Bertrand Russell
ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN
SEGUNDA PARTE
LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER
CAPÍTULO UNDÉCIMO
AFECTO Y SIMPATÍA
Muchos lectores pensarán que hasta ahora he desdeñado excesivamente la amabilidad, que es, en
cierto sentido, la esencia del buen carácter. Yo he sostenido que el amor y el conocimiento son los dos requisitos principales para la verdadera acción
y, sin embargo, al tratar de la educación moral nada he dicho acerca del amor. La razón de ello es que el verdadero amor debiera ser el fruto natural resultante de la adecuada educación del niño, más bien que algo conscientemente pretendido durante su evolución. Tenemos que tener ideas
claras acerca de la clase de cariño deseable y de la disposición apropiada a las distintas edades. Desde los diez o doce años hasta la pubertad un
muchacho puede vivir sin cariño, y nada se gana con esforzarse en cambiar su naturaleza. Durante la juventud hay menos ocasiones para la simpatía porque es menor su capacidad para expresarla efectivamente, y porque el joven tiene que preocuparse de su preparación para la vida, con exclusión de los intereses de otras gentes. Por estas razones, debiéramos preocuparnos de producir hombres simpáticos y afectuosos más que de forzar el desarrollo precoz de estas cualidades en los primeros años. Nuestro problema, como todos los problemas en la educación del carácter, es científico y pertenece a lo que pudiéramos llamar dinámica psicológica. El amor no puede existir como un deber; decirle a un niño que debe amar a sus padres, a sus hermanos y hermanas, es completamente inútil, si no es algo peor. Los padres que quieran ser amados deben procurar inspirar amor y dar a sus hijos las características físicas y mentales que producen los afectos expansivos.
No solamente no debe mandarse a los niños que amen a sus padres, sino que no debe hacerse nada que se proponga directamente este resultado. El cariño paternal, en lo que tiene de más puro, difiere en este aspecto del amor sexual. El amor sexual busca, naturalmente, la correspondencia, porque sin ella no podría cumplir su función biológica.
Pero la correspondencia no es esencial al amor paterno. El instinto natural paterno no adulterado considera al niño como una parte externa de su cuerpo. Si nos duele un dedo del pie lo cuidamos por propio interés, y no esperamos que nos demuestre su agradecimiento. La mujer salvaje yo creo que tiene sentimientos muy parecidos para su hijo. Desea su bienestar casi en el mismo sentido que desea el suyo, especialmente cuando es todavía muy joven. No tiene más sentido de abnegación al preocuparse de su hijo que al preocuparse de sí
misma, y por esta razón no busca gratitud. Le basta para su satisfacción que el niño la necesite mientras no tiene amparo. Más adelante, cuando comienza a crecer, su cariño disminuye y sus exigencias pueden aumentar. En los animales el afecto paterno cesa cuando el hijo es adulto y nada se exige, pero en los seres humanos, aun en los más primitivos, el caso es distinto. Del hijo que es un guerrero aguerrido se espera que alimente y proteja a su padres cuando sean viejos y decrépitos; la historia de Anquises y Eneas es la realización de este anhelo en un nivel más elevado de cultura. Con el aumento de la previsión hay una tendencia creciente a explotar el afecto de los hijos para que les sirva de ayuda en la vejez. De aquí el principio de la piedad filial que ha existido en todo el mundo y ha plasmado en el cuarto mandamiento. Con el desarrollo de la propiedad privada y de los Gobiernos regularizados, la piedad filial tiene menos importancia y, después de algunas centurias, este sentimiento pasa de moda. En el mundo moderno un hombre de cincuenta años puede depender económicamente de un padre de ochenta; así que es más importante todavía el afecto del padre por el hijo que el del hijo por el padre. Esto tiene una aplicación más exacta entre las clases adineradas; entre los que viven de su salario, persiste la antigua relación. Pero aun en esta clase puede advertirse la crisis como resultado de las pensiones de vejez y medidas semejantes. El cariño de los hijos por los padres comienza, pues, a dejar de ser una de las
virtudes cardinales, mientras que el afecto de los padres por los hijos sigue conservando su enorme importancia.
