Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo VI - ConstructividadSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo VIII - VeracidadBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO SÉPTIMO

EGOISMO Y PROPIEDAD





Llegamos ahora a un problema análogo al del miedo, porque se relaciona con un impulso que es fuerte, que en parte es instintivo y que, además, es francamente indeseable. Debemos preocuparnos mucho de no desviar en ningún caso la naturaleza del niño. Es inútil cerrar nuestros ojos a su naturaleza o desear que sea distinta; debemos aceptarla tal cual es y no aplicar procedimientos que sean aplicables a materias primas diferentes.

El egoísmo no es un concepto ético fundamental; cuanto más lo analizamos, mayor nos parece su vaguedad. Pero como fenómeno infantil es perfectamente definido y presenta problemas que es necesario afrontar. Si se le deja seguir su impulso, el niño mayor se queda con los juguetes del más pequeño, exige más atención de la que le corresponde y va en pos de sus deseos, sin tener en cuenta para nada las molestias que ocasione a un niño de menor edad. El egoísmo humano, como un gas, tiende siempre a expandirse si no se le contiene con una presión externa. El objeto de la educación en este aspecto es conseguir que la presión externa tome en el cerebro infantil la forma de hábitos, ideas y simpatías, y no de golpes, porrazos y castigos. La idea necesaria es la de justicia, no la de propio renunciamiento. Todo el mundo tiene derecho a una cierta cantidad de espacio sobre la Tierra, y no debiera considerarse abominable la reclamación de este derecho. Cuando se predica el sacrificio, se sobrentiende que no puede practicarse por completo, y que el resultado ha de ser satisfactorio. Pero ocurre que la gente no aprende la lección, o que se creen culpables cuando no hacen otra cosa que pedir justicia, o que llevan su propio sacrificio a ridículos extremos. En este último caso sienten una indignación velada contra los mismos en cuyo favor renuncian y, probablemente, facilitan que vuelva el egoísmo en súplica de agradecimiento. En ningún caso puede ser doctrina verdadera el sacrificio propio, porque no puede ser universal, y es completamente indeseable la propagación de falsedades como un medio para llegar a la virtud , porque cuando el engaño aparece la virtud se evapora. La justicia, en cambio, puede ser universal. Por eso debiéramos infundir en los hábitos y en las mentes infantiles el concepto de justicia.

Es difícil, por no decir imposible, hablar de justicia a un niño solitario. Los derechos y deseos de las personas mayores son tan distintos en los niños, que apenas pueden excitar su imaginación; en los placeres de unos y de otros apenas existe competencia. Además, como las personas mayores pueden exigir obediencia a sus propias pretensiones, tienen que ser jueces y parte, y no pueden producir en el niño un efecto de tribunal imparcial. Pueden, naturalmente, dar órdenes concretas acerca de normas de conducta —no interrumpir a su madre cuando está haciendo la cuenta de la ropa, no gritar cuando su padre está ocupado, no interrumpir cuando hay visitas—. Pero estas son exigencias inexplicables, a las que el niño se somete voluntariamente si se le obliga con amabilidad, aunque no afectan lo más mínimo a su concepto de lo justo y razonable. Está bien que se obligue al niño a obedecer tales mandatos, porque no se debe consentir que sea un tiranuelo, y porque debe comprender que otras personas conceden importancia a sus asuntos, por muy raros que sean. Pero de estos métodos no se puede esperar otra cosa que normas exteriores de conducta; la verdadera educación sobre la justicia sólo puede aparecer en las relaciones de los niños entre sí. Esta es otra de las muchas razones para que no se deje solo al niño. Los padres que tienen la desgracia de tener un solo hijo deben hacer cuanto les sea posible para que tengan compañía, aun a costa de alejarlos de su casa, si no hay otra solución. Un niño solitario tiene que ser egoísta o inferior, o quizá ambas cosas, alternativamente. Un niño mimado es patético, y un niño desatendido es un estorbo. En esta época de familias reducidas, el problema se ha agudizado. Es una de las razones para reclamar escuelas de nodrizas, de las que hablaré más adelante. Por el momento me fijaré en una familia con dos hijos por lo menos, de edad no muy diferente, para que sus gustos sean también aproximados.

