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Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

TERCERA PARTE

EDUCACIÓN INTELECTUAL

CAPÍTULO DÉCIMOQUINTO

LOS PROGRAMAS ESCOLARES ANTES DE LOS CATORCE AÑOS





Las cuestiones qué es lo que debe enseñarse» y cómo debe enseñarse están íntimamente relacionadas, es posible aprender más. De una manera particular, puede aprenderse más si los discípulos quieren aprender que si consideran el trabajo como un aburrimiento. Ya he dicho algo acerca de métodos y diré más en otro capítulo. Por ahora, supondré que se emplean los mejores métodos, y analizaré qué es lo que debiera enseñarse.

Cuando pensamos qué es lo que un adulto debiera saber, pronto convenimos en que hay cosas que debieran conocer todos, y que hay otras cuyo conocimiento debiera estar limitado a algunos. Algunos deben saber medicina, pero a la mayoría de los hombres les basta con un conocimiento elemental de la psicología e higiene. Alguien debe conocer la alta matemática, mas unas nociones elementales son suficientes para aquellos a quienes las matemáticas les disgustan. Alguien debe saber tocar el trombón, aunque felizmente no es necesario que todos los niños de la escuela practiquen ese instrumento. De una manera general, lo que se aprende en las escuelas antes de los catorce años debiera ser lo que debiera saber todo el mundo; casos excepcionales aparte, la especialización debiera venir más tarde. Debiera ser uno de los fines de la educación antes de los catorce años descubrir las aptitudes especiales de muchachos y muchachas para, en caso de que existan, poder desarrollarlas cuidadosamente en años posteriores. Por esta razón, está bien que todos aprendan los rudimentos de materias que no han de ser ampliadas más adelante por los que no tienen condiciones para ello.

Cuando hayamos decidido lo que todo adulto debe saber, decidiremos el orden en que debe enseñarse; las dificultades serán relativas enseñando primero lo que sea más fácil. Estos dos principios determinan de una manera general los programas de los primeros años escolares.

Doy por supuesto que cuando el niño tiene cinco años sabe leer y escribir. Ello debiera ser de la incumbencia de la escuela Montessori o de cualquiera otra que pudiera surgir mejorada en lo futuro. Hay que suponer también al niño una cierta precisión en el sentido de la percepción, los rudimentos de dibujo, de canto y baile y la facultad de concentrarse en alguna ocupación educativa entre los demás niños. Naturalmente que el niño no habrá llegado en esto a la perfección a los cinco años, y necesitará de ampliaciones en los años sucesivos. Creo que antes de los siete años no debiera intentarse nada que supusiera un esfuerzo mental considerable, pero las dificultades pueden disminuirse enormemente con habilidad. La aritmética es el coco de la niñez —yo me acuerdo de que lloraba amargamente por no poder aprender la tabla de multiplicar—, pero si se estudia gradual y cuidadosamente por medio del aparato Montessori, desaparece la sensación de desesperante desconcierto que inspiraban sus misterios. Sin embargo, no puede presicindirse del dominio de una cierta cantidad de reglas fastidiosas si se quiere adquirir la facilidad necesaria. Es muy difícil conseguir que los primeros programas escolares sean interesantes. La aritmética nos presenta la introducción natural a la precisión; la respuesta a una suma es bien o mal, pero nunca interesante o sugestiva. A esto se debe la importancia de la aritmética en la instrucción primaria, aparte de su utilidad práctica. Pero sus dificultades debieran ser cuidadosamente graduadas y distribuidas, sin dedicar demasiado tiempo a un esfuerzo determinado.