Hay otra serie de peligros que ha sido advertida por los psicoanalistas, aunque me parece discutible su interpretación de los hechos. Los peligros a que me refiero están relacionados con el cariño exagerado hacia los padres. Ni el adulto, ni siquiera el adolescente, debieran ser eclipsados
por el padre o por la madre hasta el punto de perder la independencia de su pensamiento. Esto puede ocurrir fácilmente cuando la personalidad del padre es mayor que la del hijo. No creo que exista, excepto en raros casos patológicos, el complejo de Edipo en el sentido de una especial atracción de los hijos por las madres y de las hijas por los padres. La influencia excesiva, donde exista, será debida a quien esté en mayor contacto con el hijo, sin tener en cuenta el sexo —generalmente de la madre—. Puede ocurrir, naturalmente, que
una hija que no quiera a su madre y vea pocas veces a su padre idealice a este último, pero en semejante caso la influencia ejercida es imaginaria y no real. La idealización necesita un punto de apoyo que es de mera conveniencia y nada tiene que ver con la naturaleza de las esperanzas. La influencia paterna excesiva es otra cosa, puesto que se refiere a una persona real y no a un retrato imaginario.
Un adulto que esté en contacto constante con un niño puede dominar de tal modo su vida, que la esclavice mentalmente para siempre. La esclavitud puede ser intelectual y emocional, o de ambas clases a la vez. U n buen ejemplo de la primera es John Stuart Mill, que nunca pudo admitir que
su padre se hubiera equivocado. Hasta cierto punto, la esclavitud intelectual de los primeros años al ambiente, es normal; muy pocos adultos son capaces de tener opiniones distintas de las de sus padres o maestros, a menos que una nueva corriente ideológica los arrastre. Si puede admitirse, pues, que la esclavitud intelectual es normal y natural, yo me inclino a creer que sólo puede evitarse por una educación apropiada. Esta manifestación de la excesiva influencia paterna y escolástica debiera evitarse cuidadosamente, pues en
un mundo que cambia con tanta rapidez, es muy peligroso conservar las opiniones de la generación anterior. Pero por ahora sólo estudiaré la esclavitud de las emociones y de la voluntad, por estar más directamente relacionada con nuestro tema.
Los daños agrupados por los psicoanalistas bajo el título de complejo de Edipo (título que me parece equivocado), proceden del deseo inmotivado de los padres de una respuesta emocional por parte de sus hijos. Como dije antes, creo que el instinto paterno, en su puridad, no desea una respuesta emocional; está satisfecho por la dependencia de los hijos y por la necesidad que tienen de alimentación y protección. Cuando la dependencia
acabe, acaba también el afecto paterno. Éste es el caso de los animales, completamente satisfactorio para sus fines. Pero tal simplicidad del instinto
apenas es posible en los seres humanos. He hablado ya del efecto de consideraciones militares y económicas, a propósito de la piedad filial. Ahora
trataré de dos motivos de confusión puramente psicológicos en el desarrollo del instinto paterno.
