Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo XIII - La escuela de párvulosTERCERA PARTE - EDUCACION INTELECTUAL - Capítulo XV - Los programas escolares antes de los catorce añosBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

TERCERA PARTE

EDUCACIÓN INTELECTUAL

CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO

PRINCIPIOS GENERALES





La formación del carácter, de que nos hemos ocupado hasta ahora, debiera emprenderse en muy temprana edad. Con una orientación certera, podía estar casi acabada a los seis años. No quiero decir que el carácter no pueda empeorarse más adelante; circunstancias de ambiente desfavorable pueden modificarlo en cualquier edad. Lo que quiero indicar es que mediante una educación adecuada, a partir de los seis años, los niños y las niñas debieran haber adquirido los gustos y costumbres que les marcaran el camino recto, sin desdeñar nunca el ambiente que ha de rodearles. Una escuela compuesta de niños y niñas bien educados durante sus primeros seis años pudiera constituir un excelente contorno, suponiendo algún sentido común en los maestros; no haría falta dedicar mucho tiempo ni atención a cuestiones morales, porque las cualidades requeridas serían la resultante natural de la formación intelectual. No quiero afirmar esto pedantescamente como una regla absoluta, sino como una norma directriz para las autoridades escolares. Estoy convencido de que con niños de seis años bien orientados las autoridades escolares debieran insistir en progresos puramente intelectuales y apoyarse en ellos para el desarrollo ulterior del carácter deseable.

Es perjudicial para la inteligencia, y en definitiva para el carácter, permitir que la instrucción esté influida por consideraciones morales. No debiera creerse que ciertos conocimientos son dañinos y que cierta ignorancia es recomendable. Los conocimientos deben darse con un fin intelectual y no con fines morales o políticos. El propósito de la educación desde el punto de vista del discípulo debiera ser, de una parte, satisfacer su curiosidad, y de otra, proporcionarle la capacidad de satisfacer por sí mismo su curiosidad. Desde el punto de vista del maestro, debe existir también el estímulo de algunas curiosidades productivas. Pero nunca debe desalentarse la curiosidad, aunque tome rumbos distintos de los programas escolares. No quiero decir que se altere el programa escolar, sino que toda curiosidad es loable y que a los niños se les debiera orientar para saciarla después de las horas escolares en los libros.

