Bertrand Russell
ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN
TERCERA PARTE
EDUCACIÓN INTELECTUAL
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
INTERNADO Y EXTERNADO
La cuestión de si es conveniente que un muchacho o muchacha sean internos o externos, debe decidirse, en cada caso, de acuerdo con las circunstancias y el temperamento. Cada sistema tiene sus ventajas; en unos casos son preferibles las del uno,
y en otros las del otro. Yo me propongo exponer en este capítulo los argumentos que tendrían fuerza para decidirme con respecto a mis hijos, y que
yo creo pueden pesar en el ánimo de otros padres conscientes.
Hay que tener en cuenta, en primer lugar, lo referente a la salud. Dígase lo que se quiera respecto de las escuelas actuales, es lo cierto que están capacitadas para proceder en este aspecto de manera más cuidadosamente científica que la mayor parte de los particulares, porque pueden emplear médicos, dentistas y matronas que posean los conocimientos más modernos, mientras que los padres, con sus ocupaciones, no están comparativamente tan informados, desde un punto de vista médico. Además, las escuelas pueden instalarse en barrios saludables. En el caso de la gente que vive en grandes ciudades, este argumento es de gran fuerza en pro del internado. Es indiscutiblemente mejor para los jóvenes pasar la mayor parte de su vida en el campo; por tanto, es deseable que los padres que viven en ciudades manden a sus hijos fuera de su casa. Este argumento tal vez deje de
tener pronto mucha validez: la salud de Londres, por ejemplo, está mejorando extraordinariamente, y pudiera equipararse con la campiña merced al empleo artificial de los rayos ultravioleta. Sin embargo, aun cuando la enfermedad pudiera descender al nivel del campo, quedaría siempre una considerable
tensión nerviosa. El ruido constante es malo para los niños y para los adultos; las vistas campestres, el olor de la tierra mojada, el viento y las estrellas debieran estar fijos en la memoria de todos los hombres y mujeres. Creo, por lo tanto, que la vida en el campo durante la mayor parte del año seguirá siendo importante para la juventud, a pesar de los progresos que se efectúan en la salud urbana.
Otro argumento, aunque de menor importancia, en favor del internado, es que con él se ahorra el tiempo que se pierde en ir y venir. La mayor parte de la gente no tiene una buena escuela a las puertas de su casa, y tiene que recorrer una distancia considerable. Este argumento tiene más importancia en el campo, así como el otro la tenía para los habitantes de ciudades. Cuando se desea ensayar alguna innovación en métodos educativos, es casi inevitable que se verifiquen en una escuela con internado, pues no es probable que los padres interesados vivan dentro de un área reducida. Esto
no tiene aplicación con los niños muy pequeños, pues no se hallan sometidos por completo a las autoridades educadoras; por tanto, madame Montessorí y miss McMillan pudieron hacer sus experiencias entre los muy pobres. Dentro de los
años propiamente escolares, por el contrario, sólo los ricos pueden permitirse experiencias con la educación de sus hijos. La mayor parte prefieren, naturalmente, lo viejo y convencional; los pocos que desean algo más están geográficamente muy separados. Experiencias como la de Bedales sólo son posibles en escuelas con internado.
Los argumentos de la otra parte son, sin embargo, muy importantes. En una escuela hay muchos aspectos de la vida que no tienen manifestación; se trata de un mundo artificial, cuyos problemas no son los del mundo en su conjunto. El muchacho que está en su casa solamente durante las vacaciones, cuando todo el mundo se preocupa de él, está en disposición de adquirir mucho menor conocimiento de la vida que quien está en casa mañana
y noche. Esto, en la actualidad, es menos cierto respecto a las muchachas, a quienes se exige más en muchos hogares, pero en la medida en que su educación se asemeja a la de los muchachos, su vida de hogar se ha de parecer también
y desaparecerá su gran conocimiento actual de cuestiones domésticas. Después de los quince o los dieciséis años es aconsejable que muchachos y muchachas
que tengan una cierta participación en las ocupaciones y ansiedades paternas —no demasiada, porque ello perjudicaría a su educación—, mas alguna, en definitiva, para que no dejen de comprender que las personas mayores tienen su propia vida, sus propios intereses y su propia importancia. En la escuela sólo cuentan los jóvenes y todo se hace para ellos. En vacaciones, la atmósfera
del hogar es propicia para que en ella dominen los jóvenes. En consecuencia, ellos tienden a hacerse duros y arrogantes, desconocedores de la vida adulta y completamente alejados de sus padres.
Esto puede producir efectos deplorables en las afecciones de los jóvenes. Su afecto por sus padres puede atrofiarse, y nunca aprenderán a entenderse con personas cuyos gustos y aficiones sean distintos de los suyos. Yo creo que esto tiende a una cierta egoísta integridad, a la concepción de su
propia personalidad como algo exclusivo. La familia es el correctivo más natural de tendencia semejante, ya que es una ciudad compuesta de personas
de diferente edad y sexo, con funciones distintas que realizar, y es orgánica, de un modo distinto a una colección de individuos homogéneos. Los padres aman a sus hijos en gran parte porque les dan muchas preocupaciones; si los padres no dan preocupaciones a sus hijos, éstos no los tomarán en serio. El respeto para los derechos de otros es una de las cosas que los jóvenes debieran
aprender, y se aprende más fácilmente en la familia que en parte alguna. Es conveniente que los hijos sepan que su padre puede estar abrumado de preocupaciones y su madre cansada por múltiples incidentes. Y conviene que la afección filial permanezca viva durante la adolescencia. Un mundo sin afectos familiares tiende a hacerse áspero y mecánico, compuesto de individuos que procuran dominar, pero se hacen rastreros si no lo consiguen. Yo sospecho que tales efectos se producen en una cierta extensión al enviar a los niños a escuelas con internado, y me parecen de importancia suficiente para contrapesar grandes ventajas.