El primero se manifiesta siempre que la inteligencia observa los placeres derivados del instinto. Hablando de una manera general, el instinto nos impulsa hacia actos agradables que tienen consecuencias útiles, pero las consecuencias pueden ser desagradables. El comer es agradable, pero no lo es la digestión —sobre todo cuando se convierte en indigestión—. El sexo es agradable, pero no lo es el parto. La dependencia de un niño es agradable,
pero la dependencia de una persona mayor es desagradable. El tipo maternal primitivo de la mujer obtiene el máximo placer con el niño al pecho, y este placer disminuye a medida que el niño no necesita ayuda. Existe, pues, la tendencia egoísta de prolongar el período de desamparo y de alejar la época en que el niño pueda prescindir de la orientación paterna. Esta tendencia ha plasmado en frases convencionales como ésta: Pegado a las faldas de su madre. La única manera de evitar esto con los niños era mandarles a la
escuela. En cuanto a las muchachas, ya era otra cosa, sobre todo tratándose de familias pudientes. Parecía bien que estuvieran desamparadas y dependientes
y se confiaba en que después del matrimonio se pegarían a su marido como se habían pegado antes a sus madres. Esto ocurría pocas veces, y ello dio origen a los chistes sobre las suegras. Uno de los fines del chiste es evitar el pensamiento, fin satisfactoriamente conseguido en este caso particular. Parece que nadie se daba cuenta de que una mujer educada para ser dependiente,
dependiera, naturalmente, de su madre, y no pudiera entrar en la camaradería íntimamente cordial, que es la esencia de un matrimonio feliz.
La segunda complicación psicológica nos aproxima al punto de vista freudiano. Aparece cuando elementos propios del amor sexual entran a formar parte del afecto paterno. No creo que se apoye necesariamente en la diferencia de sexo; creo que se inspira más bien en una cierta clase de
respuesta emocional. Una parte de la psicología sexual, la que ha hecho posible la institución de la monogamia, es el deseo de ser el primero para
alguien, de sentirse más importante para la felicidad de una persona que cualquiera otro ser humano. Puesto que este deseo ha dado origen al matrimonio, producirá la felicidad si se cumplen otras determinadas condiciones. Por razones distintas, hay muchas mujeres civilizadas que no
tienen una vida sexual satisfactoria. Cuando le ocurre esto a una mujer, es posible que busque en sus hijos la satisfacción ilegítima y espuria de
deseos, que sólo el hombre puede realizar de un modo adecuado y natural. No me refiero a nada definido; me refiero a cierta tensión emocional, a cierto apasionamiento sentimental, al placer de besar y acariciar excesivamente. Esto ha sido siempre corriente y natural en una madre cariñosa. La diferencia entre lo que está bien y lo que no está es muy sutil. Es absurdo sostener, como algunos freudianos, que los padres no debieran besar ni acariciar al niño. Los niños tienen derecho al cariño efusivo de sus padres; ello les hace felices,
les evita preocupaciones y es esencial para su desarrollo psicológico saludable. Pero debiera ser algo que dieran por supuesto, como el aire que
respiran, no algo que estén obligados a corresponder. En la correspondencia está la esencia de todo esto. Debe existir una cierta correspondencia espontánea, perfectamente admisible, pero debe ser muy distinta de la activa conquista de la amistad de sus compañeros infantiles. Psicológicamente, los
padres deben estar en segundo término, y no se debe instar al niño para que actúe con el fin de dar gusto a sus padres. El placer de éstos debe consistir en su crecimiento y sus progresos, y todo lo que él les dé en correspondencia, debe aceptarse como graciosa donación, como el buen tiempo primaveral, pero no como algo que forme parte de las leyes naturales. Es muy difícil que una mujer
sea una perfecta madre o una perfecta educadora de sus hijos, si no está satisfecha sexualmente. Digan lo que quieran los psicoanalistas, el instinto
paterno es esencialmente diferente del instinto sexual, y nada gana con la intrusión de emociones propias del sexo. La costumbre de utilizar maestras solteras es completamente equivocado, desde un punto de vista psicológico. La mujer más apta para tratar con niños es aquella cuyo instinto no les exige satisfacciones que ellos no debieran proporcionar. Una mujer casada felizmente
puede hacer esto sin esfuerzo, pero cualquier otra mujer necesitaría un dominio casi imposible de sí misma. Esto mismo puede aplicarse a los hombres
que se hallen en las mismas circunstancias, mas estas circunstancias son mucho menos frecuentes entre los hombres, tanto porque su instinto paterno no es generalmente muy fuerte como porque pocas veces tiene su vida sexual insatisfecha.