Pero al llegar aquí se me pueden hacer objeciones que quiero contestar inmediatamente. ¿Y si la curiosidad del niño es morbosa o pervertida? ¿Y si le atrae la obscenidad o el afán de tortura? ¿Y si le interesa curiosear en las vidas ajenas? ¿Deben alentarse tales manifestaciones de la curiosidad? Al contestarse a estas preguntas hemos de hacer una distinción. En modo alguno debemos conducirnos de manera que la curiosidad del niño quede limitada en esas direcciones. Pero no se infiere de ello que debamos considerarle malvado por su deseo de conocerlas, ni que debamos luchar para apartarle de tal conocimiento. Casi siempre, el mayor atractivo del deseo de estos conocimientos reside en su prohibición, y en algunos casos está relacionado a condiciones mentales patológicas que exigen tratamiento médico. Pero en ningún caso es tratamiento aconsejable la prohibición y el horror moral. Para hablar del caso más corriente e importante, fijémonos en la obscenidad. No creo que este deseo existiera en un niño o niña para quienes el conocimiento del sexo fuese igual a cualquier otro conocimiento. El niño que posee estampas obscenas está orgulloso de ello y de tener lo que otros compañeros, menos hábiles, no se han podido procurar. Si se les hubiera hablado clara y llanamente acerca del sexo, no se interesarían por tales estampas. Sin embargo, en el caso de que hubiere algún niño interesado en tales cosas, sería conveniente el tratamiento de un doctor especializado. El tratamiento podría comenzar por incitarle a entregarse libremente a los pensamientos más absurdos y continuar con una copiosa información, cada vez más técnica y científica, hasta abrumarle por exceso de conocimiento. Cuando comprendiera que no había nada nuevo y que lo que ya sabía carecía de interés, estaría curado. Lo importante es darse cuenta de que el conocimiento en sí mismo no es malo, sino el hábito de deleitarse en exceso en alguno determinado. Una obsesión no se cura en sus orígenes por esfuerzos violentos para distraer la atención, sino más bien por una plétora de concentración. De este modo, el interés morboso puede convertirse en científico; cuando ello se consigue, ocupa un lugar legítimo entre otras curiosidades y deja de ser una obsesión. Estoy convencido que éste es el mejor camino de acabar con una curiosidad mezquina y morbosa. La prohibición y el horror moral no consiguen más que empeorarlo. Aunque el perfeccionamiento del carácter no debiera ser el fin de la instrucción, hay algunas cualidades muy deseables y esenciales para la adquisición del conocimiento que pudieran llamarse virtudes intelectuales. Estas virtudes debieran ser el resultado de la educación intelectual, y deseadas por sí mismas, no como un medio para la adquisición del conocimiento. A mi entender, las principales son: curiosidad, amplitud de criterio, creencia de que el conocimiento es posible, aunque difícil; paciencia, habilidad, concentración y exactitud. La fundamental es la curiosidad; cuando es enérgica y dirigida hacia un buen fin, lo demás se da por añadidura. Pero tal vez la curiosidad no sea tan activa como para hacer de ella la base de toda la vida intelectual. Debiera existir al propio tiempo el deseo de realizar algo difícil; el conocimiento adquirido se les debiera representar a los alumnos como una destreza, como la destreza en el juego o en ejercicios gimnásticos. Yo supongo que es inevitable que la destreza sea en parte la exigida estrictamente para las artificiosas tareas escolares, pero cuando se haga creer que es necesaria para tareas extraescolares, se habrá conseguido algo de importancia. El divorcio entre la vida y la cultura es lamentable, aunque no pueda evitarse por completo durante los años escolares. En los casos más difíciles, debiera hablarse ocasionalmente acerca del conocimiento en cuestión, tomando la palabra utilidad en un sentido muy amplio. Sin embargo, yo concedería una gran importancia a la curiosidad pura, sin la cual una gran cantidad de conocimientos valiosos (las matemáticas puras, por ejemplo) no se hubieran descubierto. Hay muchos conocimientos que a mí me parecen valiosos por sí mismos, independientemente del uso a que quiera dedicárseles. Y yo no quisiera incitar a los jóvenes a que fijasen demasiado su atención en miras ulteriores al conocimiento; la curiosidad desinteresada es natural a la juventud y es una cualidad muy valiosa. Tan sólo cuando no exista esta cualidad acudiria yo al incentivo de la habilidad que puede exhibirse. Ambos impulsos tienen su aplicación, pero no debe permitirse que el uno anule al otro.

La amplitud de criterio es una cualidad que existirá siempre que el deseo de conocimiento sea genuino. Falla solamente cuando otros deseos se mezclan con la creencia de que conocemos la verdad. Por ello es mucho más frecuente en la juventud que en años posteriores. Las actividades de los hombres están casi necesariamente ligadas a alguna decisión de dudoso aspecto intelectual. Un clérigo no puede desinteresarse de la teología ni un soldado de la guerra. Un abogado está obligado a sostener que debe castigarse a los criminales —a menos que puedan pagar la minuta de un criminalista famoso—. Un profesor se inclinará por el sistema de educación para el que se halle más capacitado por su formación y su experiencia. Un político no puede menos de creer en el programa del partido que ha de llevarle al Poder. En cuanto un hombre elige su carrera, no puede seguir pensando en que hubiera sido preferible elegir otra profesión. Así, pues, pasada la juventud, la amplitud de criterio tiene sus limitaciones, aunque debieran ser en el menor número posible. Pero en la juventud hay muchas menos elecciones forzadas, como las llamaba William James y, por lo tanto, menos ocasiones para la necesidad de creer». Se debiera acostumbrar a los jóvenes a enfocar las cuestiones de una manera abierta y a adoptar libremente una opinión. La libertad de pensamiento no implica la absoluta libertad de acción. Un muchacho no debe tener libertad para lanzarse al mar sugestionado por un libro de aventuras de los piratas ingleses con los galeones españoles. Pero durante el período de su educación, debiera ser libre para pensar que es preferible ser pirata a ser profesor.

