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LA REDENCIÓN DEL ROBOT
Sir Herbert Read
CAPÍTULO SEXTO EL TERCER REINO DE LA EDUCACIÓN
En el dintel de la puerta de una casa de piedra por él construida en una aldea situada en un páramo del condado de York, donde nací, uno de mis antepasados grabó estas palabras:
Martillo y mano son
De todas las artes sostén.
Faltaría a la verdad si dijera que este lema es el punto de partida de mi filosofía de la educación, pues lo descubrí a una edad relativamente avanzada. No obstante, me servirá como tema de este capítulo, que tratará algunos aspectos actualmente descuidados. Me refiero a los propósitos de las labores de creación y construcción que, si bien figuran en alguna etapa de la educación bajo rótulos tales como trabajos manuales y trabajos prácticos, en general ocupan un lugar secundario respecto de la adquisición de conocimientos. El alguna etapa significa casi siempre en la primaria; a medida que el niño adelanta, se van dejando a un lado estas actividades debido a las abrumadoras exigencias del programa de estudios, en el cual se reemplazan los trabajos manuales con materias que obligan al educando a ejercitar su memoria para poder alcanzar cierto nivel de conocimientos determinados por factores de naturaleza económica y, a veces, política. Los esporádicos intentos conscientes de corregir esta parcialidad logran tanto como el jinete que trata de dominar a su caballo desbocado con una rienda suelta. Las perspectivas de cambiar el curso de nuestra política educativa son muy pobres, a menos que revisemos a fondo los conceptos en que ésta se funda. Tal revisión requerirá un concienzudo examen de algunas de las tendencias básicas de nuestra civilización.
Hay tantas definiciones de la finalidad de la educación como teóricos de la pedagogía; pero salvo que tengan siniestras intenciones inspiradas por motivos políticos o teológicos, todos concuerdan en afirmar que la educación no es tal si no se dedica a sacar a luz y desarrollar facultades que, de lo contrario, permanecen indolentes. La definición de Coleridge es muy acertada: Educar el Intelecto despertando el Método del autodesarrollo. Tal método, explicó Coleridge, no procura obtener:
... informaciones específicas que le sean comunicadas desde afuera ... (Su objetivo) no es atiborrar la Mente pasiva con las diversas formas de conocimiento en boga, como si el Alma Humana no fuera más que un depósito o un salón de banquetes, sino ponerla en relaciones de circunstancia tales que, poco a poco, despierten sus facultades latentes y en germinación para que den nuevos frutos del Pensamiento, nuevos Conceptos, Imágenes e Ideas (1).
Coleridge, que siempre escogía escrupulosamente las palabras, quiere decirnos aquí que el método del autodesarrollo, el único capaz de generar pensamientos originales, consiste en la interacción del alma humana y el mundo material que la rodea. En diversos pasajes de sus libros nos explica además que este método, que no vaciló en calificar de científico, estaba inspirado por la naturaleza misma.
... la simple verdad es que, lo mismo que las formas de toda existencia organizada, todo conocimiento verdadero y vivo debe proceder de dentro; y que éste puede ser enseñado, guiado, alimentado, estimulado, pero jamás impuesto o inculcado.
No era mi intención original tomar a Coleridge como mentor en esta oportunidad, su propia carrera es ejemplo de la gradual pérdida de sensibilidad que produce el exceso de intelección. Pero sus escritos, especialmente los ensayos reunidos bajo el título de The Friend (2) nos dan la quintaesencia de una verdadera ciencia de la educación, de la ciencia que más nos importa y preocupa, como él mismo la definió. Y si tomo a Coleridge antes que a Rousseau, Marx o algún representante moderno de una verdadera dialéctica de la educación, es porque supo reconocer esta verdad pese a contradecir ella su propia obra. La sustancia de la teoría educativa de Coleridge es un dialectismo totalmente consciente -él mismo usa a veces la expresión- que nos invita a buscar lenguas en los árboles, libros en los arroyos, sermones en las piedras y el bien (esto es, una finalidad útil que responda a un buen propósito) en todo. Coleridge dice:
En un ser consciente de sí mismo y, por tanto, reflexivo, no puede haber instinto que no engendre la idea de que existe un objeto, presente o futuro, real o realizable, que le corresponda; y mucho menos el instinto que es base de la humanidad misma, el instinto por el cual en todo acto de percepción consciente inmediatamente identificamos nuestro ser con el del mundo exterior al mismo tiempo que nos contraponemos a él (3).
Coleridge disculpaba la falta de ejemplos ilustrativos de sus ensayos, aduciendo que lo acosaba el temor de ser tedioso. Pese a tener igual obsesión, procederé a desarrollar esta filosofía de la educación, por un camino que quizá Coleridge no habría aprobado pero que respeta su precepto de que, para poder llegar a reconocer al hombre en la naturaleza es preciso, primero, comprender a la naturaleza manifestada en el hombre, así como las leyes naturales presentes en los fundamentos de la existencia (4). Dicho de otra manera, debemos encarar el problema desde un ángulo primordialmente psicológico.
En nuestra calidad de seres humanos, en cierto sentido debemos preferir lo orgánico a lo inorgánico, el proceso de desarrollo a la estabilidad de lo acabado, la vida a la muerte; desde que nacemos hasta que morimos nos sostiene un impulso vital o erótico. Mas, como miembros de una comunidad organizada, también en cierto sentido estamos obligados a preferir la ley a la voluntad propia, la disciplina al desorden, el ego al ello. La educación media entre estos dos extremos, siempre y cuando se la conciba como proceso dialéctico. Por esa dialéctica, todo desarrollo vital tiende y llega a la forma armoniosa. Cuando la sociedad es el organismo y la civilización la meta, cabría denominar transformación a este proceso dialéctico. Pertenezcamos a una sociedad capitalista o a una comunista, no podemos dejar de admitir que, a medida que avanza la técnica, en lugar de producirse la transformación que nos encauce hacia una sociedad armoniosa, nos encaminamos inevitablemente hacia la inarmonía o esquizofrenia social conocida con el nombre de alienación.