Es preciso también aclarar nuestras ideas acerca de la actitud que podemos esperar de los hijos para con los padres. Si los padres quieren a sus hijos de una manera razonable, la correspondencia de los hijos será la que los propios padres desean. Los niños se alegrarán cuando sus padres lleguen, y se entristecerán cuando se vayan, a menos que estén absortos en una ocupación agradable; buscarán a sus padres en toda perturbación física o mental que pueda ocurrirles; se atreverán a ser arriesgados, porque contarán con la protección de sus padres, que se les hará patente sólo en momentos excepcionales de peligro. Esperarán que sus padres contesten a sus preguntas, resuelvan sus perplejidades y les ayuden en las empresas difíciles. La mayor parte de lo que hagan por ellos sus padres, no lo percibirán conscientemente. Amarán a sus padres no porque les dan casa y comida, sino porque juegan con ellos y les enseñan a hacer cosas nuevas y les cuentan lo que pasa en el mundo. Comprenderán gradualmente que sus padres les aman, pero esto debiera aceptarse como un hecho natural. El afecto que sientan por sus padres será completamente distinto del que sientan por otros niños. El padre debe actuar con referencia al niño, si bien el niño debe actuar con referencia a sí mismo y al mundo exterior. Ésta es la diferencia esencial. El niño no tiene funciones importantes que realizar en relación con sus padres. Su función es crecer en estatura y en sabiduría, y con hacer esto, el instinto paterno puede
quedar satisfecho.
No quisiera producir la impresión de que pretendo disminuir la vida afectiva en la familia o la espontaneidad de sus manifestaciones. No es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que hay diferentes clases de cariño. El cariño de marido y mujer es una cosa; el de los padres por los
hijos es otra, y una tercera, el de los hijos por los padres. El daño aparece cuando estas diferentes clases de afecto se confunden. No creo que los freudianos estén en posesión de la verdad, porque no reconocen estas diferencias instintivas. Y esto les hace, en cierto modo, ascéticos con respecto a los padres y los hijos, porque todo cariño entre ellos se les figura una especie de amor sexual inadecuado. No creo en la necesidad de ninguna abnegación fundamental, siempre que no se den especiales circunstancias desgraciadas. Un hombre y una mujer que se aman y aman a sus hijos, debieran ser capaces de actuar espontáneamente, con arreglo a los dictados de su corazón. Necesitarán muchas ideas y conocimientos, pero pueden
adquirirlas fuera del afecto paterno. No pueden pedir a sus hijos lo que ellos se dan mutuamente, mas si son felices entre sí, no sentirán el impulso de hacerlo. Si los niños han sido debidamente atendidos, sentirán por sus padres un cariño natural, que no será un obstáculo para su independencia. Lo que se necesita no es una ascética negación de sí mismo, sino libertad y expansión del instinto, adecuadamente informado por la inteligencia y el conocimiento.
Cuando mi hijo tenía dos años y cuatro meses, yo me fui a América, donde estuve tres meses. Él fue completamente dichoso durante mi ausencia, pero a mi vuelta se volvió loco de alegría. Lo encontré esperando impacientemente en la puerta del jardín; me cogió la mano y comenzó a enseñarme todo lo que le interesaba especialmente. Yo quería oír y él quería hablar; yo no quería hablar y él no quería oír. Los dos impulsos eran diferentes, pero armónicos. Cuando se trata de cuentos, él quiere oír y yo quiero hablar, así que también hay armonía. Una sola vez ocurrió lo contrario. El día de mi cumpleaños, cuando él tenía tres años y medio, su madre le dijo que hiciera todo lo posible por agradarme. Su delicia suprema son los cuentos, y con gran sorpresa nuestra, en el momento oportuno me dijo que iba a contarme cuentos, por ser mi cumpleaños. Contó alrededor de una docena, y terminó diciendo: No más cuentos por hoy. Hace tres meses que ocurrió esto, pero no ha vuelto a contar más cuentos.
