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Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

TERCERA PARTE

EDUCACIÓN INTELECTUAL

CAPÍTULO DÉCIMOSEXTO

ÚLTIMOS AÑOS ESCOLARES





A los quince años, después de las vacaciones de verano, doy por supuesto que se permita especializarse al muchacho o muchacha que lo desean, y que ello se hace en una gran proporción de casos. Pero cuando no existe una preferencia definida, será preferible prolongar una educación general. En casos excepcionales, la especialización puede comenzar más pronto. En educación no hay reglas fijas. Pero yo creo que, como regla general, los alumnos de inteligencia más que mediana pueden comenzar su especialización alrededor de los catorce años, mientras que los de inteligencia inferior no debieran especializarse en modo alguno, con excepción de la enseñanza de artes y oficios. No quiero decir en este libro nada acerca de esto. Pero no creo que se debiera comenzar antes de los catorce años ni que debiera ocupar todo el tiempo escolar del alumno. Tampoco me propongo discutir el tiempo que debiera ocupar, ni si debiera darse esta enseñanza a todos los alumnos o solamente a algunos. Estas cuestiones suscitan problemas económicos y políticos que están relacionados indirectamente con la educación y no pueden discutirse en poco espacio. Me limitaré, pues, a la educación escolástica a partir de los catorce años.

Distinguiré tres grandes grupos de enseñanzas: 1, clásicos; 2, matemáticas y ciencia; 3, humanidades modernas. Este último grupo incluye los idiomas modernos, la historia y la literatura. En cada grupo debía ser posible especializarse más antes de dejar la escuela, lo cual yo supongo que no ocurre antes de los dieciocho años. Naturalmente, el que elija clásicos debe estudiar latín y griego, especializándose a voluntad en una u otra lengua. Las matemáticas y la ciencia debieran ir unidas al principio, pero en algunas ciencias es posible sobresalir sin saber muchas matemáticas, y de hecho muchos hombres eminentes de ciencia han sido malos matemáticos. Por lo tanto, yo permitiría a los muchachos y muchachas especializarse en matemáticas o en ciencia al llegar a los dieciséis años, sin abandonar por ello la rama no elegida. Las mismas observaciones pueden hacerse con respecto a las humanidades modernas.

Algunos asuntos de gran importancia utilitaria debieran enseñarse a todo el mundo. Entre ellos yo incluiría la anatomía, la fisiología y la higiene con la extensión que puede exigirse en la vida del adulto. Aunque tal vez esto debiera enseñarse más pronto, puesto que está relacionado naturalmente con la educación sexual, que debiera comenzar, a ser posible, antes de la pubertad. Pudiera objetarse a esto diciendo que hay el peligro de que estos conocimientos se olviden antes de poder utilizarlos. Por lo tanto, yo creo la mejor solución enseñarlos dos veces: la primera, de un modo sencillo y elemental, antes de la pubertad, y la segunda, más adelante y con mayor extensión, relacionándola con conocimientos elementales acerca de la salud y de la enfermedad. Yo creo que todos los alumnos debieran saber también algo acerca del Parlamento y la Constitución, pero hay que tener mucho cuidado de que no degenere esta enseñanza en propaganda política.

Más importante que los programas es la cuestión de los métodos de enseñanza y el espíritu con que se dé. El problema fundamental en este aspecto es hacer que el trabajo sea interesante sin ser demasiado fácil. El estudio exacto y detallado debiera complementarse con libros y conferencias acerca de aspectos generales. Antes de sentarse a ver una tragedia griega, yo haría que los estudiantes leyesen una traducción por Gilbert Murray u otro traductor acreditado. Las matemáticas debieran diversificarse por una conferencia ocasional acerca de la historia de los descubrimientos matemáticos y acerca de su influencia en la ciencia y en la vida diaria, con sugestiones acerca de las delicias que pueden gozarse en las altas matemáticas. De manera análoga, el estudio de la historia debiera complementarse con brillantes bosquejos, aun cuando contuvieran generalizaciones discutibles. A los estudiantes se les debiera enseñar que las generalizaciones son problemáticas e invitarles a estudiarlas detalladamente para aprobarlas o rechazarlas. En ciencia es recomendable leer libros populares que nos den noticia de las recientes investigaciones, de manera que tengamos alguna idea acerca de los propósitos generales científicos realizados por leyes y hechos particulares. Todo esto es útil como incentivo para un estudio exacto y minucioso, pero es perjudicial si se considera como un substitutivo. Los alumnos no deben excitarse pensando que hay atajos para el conocimiento. Esto constituye un peligro real en la moderna educación, debido a la reacción frente a la antigua disciplina, tan severa. El trabajo mental envuelto en la disciplina estaba bien, pero estaba mal que se matase todo interés intelectual. Debemos procurar llegar a un trabajo intenso, pero por procedimientos distintos de los antiguos ordenancistas. No creo que ello sea imposible. En América nos encontramos con hombres que eran perezosos antes de graduarse y que luego trabajan con entusiasmo en la Facultad de Derecho o de Medicina, porque han encontrado al fin un trabajo que les interesa por parecerles importante. Esto es lo esencial: hagamos que el trabajo escolar les parezca importante a los alumnos y trabajarán con entusiasmo. Pero si presentamos un trabajo demasiado sencillo, comprenderán casi instintivamente que no les damos lo que realmente vale la pena de darles. A los muchachos y muchachas inteligentes les gusta luchar con las dificultades. Con una buena enseñanza y la eliminación del miedo, muchos muchachos y muchachas que ahora parecen estúpidos y dormidos serían inteligentes y despiertos.

