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ESTUDIO TERCERO
El dibujo y el canto.
I
La enseñanza artística. ¿Por qué esta enseñanza? Los niños del pueblo, ¿tienen derecho a las artes?
En el ámbito de la escuela de Yásnaia Poliana, durante los meses de noviembre y diciembre, tengo ahora que hablar de dos materias que se distinguen absolutamente de todas las demás: el dibujo y el canto, las artes.
¿Es útil a los niños de aldeanos, colocados en la necesidad de pasar su vida entera en el cuidado del pan de cada día; les es útil aprender las artes, y por qué? Noventa y nueve entre cien responderán y responden a esta pregunta por la negativa. Y no se puede responder de otro modo. En cuanto se formula una pregunta semejante, el sentido común exige que se dé esta respuesta: no es su destino el ser artista; su destino es labrar la tierra. Si tiene preocupaciones de arte, se hallará fuera del estado de soportar, sin desfallecer, el trabajo incesante que le es necesario soportar, falto del cual la existencia del Estado sería imposible. Diciendo le, quiero decir el hijo del pueblo. Es verdad, es un absurdo; pero yo estoy contento con este absurdo, no retrocedo ante él, trato sólo de encontrar sus causas.
Hay otro absurdo más grande. El hijo del pueblo, cada hijo del pueblo, ¿tiene los mismos derechos, digo yo? Tiene mayores derechos a los goces del arte que nosotros, hijos de una clase privilegiada; nosotros, a quienes no oprime la necesidad del trabajo incesante; nosotros, que estamos rodeados de todas las comodidades de la vida. Privarle de los goces del arte; privarme a mí, al instructor, del derecho de introducirle en este terreno de las más vivas voluptuosidades que él implora con todas las energías de su alma, es un absurdo de otro modo grande.
¿Cómo conciliar estos dos absurdos? Toda conciliación es imposible, y creer lo contrario es querer engañarse. Se dirá y se dice: Si tiene necesidad de aprender el dibujo en la escuela popular, no puede ser sino el dibujo con arreglo a la naturaleza; el dibujo técnico, aplicable a la vida; el dibujo de un arado, de una máquina, de un edificio; el dibujo considerado sólo como un arte auxiliar del dibujo lineal. Así es como lo entiende el profesor de Yásnaia Poliana. Pero la experiencia nos ha demostrado la inanidad y la injusticia del programa técnico. La mayor parte de los alumnos, después de cuatro meses de dibujo restringido a las aplicaciones técnicas, exento de toda reproducción de figuras, de animales, de paisajes, acaban por disgustarse casi de la copia de objetos técnicos y llevan tan adelante el sentimiento y el deseo del arte, que se hacen cuadernos en los que dibujan a escondidas hombres y caballos con sus cuatro patas partiendo de un mismo punto.
Lo mismo por lo que hace a la música. El programa ordinario de las escuelas populares no admite el canto fuera de los coros y también del canto llano. O bien es un estudio de los más fastidiosos, de los más dolorosos para los niños, el de producir ciertas notas, es decir, que resultan y se consideran como gargantas destinadas a reemplazar los pequeños tubos del órgano; o bien sienten desenvolverse en ellos el sentimiento de lo agradable que encuentra su satisfacción en la balalaica, en la armónica, muchas veces en cualquier canción desnaturalizada; cosas todas que el maestro no reconoce, y en las que no encuentra necesidad de dirigir a los discípulos. Una de dos: o las artes en general son inútiles y perjudiciales, lo que es menos extraño que lo que parece, desde luego, o cada uno, sin distinción de clases y de ocupaciones, tiene derecho al arte, derecho de entregarse completamente a él, en virtud de este axioma: que el arte no tolera medianías.
El absurdo no está ahí, el absurdo está en una pregunta como ésta: Los niños del pueblo, ¿tienen derecho a las artes? Es como si se preguntara si los niños del pueblo tienen el derecho de comer carne, es decir, si tienen el derecho de satisfacer las necesidades de su naturaleza humana. La cuestión no es ésa: lo que importa es saber si es buena esa carne que nosotros ofrecemos o negamos al pueblo. Del mismo modo, distribuyendo entre el pueblo ciertos conocimientos que están en nuestro poder, y notando su influencia perjudicial para él, deduzco en conclusión, no que el pueblo es malo porque no acepta estos conocimientos, no que está demasiado poco preparado para aceptarlos y utilizarlos, sino que éstos son malos, anormales, y que es menester, con la ayuda del pueblo, elaborar conocimientos nuevos, que convengan a todos, a las gentes de sociedad y a las gentes del pueblo. Siento como conclusión que los conocimientos, que las artes viven entre nosotros sin parecernos perjudiciales; pero no pueden vivir entre el pueblo y parece que le dañan, únicamente porque los conocimientos, las artes, no son lo que en general es menester; vivimos entre ellos únicamente porque estamos depravados, semejantes en todo a las gentes que permanecen sentadas impunemente durante cinco horas entre los miasmas de la fábrica o del traktir (albergue de la peor clase), sin estar molestadas por el mismo aire que mataría a un hombre que llegase de fuera.