El poder de concentración es una cualidad muy valiosa que pocas personas adquieren sin una preparación específica. Es cierto que se desarrolla naturalmente en una gran parte a medida que se envejece; los niños muy jóvenes apenas piensan en cosa alguna más de unos minutos, pero a medida que los años pasan, su atención se hace más volátil hasta llegar a la vida adulta. Sin embargo, adquieren con dificultad la concentración suficiente, sin un largo período de educación intelectual. Hay tres cualidades que distinguen la concentración perfecta; debiera ser intensa, voluntaria y prolongada. Ejemplo de intensidad nos lo ofrece la historia de Arquimedes, de quien se dice que no se enteró de que los romanos habian tomado Siracusa y se dirigían a matarle, porque estaba absorto de un problema matemático. La capacidad de concentración sobre un asunto determinado durante un tiempo considerable es esencial a un resultado difícil y a la comprensión de un asunto complicado y abstruso. Un interés profundo y espontáneo lo consigue naturalmente. Muchas personas pueden concentrarse en un rompecabezas mecánico durante largo tiempo, pero ello no es muy útil en sí. Para ser realmente valiosa, la concentración debe controlarse por la voluntad. Quiero decir con esto que, aunque algún conocimiento especial no sea por sí mismo interesante, un hombre puede esforzarse para adquirirlo si tiene un motivo adecuado para ello. Yo creo que la educación superior está por encima del control de la atención por la voluntad. En este aspecto la educación antigua es admirable; yo dudo de que los métodos modernos sean tan eficaces para enseñar a un hombre a soportar el aburrimiento. Con todo, si este defecto existe en la práctica moderna educativa, no es en modo alguno irremediable. Acerca de esto hablaré más adelante.

La paciencia y la habilidad debieran ser el resultado natural de una buena educación. En otro tiempo se creía que podían adquirirse en muchos casos mediante la coacción impuesta a los buenos hábitos por la autoridad externa. Indudablemente, este método tuvo algún éxito, sobre todo en la doma de caballos. Pero me parece preferible estimular la ambición venciendo dificultades, lo cual puede realizarse graduándolas de manera que el placer del éxito inicial se consiga fácilmente. Así se adquiere el convencimiento de que la persistencia tiene siempre un galardón, y puede aumentarse gradualmente la cantidad de persistencia requerida. Las mismas observaciones pueden hacerse respecto a la creencia de que el conocimiento es difícil, pero no imposible, lo cual se consigue generalmente induciendo al discípulo a resolver una serie de problemas cuidadosamente graduados.

Los reformadores educativos conceden quizá muy poca importancia a la exactitud y al control voluntario de la atención. El doctor Ballard (ob. cit., cap. XVI) asegura que nuestras escuelas elementales en este aspecto no son tan buenas como antes, aunque en otros aspectos hayan mejorado mucho. Dice así:

Hay un gran archivo de ejercicios exigidos a los escolares de nueve y diez años en los exámenes anuales, perfectamente catalogados para la concesión de premios. Cuando se repiten ahora los mismos ejercicios con niños de la misma edad, los resultados son manifiestamente peores. En conjunto, la labor de nuestras escuelas (las escuelas primarias, por lo menos) es menos concienzuda que hace un cuarto de siglo.

La opinión del doctor Ballard está tan sólidamente cimentada, que apenas hay nada que añadir. Citaré, sin embargo, sus palabras finales:

Hechas todas estas deducciones, la precisión sigue siendo un ideal noble y sugeridor. Es la moralidad del entendimiento; prescribe lo que hay que luchar para la consecución de su propio ideal. La precisión de nuestros pensamientos, palabras y acciones es el único índice de nuestra devoción a la verdad.