Durante la educación, la iniciativa debiera partir en lo posible del alumno. Madame Montessori ha demostrado cómo puede hacerse esto con niños muy pequeños, aunque con mayores se requieran métodos diferentes. Yo creo que está generalmente reconocido por los educadores progresivos, que debiera haber mucho más trabajo individual y mucho menos trabajo en clase de lo que se acostumbra, aunque el trabajo individual se realizase en una habitación llena de muchachos y muchachas entregados a la misma faena. Las bibliotecas y los laboratorios debieran ser espaciosos y adecuados. Una parte considerable del trabajo diario debiera realizarse aparte, con un estudio voluntario y autónomo, pero el alumno debiera escribir una relación de lo que está estudiando, con un extracto de los conocimientos adquiridos. Esto ayuda a fijarlas cosas en la memoria, a dar a la lectura un fin deliberado y a que el maestro adquiera en cada caso el control que sea necesario. Cuanto más inteligente sea el alumno, menos control se necesita. A los que no son muy inteligentes será necesario guiarles, pero no por procedimientos imperativos, sino por la sugestión, la pregunta y el estímulo. No debieran faltar tampoco temas propuestos acerca de un asunto determinado para adquirir práctica en la averiguación de hechos y en su presentación de manera ordenada.

Además del trabajo corriente, debiera animarse a muchachos y muchachas para que se interesaran en cuestiones políticas, sociales y hasta teológicas, que por su importancia están sujetas a constante controversia. Debiera inclinárseles a estudiar no sólo el punto de vista ortodoxo, sino los dos aspectos de la cuestión sujeta a controversia. Si alguno de ellos se apasiona por uno u otro bando, se les debiera enseñar a encontrar los argumentos que fortifiquen su tesis y animarles a discutir con los que sostienen ideas diferentes. Los debates seriamente dirigidos, con el fin de investigar la verdad, pueden ser de gran valor. En ellos el maestro no debiera adoptar ningún partido, aun cuando sus convicciones fueran muy enérgicas. Cuando la mayor parte de los alumnos se pronuncie en un sentido, el maestro debe contradecirles, tan sólo para avivar la discusión. De otro modo, su actuación se reduciría a corregir equivocaciones en cuanto a los hechos. Así los alumnos verían en la discusión un medio de averiguar la verdad y no una contienda para obtener una victoria retórica.

