Presentación de Omar Cortés | Introducción de Bertrand Russell | PRIMERA PARTE - IDEALES EDUCATIVOS - Capítulo II - Finalidades de la educación | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Bertrand Russell
ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN
PRIMERA PARTE
IDEALES EDUCATIVOS
CAPÍTULO PRIMERO
POSTULADOS DE LAS MODERNAS TEORÍAS EDUCATIVAS
Al leer los mejores libros escritos en tiempos pasados sobre educación, se da uno cuenta de las
transformaciones que han experimentado las ideas educativas. Los dos grandes reformadores de las teorías educativas antes del siglo XIX fueron Locke y Rousseau. Ambos son dignos de la reputación que gozan, porque repudiaron muchos errores que estaban muy extendidos en su tiempo. Pero ninguno de los dos llegó tan lejos como llegan la casi totalidad de los modernos educadores. Ambos pertenecen a la tendencia liberal y democrática, pero ambos tratan solamente de la educación del muchacho aristocrático a quien dedica todo su tiempo un preceptor. Por excelentes que sean los resultados obtenidos con un sistema semejante, ningún hombre moderno puede considerarlo seriamente,
porque es aritméticamente imposible que cada niño absorba todo el tiempo de un preceptor adulto. Este sistema es todavía aplicable a una casta privilegiada, pero en una sociedad más justa su existencia sería imposible. Un hombre moderno, aunque lo crea particularmente conveniente para sus hijos en la práctica, no considera el problema teórico resuelto sino con un sistema educativo abierto a todos o, por lo menos, a aquellos cuyas aptitudes les
capacitan para aprovecharse de él. No quiero decir que las personas pudientes deban privarse de las oportunidades educativas que no son accesibles a
todos en la sociedad actual. El hacerlo supondría sacrificar la civilización en aras de la justicia. Lo que quiero que se entienda es que el sistema educativo que debemos aspirar a implantar en lo futuro es el que da a cada niño o niña una oportunidad para obtener lo mejor que existe. El sistema
ideal de educación debe ser democrático, aunque este ideal no sea inmediatamente asequible. Esto no creo que despierte muchas objeciones, y en este sentido hablaré de democracia. Lo que yo propugne ha de tener capacidad universal, aunque el individuo no sacrifique sus hijos a la mediocridad
ambiente, si tiene la inteligencia y posibilidades suficientes para obtener algo mejor. Esta forma atenuada de principios democráticos está ausente de las obras de Locke y de Rousseau. Aunque este último no creyere en la aristocracia, nunca adivinó las consecuencias de su escepticismo en lo referente a la educación.
Y al hablar de educación y democracia, es muy importante hacerlo con toda claridad. Sería desastroso insistir en un nivel absurdo de uniformidad. Unos niños son más inteligentes que otros y pueden obtener mejores resultados de una más esmerada educación. Unos maestros son más laboriosos o más despiertos que otros, pero es imposible que todos los niños sean educados por los pocos maestros mejores. Aun cuando la educación más
elevada fuera recomendable para todos —cosa que pongo en duda—, es imposible realizarla hoy día, y una estricta aplicación de los principios democráticos nos llevaría a la conclusión de que ninguno debe tener acceso a ella. Ello sería fatal para el progreso científico, y rebajaría durante un siglo el nivel general educativo. El progreso no debe sacrificarse hoy en beneficio de una igualdad mecánica; debemos avanzar cuidadosamente hacia la
democracia educativa para que en este proceso sea destruido el menor número posible de productos valiosos que actualmente van acompañados de la injusticia social.
Pero no podemos considerar satisfactorio un método de educación que no puede ser universal.
Los hijos de la gente rica tienen con frecuencia, además de su madre, una nodriza, una doncella y otros servidores, lo cual supone una cantidad de atenciones que nunca, en ningún sistema social, podrán tenerse con todos los niños. Es muy posible que los niños mimados no salgan ganando nada al convertirse en parásitos innecesarios y, en todo caso, ninguna persona imparcial puede preconizar privilegios para minorías exiguas con excepción de retrasados mentales o de genios. Un padre prudente está hoy en situación propicia de elegir para sus hijos métodos de educación que no son universales, y es deseable como experimento que los padres tengan la oportunidad de ensayar nuevos métodos. Pero estos métodos debieran ensayarse con el fin de que llegaran a unlversalizarse en caso de éxito, en vez de relegarse al beneficio de unos pocos. Afortunadamente, algunos de los mejores ensayos modernos de educación teórica y práctica tienen un origen extraordinariamente democrático: la señora Montessori, por ejemplo, comenzó sus ensayos de escuelas infantiles en los barrios más pobres. En la educación superior se requieren mayores aptitudes y oportunidades, pero no hay razón alguna para que no exista uniformidad en la adoptación de un sistema.