Se dirá:
-¿Quién, pues, ha dicho que los conocimientos y las artes de nuestra clase inteligente son falsos? ¿Por qué, de que el pueblo no los acepte, deducís su falsedad?
Todas estas preguntas se contestan muy sencillamente:
-Porque nosotros somos mil, y ellos son millones.
Prosigo mi comparación con un fenómeno fisiológico reconocido. Un hombre entra desde el aire libre en una sala baja de techo, donde se ha fumado mucho, respirado mucho. Sus funciones vitales siguen aún intactas; su organismo, por la respiración se alimentaba de oxígeno tomado largamente del aire puro. Bajo la acción del mismo funcionamiento maquinal del organismo, comienza a respirar en la sala inficionada; los gases dañosos se mezclan a su sangre en gran cantidad; el organismo se debilita (frecuentemente llega al síncope, a veces a la muerte); en tanto que centenares de hombres continúan respirando y viviendo en este mismo aire viciado, por la única razón de que todas sus funciones están aminoradas; en otros términos, porque están más débiles, viven menos.
Se me dirá:
-Ellos viven tanto los unos como los otros, ¿y quién decidirá qué vida es más normal y mejor, después que suceda a la inversa, al hombre que sale de una atmósfera viciada para entrar en un aire puro y le acontezca frecuentemente caer en síncope?
La respuesta es fácil: no ya un fisiólogo, sino un hombre sencillo, con su habitual buen sentido, dirá:
-¿Dónde viven mejor los hombres, en el aire puro, o en las prisiones infectas?
Y decidirá con arreglo a la mortalidad comparada. El fisiólogo analizará las funciones de uno y de otro, y dirá que las funciones son más vivas y la nutrición más completa en aquel que vive al aire puro.
Existe la misma relación entre las artes de la clase que pretende pasar por inteligente y las artes que reclama el pueblo: hablo de la pintura, de la escultura, de la música y de la poesía. Un cuadro de Ivanov provocará entre el pueblo ese asombro que se experimenta ante la habilidad técnica, pero no el menor sentimiento poético o religioso, en tanto que este mismo sentimiento surgirá ante el cuadro mal grabado que representa a Iván de Novgorod y el diablo metido en un jarro grande. La Venus de Milo no excitará sino el disgusto legítimo que se siente ante la desnudez, ante el impudor de una mujer. El último cuarteto de Beethoven no parecerá sino un ruido desagradable, cuyo sólo interés estará en que uno toque en él el contrabajo y otro el violín. La mejor obra de nuestra poesía, el poema lírico de Pushkin, aparecerá como una tirada de palabras, y en cuanto al fondo, como despreciables bagatelas.
Pero introducid al hijo del pueblo en el mundo -podéis hacerlo, y lo hacéis constantemente por la jerarquía de establecimientos de instrucción, academias, clases de arte-, entonces sentirá, y sentirá profundamente, el cuadro de Ivanov, la Venus de Milo, el cuarteto de Beethoven y el poema lírico de Pushkin. Pero al entrar en este mundo cesará de respirar a pleno pulmón, y si le acontece salir de nuevo, el aire puro que le envolverá le hará mal. La respuesta que en materia de respiración darán el sentido común y la fisiología, el mismo sentido común y la pedagogía (no la que traza programas, sino la que trata de hallar los mejores métodos de enseñanza y sus leyes) la darán en materia de arte, a saber: que vive mejor y más plenamente aquel que no vive en la esfera de las artes de nuestra clase inteligente, que la necesidad del arte y goces que procura son mucho más completos, mucho más legítimos en el pueblo que entre nosotros. El sentido común responderá esto, porque ve dichosa y poderosa, no por el número solamente, la mayoría que vive fuera de esta esfera; el pedagogo analizará las facultades del alma en aquellos que viven en nuestro medio y fuera de este medio; analizará en aquel momento la introducción de hombres en una sala inficionada, es decir, en aquel momento la iniciación en nuestras artes de las generaciones jóvenes, las causas de los síncopes, de los disgustos que sufrirán los seres sanos y libres cuando se les introduzca en una atmósfera artificial, y las causas de la disminución de su ánimo, y concluirá sentando que el derecho del pueblo al arte es más legítimo que el de la minoría depravada de las clases llamadas inteligentes.
II
Música y poesía. Los cantares.