Voy a tratar ahora del afecto y de la simpatía en general. No hay método posible para obligar a un niño a que sienta simpatía o cariño; el único método posible consiste en observar las condiciones en que estos sentimientos surgen espontáneamente, y procurar producir esas condiciones. No
cabe duda de que la simpatía es en parte instintiva. Los niños sufren cuando sus hermanos lloran, y a veces les acompañan en su llanto. Con gran vehemencia toman partido contra los mayores cuando se les hacen cosas desagradables. Cuando mi hijo tuvo una herida en el codo, que hubo que vendar, su hermana (de año y medio) le oía llorar desde otro cuarto y estaba apenada. No cesaba
de repetir: Juanito llora, Juanito llora, hasta que terminó la dolorosa operación. Cuando mi hijo vio que su madre se sacaba una espina del pie con un alfiler, le dijo ansiosamente: No duele, mamá. Ella contestó que sí, queriendo darle una lección para no armar bulla. Volvió a insistir en que no dolía, y volvió a contestársele que sí. Entonces rompió en sollozos, con igual vehemencia que si se hubiera tratado de su propio pie. Cosas de estas pueden ocurrir por instintiva simpatía física. Ésta es la base sobre la cual pueden construirse formas de simpatía más elaborada. Y es claro que no se necesita mucho para hacer comprender al niño que la gente y los animales pueden sentir dolor, y que lo sienten en determinadas circunstancias. Hay que tener en cuenta una condición negativa más amplia: el niño no debe ver a las personas que respeta cometiendo acciones crueles o desagradables. Si al padre le gusta disparar o la madre habla bruscamente a las criadas, el niño adquiere estos vicios.
Es una cuestión difícil la de saber cuándo y cómo se debe enterar un niño de los males del mundo. Es imposible ignorar las guerras y las matanzas, la pobreza y las enfermedades evitables que no se evitan. A una cierta edad, el niño debe tener noticia de estas cosas, y con el conocimiento
debe adquirir la firme convicción de que es horrible producir o permitir todo sufrimiento que pueda evitarse. Nos encontramos con un problema parecido
al que se presenta a quienes quieren proteger la castidad femenina; esas gentes creían antes en la ignorancia hasta llegar al matrimonio, aunque ahora adoptan métodos más positivos.
Yo he conocido a algunos pacifistas que querían que la historia se enseñase sin mencionar las guerras y creían que los niños vivían, durante el mayor tiempo posible, ignorando la crueldad del mundo. Pero no puedo elogiar la virtud fugitiva y enclaustrada, que depende de la ausencia de conocimiento. Puesto que se enseña historia, debe enseñarse verazmente. Si la historia verdadera está en contradicción con alguna moral que queremos enseñar, nuestra moral debe estar equivocada, y haríamos bien abandonándola. Yo admito que muchas personas, incluyendo algunas de las más virtuosas, creen que los hechos son inconvenientes, pero ello es debido a una cierta flaqueza en su virtud. Una moralidad verdaderamente robusta sólo puede afirmarse por el conocimiento completo de lo que ocurre realmente en el mundo.
No debemos correr el riesgo de que los jóvenes a quienes hemos educado en la ignorancia se entreguen con deleite a la maldad tan pronto como descubran
su existencia. Mientras no les hagamos cobrar horror a la crueldad, no se abstendrán de ella, y no pueden tener aversión a lo que no saben si existe.