La dificultad que advierten quienes preconizan los métodos modernos es que la precisión, tal como se ha enseñado hasta ahora, implica aburrimiento, y que sería una enorme conquista el conseguir que la educación fuera interesante. Hay que hacer, sin embargo, una distinción. El aburrimiento producido por el maestro es totalmente perjudicial, pero el aburrimiento voluntariamente soportado por el discípulo para satisfacer alguna ambición, es valioso siempre que no sea exagerado. Debiera constituir parte de la educación excitar en los discípulos deseos de difícil realización, como leer a Homero, conocer el cálculo, tocar bien el violín, etc. Todo ello requiere una precisión especial. Muchachos y muchachas capacitados se someten hoy a la más severa disciplina y al tedio más definitivo para adquirir alguna habilidad o conocimiento codiciado. La fuerza directriz en la educación debiera ser el deseo del discípulo de aprender, no la autoridad del maestro, pero no se infiere de aquí que la educación sea suave, fácil y agradable en cada uno de sus grados. Esto puede aplicarse especialmente a la precisión. La adquisición del conocimiento exacto puede ser aburrida, pero es esencial a toda excelencia, y este hecho puede demostrarse al niño mediante métodos apropiados. En este asunto, como en otros muchos, la reacción frente a las antiguas formas de disciplina nos ha llevado a una excesiva laxitud, que ha dado a su vez lugar a una nueva disciplina más interna y psicológica que la antigua autoridad externa. La precisión será la expresión intelectual de esta nueva disciplina.

Hay varias clases de precisión y todas tienen su importancia. Hay la precisión muscular, la precisión estética, la precisión de hechos y la precisión lógica. Todo muchacho o muchacha pueden apreciar la importancia de la precisión muscular en muchos aspectos; es exigida para el control del cuerpo que un niño sano gasta todo su tiempo disponible en adquirir, y más adelante es necesaría para los juegos que han de darle prestigio. Pero tiene asimismo otras manifestaciones más relacionadas con la enseñanza escolar, como la buena articulación en el hablar, la escritura correcta y el dominio de algún instrumento músico. El niño concederá o no importancia a estas cosas, según el ambiente que le rodee. Es difícil definir la precisión estética; está relacionada con la aptitud de un estímulo sensible para la producción de la emoción. Un buen procedimiento en este aspecto es enseñar a los niños a que aprendan poesías de memoria —a Shakespeare, por ejemplo, para representarle— y hacerles comprender, cuando se equivocan, por qué está mejor el original. Me parece recomendable que cuando los niños tienen desarrollada su sensibilidad estética se les enseñe representaciones estereotipadas, como danzas y canciones tradicionales, que les gustan. Ello les hace sensibles a las pequeñas diferencias, lo cual es esencial respecto a la precisión. El dibujo no es tan eficaz, porque hay que juzgarlo por su fidelidad al modelo y no por razones estéticas . Claro que las representaciones estereotipadas también reproducen un modelo, pero es un modelo creado por motivos estéticos.

La precisión en cuanto a los hechos es intolerablemente aburrida en sí misma. El aprender las fechas de los reyes de Inglaterra, o los nombres de los condados y de sus capitales solía constituir uno de los terrores infantiles. Es preferible conseguir la precisión por el interés y la repetición. Yo no podía recordar nunca la lista de los cabos, mas a los ocho años me sabía de memoria casi todas las estaciones del metro. Si los niños vieran en el cine un barco recorriendo la costa, aprenderían muy pronto los cabos. No creo que ello valga la pena, pero si lo valiera, éste sería el mejor procedimiento. Toda la Geografía debiera enseñarse por medio del cinematógrafo, y también la historia, en sus comienzos. El gasto inicial sería grande, aunque no demasiado grande para el Estado. Y habría una consiguiente economía en la facilidad de la enseñanza.

La precisión lógica es una adquisición tardía, y no debiera forzarse a los niños pequeños. Aprender la tabla de multiplicar es una precisión de hecho que se convierte en precisión lógica mucho más tarde. Las matemáticas son el vehículo natural para esta enseñanza, pero fracasan cuando se quieren presentar como una colección de reglas arbitrarias. Deben aprenderse las reglas, si bien hay un momento en que deben aclararse sus razones, y si es no se efectúa, las matemáticas tienen muy poco valor educativo.