Existe otra tendencia moderna en la educación, relacionada con la democracia y muy abierta a discusiones. Me refiero a la tendencia de que la educación sea más bien de carácter utilitario que cultural o decorativa.
La relación de lo ornamental con la aristocracia ha sido analizada muy detenidamente en el libro de Veblen Ideología de la clase acomodada, pero lo que a nosotros nos interesa es el aspecto exclusivamente educativo. En lo que se refiere al hombre, la discusión se reduce a elegir entre la educación clásica y la moderna; en cuanto a la mujer, interviene en la disputa educativa el ideal de la señorita y el deseo de bastarse a sí misma. Pero todo el problema educativo en lo referente a la mujer ha sido influido por el deseo de igualdad sexual; se ha hecho el ensayo de dar a las mujeres la misma educación que a los hombres, aun cuando no fuera en modo alguno recomendable. A causa de ello, los educadores femeninos se han esforzado en dar a las mujeres los mismos conocimientos
inútiles que a los hombres en la misma clase, y han opuesto enérgicamente a que una parte de la educación femenina comprendiere una preparación técnica para la maternidad. Esta división de opiniones demuestra que la tendencia a que me refiero es menos definida en las mujeres, aunque la decadencia del ideal de la señorita distinguida es uno de los más palpables ejemplos de su existencia. Para evitar toda confusión en el problema, me limitaré por el momento a la educación masculina.
Muchas discusiones aisladas, que dan a su vez origen a nuevas disputas, dependen parcialmente de la pregunta siguiente: ¿Deben estudiar los jóvenes preferentemente clásicos o ciencia? Lo que se dice más corrientemente es que los clásicos son ornamentales y la ciencia útil. ¿Debe la educación convertirse lo más pronto posible en instrucción técnica para un comercio o una profesión?
Nuevamente surge la disputa entre lo útil y lo ornamental, aunque no sea decisiva. ¿Se debe enseñar a los niños a hablar correctamente y a tener buenas maneras, o esto no es otra cosa que restos de aristocratismo? ¿Tiene importancia la apreciación del arte para quien no sea un artista? ¿La pronunciación debe ser fonética?
Todas estas y otras muchas interrogaciones no son más que una
parte de la discusión entre lo útil y lo ornamental. Sin embargo, yo creo que esta disputa es completamente estéril. Al definir los términos, se desvanece. Si interpretamos la palabra útil en un sentido amplio y la palabra ornamental en un sentido estricto, tienen razón los unos; si la interpretación es contraria, tienen razón los otros. En el sentido más amplio y exacto de la palabra, una actividad es útil cuando produce buenos resultados. Y estos resultados pueden ser buenos en un sentido distinto del meramente utilitario o, de lo contrario, no es una buena definición. No podemos decir que una actividad es útil cuando produce resultados útiles. La esencia de lo útil consiste en producir un resultado que no es meramente útil. A veces es necesaria una larga serie de resultados antes de conseguir un resultado final que pueda denominarse simplemente bueno. Un arado es útil porque desgarra la tierra. El desgarrar la tierra no es una operación buena por sí misma, pero deviene útil porque permite sembrar la tierra. Es útil porque produce grano, que es útil porque produce pan, que es útil porque conserva la vida. Pero la vida debe ser capaz de algún valor intrínseco; si la vida fuera únicamente útil como medio para otras vidas, no sería útil en modo alguno. La vida puede ser buena o mala, según las circunstancias; puede ser útil cuando es el medio para una buena vida. Siempre tendremos que avanzar más allá de la cadena de utilidades sucesivas y encontrar algo positivo en donde colgarla, porque de lo contrario no existe utilidad alguna en ninguno de los anillos de la cadena. Definiendo lo útil de este modo, no cabe duda de que la educación debe ser útil. Debe serlo, porque el proceso educativo es el medio para un fin, y no un fin en sí mismo. Pero no es esto lo que preocupa a los partidarios de la educación utilitaria. Lo que reclaman es que el resultado de
la educación sea utilitario o, dicho más crudamente: para ellos un hombre educado es un hombre que sabe hacer máquinas. Si preguntamos para qué sirve una máquina, se nos responderá que produce cosas necesarias y comodidades para el cuerpo —comida, trajes, casas, etc.—. Nos encontramos, pues, con que el partidario de la utilidad en el sentido que la discutimos es el que concede valor intrínseco solamente a satisfacciones fisicas; para él lo útil es lo que nos ayuda a satisfacer las necesidades y deseos corporales. Cuando es esto lo que realmente preconiza, el partidario de la utilidad está equivocado si le asigna un sentido filosófico, aunque en un mundo donde tanta gente tiene hambre puede tener razón como político, puesto que nada hay tan urgente en nuestros dias como la satisfacción de necesidades materiales.