Cuando yo era joven, la geografía y la historia era de lo que peor se enseñaba. Me aterrorizaba la lección de geografía, y si toleraba la lección de historia era porque siempre he sido un apasionado de ella. Ambas disciplinas podían haber sido fascinantes para los niños. Mi hijo pequeño, aunque no ha recibido nunca una lección, sabe mucha más geografía que su niñera. Sus conocimientos los ha adquirido gracias a la afición que tiene, como todos los muchachos, por barcos y trenes. Le interesan los viajes imaginarios que hace con su barco, y escucha con profunda atención cuando le hablo de las etapas de un viaje a la China. Entonces, si él quiere, le enseño fotografías de los distintos países que hay que atravesar. A veces me pide el gran Atlas para mirar el viaje sobre el mapa. El viaje de Londres a Cornwall, que hace dos veces al año, le interesa apasionadamente, y conoce todas las estaciones en que el tren se detiene o donde deja vagones. Le fascinan el Polo Norte y el Polo Sur, y no se explica que no haya Polo Este ni Oeste. Conoce las direcciones de Francia, España y América sobre el mar y tiene ideas acerca de lo que es digno de verse en esos países. No ha aprendido nada de esto de una manera deliberada, sino como respuesta a su ávida curiosidad. A casi todos los niños les interesa la geografía en cuanto se la asocia a la idea de viaje. Yo enseñaría geografía en parte por fotografías y cuentos de viajes, pero principalmente por medio del cinema, exhibiendo lo que ve el viajero en su jornada. El conocimiento de los hechos geográficos es util, aunque sin valor intelectual intrínseco; en cambio, cuando la geografía se aviva por medio de fotografías, tiene la virtud de encender la imaginación. Está bien saber que hay países calientes y países fríos, regiones llanas y regiones montañosas, hombres negros, amarillos, rojos y morenos además de blancos. Estos conocimientos disminuyen la tiranía sobre la imaginación del contorno familiar y hacen posible comprender más adelante la existencia real de países remotos, lo cual es muy difícil no viajando. Por estas razones, yo concedería a la geografía una gran importancia en la enseñanza de los niños muy pequeños, en la seguridad de que no había de pesarles. Más adelante les proporcionaría libros con reproducciones, mapas e información elemental acerca de las distintas partes del mundo, así como pequeños ensayos acerca de las peculiaridades de diversos países.

Lo que decimos de la geografía, puede aplicarse con mayor propiedad a la historia, aunque en edad un poco más avanzada, porque al principio el sentido del tiempo es muy rudimentario. Yo creo que la enseñanza de la historia puede enseñarse con aprovechamiento alrededor de los cinco años, al principio con biografías interesantes de hombres eminentes, profusamente ilustradas. La reina Matilde cruzando en Abingdon el Támesis helado, me impresionó tan profundamente que cuando a los dieciocho años hice yo lo mismo, me imaginaba que me seguía el rey Esteban. Yo creo que la vida de Alejandro puede interesar a casi todos los niños de cinco años. Colón pertenece quizá más bien a la geografía que a la historia; yo puedo atestiguar que interesa a la edad de dos años, por lo menos a niños que conocen el mar. A los seis años el niño debiera estar en condiciones de conocer un bosquejo de historia del mundo del tipo de la de Wells, con las necesarias simplificaciones y con fotografías o con cine, a ser posible. Si vive en Londres, puede ver los extraños animales del Museo de Historia Natural, pero de ningún modo le llevaría al Museo Británico antes de los diez años, aproximadamente. Precisa tener cuidado al enseñar historia de no hablar de cosas que no están maduras para el niño, aun cuando sean interesantes para nosotros. Hay dos aspectos interesantes desde un principio: el proceso de la geología al hombre, del salvaje al hombre civilizado, y la narración dramática de los incidentes que contribuyen a formar un héroe simpático. Pero yo creo que debiéramos siempre tener presente como un hilo conductor, la concepción del progreso gradual, perpetuamente refrenado por el salvajismo que heredamos de las bestias, pero guiándonos siempre por medio del conocimiento, al dominio de nosotros mismos y de nuestro ambiente. La concepción de la raza humana que se nos aparece en lucha contra el caos fuera y la oscuridad dentro, con la débil lamparilla de la razón, que se convierte gradualmente en una gran luz que ahuyenta las sombras de la noche. Las divisiones entre razas, naciones y credos debieran considerarse como locuras que nos distraen en la batalla contra el Caos y la Noche, que constituye nuestra verdadera actividad humana.