La alienación o enajenación (Marx empleaba la palabra alemana Entfremdung) es consecuencia directa de la división del trabajo y, según Marx, aparece en la historia de la sociedad tan pronto como se establece una separación entre la actividad personal independiente y la actividad en consecución de un interés común. Al existir un abismo entre los intereses personales y los de la comunidad, afirma Marx, sus propias obras se vuelven contra el hombre, se convierten en una fuerza extraña a él, que lo esclaviza en lugar de ser dominada por él. Cuando se delimita y distribuye el trabajo, se le asigna a cada hombre una tarea de la cual no puede escapar. Surge entonces una contradicción entre los intereses del individuo y los de la comunidad; y así, para sostener estos últimos, nace ese poder social que llamamos Estado. Cuanto menos contempla la división del trabajo las necesidades inmediatas del individuo, tanto más toma este poder social el carácter de fuerza extraña, exterior al individuo, quien ignora de dónde viene y adónde va esa fuerza que no puede gobernar de ninguna manera. Marx escribió:
La división del trabajo lleva implícita desde el principio la división de las condiciones de trabajo, de los instrumentos y los materiales; ello trae consigo la repartición del capital acumulado entre distintas personas, lo cual da origen a la separación de capital y trabajo y a las distintas formas de propiedad. Cuanto más se acentúa la división del trabajo y aumenta el capital acumulado, tanto más pronunciadas son las formas que asume esta fuerza diferenciadora. Esta fragmentación es premisa de la existencia del trabajo mismo (5).
En The Stones of Venice, Ruskin expresó la misma idea más vívidamente.
Mucho hemos estudiado y mucho hemos perfeccionado últimamente ese gran invento de la civilización que es la división del trabajo; sólo que le damos un nombre falso. A decir verdad, no es el trabajo lo que está dividido sino los hombres. Divididos en simples fracciones de hombres, fragmentados en pequeños trozos y migajas de vida, de manera que la ínfima inteligencia que queda en su mente no alcanza ni siquiera para hacer un alfiler o un clavo sino que se agota sólo con fabricar la punta de un alfiler o la cabeza de un clavo (6).
Por ende, podría decirse que la alienación es la división de las fuerzas productoras de la sociedad: a un lado, estructuras enormemente complejas, deshumanizadas y ahora casi completamente automatizadas; y al otro, individuos que no pueden desplegar una actividad elegida por ellos mismos y están ligados a aquellas complejas estructuras por energías no productoras que no obstante llamamos trabajo.
No me ocuparé de las consecuencias políticas de la alienación, que fueron la principal preocupación de Marx, porque prefiero dedicarme a analizar sus efectos mentales o psicológicos. Con esto no quiero decir que Marx descuidó este aspecto; muy por el contrario, cabría afirmar que la teoría del conocimiento marxista gira en torno de la idea de que el hombre debe mantenerse en constante y total comunión con el mundo material circundante a través de sus facultades sensibles. La perpetua interacción de Hombre y Naturaleza es el fundamento de la teoría dialéctica de la existencia, según la cual el hombre:
... se enfrenta a la naturaleza como una de sus fuerzas; pone en movimiento brazos y piernas, cabezas y manos, las energías naturales del cuerpo, con el fin de apropiarse de los productos de la naturaleza en forma que sirvan para satisfacer sus necesidades.
Así formula Marx su idea en El Capital (7). Y luego añade:
Al actuar sobre el mundo exterior y cambiarlo, (el hombre) modifica al mismo tiempo su propia naturaleza. Desarrolla fuerzas latentes que duermen en su interior y las somete a su dominio.
Luego Marx establece una importante distinción, que se ha acentuado grandemente con el progreso técnico producido de tiempos de Marx a esta parte.
Las energías físicas del cuerpo son las ejecutoras directas de la forma humana e instintiva del trabajo que va dirigida a lo que Marx llama Naturaleza. Marx analizó concienzudamente los factores elementales del proceso laboral y diferenció la actividad personal del hombre, el trabajo en sí, la índole de la labor y los instrumentos empleados. Mostró que, descompuesto en sus factores elementales, el trabajo es la acción del hombre dirigida a producir valores de uso, vale decir a apropiarse de las materias de la naturaleza para llenar las necesidades humanas. Este trabajo es la condición necesaria para que se efectúe el intercambio de materia entre el hombre y la Naturaleza; es la eterna condición de la existencia humana impuesta por la Naturaleza y, por tanto, es independiente de toda fase social de esa existencia, mejor dicho, es común a todas ellas (8). Luego establece una distinción fundamental entre el trabajo destinado a la producción de valores de uso, que se da en todas las fases de la existencia humana, y el que produce plusvalía, característica del sistema capitalista. Si bien esta distinción es importantísima en su análisis crítico de los modos de producción capitalista, al desarrollar la idea Marx no hace suficiente hincapié en la concomitante diferencia de calidad que existe entre los dos procesos laborales contrapuestos; en rigor, se concreta a señalar en una simple nota de pie página:
En el idioma inglés hay dos términos distintos para estos dos aspectos del trabajo; para el proceso Laboral Simple, en el cual se producen los Valores de Uso, corresponde usar la palabra Trabajo (Work); para el proceso de creación de Valores, ha de emplearse la expresión Mano de Obra (Labour), tomándola en su sentido estrictamente económico (9).