Es cierto, como quieren los psicólogos modernos, que es muy perjudicial la influencia excesiva del padre o de la madre. Pero no creo que se produzca fácilmente enviando los niños a la escuela desde los dos o tres años, como he insinuado. El externado en la escuela desde esa edad, creo que establece la debida proporción entre el dominio y la insignificancia paternos. Después de las consideraciones antedichas, me parece que éste es el mejor
camino, supuesto un hogar agradable.
En el caso de muchachos sensibles, hay un cierto riesgo en dejarles relegados exclusivamente a la compañía de otros niños. Cuando tienen alrededor de doce años, la mayor parte de los niños son bárbaros e insensibles. Hace muy poco tiempo, en una escuela pública de importancia, se dio el caso de golpear brutalmente a un muchacho por simpatizar con el partido laborista. Los muchachos que no tienen los gustos y opiniones corrientes están
expuestos a sufrir mucho. Aun en los internados más progresivos y modernos, los que simpatizaban con los boers lo pasaron muy mal en la guerra boer. Casi siempre se trata mal al muchacho aficionado a la lectura, o a quien no le disgusta su trabajo. En Francia los muchachos más inteligentes pasan a la Escuela Normal Superior, y ya no se mezclan con los demás. Este plan tiene, ciertamente, sus ventajas. Evita que se deshagan los nervios de los intelectuales y que se conviertan en sicofantes del filisteo típico, como les ocurre a muchos en este país. Impide la tensión y la desgracia, que agobian a un muchacho impopular. Hace posible que los muchachos inteligentes reciban la enseñanza que les conviene, mucho más rápida e intensa que la enseñanza corriente. Por otra parte, aisla a los intelectuales del resto de la sociedad
más adelante y los hace tal vez menos capacitados para comprender al hombre medio. Pero a pesar de este posible inconveniente, me parece preferible a la costumbre de las clases altas inglesas de torturar a todo muchacho de inteligencia o moralidad excepcionales, a menos de que sobresalgan al propio
tiempo en los deportes.
Sin embargo, el salvajismo de los muchachos no es incurable, y es mucho menor de lo que ha sido. El libro Tom Brown's School Days nos presenta una visión sombría, que sería exagerado aplicarla a nuestras escuelas públicas de hoy. Mucho menos tratándose de muchachos que han recibido la educación inicial de que nos hemos ocupado en capítulos anteriores. Creo, asimismo, que la coeducación, que es posible en una escuela con internado, como lo demuestra Bedales, puede producir un efecto civilizador en los muchachos. Yo tengo muchos recelos para admitir diferencias nativas entre los sexos, pero creo que las muchachas están menos dispuestas que los muchachos a castigar a los raros por medio de la crueldad física. Sin embargo, en la actualidad hay muy pocas escuelas a las que yo me arriesgaría a enviar a un muchacho con inteligencia, sensibilidad o moralidad por encima de lo normal, o no siendo conservador en política y ortodoxo en teología. Para tales muchachos, estoy convencido de que el sistema actual de las escuelas públicas es deplorable. Y entre estos muchachos hay que incluir a todos los que tienen algún mérito excepcional.
De las consideraciones anteriores en pro y en contra de las escuelas con internado, hay dos esenciales e inalterables, y ambas son contrarias. Por una parte hay que tener en cuenta los beneficios del campo y del aire libre; por otra los afectos familiares y la educación derivada del conocimiento de las responsabilidades familiares. En el caso de los padres que viven en el campo, hay otro argumento en favor del internado, y es que hay pocas probabilidades de encontrar en las cercanías buenas escuelas para alumnos externos. No creo posible, en vista de estas consideraciones opuestas,
llegar a una conclusión general. Cuando los niños son fuertes y vigorosos, las consideraciones de salubridad no tienen tanta importancia como para decidirse en favor de una escuela interna. Cuando tienen un cariño extraordinario por sus padres, el argumento en favor del externado tampoco es importante, puesto que bastan las vacaciones para conservar vivo el cariño familiar, y una solución de continuidad puede impedir que ese cariño sea excesivo. Un niño muy sensible, de cualidades excepcionales, no debe ir a una escuela interna, y en
casos extremos, hará bien en no acudir a ninguna escuela. Desde luego, una buena escuela es mejor que un mal hogar, y un buen hogar es mejor que una mala escuela. Pero cuando escuela y hogar sean excelentes, hay que pesar los méritos respectivos.
Hasta ahora he escrito fijándome en los padres ricos, para quienes la elección es posible. Cuando consideramos la cuestión desde un punto de vista político, hay que tener en cuenta distintas consideraciones. Por una parte el coste de las escuelas con internado; por otra la simplificación del problema familiar al tener los hijos fuera. Yo sostengo enérgicamente que, con excepción de muy pocos casos, todo el mundo debiera tener una educación escolástica hasta los dieciocho años y que la educación especializada sólo debiera comenzar a partir de esa edad. Aunque pudiera decirse mucho más acerca
de esto, las razones económicas decidirán durante mucho tiempo todavía la cuestión en favor del externado para los hijos de quienes viven de su sueldo o su salario. Y como no hay razones para creer que esto es equivocado, podemos aceptar esta decisión, a pesar de que no es motivada por razones educativas.