Daría primeramente las ilustraciones de este tema, y tan sólo después, el tema mismo. Exhibiría al hombre salvaje temblando de frío y mordisqueando los frutos crudos de la tierra. Hablaría del descubrimiento del fuego y de sus efectos, sin olvidar el mito de Prometeo. Recordaría los comienzos de la agricultura en el valle del Nilo y la domesticación de los perros, las ovejas y las vacas. Demostraría el progreso de los barcos, desde las canoas hasta los grandes transatlánticos y el desarrollo de las ciudades, desde las colonias cavernícolas hasta Londres y Nueva York. Trataría del proceso de la escritura y de la numeración, del breve esplendor de Grecia, de la difusa magnificencia de Roma, de la oscuridad subsiguiente y de los comienzos de la ciencia. Todo esto podía interesar en sus detalles a los niños más pequeños. No pasaría en silencio las guerras, persecuciones y crueldades, pero no inspiraría admiración hacia los héroes militares. Los verdaderos conquistadores en mi enseñanza de la historia serían los que hicieron algo para disipar la oscuridad interior y exterior —Buda y Sócrates, Arquímedes, Galileo, Newton y todos los hombres que nos ayudaron a darnos dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza. Así, yo construiría una concepción de un destino espléndidamente señoril para la raza humana, destino que falseamos al volver a guerras y otras locuras atávicas, y que cumplimos cuando ponemos en el mundo algo que aumenta nuestro dominio humano.

En los primeros años escolares deberá dedicarse algún tiempo al baile, que es excelente para el cuerpo y para fomentar el sentido estético, además de constituir un gran placer para los niños. Las danzas colectivas debieran enseñarse a continuación de los primeros rudimentos; es una forma de cooperación que los niños aprecian fácilmente. Algo parecido hay que decir del canto, aunque debiera empezarse un poco más tarde que el baile, porque no produce tanta satisfacción muscular y porque su aprendizaje es más difícil. A muchos niños, aunque no a todos, les gustará cantar, y después de las canciones de sus niñeras pueden aprender canciones verdaderamente bellas. No hay razón para comenzar corrompiendo su gusto para tener que purificarlo más tarde. Los niños, como los adultos, difieren enormemente en capacidad musical y, por tanto, las clases más difíciles de canto debieran reservarse para niños seleccionados. Y entre ellos el canto no debiera ser nunca obligatorio, sino voluntario.

En la enseñanza de la literatura es muy fácil cometer equivocaciones. A nada conduce, al enseñar literatura lo mismo a pequeños que a mayores, el que aprendan las fechas de los autores, los nombres de sus obras, etc. Lo que se puede hallar en un manual no tiene valor. Lo que sí lo tiene es familiarizarse con algunos trozos de buena literatura, de modo que tal familiaridad influya no sólo al estilo, sino al pensamiento. Antiguamente la Biblia servía para esto, con efectos beneficiosos sobre el estilo en prosa de los niños ingleses, pero hoy pocos niños conocen la Biblia a fondo. Yo creo que no pueden conseguirse buenos resultados sin aprender de memoria. Esto se acostumbra a hacer como un entrenamiento memorístico, pero los psicólogos han demostrado que sus efectos en este aspecto son escasos. Los educadores modernos le conceden cada vez menos importancia. Sin embargo, yo creo que se equivocan, no en cuanto al posible mejoramiento de la memoria, sino en cuanto a los efectos del lenguaje bello en la palabra hablada y escrita. Esto debiera conseguirse sin esfuerzo, como una expresión espontánea del pensamiento, mas para conseguirlo en una colectividad que ha perdido sus primitivos impulsos estéticos es necesario producir un hábito de pensamiento, que me parece imposible conseguir sin un conocimiento íntimo de la buena literatura. Por ello me parece importante el aprender textos de memoria.

Pero el mero aprendizaje de trozos estereotipados parece aburrido y superficial a la mayor parte de los niños y, por lo tanto, no consigue su propósito. Es preferible que lo aprendido de memoria se asocie con la representación, porque entonces no es más que un medio para conseguir algo que encanta al niño. A partir de los tres años al niño le seduce representar algo; lo hacen espontáneamente, pero les atraen mucho más procedimientos mejor elaborados. Yo recuerdo el placer exquisito con que representé la escena de la disputa entre Bruto y Casio, declamando:

Preferiría ser un perro que ladra a la Luna, a ser un romano tan despreciable como tú.