Esta es, en sustancia, la distinción posteriormente elaborada por otros pensadores, especialmente Hannah Arendt y Herbert Marcuse (10). La señora Arendt dice: Toda lengua humana, antigua o moderna, tiene dos palabras, no relacionadas etimológicamente, para designar lo que hemos llegado a considerar como una misma actividad, y las conserva debido a su persistente uso como sinónimos. Su notable libro The Human Condition explora profundamente la significación social de esta diferencia, pero es de notar que invierte los términos, pues no sigue a Marx sino a Locke, quien distingue el trabajo (labour) de nuestro cuerpo de la obra (work) de nuestras manos: animal laborans y homo faber. Como subraya la autora, fueron Adam Smith y Karl Marx los responsables de que esta distinción fundamental pasara a caracterizar la diferencia entre el trabajo productor y el no productor, concepto modificado luego por otros economistas hasta convertirse en la diferenciación entre trabajo especializado y no especializado. La originalidad de Marx reside en el hecho de haber percibido que el trabajo de un hombre, especialmente el realizado con los modernos métodos de producción, alcanzaría para satisfacer necesidades que sobrepasan las suyas propias; y que la incapacidad del sistema capitalista para distribuir con justicia esos valores excedentes es la base y el defecto de la economía capitalista.
La señora Arendt distingue una tercera actividad humana, que llama acción: como tal entiende no sólo la condición pluralista del hombre, la necesidad de avenirnos con nuestros semejantes, sino también el proceso de vivir, la necesidad de conciliarnos con nuestra situación existencial. No nos interesa aquí esta forma de la actividad humana: nos ocupamos de la obra de arte y la señora Arendt toma el arte, acertadamente, como producto del homo faber, como la objetivación y materialización del pensamiento. Discrepo un poco con su concepto de que las obras de arte son cosas del pensamiento, pues creo que, en el fondo, el arte es cognisción, es un modo de aprehender lo desconocido y hacerlo real; pero, al decir la señora Arendt que de todo lo tangible, la obra de arte es lo más intensamente terreno y que ella es obra de nuestras manos, pone en claro que esta forma particular de trabajo es de naturaleza educativa.
Observaremos ahora que, con la creación de supervalores, la economía capitalista ideó no sólo procesos técnicos destinados a aumentar la producción sino que también acentuó cada vez más la división del trabajo con la finalidad de dar mayor eficiencia a estos procesos técnicos, y, como consecuencia, hacerlos más lucrativos. La revolución tecnológica ahondó la separación entre trabajo y mano de obra. No sólo se alejó al trabajador cada vez más del contacto directo con las materias primas, vale decir, con los objetos de trabajo provistos espontáneamente por la Naturaleza, sino que también se le quitó la satisfacción que normalmente proporciona el realizar determinado producto en su integridad.
Los métodos técnicos de producción del mundo moderno incluyen una amplia gama de procesos y no puede decirse que todos ellos excluyen la intervención personal directa, que ninguno pone en ejercicio los sentidos humanos. En su forma primitiva, la técnica sigue siendo una mera prolongación de las habilidades corporales, empleadas para satisfacer los apetitos del cuerpo. La frase citada pertenece al profesor Michael Polanyi, quien además señaló:
Y aun en las ramas de la técnica donde la producción es sumamente compleja y está organizada en secciones, como la fabricación de telas y de acero, se necesita cierta habilidad, una ciencia indefinible que es esencial para la eficiencia del trabajo y la calidad de sus productos.
Pero, en general, como luego apunta Polanyi, la técnica sólo enseña a realizar operaciones con implementos manejados de acuerdo a reglas (más o menos) definibles para obtener algún provecho material (11). Considero esta definición concluyente, sobre todo por la aclaración que lleva a pie de página, donde el autor afirma que el provecho material excluye, inter alía, toda expresión simbólica o toda interacción humana, y que las operaciones ejecutadas según reglas definibles descartan las realizaciones artísticas.
La dialéctica marxista se funda en el supuesto de que el trabajo es un proceso en el cual el hombre, espontáneamente, pone en marcha, regula y controla las reacciones materiales entre él y la Naturaleza. La teoría marxista exige que el conocimiento se base en la percepción directa de la realidad, en los datos sensoriales, en las impresiones aisladas recibidas a través de los sentidos y luego definidas, relacionadas, clasificadas y finalmente verificadas en la práctica. Además, la actividad sensorial del hombre, que le permite entrar en relación racional con el mundo circundante, aumenta a consecuencia del desarrollo de los instrumentos de producción, del perfeccionamiento de los medios técnicos, en la medida en que son una prolongación de los sentidos.
El microscopio, el telescopio, los instrumentos de medición, de gran precisión, etc., contribuyen a enriquecer el mundo de los sentidos, le permiten al hombre ampliar su campo de percepción, y de esta manera dan base para llegar a generalizaciones cada vez más amplias y profundas (12).