Cuando el placer a que se aspira puede ser gozado por uno solo al mismo tiempo, como por ejemplo, guiar un cochecillo, se observará que los niños tienen sentido de justicia. Su impulso, naturalmente, les conduce a pedir que se les dé gusto, excluyendo a los demás, pero es sorprendente cuán pronto se conforman si las personas mayores deciden que se turne cada uno. No creo que el sentido de justicia sea innato, si bien me asombra la facilidad con que puede ser creado. Naturalmente, la justicia debe ser verdadera, sin un asomo de parcialidad oculta. Si tenemos preferencia por un niño determinado, debemos procurar que no influya en la equitativa distribución de satisfacciones. Es una práctica, generalmente aceptada, que los juguetes sean iguales.

Es inútil afrontar la demanda de justicia con ejercicios de moralidad. No demos más que justicia, pero tampoco esperemos que el niño acepte menos. En el libro The Fairchild Family hay un capítulo titulado Los pecados secretos del corazón, que nos indica los métodos que hay que evitar. Lucía quiere demostrar que ha sido buena, y su madre la contesta que aunque nada hay en su conducta reprobable, los pensamientos son equivocados. Se apoya en una cita de Jeremías, XVII, 9; El corazón es engañoso sobre todas las cosas, y desesperadamente malo. La señora Fairchild da a Lucía un librito en el cual anote las cosas desesperadamente malas, que hay en su corazón, a pesar de ser exteriormente tan buena. A la hora del desayuno, sus padres le dan a su hermana una cinta de seda, a su hermano una cereza y a ella nada. Entonces anota en su cuaderno que en aquel momento tuvo un mal pensamiento: el de que sus padres querían a sus hermanos más que a ella. A ella le habían dicho, y ella lo creía, que debía combatir este pensamiento por medio de la disciplina moral, pero este método sólo podía ocultarlo, para producir más adelante extraños efectos perturbadores. Lo más natural en ella hubiera sido decir lo que sentía, y en sus padres disipar sus recelos haciéndola otro regalo o explicándole, de manera comprensible, que aguardase a que otra vez estuvieran en disposición de hacérselo. La verdad y la franqueza disipan las dificultades, mas la solución de la disciplina moral represiva no hace sino agravarlas.

Intimamente relacionado con la justicia se halla el sentido de la propiedad. Esta es una cuestión espinosa, que debe dilucidarse con mucho tacto y no con una colección de reglas rígidas. Hay, en efecto, razones encontradas, que dificultan trazar una línea definida. Por una parte, el amor a la propiedad produce muchos terribles males en años posteriores; el miedo a perder valiosas posesiones materiales es una de las fuentes notorias de crueldad económica y política. Es deseable que hombres y mujeres pudieran encontrar su felicidad sin tener que someterse a la propiedad privada, es decir, en actividades más bien creadoras que defensivas. Por esto no es recomendable, a ser posible, cultivar en los niños el sentido de propiedad. Pero antes de actuar con arreglo a este punto de vista, sería peligroso desdeñar fuertes argumentos en contrario. En primer lugar, el sentido de propiedad está fuertemente acusado en los niños, y se desarrolla tan pronto como pueden agarrar los objetos que ven (coordinación de la vista y de la mano). Lo que ellos cogen, lo creen suyo, y se indignan si alguien se lo quita. Todavía hablamos de propiedad como de algo que se retiene, y manutención etimológicamente significa tener en la mano. Un niño que no tenga juguetes propios, reunirá trozos de madera, de ladrillo o de cualquier cosa y los guardará como un tesoro. El deseo de propiedad está tan arraigado, que no puede combatirse sin peligro. Además, la propiedad desarrolla la atención y refrena los impulsos destructivos. La propiedad es especialmente útil en todo lo que el niño hace por sí mismo, y si se le negara, se malograrían sus impulsos constructivos. Existiendo razones tan opuestas, no podemos adoptar un procedimiento determinado, sino guiarnos en gran parte por las circunstancias y por la naturaleza del niño. Sin embargo, algo diremos para armonizar en la práctica tendencias tan contrarias.