Si yo estuviera al frente de una escuela para muchachos y muchachas mayores, me parecería igualmente indeseable eludir temas corrientes que hacer propaganda acerca de ellos. Es excelente lograr que los discípulos comprendan que su educación es apta para afrontar todas las cuestiones que agitan al mundo; ello les da la sensación de que la enseñanza escolástica no está divorciada del mundo práctico. Pero yo no impondría mis opiniones a los alumnos. Lo que haría sería presentarles el ideal de una actitud científica frente a cuestiones prácticas. Yo creo que ellos encontrarían argumentos y hechos verdaderos. En política, especialmente, este hábito es tan raro como valioso. Todo partido político vehemente engendra un capullo de mito dentro del cual su mentalidad dormita de apacible. La pasión mata con mucha frecuencia al entendimiento; entre los intelectuales, por el contrario, no es raro que el entendimiento mate a la pasión. Yo aspiro a huir de ambos infortunios. Es deseable un sentimiento apasionado siempre que no sea destructivo, y el entendimiento es deseable con el mismo requisito. Yo desearía que las pasiones políticas fundamentales fuesen constructivas, y procuraría que el entendimiento sirviera a estas pasiones. Pero debe servirlas genuinamente, objetivamente, no sólo en un mundo de sueños. Cuando el mundo real no es suficientemente atractivo, tendemos a refugiarnos en un mundo imaginario donde nuestros deseos se realizan sin gran esfuerzo. Esto es la esencia de la histeria. Es también la fuente de los mitos nacionalistas, teológicos y de clase. Demuestra una debilidad de carácter que es casi universal en el mundo actual. Uno de los fines de la educación escolar más avanzada debiera ser el combatir esta debilidad de carácter. Hay dos procedimientos para combatirla, ambos necesarios, aunque en un sentido opuesto. El uno consiste en aumentar nuestra idea de lo que puede hacerse en el mundo de la realidad; el otro en hacernos más sensibles a lo que la realidad puede hacer disipando nuestros sueños. Ambos están comprendidos en el principio de vivir más bien objetiva que subjetivamente.

El ejemplo clásico de la subjetividad es don Quijote. Al hacer su yelmo por vez primera verificó su capacidad para resistir los golpes y lo deformó; la segunda vez se convenció, sin probarlo, de que era un yelmo excelente. Esta costumbre dominó su vida. Pero toda negativa a afrontar los hechos desagradables es del mismo tipo: todos somos, más o menos, don Quijotes. Don Quijote no hubiera hecho lo que hizo si en la escuela le hubieran enseñado a hacer un yelmo realmente bueno y si se hubiera rodeado de compañeros que se hubiesen negado a convencerse de lo que querían creer. El hábito de vivir entre fantasías es normal y correcto en la primera niñez, porque los niños pequeños tienen una impotencia que no es patológica. Pero a medida que se aproxima la vida adulta, debe haber una realización más y más viva de que los sueños son valiosos en tanto en cuanto pueden trasladarse más pronto o más tarde a la realidad. Los niños son admirables al rectificar las reclamaciones puramente personales de los otros niños; en una escuela es difícil hacerse ilusiones respecto al poder de uno en relación con sus compañeros. Mas la facultad de crear mitos permanece activa en otras direcciones, a menudo con la cooperación de sus maestros. La escuela propia es la mejor del mundo; el país propio tiene razón siempre y es siempre vencedor; la clase social propia (si uno es rico) es mejor que cualquiera otra clase social. Todos estos son mitos indeseables. Nos llevan al convencimiento de que tenemos un buen yelmo, cuando, de hecho, cualquiera puede partirlo en dos pedazos con su espada. En este aspecto promueven la pereza y, en definitiva, nos llevan al desastre.

Para curar este hábito mental es necesario, como en otros casos, reemplazar el miedo por la previsión racional de la desgracia. El miedo hace que la gente no afronte los peligros verdaderos. Una persona afectada de subjetivismo, si se despierta de noche al grito de ¡fuego!, creerá que debe de ser en la casa del vecino, puesto que la verdad sería demasiado terrible, y así perderá la posibilidad de escapar en el momento oportuno. Esto, naturalmente, sólo ocurriría en un caso patológico, pero en política una conducta parecida es lo normal. El miedo como una emoción es desastroso en todos los casos en que la realidad puede descubrirse sólo por el pensamiento; por lo tanto, debemos prever las posibilidades del mal sin sentir miedo y emplear nuestra inteligencia con el propósito de evitar lo que no es inevitable. Los males que son realmente inevitables han de afrontarse con valor decidido, pero ahora no hablo de ellos.