Sin embargo, el verdadero camino para llevar a los niños al conocimiento del mal no se encuentra fácilmente. Desde luego, los que viven en los barrios pobres de las grandes ciudades aprenden pronto cuanto hay que saber acerca de pendencias, embriaguez, golpear a las mujeres, etc. Tal vez
ello no sea perjudicial si es compensado por otras influencias, pero ningún padre consciente expondría deliberadamente a sus hijos a contemplar tales
espectáculos. Yo creo que la gran objeción es que surgen con tal viveza, que impresionan todo el resto de la vida. Un niño indefenso no puede menos de sentir terror cuando comprende por primera vez que es posible la crueldad con los niños. Yo tenía alrededor de catorce años cuando leí por vez primera Oliverio Twist, y me llenó de emociones
terroríficas, que difícilmente hubiera podido soportar a una edad más temprana. Las cosas terribles no debieran ser conocidas de los jóvenes hasta tener la edad suficiente para poder afrontarlas con un cierto equilibrio. Este momento aparecerá en unos niños antes que en otros; los que son tímidos o imaginativos deben estar protegidos durante más tiempo que los torpes o los dotados de valentía natural. Debiera crearse un firme hábito mental de valor fundado en la expectativa de la bondad, antes de que el niño afrontara la existencia del mal. Para elegir el momento y la manera se requieren tacto y comprensión; no es cosa que pueda decidirse con una regla.
Hay, no obstante, algunas máximas que pueden adoptarse. Cuentos como Barba-Azul y Jack, el matador de gigantes, pueden servir de iniciación, pues no envuelven un conocimiento de crueldad y no sugieren los problemas de que nos ocupamos. Para el niño son sencillamente fantásticos, y nunca los relaciona con el mundo real. Es indudable que el placer que le producen está relacionado con instintos salvajes, pero son inofensivos, meros impulsos de juego en un niño impotente, y tienen la tendencia a morir a medida que el niño se hace mayor. Pero cuando el niño penetra por primera vez en la crueldad como en una cosa del mundo real, hay que tener cuidado en elegir los incidentes en que él se justifique a sí mismo con la víctima, no con el verdugo. En los cuentos en que se identifique a sí mismo con el tirano, algo salvaje se exaltará en él; un cuento de esta naturaleza tiende a producir un imperialista. Pero la historia de Abraham preparando a Isaac para el sacrificio, o la de la osa que mata a los niños que el profeta Eliseo maldijo, despierta, naturalmente, la simpatía del niño hacia otro niño. Si se cuentan estas cosas, hay que contarlas demostrando los abismos de crueldad a que los hombres podían descender hace tanto tiempo. Siendo yo niño, oí una vez un
sermón que duró una hora, dedicado a demostrar que hizo bien Eliseo en maldecir a los niños. Afortunadamente, yo tenía edad bastante para comprender
que el pastor era un estúpido, porque, de lo contrario, pudiera haberme vuelto casi loco de terror. El episodio de Abraham e Isaac era todavía más terrible, porque el propio padre era cruel para su hijo. Cuando se cuentan tales cosas con la presunción de que Abraham y Eliseo eran virtuosos, o se oyen con desdén o rebajan las normas morales del niño. Pero cuando se cuentan como una introducción a la maldad humana, cumplen un fin, porque son vivaces, remotas y falsas. El cuento de Hubert sacándole los ojos al pequeño Arturo en King John, puede utilizarse también con el mismo objeto.
La historia debe contarse, pues, con todas sus guerras. Pero al hablar de guerras, nuestra simpatía debe acompañar al vencido desde el primer momento. Yo comenzaría por las batallas, en las que es natural que la simpatía esté de parte del vencido —la batalla de Hasting, por ejemplo, para
los niños ingleses—. Haría resaltar siempre las heridas y los sufrimientos producidos. Procuraría gradualmente que el niño no sintiera partidismo alguno al leer las guerras, y que considerase los dos bandos como hombres necios que perdieron su calma y que debieran haber tenido buenas niñeras que los llevasen a la cama hasta que fueran buenos. Compararía las guerras con las riñas infantiles, y de este modo creo que los niños se acostumbrarían a ver la verdad de la guerra y se convencerían de que no tiene sentido.