Otro tanto hay que decir al analizar el otro aspecto de la cuestión. El llamar a la educación ornamental es una concesión a los partidarios de la utilidad, puesto que adorno tiene una significación trivial. El epíteto ornamental está muy justificado aplicándolo a la concepción tradicional del caballero o de la señora. Los caballeros del siglo XVIII hablaban con acento refinado, citaban a los clásicos en ocasión propicia, vestían con elegancia, eran puntillosos y no vacilaban en acudir al duelo para aumentar su reputación. Hay un personaje en The Rape of the Lock (muy orgulloso de su ambarina caja de rapé y de la elegancia de su bastón gris. Rapto del bucle. Poema escrito por Alexander Pope a los veinticuatro años -1712-, a propósito de una libertad que se permite lord Petre cortando un verdadero bucle rubio de la nuca de miss Arabella Fermor).
Su educación fue ornamental en el sentido más estrecho, y en nuestros días son pocos los suficientemente ricos para contentarse con tales bagatelas. El ideal de la educación ornamental en el sentido antiguo es aristocrático; presupone una clase con mucho dinero y ninguna apetencia de
trabajo. Los gentiles caballeros y gentiles damas son encantadores vistos a distancia; su recuerdo y sus casas de campo nos proporcionan un placer que nosotros no podremos ofrecer a la posteridad. Pero sus excelencias, aun siendo reales, no eran supremas y, desde luego, eran extraordinariamente caras; el libro de Hogarth, Gin Lane, nos da una idea muy clara de su coste. Hoy no existe quien preconice una educación ornamental en este sentido.
Pero éste no es el problema real. El problema real es: El debate entre utilitaristas y sus contrarios se
desenvuelve en tres direcciones fundamentales.
Hay en primer lugar una disputa entre aristócratas y demócratas. Los primeros sostienen que la clase privilegiada debiera emplear su tiempo en cosas agradables por sí mismas, mientras que las clases inferiores deben orientar su esfuerzo en un sentido utilitario para la sociedad. La refutación de este argumento por los demócratas es un tanto
confusa; les parece mal la enseñanza de cosas útiles a los aristócratas, y al propio tiempo afirman que la educación de los que ganan su vida por si mismos no debiera reducirse a lo exclusivamente utilitario. Asi nos encontramos con una oposición democrática a la anticuada educación, clásica de las escuelas públicas, junto con la demanda democrática de que los trabajadores tengan oportunidades para aprender el griego y el latín. Esta actitud, aunque parezca teóricamente confusa, es en la práctica de una absoluta claridad. El demócrata no divide a la comunidad en dos secciones, una útil y otra decorativa; por lo tanto, quiere que las clases hasta hoy puramente ornamentales adquieran más conocimientos útiles, y que las clases hasta hoy exclusivamente útiles den mayor importancia al conocimiento de las cosas bellas. Pero la democracia per se no decide la proporción en que han de mezclarse ambos ingredientes.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta el núcleo de personas preocupadas exclusivamente de satisfacciones materiales, y el de quienes persiguen preferentemente goces intelectuales. La mayor parte de los ingleses modernos acomodados, si fueran transportados por arte de magia a la época de Isabel, desearían volver inmediatamente al mundo actual. La compañía de Shakespeare, Raleigh y sir Philip Sidney, la música exquisita y la belleza arquitectónica, no les consolaría de la ausencia de cuartos de baño, de la falta de té, café, automóviles y otras comodidades materiales desconocidas en aquella época. Este tipo de hombres, a pesar de la influencia de la tradición conservadora, tiende a creer que el fin principal de la educación es el de aumentar el número y variedad de comodidades que produce. No dejan de incluir la medicina y la higiene, pero no sienten entusiasmo alguno por la literatura, el arte y la filosofía. No cabe duda de que son estos hombres quienes han suministrado grandes elementos para el ataque dirigido contra las normas clásicas establecidas en el Renacimiento.
No creo que haya que afrontar esta actitud afirmando simplemente que lo intelectual es superior a lo puramente físico. Yo creo que esta afirmación es cierta, pero que no encierra toda la verdad, pues aunque los bienes físicos no tienen un gran valor, los males físicos pueden ser tan malos que sobrepujen a grandes cantidades de valor mental. El hambre y la enfermedad, y aun el simple temor a ella, ha ensombrecido las vidas de la mayor parte de la humanidad desde que su aparición se hizo posible. Muchos pájaros mueren de hambre, pero son felices cuando la comida es abundante, porque no piensan en el porvenir. Los labradores que han pasado una vez hambre estarán perpetuamente obsesionados por su recuerdo y su temor.