Por tanto, la filosofía marxista admite no sólo que teoría y práctica interactúan en progresión dialéctica sino también que el desarrollo de nuestro entendimiento es función del continuo ejercicio de nuestros sentidos, que evolucionan y se perfeccionan paralelamente con los instrumentos de producción. Hay un hecho que la filosofía marxista no podía prever ni quiere reconocer: los procesos de produccion han llegado a una etapa de automación en la cual los sentidos ya no están en contacto con el mundo objetivo; las actividades prácticas del hombre de la era tecnológica no requieren refinamiento del oido o del gusto o agudeza visual. En otras palabras, la diferencia que hoy existe entre lo que Polanyi llama los principios de operación de la técnica y los principios heurísticos de la ciencia destruye los fundamentos del materialismo dialéctico. Privado de toda práctica que requiera el ejercicio de sus sentidos, al hombre no le queda otro camino que elaborar una nueva forma de idealismo, tan apartada de la realidad como el idealismo vituperado por Marx. Mientras tanto, con supremo desprecio por las consecuencias, los triunfantes partidarios de Marx dedican todas sus energías al perfeccionamiento de los procesos técnicos enderezados a fines puramente utilitarios -como lo es la producción cada vez mayor de bienes de consumo- sin pensar que dichos procesos ahondan y prolongan la alienación del hombre tratada por Marx hace más de un siglo.
Vemos, pues, que todo conspira para completar la alienación del hombre. En el primer estadio de la historia de la producción capitalista, se le quita al hombre la relación directa con los objetos que produce además de toda responsabilidad personal. En la segunda etapa, los principios de operación de la técnica -división del trabajo, producción en masa, automación- privan al trabajador de toda conexión sensible con las materias naturales. El trabajo mismo es procesado, des-sensualizado, desmaterializado, produciendo un profundo desequilibrio en la civilización.
Se entiende que el trabajo dirigido y la producción en masa persiguen el propósito de dar nacimiento a una era de abundancia y ocio, y a medida que nos acercamos a esta meta, nos vamos dando cuenta de que nos amenazan aterradores problemas morales y sociales. La sociedad sufre de una desorientación de sus instintos más profundos y ya comienzan a perfilarse las consecuencias psicológicas de este mal. Esos instintos -principalmente los eróticos- han sido hasta ahora desviados -o sublimados, como dice el psicoanálisis- y transformados en energías constructivas que han contribuido a conformar nuestra civilización. Las energías que ahora se emplean en los modos técnicos de producción son de carácter tan radicalmente distinto del de las energías ocupadas por el trabajo primitivo o especializado, que hasta el proceso de sublimación tiene que resultar afectado.
Freud sostenía -y hasta hace muy poco nadie se atrevía a discutírselo-- que el trabajo nos permite descargar considerable parte de los impulsos de la libido, de los narcisistas, los agresivos y aún los eróticos (13). Dos psicólogos norteamericanos, Herbert Marcuse y Norman Brown, desecharon recientemente esta fórmula por la misma razón que ahora la rechazo yo en lo que se relaciona con la integración de teoría y práctica en la educación: no hace una diferencia entre el trabajo alienado y no alienado, entre faena y trabajo. El problema podría formularse así: si el trabajo alienado característico de los modernos procesos técnicos de producción no efectúa ya esa sublimación de los instintos eróticos sobre la cual está construida nuestra civilización en sus aspectos económico y moral, y supuesto que dichos procesos técnicos son hoy irreversibles, ¿qué sustituto podría llenar las funciones del trabajo no alienado o productor?
Durante la visita que realicé en 1959 a la República Popular de la China me asombró ver cuán clara conciencia de la naturaleza dialéctica del problema educativo se tenía en ese país. No sé bien hasta qué punto las teorías educativas allí puestas en práctica se basan en la tradición, pues ésta ha sufrido una renovación y con ella, seguramente, cierta influencia de las ideas del mundo occidental. Al parecer, los principales rasgos del sistema chino están determinados por una filosofía social resultante de la fusión del materialismo dialéctico de Marx y Lenin con el universalismo dialéctico del neoconfucianismo. Es probable, como sostiene el Dr. Joseph Needham, que el método dialéctico de Marx provenga de la China: Marx lo tomó de Hegel, que lo aprendió de Leibniz, y éste, a su vez, lo recibió de los misioneros jesuitas de la China con quienes mantenía correspondencia. De todos modos, basta con ir al Ta Hsüeh (La gran Enseñanza) y al Chung Yung (La Doctrina del Aureo Medio), dos de los cuatro clásicos del confucianismo, para encontrar una doctrina del áureo medio que es fundamentalísimamente una filosofía dialéctica. Por tanto, cuando un educador chino actual habla de integración, como es costumbre en ellos, no cree estar innovando. Simplemente, aplica a una situación contemporánea principios ya aceptados en su país desde hace veinticinco siglos. Desde luego, podría argüirse que estos principios se adaptan con demasiada ligereza a la ideología colectivista del partido comunista de la China, la cual exige, como dice un escritor:
... que el individuo sea implacablemente reducido a su función social y no que se promueva su plena individualidad, unicidad y originalidad, como se hace en Occidente (14).
Ello implicaría un choque entre el ideal educativo y el político, choque del cual no se observan indicios.
Antes de referirme a la forma en que los chinos aplican estos principios en su sistema educativo, estimo conveniente recordar cómo fueron formulados en las ya mencionadas obras clásicas del confucianismo por poseer éstas increíble actualidad. El Ta Hsüeh declara explícitamente en su primer párrafo que uno de los objetos de la educación es renovar al pueblo. A continuación, en un trozo famoso, describe el proceso educativo:
Los hombres del pasado que deseaban claramente ser ejemplo de ilustre virtud para todo el mundo, primero ponían orden en su propio Estado. Deseando poner orden en su Estado, primero buscaban lograr una ordenada armonía en su familia. Deseando hacer esto, primero buscaban cultivarse a sí mismos. Deseando hacer esto, primero buscaban rectificar su mente. Deseando hacer esto, primero buscaban la absoluta sinceridad de pensamiento. Deseando la absoluta sinceridad del pensamiento, primero buscaban ampliar sus conocimientos al máximo. Esta ampliación del conocimiento se consigue con la investigación de las cosas.
