Bertrand Russell
ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN
SEGUNDA PARTE
LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER
CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO
LA ESCUELA DE PÁRVULOS
En capítulos anteriores he procurado trazar un bosquejo de lo que puede hacerse con los niños para infundirles hábitos que los hagan útiles y felices en su vida posterior. Pero no he discutido si son los padres quienes deben dar esta educación o si debe darse en escuelas designadas al efecto. Creo que las razones en favor de las escuelas de párvulos son abrumadoras, no sólo en el caso de los niños cuyos padres son pobres, ignorantes y cargados de trabajo, sino en el caso de todos los niños o, por lo menos, de todos los niños que viven en ciudades. Yo creo que los niños de la escuela de párvulos de miss Margaret McMillan, en Deptford, están mejor que cualquier niño de padres ricos. Y quisiera que su sistema se extendiera a todos los niños, ricos y pobres. Pero antes de discutir acerca de una escuela de párvulos determinada, veamos las razones que hacen deseable tal institución.
Comencemos diciendo que la primera niñez es de una importancia capital, tanto desde el punto de vista médico como desde el punto de vista psicológico. Estos dos aspectos están íntimamente relacionados.
Por ejemplo: el miedo hará que un niño respire mal, y el respirar mal le predispondrá a contraer diversas enfermedades (Sobre este asunto, véase The Nursery School, por
Margaret McMillan, y The Camp School, de la misma autora). Estas interrelaciones son tan numerosas, que no se puede esperar éxito en cuanto al carácter del niño sin conocimientos poseer médicos, ni respecto a su salud sin conocimientos psicológicos. En ambos aspectos, gran parte de los conocimientos necesarios es completamente nueva y se opone a las tradiciones consagradas por el tiempo. Por ejemplo, la
cuestión de la disciplina. La mayor dificultad al educar a un niño consiste en no ceder y no castigar al propio tiempo. Los padres normales unas veces ceden para que los dejen en paz y otras veces castigan por exasperación; el verdadero método para tener éxito requiere una difícil combinación de paciencia y poder de sugestión. Éste es un procedimiento psicológico; el aire puro es un procedimiento médico. Con prudencia y con cuidado, el aire puro durante el día y la noche, con poca ropa, es beneficioso para los niños. Pero si nos faltan la prudencia o el cuidado, a nadie se le oculta el peligro de adquirir catarros por un sudor o un frío repentinos. No hay que suponer que los padres poseen la aptitud o el tiempo suficientes para el nuevo y difícil
arte de ocuparse de los niños. En el caso de padres sin cultura, ello es evidente; no conocen los verdaderos métodos, y si alguien les hubiera
hablado de ellos no les hubiera convencido. Yo vivo en el campo, frente al mar, donde es fácil obtener alimentos frescos y donde no hace mucho calor ni mucho frío; elegí ese sitio principalmente porque es ideal para la salud de los niños. Sin embargo, casi todos los hijos de los labradores, tenderos, etc., son criaturas débiles y de cara blanda, porque les dejan comer sin tasa y les limitan sus diversiones. Nunca van a la playa porque creen que es peligroso mojarse los pies. Llevan fuera de su casa trajes de lana gruesa hasta en pleno verano. Si al jugar hacen ruido, les dicen que se porten bien. En cambio les permiten acostarse tarde y comer las mismas cosas que las personas mayores. Sus padres no pueden comprender cómo mis hijos no se han muerto de frío viviendo tanto tiempo al aire libre, pero no hay quien les convenza de que sus métodos son susceptibles de mejora. Ni les falta dinero ni cariño paternal, pero son obstinadamente ignorantes por defectos de educación. En el caso de los padres que viven en ciudades y son pobres y están abrumados de trabajo, los males son, naturalmente, mucho mayores.