Los hombres prefieren afanarse largas horas por un pedazo de pan antes que morir, mientras que los animales gozan del placer dondequiera que lo encuentran, aunque la muerte les espere a la salida. Y así sucede que muchos hombres deciden aguantar una vida tan poco placentera, porque después de todo, la vida es breve. Por primera vez en la historia, gracias a la revolución industrial y a sus efectos, hoy es posible crear un mundo donde todos tengan una razonable posibilidad de dicha. Los daños físicos pueden reducirse, si queremos, a muy pequeñas proporciones. Sería posible, gracias a la ciencia y a la organización, albergar y nutrir a toda la población del mundo no con lujos, pero sí de manera suficiente para evitar grandes sufrimientos. Sería posible combatir la enfermedad y conseguir la casi total extinción de las llamadas crónicas. Sería posible prevenir el aumento de la población mejorando el
abastecimiento de viveres. Los grandes errores que han aterrorizado el subconsciente de la raza con la opresión, la crueldad y la guerra, pudieran
disminuirse hasta perder su importancia actual.
Todo esto es de un valor tan ilimitado, que no nos
atrevemos a combatir el tipo de educación que aspire a implantarlo. El elemento más importante en este tipo de educación sería la ciencia aplicada.
Sin física, sin fisiologia y sin psicología no podemos construir el nuevo mundo. Podemos construirlo sin latin y griego, sin Dante y Shakespeare, sin Bach y Mozart. Éste es el gran argumento en favor de una educación utilitaria. Lo digo así, porque así lo creo. Pero hay otro aspecto en la cuestión. ¿Para qué nos sirve la obtención del descanso y la salud, si nadie sabe utilizarlos? La guerra contra el mal físico, como toda guerra, no debe ser tan furiosa que incapacite al hombre para gozar de las artes de la paz. Lo definitivamente bueno que posee el mundo no debe permitirse que perezca en una lucha contra el mal.
Y esto me lleva al tercer problema envuelto en nuestra discusión. ¿Es cierto que solamente el conocimiento útil es intrínsecamente valioso? ¿Es cierto que todo conocimiento intrínsecamente valioso es útil? En cuanto a mí, he de decir que gasté durante mi juventud una gran cantidad de tiempo, que hoy considero casi completamente estéril, estudiando latín y griego. El conocimiento de los clásicos no me proporcionó ninguna ayuda en ninguno de los problemas que me han preocupado más tarde. Me ocurrió lo que al 99 por 100 de los que estudian clásicos: que nunca profundicé lo suficiente para llegar a leerlos por placer. Aprendí cosas como el genitivo de supellex, que ya no he podido olvidar nunca. Este conocimiento no tiene
más valor intrínseco que el saber que una yarda tiene tres pies, y su utilidad se ha limitado, para mí, a poder contarlo ahora. Por otra parte, las matemáticas y la ciencia que aprendí no sólo han tenido para mí una gran utilidad, sino también un gran valor intrínseco, proporcionándome temas de contemplación y reflexión y piedras de toque de la verdad en un mundo engañoso. Naturalmente que esto es debido, en parte, a mi personal idiosincrasia, pero estoy seguro de que la capacidad para utilizar los clásicos es muy rara en la vida moderna. Francia y Alemania tienen también literaturas muy valiosas; sus idiomas se aprenden fácilmente y son útiles para muchas cosas. Son indiscutibles las ventajas del francés y el alemán frente al latín y al griego. Sin despreciar la importancia de conocimientos que no tengan una inmediata utilidad práctica, yo me atrevo a proclamar que, excepto en la educación de especialistas, su estudio debe hacerse de manera que no absorba tan enorme cantidad de tiempo en tanto aparato técnico gramatical. La suma de conocimientos humanos y la complejidad de sus problemas están en progresión creciente; por ello, cada generación debe revisar detenidamente sus
métodos educativos, si quieren renovarse. Podemos conservar el equilibrio mediante mutuas transacciones. Pueden persistir los elementos humanistas en la educación, pero lo suficientemente renovados como para dejar paso a otros elementos, sin los cuales no hubiera podido crearse el mundo que la ciencia ha hecho posible.