El párrafo siguiente invierte la secuencia de esta cadena de la Gran Enseñanza, y así nos encontramos ante un sistema educativo que sostiene que el proceso de la educación comienza con la investigación de las cosas. Los primeros confucianos que vivieron en la época de las dinastías Chin y Han, y particularmente el más realista de ellos, el filósofo Hsün Tzu, del siglo III A. C., tenían el mismo concepto dialéctico del conocimiento y la enseñanza. Hsün Tzu dijo:
¿Preguntáis cómo dirigir los asuntos de Estado? Y yo respondo: he oído de cultivar la persona pero nunca de dirigir asuntos de Estado. El gobernante es la forma. Cuando la forma es correcta, la sombra también lo será. El gobernante es el recipiente. Cuando el recipiente es redondo, el agua que contiene tomará forma redonda. El gobernante es la copa. Cuando la copa es cúbica, el agua que contiene tomará forma cúbica (15).
Esto significa, desde luego, que si el gobernante da un buen ejemplo personal, no hay necesidad de leyes. Pero el precepto se aplica de modo realista, casi materialista. La educación es un proceso acondicionador, en un sentido aproximadamente pavloviano. Una regla de diez centímetros es el patrón apropiado para el mundo entero, así queda expresado en el Ta Hsüeh. La perfección del individuo procede del conocimiento directo de su medio material, y cuanto más profundo sea su conocimiento de este mundo circundante, tanto más se acercará al Tao de la naturaleza, a la armonía universal, al sendero del Cielo (Ch'eng). Por ser ésta la doctrina fundamental del confucianismo, era innecesario recurrir a Marx o a algún teórico ruso para justificar una política educativa que, en todas sus etapas, se propone lograr la integración de la teoría y la práctica, del estudio intelectual y el trabajo manual.
En la China moderna, se pone en práctica el principio de integración de una manera que, a primera vista, parece hasta ingenua. Visité varias universidades y colegios de distintas provincias chinas, y en todas partes se aplicaba la doctrina de la integración. Los estudiantes están obligados a dedicar de dos a tres meses por año a un trabajo de producción, sea en las fábricas, sea en los campos, y se asegura que este alternar de teoría y práctica tiene un efecto vitalizador sobre el desarrollo mental. Además, conduce a una mutua fecundación de ideas entre ciencias y artes y a una perspectiva humanista compartida por los estudiantes de todas las especialidades.
Nada indicaba que esta política de integración estuviera inspirada en las teorías de la psicología occidental, por más que ellas contengan ideas que la apoyan plenamente. En la República China, todos los problemas sociales se encaran con lo que ellos llaman la política de caminar sobre dos piernas, que se aplica a cualquier situación dialéctica. Esta es la actitud general que lleva a los chinos a buscar un saludable equilibrio entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura, particularmente entre la teoría y la práctica en todos los campos, y entre las humanidades y las ciencias en el terreno educativo en general. Los procedimientos varían de una universidad a la otra, de una provincia a la otra. Así, en la Universidad de Chin Hua, el Gran Instituto Tecnológico situado cerca de Pekín que, en 1959, contaba con unos 12.000 alumnos, se dedicaban 38 semanas a la teoría y la investigación, 8 semanas al trabajo práctico en fábricas, 2 semanas a labores agrícolas y 6 a las vacaciones. En el Colegio Normal del Sudoeste, cerca de Chungking, donde se preparan maestros para la enseñanza media o secundaria, 34 semanas estaban destinadas a la teoría y la investigación, 10 a un trabajo de producción y 6 a las vacaciones. Ha de notarse, empero, que una parte de ese trabajo de producción se realiza en el propio establecimiento educativo. Algunas universidades cuentan con sus propias fraguas y fábricas, preparadas para producir, además de equipos de laboratorio, complicadas maquinarias. La mayor parte de los institutos tienen también sus propias granja y huerta, que proveen los alimentos consumidos en sus comedores. Pero el programa educativo requiere que el estudiante pase buena parte del año fuera del establecimiento, trabajando hombro con hombro junto a los campesinos y los obreros fabriles. Innecesario es subrayar el propósito social (a distinción del educativo) que se persigue con esta iniciativa.
Esta política tiene como objetivo la integración de la teoría y la práctica dentro de cada facultad. También se propone lograr la integración de las artes y las ciencias, de la tecnología y las humanidades, en la totalidad del sistema educativo, aunque esto está sujeto a las exigencias de la planificación estatal. No obstante existir igual impulso de formar tecnócratas que en Occidente, se adoptan medidas para elevar el nivel general de cultura. Cuando recorrí la biblioteca de la Universidad de Ching Hua, me llamó la atención ver pilas de libros de poesía. Al notar mi sorpresa, me explicaron que se procuraba que todos los estudiantes de las carreras técnicas conocieran la obra de los poetas chinos clásicos. También se estimula la formación de grupos que se dediquen a las representaciones teatrales, a las bellas artes, a los recitales poéticos y al intercambio de ideas entre las distintas especialidades.
