ya he hablado mucho de mí
y ni siquiera he nombrado a Sacco.
Sacco también es un obrero,
un buen obrero enamorado de sus obras,
con un buen puesto y un buen sueldo,
una cuenta en el banco y una mujercita buena,
dos niños y una casíta
en el linde del bosque, junto al arroyo.
Tiene el corazón y la fe que hacen a un hombre
amante de la naturaleza y de los hombres,
un hombre que dio todo, que sacrifica todo,
por la libertad de sus hermanos-hombres;
dinero, descanso, ambiciones,
su esposa, sus niños, él mismo,
su vida, en fin.
Sacco nunca pensó en robar, ni asesinar.
Ni él ni yo llevamos jamás un bocado a nuestros labios
que no naciera en el sudor de nuestras frentes.
Jamás ...
Si no hubiera sido por esto
yo habría vivido mi vida
hablando en las esquinas a hombres descreídos.
Habría muerto solo, ignorado, un fracasado.
Ésta es nuestra carrera y nuestro triunfo. Nunca
hubiéramos podido en nuestras vidas hacer esta obra
por la tolerancia, la justicia, la comprensión entre los hombres,
como la que ahora cumplimos por azar.
¡Nuestras palabras, nuestras vidas, nuestro dolor, nada!
¡Nuestra vida, la vida de un buen zapatero y de un pobre pescadero
todo! Nuestra es la última hora,
la agonía es nuestro triunfo.
La traducción de los párrafos transcriptos corresponde a Jerónimo Córdaba y figuran en Howard Fast, La pasión de Sacco y Vanzetti, pp. 189-90, Editorial Siglo Veinte, Buenos Aires, 1963.
(3) English Prose Style, Londres, 1928.
(4) The Unfolding of Artistic Activity, pp. 194-7, Berkeley, 1950.
(5) O. cit., p. 175.
(6) Londres (Heinemann Education Series) 1950.
(7) To Hell with Culture, Nueva York, 1964. (En castellano, Al Diablo con la Cultura, Editorial Proyección, Buenos Aires, 2a. edición, 1965).
(8) The Need for Roots, trad. Arthur Wills, pp. 181-2, Londres, 1952.
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