No quiero insinuar que los elementos humanísticos de la educación son menos importantes que los utilitarios. Es preciso conocer algo de la gran literatura, de la historia del mundo, de música, de literatura y de pintura si queremos que nuestra vida imaginativa se desarrolle plenamente. Y es la imaginación la que ayuda al hombre a representarse el mundo que debiera ser; sin ella el progreso se convertirla en algo mecánico y trivial.
Pero también la ciencia puede, a su vez, estimular a la imaginación. Cuando yo era niño, la astronomía y la geología me ayudaron en este aspecto más que las literaturas de Inglaterra, Francia y Alemania, cuyas obras maestras leía, obligado a ello, sin mucho interés. Esto es puramente personal; los estímulos pueden brotar de varias fuentes para muchachos distintos. Lo que quiero indicar es que cuando para dominar un asunto sean indispensables dificultades técnicas, es preferible que los asuntos sean útiles, con excepción de los especialistas. En la época del Renacimiento no había una gran literatura en lengua moderna; ahora no ocurre lo propio. Quien no sepa griego, puede conocer gran parte del valor de la tradición helénica,
y en cuanto a la tradición latina, su valor no es realmente muy grande. Así, pues, por lo que se refiere a muchachos y muchachas sin aptitudes especiales, yo supliría los elementos humanísticos de su educación de modo que no envolvieran un gran aparato de enseñanza; la parte más difícil de la educación en los años últimos la reduciría, como regla general, a las matemáticas y a la ciencia.
Pero haría excepciones siempre que una inclinación profunda o una especial habilidad se manifestara en otras direcciones. Ante todo y sobre
todo, hay que evitar toda fórmula demasiado rígida.
Hasta ahora hemos estado examinando la clase de conocimientos que debiera establecerse. Ahora voy a entrar en una nueva serie de problemas, relacionados en parte con métodos de enseñanza y en parte con la educación moral y la formación del carácter. No nos ocuparemos ya de política, sino de ética y de psicología. La psicología era hasta hace poco tiempo mero estudio académico, con muy poca aplicación a asuntos prácticos. Esto ha cambiado ahora por completo. Tenemos, por ejemplo, psicología industrial, psicología clínica y psicología educativa, todas ellas de la mayor importancia práctica. Podemos desear y prever que la influencia de la psicología en nuestras instituciones ha de aumentar rápidamente en lo futuro.
En educación, desde luego, sus efectos han sido ya muy grandes y muy beneficiosos.
Fijémonos, ante todo, en la cuestión de disciplina. La antigua idea de disciplina era sencilla. Se ordenaba a un niño hacer lo que le desagradaba o abstenerse de lo que le atraía. En caso de desobediencia, castigo corporal, y en casos extremos, reclusión a pan y agua. Basta leer, por ejemplo, en el libro La familia de Fairchild, el capítulo que cuenta el poco latín que aprendía Henry. Le decían que nunca podría ser cura sin conocer ese idioma, pero a pesar de este argumento, el muchacho no estudiaba con la intensidad que su padre deseara. En castigo se le encerraba en la terraza, dándole sólo pan y agua; se le prohibía
hablar con sus hermanas, a las cuales les decían a su vez que por su mala conducta no debían tener con él contacto alguno. Una de ellas le llevó comida; lo contó el lacayo, y recibió su parte de castigo. Después de algún tiempo de encierro, dice el autor que el niño comenzó a aficionarse al latín y a estudiarlo con más asiduidad. Puede servir de contraste el cuento de Chejov, hablándonos de un tío suyo que se empeñó en enseñar a un gatito a cazar ratones. Metió un ratón en el cuarto donde estaba el gato, pero como su instinto no se había desarrollado aún, no le concedió atención alguna. Entonces el tío le dio de golpes. Al día siguiente se repitió la escena, y siguió representándose en días sucesivos. Por fin el profesor se convenció de que el gato era estúpido y que era imposible enseñarle nada. Cuando creció el gato, completamente normal, no podía ver un ratón sin estremecerse de miedo y sin echar a correr. Chejov termina con estas palabras:
Yo tuve el honor de que mi tío me enseñara latín como al gatito.
Estos dos cuentos nos ilustran acerca de la antigua disciplina y de la moderna protesta contra ella.