En 1959, la educación china no había andado sobre dos piernas el tiempo suficiente como para que se vieran ya efectos generales sobre la cultura posrevolucionaria. Sólo habían transcurrido diez años desde la creación de la República y la tarea de reorganizar las universidades era obra de titanes. Presento el caso chino como prueba de que, cuando hay voluntad, se encuentra la manera de hacer las cosas. La integración de la teoría y la práctica, del trabajo intelectual y el manual, es posible siempre y cuando exista la voluntad de lograrla. Además, ha quedado demostrado que dicha integración tiene efectos positivos sobre el nivel general de inteligencia. Dije antes que China emprendió la tarea porque cuenta con una tradición, aceptada y establecida desde hace dos mil años, que sostiene que la educación ha de comenzar con el perfeccionamiento de sí mismo y que el trabajo productor es una de sus fases fundamentales.
Antes de aceptar el sistema chino como solución ideal de nuestros problemas educativos, debemos primero examinar más atentamente sus supuestos capitales. Los analizaré desde un punto de vista general y no específicamente chino. A mi entender, los supuestos cardinales son tres. En primer lugar se encuentra el que afirma que el perfeccionamiento de sí mismo es el método educativo ideal. Como dice el Ta Hsüeh, desde el Hijo del Cielo hasta la gente común, todos deben considerar que el cultivo de la propia persona es fundamental.
Esta idea en sí no es nueva. Desde los sabios de la antigüedad griega hasta Platón y Aristóteles, desde los filósofos del Siglo de las Luces hasta Coleridge y los psicólogos contemporáneos, todos han postulado como meta de la educación, pública o privada, eso que ahora denominamos integración de la personalidad. Pero, en toda la historia del mundo occidental, por elocuentes que hayan sido los filósofos al expresar este objetivo, por apremiantes que hayan sido las recomendaciones de los psicólogos, nunca dejó de ser un ideal que sólo pudieron alcanzar individuos excepcionales, tan excepcionales que los llamamos santos o místicos. Incluso en la Cadena de la Enseñanza descripta en el Ta Hsüeh, siempre se rompe algún eslabón que impide a la gente común, para usar la expresión china, convertirse en comunidad de hombres superiores. La rotura de la cadena puede deberse a la debilidad del metal con que está hecha; ésa es la explicación a la que damos el nombre de pecado original. O bien, como se inclinan a creer los chinos, esta fragilidad se debería a una falta de destreza para forjar el metal.
La doctrina del pecado original-e irremediable en esta tierra- presenta una ventaja: nos excusa de seguir pensando en el problema, tan bien planteado por los confucianos. Si el agua se empeña en tomar forma cúbica, aunque el recipiente sea redondo, y forma redonda aunque la copa sea cúbica, entonces la forma del paradigma es inmaterial. Si es imposible llegar al completo conocimiento de la naturaleza de las cosas o a la sinceridad del pensamiento, resulta también imposible armonizar los espíritus e integrar la personalidad. Acorde con este supuesto, la educación sólo puede ser una regimentación o reglamentación, y hablar de un equilibrio alcanzado y mantenido por los propios medios es, consecuentemente, hacer una falsa analogía con el mundo físico, una analogía inaplicable al universo espiritual. Los filósofos chinos ven imperfección en el hombre y perfección en el Cielo: a diferencia de los filósofos cristianos, consideran al Cielo como un camino que nos es dado recorrer durante la vida con ayuda de la instrucción y la disciplina. La ilustración nos conduce a la absoluta sinceridad, esa cúspide del desarrollo humano que es unión de lo interior y lo exterior. Este estado de absoluta sinceridad, denominado ch'eng en chino, es el sendero del Cielo, la perfección de la naturaleza y del yo, un estado de bienaventuranza único y total.
La doctrina de que la educación es un proceso de integración del individuo tiene paralelos en la psicología occidental, ya que no en las prácticas educativas de este hemisferio. Me refiero a lo que la psicología jungiana llama individuación y a la terapia psicoanalítica, que en términos generales persigue el propósito de conciliar al individuo con su medio social y familiar. Aunque se ha intentado extender esta terapia individualista a los grupos (16), no puede decirse que ningún país de Occidente se haya fijado esta integración como fin primero de su sistema educativo. Sólo la China se muestra conscientemente decidida a lograrla.
El segundo supuesto cardinal de la política educativa china dice que teoría y práctica se unen en el trabajo productor, el cual trae consigo la integración mental y física. Pero este supuesto depende enteramente de la naturaleza del trabajo llamado productor, pues como siempre señalaba Marx, la conciencia misma del ser humano depende de las condiciones materiales determinantes de la producción. Para que la teoría sea una con la práctica, es absolutamente esencial que ésta sea humana, es decir que esté libre de coacción física y moral. Eso es, al menos, lo que Marx critica fundamentalmente en la alienación del hombre propia de la producción capitalista.
Por mi parte, sostengo que, con el trabajo alienado característico de una civilización tecnológica avanzada, jamás podrá lograrse la integración de la teoría y la práctica, del hombre y la naturaleza, propugnada tanto por la tradición educativa china como por los pensadores occidentales que han visto las consecuencias sociales y psicológicas de la alienación. Los procedimientos de la técnica moderna no le darán al hombre jamás, ni siquiera en las labores agrícolas, la posibilidad de entrar en relación dialéctica con su medio material, en esa relación que desarrolle todo lo que guarda latente en su interior y estimule su inteligencia. Ahora bien, si el trabajo ya no puede cumplir la función de ligar al hombre con su medio, ¿qué actividad ha de reemplazarlo?