Hacía esas observaciones acerca de las dos ramas de nuestras artes que mejor conozco y que en otro tiempo amé apasionadamente: la música y la poesía. Y es duro el decirse:
-He llegado a la convicción de que todo lo que hemos hecho, con respecto a estas dos ramas, es falso, exclusivo, sin alcance, sin porvenir, y nada en comparación con las necesidades del pueblo, y asimismo obras de las que encontramos muestras en él. Estoy convencido que un poema lírico, como por ejemplo:
Me acuerdo del momento maravilloso...,
que las obras maestras de la música, como la última sinfonía de Beethoven, no son tan en absoluto, tan completamente bellas como la canción de Vagnka el Sumiller y la melodía Por nuestro río Volga abajo; que Pushkin y Beethoven nos agradan, no porque expresen la belleza absoluta, sino porque estamos tan depravados como Pushkin y Beethoven, porque Pushkin y Beethoven adulan igualmente nuestra irritabilidad anormal y nuestra debilidad.
Procuraré resumir todo cuanto queda dicho más arriba. Acerca de la pregunta: Las bellas artes, ¿son necesarias al pueblo?, los pedagogos titubean de ordinario y se embrollan (sólo Platón ha decidido atrevidamente y en sentido negativo la cuestión).
Se dice:
Es necesario, pero con ciertas restricciones; dar a todos la facultad de ser artistas es perjudicial para el orden social.
Se dice:
Ciertas artes no pueden existir en cierto grado más que en determinada clase de la sociedad.
A alcanzar estos fines es a lo que tienden todas las preocupaciones de los pedagogos, en lo que se refiere al arte. Yo encuentro todo esto injusto. Estimo que la necesidad de los goces artísticos y el culto del arte existen en cada ser humano, cualesquiera que sean su raza y su esfera, que esta necesidad es legítima y que debe ser satisfecha. Y erigiendo esta máxima en axioma, digo que debemos sobre este punto mostrarnos circunspectos ante el temor de inculcar lo falso a la joven generación, y también para dar a esta joven generación los medios de elaborar un arte nuevo, tanto por la forma, cuanto por el fondo.
III
El dibujo. El dibujo lineal.
Cuando hace nueve meses me puse a la enseñanza del dibujo, aún no tenía entonces un plan resuelto; no sabía ni cómo distribuir la materia de esta enseñanza, ni cómo guiar a los discípulos. No tenía ni dibujos, ni modelos; sólo algunos álbums ilustrados de que no debía hacer uso, por otra parte, contentándome con simples medios auxiliares de los que siempre puede procurarse en cada escuela de aldea. Un cuadro de madera pintada, tiza, pizarra, reglas cuadradas de diferentes larguras, ya empleadas para el estudio de las matemáticas, he aquí todo nuestro material de enseñanza, lo que, por lo demás, no nos impedía copiar todo cuanto se nos venía a las manos. Ninguno de los alumnos había aprendido aún a dibujar; no me llevaban ellos más que su juicio, al cual se dejaba la plena libertad de pronunciarse cómo y cuándo querían, y que debía, revelándome sus aspiraciones, llevarme asimismo a componer un plan preciso de estudio.
He aquí cómo se hacía la copia de las figuras con arreglo al cuadro. Trazaba desde luego una línea horizontal o vertical, la dividía por puntos en un cierto número de partes; los alumnos copiaban esta línea. Luego uníamos los puntos de división de las diferentes líneas por medio de líneas rectas o curvas, y componíamos una figura simétrica que, a medida que avanzaba, era copiada por los niños.
Provoqué también entre los niños, no sólo un interés muy vivo, sino también su libre cooperación en la composición y en el desarrollo de la figura, lo que impedía la pregunta ¿por qué?, pregunta que el niño se hace siempre naturalmente en la copia del original.
Observando siempre en el dibujo las normas naturales, dando uno después de otro los objetos más variados, como por ejemplo las hojas de aspecto característico, las flores, la vajilla, cosas usuales, los utensilios, procuré evitar la rutina y la afectación.
Gracias a este método, más de treinta alumnos han aprendido, en algunos meses, bastante fundamentalmente a conservar las relaciones de las líneas en las figuras y en los objetos más diversos, y a reproducir estas figuras por medio de líneas netas y precisas.
El arte completamente mecánico del dibujo lineal se desarrolla poco a poco como por sí mismo.
En los últimos tiempos, me ocupé con los mayores en dibujar los objetos en las posiciones y con las perspectivas más diversas, sin atenerme exclusivamente al método tan conocido de Dupuis.
IV
Canto. La temporada de baños. Primera lección. El método de enseñanza.