Si el niño tiene noticia de algún acto de crueldad o de maldad, debe discutirse ampliamente el caso, con toda la significación moral que el adulto concede al incidente, sugiriendo siempre que quienes actuaron cruelmente eran mentecatos que no podían producirse de otro modo, por haber sido educados mal. Pero nunca llamaría la atención del niño sobre sucesos reales, a menos que los hubiera presenciado espontáneamente, hasta tanto que
se hubiese familiarizado con ellos por la historia y por el cuento. Entonces lo llevaría gradualmente al conocimiento del mal en su contorno. Mas siempre
le haría comprender que puede combatirse el mal, que es un resultado de la ignorancia, falta de dominio de sí mismo y mala educación. No le excitaría a indignarse con los malhechores, sino a considerarlos como incapaces que desconocen en qué consiste la felicidad. El cultivo de amplias simpatías, supuesto un germen instintivo, es de orden intelectual; depende de la recta dirección de la intención y de la realización de hechos que los militaristas y los autoritarios suprimen. Fijémonos en la descripción que hace Tolstoi de Napoleón recorriendo el campo de batalla de Austerlitz después de la victoria.
La mayor parte de las historias abandonan el campo en cuanto ha terminado la batalla; por el sencillo procedimiento de detenerse en él doce horas más, se ha trazado un cuadro completamente distinto de la guerra. Ello se ha hecho no suprimiendo hechos, sino dando más hechos. Y lo que se aplica a las batallas se puede aplicar igualmente a otras formas de crueldad. En todos los casos debiera ser innecesaria la lección moral; debiera bastar con narrar correctamente el hecho.
No hace falta moralizar, sino dejar que el hecho produzca su lección moral en el cerebro del niño.
Queda por decir algunas palabras acerca del afecto, que difiere de la simpatía en ser inevitable y esencialmente selectivo. He hablado ya del afecto entre padres e hijos; ahora quiero hablar del afecto entre iguales.
El afecto no puede crearse, pero sí puede liberarse. Hay una clase de afecto que tiene parcialmente sus raíces en el miedo; el afecto hacia los padres es de este tipo, puesto que los padres deparan protección. En la niñez son naturales los afectos de esta índole, pero posteriormente son indeseables, y aun en la niñez el afecto hacia otros niños no es de este tipo. Mi hija pequeña quiere apasionadamente a su hermano, aunque él es la única persona de su mundo que siempre la trata desconsideradamente. El afecto por un igual, que es el mejor de los afectos, es mucho más probable que exista donde existe felicidad y ausencia de miedo. Los miedos, conscientes e inconscientes, son muy aptos para producir odio, porque a otras personas se las mira como si fueran capaces de injuriarnos. En muchas personas la envidia es una barrera para la extensión del afecto. No creo que la envidia pueda prevenirse sino con la felicidad; la disciplina moral es impotente para llegar a sus formas subconscientes. La felicidad, en cambio, se frustra en gran parte por el miedo. Jóvenes que tienen posibilidades de felicidad, son apartados de ella por padres y amigos aparentemente por razones morales, pero en realidad por envidia. Si los jóvenes tienen valentía suficiente, no oirán los graznidos de los cuervos; de lo contrario, serán desgraciados y entrarán en la compañía de los moralistas envidiosos. La educación del carácter de que nos hemos ocupado se dirige a producir felicidad y valor; yo creo, por tanto, oue hace lo posible para liberar los impulsos del afecto.
Puede hacerse algo más que esto. Si decimos a los niños que deben ser afectuosos, corremos el riesgo de producir hipocresía y engaño. Pero si les hacemos libres y felices, si les rodeamos de bondad, veremos que se hacen espontáneamente amistosos con todo el mundo y que casi todos les corresponden amistosamente. Una naturaleza sinceramente afectuosa se justifica a sí misma porque da un encanto irresistible y crea la correspondencia a que aspira. Éste es uno de los resultados más importantes que pueden obtenerse con la recta educación del carácter.