La respuesta se encuentra en la palabra que es la antítesis de trabajo, a saber, juego. Hace poco celebramos el bicentenario del hombre que nos dio esa respuesta: Friedrich Schiller. Pero hasta ahora, quizá porque el acontecer económico aún no nos había llevado a la crisis, hemos ignorado su profundo mensaje. Ya no nos es posible seguir haciendo oídos sordos a las Cartas sobre la Educación Estética de Schiller, que, desde hace años, considero deben ser la base del sistema educativo verdaderamente realista que necesita nuestra época de alienación. Como bien dijo el profesor Norman Brown, a quien ya mencioné anteriormente,
El curso de la historia ha hecho que la idea de reorganizar la sociedad y la naturaleza humanas dentro del espíritu del juego haya pasado a ser una necesidad práctica en lugar de una posibilidad teórica. Los observadores más realistas hacen notar que el hombre está cada vez más alienado de su trabajo, que la técnica moderna puede llevar a la desocupación en masa -es decir liberarnos del trabajo- y que la naturaleza humana en sus características actuales es totalmente incapaz de usar con verdadera libertad el ocio ... para jugar (17).
Y para dar más fuerza a su aserto, cita el diagnóstico hecho por uno de los economistas más importantes y realistas del siglo XX, John Maynard Keynes.
No hay país ni pueblo que pueda esperar la era del ocio y la abundancia sin ningún temor (18).
Por mi parte, no deseo limitar mis consideraciones a las dificultades que se presentarán en una futura era de ocio y abundancia. El problema es igualmente apremiante en un país como la China, al que todavía le faltan muchas décadas para llegar a tal era; pero, con su sabiduría, la China se anticipa a los hechos y por eso sigo mencionando su ejemplo, a pesar de que no ha encontrado aún la solución acertada, como ya señalé.
He dicho que teníamos olvidado a Schiller, y creo no equivocarme al añadir que, en general, no se ha sabido comprenderlo. Únicamente Ernst Cassirer parece haber captado la diferencia fundamental que existe entre la teoría del juego de Schiller y las diversas teorías biológicas y sociológicas del juego representadas por nombres tales como Darwin, Spencer, Huizinga y hasta Freud. Como dice Cassirer:
Es difícil encontrar un punto de contacto entre las ideas de Schiller y las modernas teorías biológicas sobre el arte. Por su tendencia fundamental, estos enfoques son no sólo divergentes, sino también, en cierto sentido, incompatibles. La misma palabra juego tiene en Schiller un significado y una explicación completamente distintos de los que dan todas las teorías posteriores ... La teoría de Schiller es trascendente e idealista; las de Darwin y Spencer son biológicas y naturalistas. Para Schiller, el juego no es una actividad orgánica general sino específicamente humana ... Hablar de una analogía, ni qué decir de una identidad, entre el juego de los seres humanos y el de los animales o, ya en la esfera humana, entre el juego del arte y los así llamados juegos de la ilusión, no cabría en la mente de Schiller. Le habría parecido un fundamental error de concepto (19).
Esto es lo primero que debemos dejar establecido: el juego humano es único, es un mundo de libertad y actividad creadora que forma parte del universo inteligible y no del fenoménico, y, por tanto, es la antítesis del trabajo. Pero hasta a Cassirer parece resultarle difícil pasar de este mundo de libertad y actividad creadora al mundo del arte, que considera es de contemplación o reflexión; cree que esta actitud consciente y reflexiva marca el límite entre el juego y el arte. Mas tal línea divisoria no existe en realidad: como bien saben los educadores, hay una gradual transición de la actividad del niño que hace formas intuitivamente a la del artista que transforma, también intuitivamente. Este hecho es importante porque la razón del lugar del arte en la educación es esa continuidad de la actividad lúdica básica que, paulatinamente, lleva del juego al arte sin confundirse con esas otras actividades racionales encaminadas a construir objetos a las que cuadra denominar trabajo. Cassirer afirma:
La imaginación artística se diferencia siempre notablemente del tipo de imaginación que caracteriza a nuestra actividad lúdica.
Dudo que esté en lo cierto. Supongo que basó esta aseveración en un conocimiento singularmente limitado de la variedad y amplitud de las actividades imaginativas del niño. El niño juega con cosas; el artista, con armas líneas y trazos ritmos y melodías, dice Cassirer. Y para justificar esta distinción agrega:
En el juego infantil, nos admira ver con cuánta facilidad y rapidez se producen las transformaciones. El niño realiza las tareas más ciclópeas con los medios más escuetos. Cualquier trozo de madera se convierte en ser humano. No obstante, tal transformación es sólo un metamorfosear objetos en formas. En el juego, nos limitamos a reordenar y redistribuir los elementos que nos da la percepción sensorial. El arte construye y crea en un sentido más profundo ... El niño no vive en el mismo mundo de rígidos hechos empíricos que el adulto. Su mundo es mucho más móvil y transmutable. No obstante, el niño que juega no hace más que trocar las cosas reales que lo circundan por otras posibles. Tal trueque no es propio de la actividad artística genuina ... Porque el artista funde la dura sustancia de las cosas en el crisol de su imaginación, y de este proceso surge un nuevo mundo de formas poéticas, musicales o plásticas (20).
Si bien es ésta una correcta descripción de la actividad artística, estimo que sólo define una diferencia de grado pero no de índole. Me limitaré a decir lo que pienso al respecto sin presentar pruebas en mi apoyo, que ya figuran en una de mis obras (21). En toda actividad artística infantil libre hay una creación instintiva de formas que sólo se diferencian de la artística plenamente evolucionada, por el hecho de que el poder de concentración está dirigido al mundo inteligible antes que al fenoménico. El niño da forma inteligible a sus sensaciones y sentimientos más que a sus percepciones; pero es una forma, a fin de cuentas, y, como dice Schiller, en sus esfuerzos por llegar a la forma libre la imaginación da finalmente el salto hacia el juego estético. De ahí las funciones cognoscitivas y propedéuticas del arte en la educación.