Los niños que toman parte en la representación de Julio César, El mercader de Venecia u otra obra a propósito, no sólo aprenden la parte que les toca, sino las partes de los demás. La obra queda en su pensamiento durante mucho tiempo por un procedimiento agradable. Después de todo, la literatura tiende a proporcionar placer, y si los niños no lo obtienen, probablemente no sacarán provecho alguno. Por estas razones, yo limitaría la enseñanza de la literatura en los primeros años a lo que pueda representarse. El resto consistiría en la lectura voluntaria de cuentos bien escritos de la biblioteca escolar. Hoy se escribe literatura sentimentalmente estúpida para los niños, literatura que les molesta porque no se les toma en serio. ¡Qué distinta es la intensa seriedad de Robinsón Crusoe! La sentimentalidad con los niños y con los mayores es un fracaso de simpatía dramática. Ningún niño cree que sea encantador ser infantil; quieren aprender lo antes posible a comportarse como personas mayores. Por lo tanto, un libro para niños no debiera estar escrito en un tono de placer protector infantil. La estupidez artificial de muchos libros modernos infantiles es desagradable. O le aburren al niño, o le confunden y le perturban su impulso hacia el desarrollo mental. Por esta razón, los mejores libros para niños son los que encajan en su manera de ser, a pesar de haber sido escritos para personas mayores. Las únicas excepciones son las de libros que, aun siendo escritos para niños, entretienen asimismo a personas mayores, como los de Lear y Lewis Carroll. La cuestión de los idiomas modernos no es muy sencilla. En la niñez es posible aprender a hablar un lenguaje moderno con toda corrección, lo cual no puede conseguirse más adelante; hay, pues, razones de peso para enseñar idiomas a muy temprana edad. Algunos afirman que cuando se aprenden muy pronto idiomas extraños, se resiente el dominio del idioma propio. No lo creo. Tolstoi y Turgenev dominaban el ruso a pesar de haber aprendido en su infancia inglés, francés y alemán. Gibbon podía escribir en francés con tanta facilidad como en inglés, sin que por ello se resintiera su estilo. Durante el siglo XVIII todos los aristócratas ingleses aprendían francés en su primera juventud y muchos también italiano; su inglés era, sin embargo, mucho mejor que el de sus descendientes modernos. El instinto dramático del niño le impide confundir un idioma con otro siempre que los hable a personas diferentes. Yo aprendí el alemán al propio tiempo que el inglés y lo hablaba a las niñeras y a las institutrices hasta la edad de diez años; entonces aprendí francés, y lo hablé con las institutrices y los tutores. No confundía ningún idioma con el inglés, porque tenía diferentes asociaciones personales. Yo creo que si hay que enseñar un idioma moderno, debe enseñarlo una persona del país en que se hable, no sólo porque se enseña mejor, sino porque a los niños les parece menos artificial hablar un idioma extranjero a un extranjero que hablarlo a una persona cuyo idioma natural es el suyo propio. Creo, pues, que toda escuela para niños debiera tener una señorita francesa y, a ser posible, una señorita alemana también que, no sólo les instruyera a los niños acerca de su idioma, sino que jugase con ellos y les hablase e hiciera depender el éxito de los juegos de su comprensión y de sus respuestas. Podía comenzar con Frére Jacques y Sur le pont d'Avignon y continuar gradualmente con juegos más complicados. De esta manera se aprendería idiomas sin fatiga mental y con todo el placer añejo a la representación de una obra. Y ello puede conseguirse mucho más perfectamente y con menos pérdida de tiempo de educación valiosa que en cualquier otro período posterior.