Y ahora llego a una cuestión que ya surgió al tratar de la exactitud: la cuestión de hasta qué punto sea deseable o posible hacer interesante toda la instrucción. El antiguo punto de vista era que la mayor parte de la instrucción debía ser aburrida y que el único procedimiento para lograr que el promedio de los niños persistiera era el de una enérgica autoridad. (El promedio de las niñas estaba condenado a la ignorancia.) El punto de vista moderno es que la instrucción puede hacerse agradable constantemente. Yo tengo mucha más simpatía por la opinión moderna que por la antigua; sin embargo, creo que está sujeta a algunas limitaciones, especialmente en la educación superior. Comenzaré por lo que me parece cierto.

Todos los escritores modernos de psicología infantil subrayan la importancia de no insistir en que un niño coma o duerma; esto lo debiera hacer el niño espontáneamente, y nunca forzado u obligado. Mi propia experiencia confirma este método. Al principio no conocíamos los nuevos procedimientos y ensayamos los antiguos, que no produjeron resultado alguno, al paso que los modernos tuvieron un éxito completo. No hay que suponer, sin embargo, que el padre moderno no debe hacer nada en lo referente al sueño y a la comida; al contrario, debe hacer todo lo posible para promover la formación de buenos hábitos. Las comidas deben hacerse de manera regular, y el niño debe sentarse a la mesa sin juguetes, lo mismo cuando coma que cuando no coma. Debe acostarse siempre a la misma hora y debe estar en la cama echado. Puede tener un juguete animal para acariciarlo, pero uno que cruja o que corra, o que haga algo excitante. Si un animal es el favorito, se le puede decir que el animal está cansado, y que el niño debe hacerle dormir. Entonces se deja al niño solo, y el sueño vendrá con toda rapidez. Pero nunca hay que hacer creer al niño que estamos pendientes de que duerma o de que coma. Ello le hace creer que le pedimos un favor y le da un sentido de poder que le inclina a pedir más y más insistencia o castigo. El niño debe comer y dormir porque lo quiere, no por agradar a nadie.

Esta psicología es manifiestamente aplicable en gran parte a la instrucción. Si insistimos en enseñar a un niño, deducirá que le pedimos algo desagradable para complacernos, y opondrá alguna resistencia psicológica. Si esto aparece al principio, se perpetuará más tarde; cuando sea mayor el deseo de salir bien en los exámenes, es evidente que trabajará para ello, pero sin que tenga un interés definido por el convencimiento en sí mismo. Si por el contrario, estimulamos el deseo del niño de saber, y después, como un favor, le damos el conocimiento que desea, la situación cambia por completo. Se necesita mucha menos disciplina externa, y se asegura la atención sin dificultad. Para tener éxito en este método se necesitan ciertas condiciones que madame Montessori produce con éxito entre los muy jóvenes. La tarea debe ser atractiva y no muy difícil. Al principio debe aparecer el ejemplo de otros niños un poco más adelantados. Naturalmente, no debe haber otra ocupación agradable para el niño en ese momento. Hay un cierto número de cosas que el niño puede hacer y trabaja por sí mismo en lo que prefiere. Casi todos los niños son perfectamente felices con este régimen y aprenden a leer y a escribir, sin que se haga presión sobre ellos, antes de los cinco años.

Es muy discutible hasta qué punto pueden aplicarse ventajosamente estos métodos a otros niños. Cuando los niños se hacen mayores, responden a motivos más remotos, y ya no es necesario que cada detalle sea interesante por sí mismo. Pero yo creo que el principio general de que el impulso para la educación debiera proceder del alumno puede continuar en toda edad. El ambiente debiera ser propicio al estímulo del impulso y a producir como única alternativa a la instrucción el tedio y el aislamiento. Pero si algún niño prefiere esta alternativa, debe dejársele en libertad de opción. El principio del trabajo individual puede extenderse, aunque parece indispensable en los primeros años una cierta cantidad de trabajo en clase. Mas si se hace necesaria la autoridad externa para inducir a que un niño o una niña aprendan, es probable que la culpa sea del maestro, a menos de que haya razones médicas o de que haya sido defectuoso el entrenamiento moral previo. Si el niño ha sido bien educado moralmente hasta los cinco o los seis años, todo buen maestro conseguirá despertar su interés más adelante.