He dado un gran rodeo para aproximarme, por fin, al punto que deseaba alcanzar y que, espero, el lector ya haya comenzado a entrever. El trabajo tal cual se practica en la civilización tecnológica, el trabajo que se realiza con implementos manejados de acuerdo a reglas (más o menos) definibles para obtener algún provecho material (para repetir la amplia y exacta definición de Polanyi), ya no nos proporciona la educación de los cinco sentidos que es condición necesaria para que comprendamos cada vez mejor el mundo objetivo, como puntualizó Marx. Los modos técnicos de producción no sólo van contra una de las tesis fundamentales de la filosofía dialéctica -en cuanto la práctica ya no asegura la unidad y el mutuo condicionamiento de los momentos de conocimiento sensorial y de conocimiento lógico (Shirokov)-, no sólo han reducido a un mínimo la función cognoscitiva de los sentidos (Marcuse), sino que también, y esto es más grave, han quitado toda válvula de escape constructiva a esos instintos reprimidos que constituyen los cimientos de nuestra civilización. Es preciso resolver esa negación inherente a la civilización tecnológica, y puesto que ello no puede hacerse mediante el trabajo, habrá que buscar la solución en el libre desarrollo del único impulso al que nuestra civilización no ha dado alas: el juego estético. El único camino por el cual puede encauzarse este impulso lúdico para que cumpla con buen éxito la tarea de conciliación y reconstrucción es el del arte creador. Tal era la grandiosa y profética idea de Schiller, quien pensaba en una total revolución del modo de percibir y sentir, que significaría un salto tan decisivo como el de Kierkegaard hacia la fe. Repitamos las palabras de Schiller:
Es un salto porque entra en juego una fuerza totalmente nueva; porque aquí por primera vez, la facultad legislativa detiene la carrera de los instintos ciegos, somete el arbitrario proceso de la imaginación a su unidad inmutable y eterna, impone su propia autodependencia a lo variable y su infinitud a lo sensorial (22).
Con estos conceptos, Schiller se emparenta no sólo con Coleridge, que fue posterior a él y sufrió su influencia, sino también con Platón y los filósofos confucianos anteriormente citados. La elocuente conclusión de Schiller, idealista y realista a la vez, es representativa de todos estos mentores:
En medio del terrible reino de los poderes y del sagrado reino de las leyes, el impulso estético creador construye inadvertidamente un tercer y jubiloso reino: el del juego y la apariencia, en el cual la humanidad se ve libre de las cadenas de lo circunstancial y de todo lo que sea coacción, ya física, ya moral ... Dar libertad por medio de la libertad, tal la ley fundamental de este reino (23).
NOTAS
(1) Sobre el Método, de Enquiring Spirit, preparado por Kathleen Caburn, Londres, 1951. Cfr. The Friend, III, p. 176-8.
(2) Aquí tomamos la edición en 3 volúmenes de la obra de Henry Nelson Coleridge, 4a. ed., Londres, 1850.
(3) Ibid., p. 170.
(4) Ibid., p. 190.
(5) The German ldeology, Karl Marx y Friedrich Engels, ed. R. Pascal, trad. Lough y Magill, p 65, Londres, 1938.
(6) The Stones of Venice, II, VI, pár. 16. Ruskin ya había advertido que la división del trabajo involucra una perpetua parálisis exquisitamente regulada. También los sociólogos actuales han llegado a la conclusión de que la medición del tiempo es parte de la esencia de este proceso. Ver Daniel Bell, El Sentido del Trabajo: Una Nueva Creación: ... la alienación no tiene sus raíces en la máquina ... sino en el concepto de eficiencia ... La idea de eficiencia tiene como eje una preocupación por la medición. En rigor, la industria moderna no comenzó con la fábrica -ya existente en la antigüedad- sino con la medición. Con ésta pasamos de la división del trabajo a la división del tiempo. Dissent, VI, N° 3, pp. 246 Y 247, 1959.
(7) Capital: a Critical Analysis of Capitalist Production, ed. Friedrich Engels, pp. 156-7, trad. Moore y Aveling, Londres, 1886.
(8) Ibid., pp. 163-4.
(9) Ibid., p. 166.
(10) Cfr. Hannah Arendt, The Human Condition, University of Chicago Press, Chicago, 1958; Herbert Marcuse, Eros and Civilization, Londres y Nueva York, 1956.
(11) Personal Knowledge, pp. 175-6, Londres, 1958.
(12) M. Shirokov, A Textbook of Marxist Philosophy, trad, A. C. Moseley, p. 110, Londres, sin fecha.
(13) Civilization and Its Discontents, p. 34, Londres, 1949.
(14) Amaury de Riencourt, The Soul of China, p. 261, Londres, 1959.
(15) Fung Yu-Lau, A History of Chinese Philosophy, trad. Derk Bodde, vol. 1, p. 365, Peiping y Londres, 1947.
(16) Trigant Burrow, especialmente. Ver The Biology of Human Conflict, pp. 101-4, Nueva York, 1937.
(17) Life Against Death, pp. 34-5, Londres, 1959.
(18) Essays in Persuasion, pp. 366-7, Londres y Nueva York, 1932.
(19) Essays on Man, pp. 210-11, Nueva York, 1953.
(20) Ibid., p. 290.
(21) Ver Education Through Art, segunda edición, Londres. 1958. (En castellano Educación por el arte, Editorial Paidós, Buenos Aires, 3' ed. 1965).
(22) On The Aesthetic Education of Man, trad. Reginald Snell, p. 134, Londres, 1954.
(23) Ibid. p. 137
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