Pero el moderno educador no evita la disciplina, sino que la afianza con nuevos métodos. Los que no han estudiado los nuevos métodos, tienen ideas equivocadas acerca de esto. Siempre que se me decía que la señora Montessori había suprimido la disciplina, me preguntaba yo cómo podía manejar una habitación llena de chicos. Al leer la explicación de sus propios métodos comprobé que la disciplina ocupaba un lugar importante en ellos, y que no tenía trazas de desaparecer. Cuando envié a un hijo mío de tres años a una escuela matinal Montessori, pude notar que inmediatamente se hizo más disciplinado, y que aceptaba de buen grado las reglas de la escuela. Pero él no experimentaba sentimiento alguno de obligación externa; las reglas eran como las de un juego, y eran obedecidas como un placer. Antiguamente se creía
que a los niños no les interesaba aprender, y que sólo se decidían a estudiar atemorizándoles. Hoy se ha averiguado que la culpa no era de los niños, sino de los pedagogos. Con la división gradual de la lectura y la escritura, por ejemplo, cada uno de los grados puede hacerse agradable al término medio de los niños. Y cuando los niños hacen cosas de su gusto, no hay razón alguna para la disciplina externa. Un corto número de reglas —ningún niño debe molestar a otro; ninguno debe de utilizar más de un aparato al mismo tiempo— se aprenden fácilmente, se comprenden por ser razonables, y no hay ninguna dificultad en su observancia. El niño adquiere así su propia disciplina,
formada en parte, de buenos hábitos y, en parte, de la convicción, en casos concretos, de que vale la pena resistir un impulso a cambio de beneficios
ulteriores. Todo el mundo ha comprobado que puede adquirirse fácilmente esta autodisciplina en los deportes, pero nadie ha supuesto que podían intervenir idénticos motivos en la adquisición de conocimientos para hacerla interesante. Ahora sabemos que es posible, y que se llevará a cabo no sólo en la educación infantil, sino en todos los grados.
No pretendo demostrar que es ello fácil. Para los
descubrimientos pedagógicos ha sido necesaria la intervención del genio, pero los maestros no necesitan ser geniales para su realización. Necesitan
solamente un buen entrenamiento y una cantidad de simpatía y de paciencia, que no es infrecuente en modo alguno. La idea fundamental es simple: que la verdadera disciplina consiste, no en obligaciones externas, sino en hábitos cerebrales que conducen espontáneamente a actividades deseables. Lo asombroso es el gran éxito al encontrar
métodos técnicos para encerrar esta idea en la educación. Por ello la señora Montessori merece el más alto elogio.
El cambio de los métodos educativos ha sido muy influido por el descrédito de la creencia en el pecado original. El punto de vista tradicional, no extinguido todavía por completo, era el que todos nacemos con una naturaleza llena de maldad, y que para que haya algo bueno en nosotros,
necesitamos convertirnos en hijos de la gracia, proceso muy acelerado por castigos frecuentes.
Muchos hombres modernos apenas pueden imaginar hasta qué punto está influida esta teoría por la educación de nuestros padres y nuestros abuelos. Dos citas de la vida del doctor Arnold, por Dean Stanley, demostrarán su equivocación. Dean Stanley era el discípulo favorito del doctor Arnold, el buen niño Arturo del libro Los días escolares de Tom Brown. Era primo del escritor actual, quien le sirvió de guía cuando era niño en la abadía de Westminter. El doctor Arnold fue el gran
reformador de nuestras escuelas públicas, que son consideradas como una de las glorias de Inglaterra, y que todavía están inspiradas en buena parte de sus principios. Al discutir, pues, al doctor Arnold, no nos referimos a un pasado remoto, sino a algo que moldea hoy eficazmente a los ingleses de la mejor clase. El doctor Arnold disminuyó el castigo corporal, reservándolo únicamente para los niños más pequeños, y aplicándolo, según cuentan sus biógrafos, solamente a las ofensas morales como la mentira, la bebida y la pereza habitual. Pero cuando un periódico liberal sugirió que el castigo corporal era una pena degradante, que debía ser abolida por completo, su indignación
fue extraordinaria, y replicó así:
Comprendo perfectamente la fuente de tales
palabras: proceden de la orgullosa noción de independencia personal, que no es razonable ni cristiana, sino esencialmente bárbara. Llegó a Europa con todas las fases de la época caballeresca, y ahora nos amenaza con todas las manifestaciones del jacobinismo.
A una edad en la que es casi imposible encontrar un verdadero sentido masculino de la degradación de la culpa o de las faltas, ¿dónde está la sabiduría de reanimar un sentido fantástico de degradación de la corrección personal? ¿Qué cosa puede haber más falsa o más adversa a la simplicidad, sobriedad y humildad de inteligencia, que constituyen el mejor ornamento de la juventud y la mejor promesa de una noble humanidad?
Los discípulos de sus discípulos creen, naturalmente, que hay que castigar a los indígenas indios cuando no tienen bastante humildad de inteligencia.