Cuando ello es posible, las ventajas son inmensas. El maestro aparece como el amigo del alumno, no como su enemigo. El niño aprende más de prisa, porque está cooperando. Aprende con menos fatiga porque no tiene que luchar con su atención reacia y aburrida. Y su sentido de iniciativa personal se agranda en vez de disminuirse. Teniendo en cuenta tales ventajas, parece que vale la pena admitir que el niño pueda aprender por la fuerza de su propio deseo, sin ninguna imposición obligatoria por parte del maestro. Si estos métodos fracasan en un pequeño porcentaje, conviene que los casos se aislen y se proceda a su instrucción por métodos distintos. Pero yo creo que con métodos adaptados a las inteligencias infantiles, los fracasos serían muy escasos.

Por las razones ya expuestas a propósito de la precisión, no creo que una instrucción realmente perfecta pueda hacerse interesante indefinidamente. Por mucho deseo que se tenga de conocer una materia determinada, algunos aspectos de ella tienen que ser forzosamente desprovistos de interés. Pero creo que mediante una dirección adecuada, un muchacho o muchacha pueden comprender la importancia de aprender lo que no es interesante y realizarlo sin necesidad de coacción. Yo emplearía el estímulo del elogio y la censura, aplicado como consecuencia de la buena o mala realización de una serie de tareas. Del mismo modo que en los juegos o en la gimnasia, la habilidad debe darse por supuesta. Y debiera insistirse por el maestro acerca de la importancia de las partes interesantes de un asunto. Si todos estos métodos fallasen, habría que clasificar al niño como estúpido, y enseñarle aparte de los niños de inteligencia normal, aunque teniendo mucho cuidado de que tal cosa no apareciera como un castigo.

Excepto en casos muy excepcionales, los padres no debieran ser nunca maestros de sus hijos, ni aun en la más tierna edad (por ejemplo, después de los cuatro años). L a enseñanza es un trabajo que requiere una aptitud especial, que puede aprenderse, pero que pocos padres han tenido la oportunidad de aprender. Cuanto más joven sea el niño, mayor aptitud pedagógica se requiere. Aparte de esto, el padre ha estado en contacto constante con su hijo antes de comenzar una educación formal, y así el niño ha adquirido una serie de hábitos y de esperanzas con respecto a su padre, que no son muy apropiadas para un maestro. El padre, además, está inclinado a tener demasiado interés y demasiada ansiedad por los progresos de su hijo. Le alegrará desordenadamente el talento de su hijo y le exasperará su estupidez. Las mismas razones que mueven a los médicos a no tratar a sus familias pueden aducirse para no enseñar a sus propios hijos. No quiero decir, naturalmente, que los padres no deban dar a sus hijos la instrucción que surge de un modo natural; quiero decir tan sólo que, de una manera general, los padres no son los mejores para dar a sus hijos lecciones formales, aun cuando estén perfectamente capacitados para enseñar a otros niños.

En la educación debe existir desde el primer día hasta el último un sentido de aventura intelectual. El mundo está lleno de cosas asombrosas, que pueden comprenderse con el necesario esfuerzo. El hecho de comprender lo desconcertante es delicioso y vigorizador, y todo buen maestro puede proporcionarlo. La señora Montessori describe la alegría de sus niños cuando se convencieron de que podían escribir, y yo recuerdo la sensación, casi de embriaguez, cuando leí por vez primera la deducción de Newton de la segunda ley de Kepler acerca de la ley de gravitación. Pocas alegrías son tan puras y tan útiles como ésta. La iniciativa y el trabajo individual dan al alumno la oportunidad del descubrimiento, proporcionándole el sentido de aventura mental con más frecuencia y más agudamente de lo que es posible cuando todo se aprende en la clase. Siempre que ello sea posible, dejemos que el estudiante sea más bien activo que pasivo. Este es uno de los secretos de que la educación deje de ser un tormento y se convierta en una bendición.
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