Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo VII - Egoismo y propiedadSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo IX - Régimen de castigosBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO OCTAVO

VERACIDAD





Uno de los fines primordiales de la educación debiera se producir el hábito de la veracidad. No hablo de la veracidad solamente en el lenguaje, sino también en el pensamiento, pues esta última me parece la más importante de las dos. Prefiero una persona que mienta, con pleno conocimiento de lo que hace, a otra que se engaña a si misma subconscientemente al principio y luego llega a creer que está siendo virtuosa y veraz. Es cierto que ningún hombre que piense verazmente puede creer que sea siempre equivocado faltar a la verdad. Los que sostienen que una mentira es siempre condenable, tienen que apoyarse en una gran cantidad de casuismos y en la práctica constante de ambigüedades desconcertantes, por cuyo medio engañan, sin reconocer en su interior que están mintiendo.

La falsedad como práctica es casi siempre producto del miedo. El niño a quien se eduque sin miedo, será veraz, no merced a un esfuerzo moral, sino porque nunca se le ocurrirá proceder de otro modo. El niño a quien se ha educado prudente y bondadosamente, tendrá una mirada franca en los ojos y se conducirá con llaneza hasta entre persoñas extrañas, mientras que el niño a quien se trate impertinente o severamente, está en un temor constante de ser reprendido y aterrorizado de haber cometido alguna culpa, aun cuando su conducta haya sido natural. Al niño no se le ocurre al principio que sea posible mentir. La posibilidad de mentir es un descubrimiento, nacido al observar a los adultos agitados por el terror. El niño descubre que los adultos le mienten y que es peligroso decirles la verdad; obligado por estas circunstancias, se decide a mentir. Suprimamos estos incentivos y no pensará en mentir.

Pero al juzgar de la veracidad de los niños es necesaria una cierta precaución. La memoria del niño es defectuosa, y muchas veces no conoce la respuesta a una pregunta que suponen sabida sus mayores. Su noción del tiempo es muy vaga; un niño menor de cuatro años distingue con dificultad entre ayer y hace una semana o entre el ayer y hace seis horas. Cuando desconocen la respuesta a una pregunta, tienden a decir sí o no, de acuerdo con lo que les sugiera el tono de la voz. Además acostumbran a hablar con el aspecto dramático del artificio. Cuando nos dicen solemnemente que en la parte trasera del jardín hay un león, el caso es claro, pero en muchos casos es muy fácil confundir las bromas con las veras. Por todas estas razones, las afirmaciones de un niño son con frecuencia objetivamente falsas, aunque sin la menor intención de engaño. A decir verdad, los niños tienden a creer que los mayores son omniscientes y, por tanto, incapaces de ser engañados. Mi hijo (tres años y nueve meses) suele preguntarme, para divertirse, que es lo que le ocurrió a él en una ocasión en que yo no estaba presente, y me es casi imposible convencerle de que no lo sé. Las personas mayores saben tantas cosas incomprensibles para el niño, que le es imposible adivinar su limitación. El año pasado le regalaron a mi hijo huevos de chocolate de Navidad. Le dijimos que si comía demasiado chocolate le haría daño, y después de decírselo, le dejamos solo. Comió demasiado, y enfermó. Cuando se puso bueno, vino hacia mí todo radiante, diciéndome con voz casi de triunfo: Papá me dijo que yo estaría enfermo, y yo he estado enfermo, papá. Era asombrosa su alegría al verificar el cumplimiento de una ley científica. Desde entonces ha sido posible confiar en él, a pesar de que le damos bombones pocas veces; además, cree implícitamente todo lo que le decimos acerca de lo que le conviene en las comidas. No ha habido necesidad de sermoneo, ni de castigo, ni de temor para llegar a este resultado. Ha habido necesidad, desde el principio, de firmeza y de paciencia. Está en la edad de que es corriente entre los niños coger dulces y mentir cuando se les pregunta acerca de ello. Yo supongo que él también los coge a veces, pero no creo que mienta. Cuando un niño miente, los padres deben preocuparse de ello más que él; deben suprimir las causas que originan la mentira y explicar, suave y razonablemente, que es mejor no mentir. No deben acudir al castigo, que no hace sino aumentar el miedo y, por tanto, el motivo para mentir.

Es indispensable, desde luego, la más absoluta veracidad en los adultos para con los niños, si queremos que no aprendan a mentir. Los padres que enseñan que la mentira es pecado, y cuyas mentiras son advertidas por sus hijos, pierden, naturalmente, toda autoridad moral. La idea de decir a los niños la verdad es completamente nueva; casi nadie lo hizo antes de la actual generación. Dudo mucho que Eva contara a Caín y Abel la verdad acerca de la manzana; estoy seguro de que les dijo que no había comido nunca nada que no fuera saludable. Era costumbre entre los padres representarse a sí mismos como olímpicos, inmunes a las pasiones humanas y actuando siempre por razones puras. Cuando ellos regañaban a sus hijos, lo hacían más bien con dolor que con ira; por mucho que refunfuñasen, nunca estaban disgustados, sino hablando a los niños por su bien. Los padres no se dan cuenta de que los niños tienen una claridad de visión sorprendente; los niños no comprenden las razones políticas para tanto embuste, sino que las desprecian lisa y llanamente. Las envidias y los recelos de que el padre no se da cuenta, no pasan desapercibidos para el hijo, que oye como quien oye llover toda su palabrería acerca de la ruindad de esas pasiones. No hay que presumir de inhumanidad o de perfección; o el niño no lo cree, o tanto peor si llega a creerlo. Yo recuerdo vivamente la impresión que me produjo en mis primeros años la farsa y la hipocresía de la época victoriana en que vivía, y juré que si alguna vez tenía hijos no repetiría las equivocaciones que conmigo cometieron. Ahora pongo el mayor empeño en que se cumpla mi promesa. Otra variedad de la mentira, extraordinariamente perjudicial para la juventud, consiste en la amenaza de castigos que no se piensan infligir. El doctor Ballard, en su muy interesante libro The Changing School (Hodder and Stoughton, 1925), ha formulado este principio con un tanto de énfasis:

No amenacéis. En caso de hacerlo, que nada os detenga en su realización. Si decís a un niño: Si vuelves a hacer eso, te mato, matadle. Si no lo hacéis, os perderá todo respeto (pág. 112).