Por lo que se refiere a los juguetes, unos debieran ser de propiedad particular, y otros de propiedad común. Un caballo-mecedora, por ejemplo, debería ser siempre común. Y esto nos sugiere una regla general: cuando un juguete puede ser disfrutado por todos, no al mismo tiempo, sino uno cada vez, debiera ser común si es demasiado grande o demasiado caro para adquirir otro ejemplar. Por otra parte, los juguetes más apropiados a un niño determinado (por diferencia de edad, por ejemplo), debieran pertenecer al que proporcionen mayor satisfacción. Si un juguete exige un manejo cuidadoso, que un niño mayor conoce, es natural que no se permita cogerlo a un niño más pequeño, a peligro de estropearlo. Al niño pequeño se le debiera compensar con la propiedad privada de objetos especialmente apropiados a su edad.

A partir de los dos años no se debiera reemplazar inmediatamente un juguete roto por un niño descuidado, y es conveniente que note su falta durante algún tiempo. No debe permitirse a un niño que se niegue a facilitar sus juguetes a otros niños. Cuando tenga más de los que puede manejar en un momento dado, no se le debe tolerar que proteste si otro niño juega con los que él no usa. Se debiera hacer una excepción con los juguetes que otro niño puede romper, o con los que han servido a su dueño para construir algo de que se encuentre orgulloso. Mientras no se canse de su obra debiera permitírsele conservarla como premio a su destreza. Supuestos estos requisitos, no debiera permitirse a un niño que adoptase la actitud de un perro ante su plato de comida, y nunca debe tolerársele que impida caprichosamente el juego de otros niños. No es muy difícil inculcarles estas normas elementales de conducta, y merece la pena emplear para ello la energía necesaria. No se debe permitir a un niño que quite a otro sus cosas, aun teniendo derecho a hacerlo. Si un niño mayor no se porta bien con otro más pequeño, hay que pagarle en la misma moneda y explicarle inmediatamente los motivos. Con estos métodos no es difícil establecer entre los niños el grado de bondad mutua necesario para evitar lágrimas y riñas. Cuando la ocasión sea precisa, hay que tener la energía necesaria, acompañada de una forma benigna de castigo. Pero de ningún modo debe permitirse que se forme el hábito de tiranizar al débil.

Aun cuando se tolere la posesión de un cierto número de objetos queridos, se debe procurar que se acostumbren a usar los jugetes como los ladrillos, a los cuales sólo se tiene derecho exclusivo en el momento en que se emplean. El aparato Montessori es común a todos los niños, pero mientras un niño utilice una pieza del aparato, ningún otro le debe importunar. Así se desarrolla un sentido de derecho de propiedad limitado y dependiente del trabajo; y esta noción no se opone a nada deseable en años posteriores. Este método es difícilmente aplicable a niños excesivamente jóvenes, porque todavía no son lo bastante constructivos. Pero con el desenvolvimiento de sus aptitudes, cada vez es más factible interesarles en el proceso constructivo. En cuanto se convencen de que tienen a su disposición siempre que quieran materiales constructivos, no les importa mucho que otros también los tengan a su vez, y la resistencia a la generosidad que pueden sentir en un principio, desaparece pronto con la costumbre. Sin embargo, cuando el niño tiene suficiente edad, yo creo que debe permitírsele la posesión de libros, porque ello estimula su amor a ellos y, por consiguiente, la afición a la lectura. Los libros de su propiedad, debe procurarse que sean buenos; por ejemplo, Tanglewood Tales, de Lewis Carroll, y no libros de desecho.

Así, pues, las normas generales son: Primera, no producir en el niño una impresión de fracaso al no tener propiedad alguna; éste es el camino que conduce a la miseria. Segunda, permitir al niño la propiedad privada cuando estimule una actividad deseable y, particularmente, cuando requiera un manejo cuidadoso. Pero con estas limitaciones conviene fijar la atención del niño en satisfacciones que no requieran propiedad privada. Y cuando la propiedad privada exista, no se debe permitir al niño que sea mezquino o miserable cuando otros niños deseen utilizar sus cosas para el juego. Y en esto debe procurarse que el niño ceda sus juguetes por propio impulso, pues mientras sea precisa la autoridad para conseguirlo, el resultado es nulo. En un niño feliz no parece difícil el estímulo a una disposición generosa, mas si el niño es excesivamente pobre, querrá prolongar ansiosamente las pocas satisfacciones a su alcance. No debe enseñarse a los niños la virtud por el camino del sufrimiento, sino por el camino de la felicidad y la salud.
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