Pero aun en el caso de los padres que están perfectamente educados, que son conscientes y no tienen demasiadas ocupaciones, los niños no pueden encontrar lo que necesitan en su casa como en una escuela de párvulos. En primer lugar, carecen de la compañía de otros niños de su misma edad. Si la familia es reducida, como suele suceder habitualmente, es muy fácil que sus padres les concedan demasiada atención y que acaben siendo nerviosos y precoces. Además, los padres no pueden tener la experiencia de multitud de niños que proporciona seguridad y dominio. Y solamente los ricos pueden disponer del espacio y del ambiente que favorece a los pequeños. Cuando una familia posee particularmente todo esto, produce en sus hijos el orgullo de la propiedad y un sentido de superioridad que son moralmente muy perjudiciales.
Por todas estas razones, creo que aun los padres mejor dotados harían bien en enviar a sus hijos a una buena escuela por lo menos durante una parte del día, y suponiendo que exista en las cercanías, a partir de la edad de dos años.
En la actualidad hay dos tipos de escuelas: las escuelas Froebel y las escuelas Montessori para los niños de buena posición, y un pequeño número de escuelas de párvulos para niños muy pobres. Entre estas últimas la más conocida es la de miss McMillan, cuyo libro citado debiera leerse por todo amante de los niños. Me inclino a creer que no hay escuela para niños ricos tan buena como la suya, en primer lugar porque tiene muchos alumnos, y en segundo, porque no tiene que sufrir las impertinencias con que el esnobismo de la clase media molesta a los maestros. Prefiere que los niños
estén con ella desde el primero hasta los siete años, aunque las autoridades académicas creen que los niños debieran ir a una escuela elemental corriente a los cinco años. Los niños entran a las ocho de la mañana y se quedan hasta las seis de la tarde, haciendo todas sus comidas en la escuela. La mayor parte del tiempo la pasan al aire libre, y en el interior la atmósfera es extraordinariamente pura. Antes de admitir a un niño o niña, son examinados por un médico y, si es posible, los curan en la clínica o en el hospital. Una vez admitidos, los niños están muy sanos, con poquísimas excepciones. Hay un amplio y hermoso jardín, donde pasan jugando la mayor parte de su tiempo. La enseñanza está basada en el sistema Montessori. Después de cenar, todos los niños duermen. A pesar de que durante la noche y durante los domingos tienen que vivir en casas miserables y a veces en sótanos con padres borrachos, su aspecto físico y su inteligencia llegan a ser iguales a los mejores niños de la clase media. He aquí lo que nos dice miss McMillan de sus alumnos de
siete años:
Casi todos los niños son altos y derechos. Si
no todos son altos, por lo menos todos son erguidos, y el tipo corriente es el de un niño robusto y crecido, con piel limpia, ojos brillantes y pelo sedoso. Tanto ellos como ellas están un poco por encima del término medio del mejor tipo de los niños ricos de la clase media alta. Mentalmente son despiertos, sociables, ansiosos de vida y de nuevas experiencias. Pueden leer y deletrear perfectamente o casi perfectamente. Pueden escribir bien y expresarse con soltura. Hablan bien inglés y francés. No sólo se bastan a sí mismos, sino que
ayudan durante años enteros a los niños más jóvenes; pueden contar, medir, dibujar y tienen alguna preparación científica. Sus primeros años los pasaron en una atmósfera de broma, de calma y de cariño, y sus dos años últimos los dedicaron por completo a experimentos y experiencias interesantes. Saben jardinería, plantar, regar y cuidar de los animales y de las plantas. Los de siete años pueden también cantar, bailar y jugar a varios juegos. Así son los niños que pronto se presentarán a millares a las puertas de las escuelas
primarias. ¿Qué hacer con ellos? Yo quiero hacer notar primeramente que el trabajo de los maestros de escuela elemental tiene que cambiar ante esta irrupción súbita de vida limpia y fuerte. O la escuela de párvulos será una cosa despreciable, es decir, un nuevo fracaso, o influirá pronto, no sólo
en la enseñanza primaria, sino en la secundaria. Proveerá un nuevo tipo de niños para educar y ello repercutirá, más pronto o más tarde, no sólo en todas las escuelas, sino en toda la vida social, en la forma de Gobierno, en las leyes confeccionadas para el pueblo y en las relaciones internacionales.