Hay otro pasaje, citado ya parcialmente por míster Strachey y su libro Eminent victorians, pero tan oportuno, que no vacilo en citarlo nuevamente. El doctor Arnold estaba gozando de sus vacaciones en las bellas orillas del lago de Como. Su alegría la expresa en una carta a su mujer en esta forma:
Es casi terrible mirar la sorprendente belleza que me rodea y pensar en el mal moral; parece como si cielo e infierno, en vez de estar separados uno de otro por un gran abismo, fueran vecinos y no estuvieran a gran distancia de nosotros. ¡Ojalá el sentido del mal moral fuera tan intenso en mí como mi goce de la belleza externa, porque
en un hondo sentido del mal reside más que en cosa alguna el salvador conocimiento de Dios! No es bastante admirar el bien moral, porque nosotros lo hacemos y no mostramos conformidad con él; pero si aborrecemos realmente lo que es malo, no las personas en quienes el mal reside, sino el mal que vive en ellas, y más manifiesta y ciertamente en nuestro propio conocimiento, en nuestros propios Corazones, ello significa sentir a Dios y a Cristo y tener su espíritu en simpatía con el espíritu de Dios. ¡Ay, cuán fácil es ver y decir
esto, y cuán difícil hacerlo y sentirlo! ¿ Quién tiene suficiencia para estas cosas? Nadie sino aquel que reconoce y lamenta su propia insuficiencia. Dios
te bendiga, queridísima mujer, y a nuestros queridos hijos, ahora y siempre por Cristo Jesús.
Es patético contemplar a este caballero naturalmente bondadoso, abandonarse a una especie de sadismo, azotando a los niños sin compasión, siempre convencido de que ello está de acuerdo con una religión de amor. Es patético cuando observamos equivocación individual, pero es trágico cuando pensamos en las generaciones de crueldad que él trajo al mundo creando una atmósfera de odio al mal moral, que supone —conviene recordarlo— la habitual pereza en los niños. Yo me estremezco al pensar en las luchas, torturas y opresiones de que han sido víctimas hombres honrados, bajo la impresión de que castigaban justamente un mal moral. Felizmente, los educadores no consideran ya a los niños como piernas de Satán. Todavía subsiste algo de esto al educar a los adultos, pero entre las nodrizas y en las escuelas ha desaparecido casi por completo.
Hay un error opuesto al del doctor Arnold, mucho menos pernicioso, pero todavía científicamente equivocado, y es la creencia de que los niños son naturalmente virtuosos, y se corrompen solamente ante el espectáculo de los vicios de sus mayores. Ésta es la tradicional opinión relacionada con Rousseau; tal vez él la sostuvo en abstracto, pero al leer el Emilio se nota que el discípulo necesitó de un gran entrenamiento moral antes de devenir el modelo que el sistema estaba destinado a producir. El hecho es que los niños no son, naturalmente, buenos ni malos. Han nacido solamente con algunos instintos y reflejos; aparte de ellos, el ambiente produce los hábitos, que pueden ser sanos o morbosos. Lo que han de ser después, depende en gran parte de la sabiduría de madres o
nodrizas, ya que la naturaleza del niño es al principio extraordinariamente maleable. En la inmensa mayoría de los niños existe la materia prima de buenos ciudadanos, y también la materia prima de criminales. La psicología científica demuestra que los azotes durante los días de la semana y los sermones del domingo no constituyen un ideal técnico para la producción de la virtud. Pero no hay que suponer que no existe técnica adecuada para este fin. Es dificil rechazar la opinión de Samuel Butler de que los educadores de otras épocas
gozaban al torturar a los niños; además, es triste pensar que hayan persistido durante tanto tiempo infligiendo un castigo tan estéril. No es difícil hacer feliz a un niño sano, y muchos niños estarían sanos si sus cerebros y sus cuerpos fueran debidamente atendidos. La felicidad en la niñez es absolutamente necesaria para la producción del mejor tipo de ser humano. La pereza habitual, que el doctor Arnold consideraba como mal moral,
desaparecerá en cuanto el chico se convenza de que merece la pena aprender lo que se le enseña (Probablemente muchos discípulos del doctor Arnold tenían adenitis, para las cuales, aunque producen pereza habitual, ningún médico recetaría azotes para curarlas).
Pero si la enseñanza no tiene valor y los maestros se comportan como crueles tiranos, el chico se conducirá, naturalmente, como el gato de Chejov. El deseo espontáneo de aprender que todo niño normal posee, como lo demuestran por andar y hablar, debiera ser de fuerza directriz educativa.