Los castigos con que amenazan las niñeras y los padres ignorantes a los niños, no son tan radicales, pero el principio en que se apoyan es el mismo. No conviene aplicar este procedimiento sino en casos extremos, mas una vez iniciado, no hay que abandonarlo, aunque después nos pese habernos embarcado. Si amenazamos con un castigo, sea siempre uno que podamos ejecutar; nunca se debe lanzar un reto con la esperanza de que no sea aceptado. Es extraño el trabajo que cuesta hacer comprender esto a la gente ineducada. Es especialmente censurable la amenaza terrorífica, como cuando se les dice que los va a encerrar el policía o que se los va a llevar el coco. Esto produce al principio un estado peligroso de terror nervioso, y después un completo escepticismo en cuanto a las afirmaciones y amenazas de las personas mayores. Si a las palabras siguen siempre las obras, el niño se percata pronto de que la resistencia en tales casos es inútil, y obedece a la menor insinuación sin más molestias. Pero es esencial para el éxito de este método que no se adopte sino en casos excepcionalmente necesarios.

Otro engaño poco recomendable es el de considerar los objetos inanimados como si fueran vivos. A veces las niñeras, cuando un niño se hace daño al tropezar con una silla o una mesa, le enseñan a golpear al objeto ofensor diciendo al propio tiempo: mala silla, mala mesa. Esto agota la fuente más útil de disciplina natural. El niño no tarda en comprender por sí mismo que los objetos inanimados se pueden manejar con habilidad y no con indignación ni con carantoñas. Ello es un estímulo para la adquisición de la habilidad, y una ayuda para la comprensión de los límites del poder personal.

Las mentiras acerca del sexo están santificadas por una sagrada costumbre tradicional. Ello me parece absoluta y totalmente perjudicial, pero no diré más acerca de ello por ahora, pues me propongo dedicar un capítulo a la educación sexual.

Los niños a quienes no se contiene hacen innumerables preguntas, que a veces son inteligentes y a veces no. Tales preguntas son con frecuencia inconvenientes o pesadas. Pero se les debe contestar siempre la verdad del mejor modo posible. Si el niño nos pregunta algo acerca de la religión, digámosle exactamente lo que pensamos, aunque con ello se contradiga la opinión de otras personas mayores. Si nos pregunta acerca de la muerte, contestémosle. Si nos hace preguntas encaminadas a demostrar que somos malos o inocentes, contestémosle. Si nos pregunta acerca de la guerra o de la pena de muerte, no evadamos la contestación. No salgamos del paso diciendo: Tú no puedes comprenderlo todavía, excepto en asuntos científicos difíciles como, por ejemplo, la naturaleza de la electricidad. Y aun en este caso contestémosle de manera que constituya un placer para él, haciéndole saber algo más de lo que sabía. Digámosle más de lo que puede aprender y no menos; aun aquello que no entienda, estimular á su curiosidad y su ambición intelectual.

La verdad sistemática con los niños produce sus frutos en beneficio de la verdad. El niño tiene la tendencia natural a creer lo que le decimos, excepto cuando se opone a un deseo irreprimible, como en el caso de los huevos de chocolate de Navidad, de que he hablado. La más pequeña experiencia de la verdad de nuestras observaciones, aun en estos casos, nos facilita el ganar crédito fácilmente y sin énfasis. Pero si nos hemos acostumbrado a amenazar con resultados que no se verifican, necesitaremos hacernos cada vez más insistentes y terribles, y el único resultado final obtenido será un estado de intranquilidad nerviosa. Una vez mi hijo quería andar por un río, pero yo me opuse porque creía que había pedazos de loza que pudieran lastimar sus pies. Como era grande su deseo, no creía lo de la loza, pero cuando yo encontré un trozo y le enseñé el borde cortante, se convenció por completo. Si yo hubiera inventado lo de la loza por capricho hubiera perdido su confianza en mí. Si yo no hubiera encontrado una prueba de ello, le hubiera dejado chapotear. Experiencias repetidas de este tipo han hecho que crea casi siempre en mis palabras.

Vivimos en un mundo de farsa, y el niño educado sin embustes está en peligro de no merecer mucho respeto. Y ello es lamentable, porque el desdén es una emoción desagradable. Yo no llamaría su atención hacia esto sino a instancias suyas. La veracidad es una especie de obstáculo en una sociedad hipócrita, pero está más que compensado por las ventajas de la intrepidez, sin la cual nadie puede ser sincero. Todos queremos que nuestros hijos sean rectos, cándidos y francos y que tengan el sentido de la propia estimación; por mi parte, yo preferiría que mis hijos fracasaran con estas cualidades a que triunfasen con las artes del esclavo. Un cierto orgullo e integridad nativas son necesarios para un ser humano espléndido, y donde existe la mentira es imposible, excepto cuando alguna causa generosa la motiva. Yo procuraré que mis hijos sean sinceros en su pensamiento y en sus palabras, aun cuando ello significara su fracaso, porque hay algo más importante que la riqueza y los honores.
Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo VII - Egoismo y propiedadSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo IX - Régimen de castigosBiblioteca Virtual Antorcha