No creo que estas pretensiones sean exageradas. La escuela de párvulos, si se universalizara, podía remover en una generación las profundas diferencias educativas que dividen hoy en clases, produciría una población que disfrutara del desarrollo físico y mental que ahora está reducido a los privilegiados y acabaría con el terrible peso muerto
de la enfermedad, la malevolencia y la ignorancia, que hoy hace tan difícil todo progreso. La ley de educación de 1918 fundaba las escuelas de párvulos
con dinero del Estado, pero más tarde se acordó que tenía mucha más importancia construir cruceros y el dock de Singapoore para hacer posible la guerra contra el Japón. En la actualidad, el Gobierno gasta 650.000 libras anuales en empeños como el de inducir a la gente a que se envenene comiendo tocino y manteca de los Dominios en vez de la manteca pura de Dinamarca. Para
conseguirlo se condena a nuestros niños a la enfermedad, a la miseria y a la paralización de su inteligencia, de las que podrían librarse multitud de gente dedicando esa suma anual a las escuelas de párvulos. Las madres tienen ahora voto. ¿Querrán aprender alguna vez a emplearlo en beneficio de sus hijos?
Aparte de estas elevadas consideraciones, hay que tener en cuenta que el atender bien a los niños es un trabajo para el que se requiere una gran pericia; que los padres no pueden ocuparse de ello satisfactoriamente, y que es un trabajo completamente distinto de la enseñanza escolar de años anteriores. Citemos nuevamente a miss McMillan:
El niño tiene un excelente aspecto físico. No
sólo aventaja a sus vecinos de los barrios pobres, sino que los mejores de los barrios ricos, los niños de la clase media de la mejor constitución, le son
inferiores. Y es que hace falta algo más que el cariño y la responsabilidad paternos. No se puede educar a la buena de Dios. El amor paterno sin
conocimientos se ha desacreditado. Pero no se ha desacreditado la educación infantil. Es una profesión que exige grandes aptitudes.
Oigámosla hablar del aspecto económico:
Una escuela de párvulos de cien niños puede
sostenerse con un coste anual de doce libras por cada uno, y de esta suma los más pobres sólo pueden pagar la tercera parte. Una escuela de párvulos
abarrotada de niños costaría más, pero la diferencia sería para pagar la manutención y salarios de los futuros maestros. Una escuela al aire libre
y centro de enseñanza con cien niños pequeños y treinta mayores cuesta alrededor de dos mil doscientas libras al año.
Y una cita final:
Uno de los más halagüeños resultados de la
escuela de párvulos es que los niños pueden avanzar mucho en sus estudios. Al llegar a las escuelas elementales, la mitad o las dos terceras partes podrían pasar a cursos más adelantados ... Resumiendo: la escuela de párvulos, si es un lugar de verdadera educación y no un sitio donde los niños pasan el rato hasta los cinco años, ha de afectar potente y rápidamente todo nuestro sistema educativo. Aumentará muy pronto el nivel cultural de todas las escuelas. Demostrará que puede desaparecer esta ciénaga de enfermedades y miseria en que vivimos, que nos hace necesitar con más urgencia los servicios del médico que los del maestro. Hará que se nos aparezcan en toda su horrible realidad los altos muros, las puertas terribles, el campo duro de juego, las clases enormes y sin sol. Dará nuevas posibilidades a los maestros.
La escuela de párvulos ocupa un lugar intermedio entre la educación del carácter y la instrucción subsiguiente. Se ocupa de ambas cosas a la vez apoyándose mutuamente, dando gradualmente
mayor importancia a la instrucción a medida que el niño se desarrolla. La señora Montessori perfeccionó sus métodos con instituciones similares.
En algunas casas grandes de alquiler en Roma se destinó una gran habitación aparte para niños de tres a siete años, y la señora Montessori se encargó de estas Casas de Niños (Véase Montessori: The Montessori Method, págs. 42
y sigs. Heinemann, 1912). Como en Deptford, los niños eran de los más pobres, y como en Deptford, los resultados demostraron que, acudiendo
muy pronto, se pueden evitar las desventajas físicas y mentales de un hogar sin condiciones.