Esto me lleva a considerar en este estudio preliminar el último aspecto de las tendencias modernas —me refiero a la mayor atención que se concede a la infancia—. Ello está íntimamente relacionado con el cambio de nuestras ideas en lo referente a la formación del carácter. Antiguamente se creía que la virtud depende esencialmente de la voluntad; se nos suponia llenos de malos deseos, que controlábamos por una abstracta facultad de volición. Se creía imposible desarraigar nuestros malos deseos; todo lo que estaba a nuestro alcance era controlarlos. La situación era exactamente análoga a la del criminal y la policía.
Nadie suponía que era posible una sociedad sin supuestos criminales; lo más que podía hacerse era organizar una policía tan eficiente que a la mayor parte de la sociedad le asustara cometer crímenes, y las pocas excepciones fueran descubiertas y castigadas. La criminología psicológica
moderna no comparte este punto de vista; cree que el impulso criminal puede prevenirse en la mayor parte de los casos, mediante una adecuada educación. Lo que es aplicable a las sociedades es asimismo aplicable al individuo. Los niños, especialmente, desean ser queridos por las personas mayores y por sus compañeros; tienen, por regla general, impulsos que pueden desarrollarse en buena o mala dirección, según las situaciones en que se encuentren. Además, a su edad, la formación de nuevos hábitos es todavía fácil, y los buenos hábitos pueden conseguir que el ejercicio de la virtud sea en gran parte automático. Por otra parte, el tipo de virtud antigua, que dejaba a los malos deseos vivos y se oponía únicamente a sus manifestaciones, ha fracasado como método para
controlar una mala conducta. Los malos deseos, como un río que se desborda, pueden encontrar otra salida, que escape al ojo vigilante de la voluntad. El hombre que en su juventud hubiera sido capaz de matar a su padre, encuentra más tarde satisfacción en azotar a su hijo, teniendo la impresión de que castiga el mal moral. Las teorías que justifican la crueldad tienen siempre su fuente en algún deseo desviado por la voluntad de su cauce natural, enterrado luego, y reaparecido más tarde bajo la forma de odio al pecado o cualquiera otra igualmente respetable. Por lo tanto, el control de los malos deseos por la voluntad, aunque necesario en ocasiones, es inadecuado como técnica de la virtud.
Estas consideraciones nos conducen al reinado del psicoanálisis. Hay muchos pormenores del psicoanálisis que me parecen fantásticos y no suficientemente demostrados. Pero el método general me parece muy importante y esencial para la creación de buenos métodos de formación moral. La importancia que muchos psicoanalistas conceden a la primera infancia me parece exagerada; a veces hablan como si el carácter fuera irrevocablemente fijado por el tiempo cuando el niño cumple tres años. Y ello estoy seguro de que no es así. Mas se explica que se crea. La psicología infantil era desdeñada en el pasado; los métodos intelectualistas en boga la hacían imposible. Fijémonos, por ejemplo, en el sueño. Todas las madres desean que sus niños duerman, porque saben que ello es conveniente y saludable. Para ello han desarrollado una cierta técnica; mecer la cuna y cantar canciones infantiles. Estaba reservado a los hombres que estudiaron el asunto científicamente descubrir que este procedimiento es equivocado, porque, a pesar de producir efecto en ocasiones determinadas, acaba por crear malos hábitos. Todo niño quiere que se le conceda atención, porque con ello queda satisfecho su deseo de darse importancia. Si nota que no durmiendo se le concede atención, se acostumbra muy pronto a adoptar este procedimiento. El resultado es igualmente perjudicial para su salud y su carácter. Lo que importa es la formación del hábito: la asociación de la cuna con el sueño. Si esta asociación se produce adecuadamente, el niño no estará despierto sino
cuando está enfermo o le duela algo. Pero la producción de esta asociación requiere una cierta cantidad de disciplina, y ello no se consigue por mera
indulgencia cuando el hecho de estar despierto produce asociaciones agradables. Análogas consideraciones pueden hacerse respecto a la formación
de otros buenos y malos hábitos. Todo este estudio está todavía en sus comienzos, pero su importancia, que es ya muy grande, irá aumentando en lo sucesivo. Es evidente que la educación del carácter comienza en el nacimiento, y ello significa una transformación de la práctica de muchas nodrizas y madres ignorantes. Es asimismo evidente que una instrucción definida debe comenzar más pronto de lo que antes se creía, porque puede hacerse agradable y no recargar el poder de atención del niño. En ambos aspectos, las teorías educativas han sido radicalmente transformadas en los últimos años con beneficiosos efectos, que tienden a hacerse más palpables a medida que transcurre el tiempo. En consecuencia, comenzaré las páginas siguientes con detalladas consideraciones acerca de la formación del carácter infantil, antes de analizar la instrucción que debe dársele más tarde.
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