La enseñanza de las matemáticas y la ciencia sólo puede comenzar hacia el final de la edad que estamos estudiando en este capítulo: o sea a los doce años. Desde luego, hay que suponer que se ha enseñado aritmética y que se le han dado nociones populares acerca de astronomía y geología, animales prehistóricos, exploradores famosos y otras cosas naturalmente interesantes. Pero ahora pienso en la enseñanza de la geometría y el álgebra, la física y la química. A algunos muchachos y muchachas les gusta la geometría y el álgebra, pero a la gran mayoría no. Dudo de que ello sea debido por completo a los defectuosos métodos de enseñanza. La capacidad para las matemáticas, como el sentido musical, es un don de los dioses, y yo creo que es muy raro aun en proporciones moderadas. Sin embargo, todo muchacho y muchacha debieran ensayar las matemáticas para descubrir quiénes son los que tienen talento para ellas. Y aun aquellos que no obtengan un gran provecho con el conocimiento de que las matemáticas existen. Con buenos métodos, casi todo el mundo puede comprender los elementos de la geometría. Del álgebra, no puedo decir lo mismo; es más abstracta que la geometría y esencialmente ininteligible para los cerebros que no pueden despegarse de lo concreto. La afición a la física y a la química, debidamente enseñada, tal vez sea más rara que la afición a las matemáticas, aunque existe todavía en una minoría de jóvenes. Tanto las matemáticas como la ciencia, entre los doce y catorce años, debieran enseñarse hasta el punto de convencerse de si el muchacho o muchacha tienen aptitud para ellas. Esto no es evidente desde un principio. Yo comencé odiando el álgebra, aunque después no me ha sido difícil. En algunos casos, será dudoso descubrir a los catorce años si existe o no la aptitud, y entonces convendrá prolongar los métodos de ensayo. Pero en muchos casos puede tomarse una decisión firme a los catorce años. A algunos les gustará definitivamente y sobresaldrán, a otros les disgustará y no conseguirán destacar. Pero pocas veces ocurrirá que a un alumno inteligente le disgusten o que a un alumno estúpido le gusten.

Lo que se ha dicho respecto a las matemáticas y a la ciencia puede aplicarse asimismo a los clásicos. Entre los doce y los catorce años yo daría la instrucción latina suficiente para convencerse de quiénes tienen vocación y facilidad. Estoy suponiendo que a los catorce años la educación debiera estar más o menos especializada, de acuerdo con los gustos y aptitudes del alumno. Los últimos años antes de que tal momento llegue debieran emplearse en adivinar lo que debe enseñarse en los años subsiguientes.

Durante los años escolares no debe desdeñarse la educación extraescolar. En el caso de familias acomodadas, puede ser obra de los padres, pero en otros casos debe encomendarse también en parte a la escuela. Al hablar de educación extraescolar no pienso en los juegos, que tienen su importancia, suficientemente reconocida, sino en algo distinto: en el conocimiento de cosas-agrícolas, en la familiaridad con los animales y las plantas, en la jardinería, en los hábitos de observación de la región, etc. Yo ma he quedado asombrado al descubrir que la gente de la ciudad pocas veces conoce los puntos del compás, nunca saben el camino que sigue el Sol, no se enteran de cuál es la parte de su casa resguardada del viento y carecen, en general, de conocimientos que tienen las ovejas y las vacas. Esta es la consecuencia de vivir exclusivamente en las ciudades. Y tal vez parezca raro si digo que ésta es una de las razones por las que el partido laborista no consigue triunfar en los distritos rurales. Pero, desde luego, es la razón por la cual quienes viven en las ciudades están divorciados de cuanto es primitivo y fundamental. No siempre, pero sí con frecuencia, tiene relación con su actitud trivial, superficial y frivola ante la vida. El tiempo y las estaciones, la siembra y la cosecha, las mieses, la lana y los rebaños tienen una cierta importancia humana y debieran ser familiares a todo el mundo, si el divorcio de la madre tierra no ha de ser completo. Todos estos conocimientos pueden ser adquiridos por los niños en el curso de actividades que son de inmenso valor para la salud y que por esta sola razón debían emprenderse. La alegría que los niños de la ciudad experimentan en el campo demuestra que satisfacen una necesidad profunda. Mientras no se satisfaga será incompleto nuestro sistema educativo.
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