Es notable que desde la época de Séguin los progresos en métodos educativos infantiles provienen del estudio de idiotas e imbéciles, que en cierto modo siguen siendo mentalmente niños. Yo creo que la explicación de este rodeo se halla en el hecho de que la estupidez de los enfermos mentales no se consideraba culpable o curable mediante castigos; a nadie se le ocurrió que la receta del doctor Arnold podía curar la holgazanería. Por lo tanto, se les trató científicamente y no con ira, y si no entendían, ningún pedagogo furioso les abrumaba diciéndoles que debían sentir vergüenza de
sí mismos. Si hubieran adoptado con los niños una actitud científica y no moralizadora, hubieran descubierto lo que hoy sabemos acerca de educación
sin necesidad de estudiar la deficiencia mental. La concepción de la responsabilidad moral es responsable de muchos daños. Pensemos en dos niños, uno de los cuales tiene la fortuna de ir a una escuela de párvulos, mientras que el otro está condenado a vivir sin remisión en un tugurio. El segundo niño, ¿es moralmente responsable si no es tan admirable como el primero? ¿Son sus padres moralmente responsables de la ignorancia y descuido que les imposibilita educarlos? ¿Son los ricos moralmente responsables del egoísmo y de la estupidez que les han infiltrado en las escuelas públicas y que les hace preferir sus lujos sin sentido a la creación de una sociedad feliz? Todos son víctimas de las circunstancias; todos tienen caracteres torcidos en su infancia y malogrados en la escuela. De nada sirve considerarles como moralmente responsables y censurarles porque han sido menos afortunados de lo que debieran.
No hay más que un camino para el progreso en la educación como en todas las cosas humanas, y es el de la ciencia guiada por el amor. Sin ciencia, el amor es impotente; sin amor, la ciencia es destructiva. Todo lo que se ha hecho para mejorar la educación de los niños se ha hecho por quienes
los amaban; todo ha sido hecho por quienes conocían cuánto podía enseñarles la ciencia en ese aspecto. Éste es uno de los beneficios derivados de la educación superior de las mujeres; en épocas pasadas, era mucho más difícil que la ciencia y el amor a los niños coexistieran. La facultad de moldear los cerebros infantiles que la ciencia pone en nuestras manos, es un poder terrible susceptible de un fatal empleo; si cae en personas inhábiles, puede producir un mundo todavía más cruel y despiadado que el mundo casual de la naturaleza. Con el pretexto de que se les enseña religión, patriotismo, valor, comunismo, amor al pueblo o ardor revolucionario, los niños pueden llegar a ser fanáticos, belicosos y brutales. La enseñanza debe estar inspirada por el amor y debe aspirar a infundir amor en los niños. De lo contrario, será cada vez más dañina al mejorar la técnica científica. El amor a los niños existe en la sociedad como una fuerza efectiva; esto lo demuestra el descenso de la mortalidad infantil y el mejoramiento de la educación. No es un sentimiento muy arraigado todavía —de lo contrario, no sacrificarían los políticos la vida y la felicidad de innumerables niños a sus nefandos proyectos de matanza y opresión—, pero existe, y va en aumento. Hay otras formas de amor que es extraño que no existan. Los mismos individuos que prodigan cuidados a sus hijos, les infunden pasiones que más tarde les exponen a morir en guerras que no son otra cosa que locuras colectivas. ¿Será excesiva la confianza de que el amor se extienda gradualmente desde el niño hasta el hombre futuro? Quienes aman a los niños, ¿querrán seguirles en años posteriores con algo de parecida solicitud paternal? Después de haberles dado cuerpos fuertes y mentes vigorosas, ¿consentiremos que usen su fuerza y su energía para crear un mundo mejor? ¿O, cuando estén entregados a esa tarea, retrocederemos aterrorizados
y les haremos volver a la disciplina y a la esclavitud? La ciencia está preparada para esta alternativa; la elección está entre el amor y el odio, aunque el odio esté oculto tras las frases delicadas a las que los moralistas profesionales rinden homenaje.