No quiero repetir lo que ya dije a propósito del miedo en un capitulo anterior; ahora hablo de él en un aspecto intelectual, como un obstáculo para el verdadero pensamiento. En este aspecto, es mucho más fácil vencerlo en la juventud que más adelante, porque un cambio de opinión es menos posible que cause graves disturbios a un niño o niña que a un adulto cuya vida descansa sobre determinados postulados. Por esta razón, yo fomentaría el hábito de la discusión inteligente entre muchachos y muchachas mayores, y no les pondría obstáculos en su camino, aun cuando disintieran de lo que a mi me parecen verdades importantes. Mi finalidad sería enseñar a pensar, y no la ortodoxia o la heterodoxia. Y nunca sacrificaría la inteligencia al interés imaginario de la moral. Es corriente creer que la enseñanza de la virtud exige inculcar falsedades. En política, ocultamos los vicios de estadistas eminentes de nuestro partido. En teología, ocultamos los pecados de los Papas si somos católicos, y los pecados de Lutero y de Calvino si somos protestantes. En cuestiones sexuales, afectamos creer ante los jóvenes que la virtud es muy corriente. En todos los países hay ciertos hechos que a la policía le parecen indeseables, cuyo conocimiento no se tolera a los adultos, y el censor en Inglaterra no tolera la representación de obras realistas porque cree que el público sólo mediante engaños puede encaminarse a la virtud. Toda esta actitud implica cierta debilidad. Conozcamos la verdad como quiera que ella sea, y actuemos entonces razonablemente. Los dueños del poder quieren ocultar la verdad a sus esclavos para desorientarlos en sus propios intereses; esto es comprensible. Lo que no lo es tanto es que las democracias decreten voluntariamente leyes encaminadas a impedirse a sí mismas el conocimiento de la verdad. Esto es quijotismo colectivo, porque las democracias han resuelto que no se les diga que el yelmo es peor de lo que ellas quieren creer que es. Tal actitud de abyección es indigna de hombres y mujeres libres. En mi escuela no existe ningún obstáculo de ninguna clase para el conocimiento. Yo persigo la virtud por la recta educación de las pasiones y de los instintos, no por la mentira y el engaño. En la virtud que yo deseo la persecución del conocimiento sin miedo y sin limitación es un elemento esencial que, si falta, priva de valor a todo lo demás.

Lo que yo digo no es más que esto: que yo cultivaría el espíritu científico. Muchos hombres de ciencia eminentes carecen de este espíritu fuera de su especialidad; yo quisiera que lo penetrase todo. El espíritu científico exige, en primer término, el deseo de encontrar la verdad; cuanto más ardiente sea ese deseo, mejor. Supone además ciertas cualidades intelectuales. Debe existir una inseguridad inicial, y la decisión subsiguiente debe estar de acuerdo con la evidencia. No debemos suponer de antemano que sabemos lo que la evidencia ha de demostrar. Ni debemos contentarnos con un escepticismo perezoso que considera inasequible la verdad objetiva e inconcluyente la evidencia. Debemos comprender que hasta nuestras creencias más profundas necesitan cierta corrección, pero la verdad, en cuanto es humanamente asequible, es una cuestión de gradación. Nuestras ideas acerca de la física son seguramente menos falsas que las anteriores a Galileo. Nuestras ideas sobre psicología infantil son ciertamente más próximas a la verdad que las del lector Arnold. En ambos casos, el progreso se ha obtenido substituyendo la observación a los prejuicios y pasiones. Por ello es tan importante la inseguridad inicial. Es necesaria, además, para enseñar la habilidad que se requiere para llegar a una evidencia disciplinada. En un mundo en el que propagandistas rivales flamean constantemente sus mentiras ante nosotros para inducirnos a envenenarnos con pildoras o con gases asfixiantes, esta actitud mental de criticismo es de una enorme importancia. La credulidad fácil ante afirmaciones repetidas es una de las calamidades del mundo moderno, y las escuelas debieran prevenirse contra ella.

Durante todos los años escolares debía existir el espíritu de aventura intelectual. A los alumnos se les debiera dar la oportunidad de encontrar cosas sugestivas por sí mismas, después de terminar sus tareas, que nunca debieran ser abrumadoras. Se debiera elogiar siempre que hubiese motivo para ello y se debieran señalar las equivocaciones sin ánimo de censura. Nunca se debiera abrumar a los alumnos con la sensación de su estupidez. El gran estimulo en la educación está en creer que la realización es posible. Los conocimientos que nos parecen aburridos son ineficaces, pero los que se asimilan con avidez se convierten en una permanente posesión. Hagamos que la relación del conocimiento con la vida real sea palpable para los alumnos, y hagámosles comprender cómo puede transformarse el mundo por medio del conocimiento. Hagamos que el maestro aparezca siempre como aliado de sus discípulos y nunca como enemigo suyo. Con una buena educación en los años primeros, estos preceptos bastarán para hacer deliciosa la adquisición del conocimiento a la mayoría de muchachos y muchachas.
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