Regresábamos el verano pasado de los baños. Todos estábamos muy contentos. Tanto el hijo del campesino como el muchacho del caserío habían en otro tiempo echado al aire los libros; un mocito grueso, mofletudo, rechoncho, la cara llena de salvado, las piernas torcidas y zambas, con todas las maneras de un mujik de la estepa, pero una naturaleza inteligente, robusta, bien dotada, corrió avanzando y trepó sobre el vehículo que se ponía en marcha. Tomó las riendas, echó atrás su gorra, escupió por el colmillo, y se puso a entonar una canción de sabor de mujik, ¡y cómo cantaba!: con sentimiento, con éxtasis. Los niños empezaron a reír.
-¡Ved a Vaska, ved a Vaska, qué bien canta!
Vaska se mantuvo serio.
-¡Eh, tú! ¡No interrumpas mi canción! -dijo haciéndose el ronco, durante un intervalo, con aire completamente serio y grave.
Y volvió a ponerse a cantar.
Dos niños, los más músicos, fueron a sentarse al lado de él, en el carromato, y acordaron sus voces con la de él. El uno tomaba tan pronto la octava, tan pronto la sexta, el otro la tercia, y lo hacían muy bien. Luego otros niños tomando parte, entonaron: Como bajo un manzano, y se pusieron a gritar; esto era ruidoso y poco agradable.
Lo mismo por la noche comenzó el canto. Hoy, después de ocho meses, cantamos El Ángel llama..., dos himnos seráficos, el cuarto y el séptimo, toda la misa ordinaria y pequeños coros. Los mejores alumnos (solamente dos) escriben las melodías de las canciones que saben, y casi leen las notas. Pero hasta aquí, todo lo que cantan no resulta tan bien como su canción cuando regresábamos de los baños. Digo todo esto sin segunda intención, sin querer probar qué sea esto; digo sólo lo que es.
Voy a exponer ahora cómo se da la enseñanza, de la que estoy relativamente satisfecho.
En la primera lección les divido a todos en tres voces y cantamos algunos acordes.
Aprendimos éstos muy pronto. Cada uno cantaba la parte que quería, probando la de soprano, pasando a la de tenor, y de la de tenor a la de viola, de suerte que los mejores aprendieron el acorde entero do-mi-sol, algunos asimismo cada tres. Pronunciaban en francés los nombres de las notas. El uno cantaba mi-fa-fa-mi, el otro do-do-re-do, etc.
-¿Ves qué armonioso, León Nikoláievich? -decían-. Aquí comienza así como a acariciar el oído. ¡Vamos; más, más!...
Cantábamos otros acordes en la escuela, y en el caserío del dominio, y en el jardín, y al volver a casa, hasta bien entrada la noche; no nos cansábamos, y nuestro buen resultado nos llenaba de alegría.
Al día siguiente ensayamos la gama; los mejor dotados la cantaban toda; los últimos llegaban trabajosamente a subir hasta la tercia. Yo escribí las notas en el pentagrama en la clase de viola, y las pronuncié en francés. Las cinco o seis lecciones siguientes transcurrieron tan felizmente. Cantamos nuevos acordes menores con modulaciones en mayor: Dios tenga piedad de nosotros, Gloria al Padre y al Hijo, y su coro a tres voces con piano. La mitad de la lección se deslizaba insensiblemente en eso; la otra estaba dedicada a la gama y a ejercicios que los mismos alumnos inventaban: do-mi-re-fa-mi-re o do-re-re-mi-mi-fa-fa, o do-mi-re-do-re-fa-mi-re, etc.
Yo he visto en París testimonios sorprendentes del éxito de este método o curso del mismo Chevé.
El auditorio, quinientas o seiscientas personas de uno y otro sexo, de los que algunas tenían hasta cuarenta y cincuenta años, cantaba a una sola vez, a libro abierto, todo cuanto el maestro indicaba.
V
Las gamas menores. Ejercicios. Cantos de la Iglesia. Inconvenientes de esta presentación. Conclusiones experimentales.
Vuelvo otra vez a la marcha de la enseñanza en la escuela de Yásnaia Poliana. Al cabo de seis lecciones, las cabras se encuentran separadas de las ovejas; no quedaron más que las naturalezas dotadas, músicas, y pasamos a la gama menor y a la explicación de los intervalos. La sola dificultad estaba en reconocer los segundos y en distinguir la menor de la mayor.
Fa estaba calificada ya de vigorosa, do les pareció tan sonora, y yo no tenía necesidad de intervenir; sentían por sí mismos esta nota, que precede a la segunda menor, y, por consiguiente, esta misma segunda menor. Encontramos sin dificultad que la gama mayor se compone de una serie de dos segundas mayores, de una segunda menor, de tres segundas mayores y de una segunda menor. Luego cantamos Gloria al Padre... en menor, y llegamos, guiados por el oído, a la gama menor, y en esta gama encontramos una segunda mayor, una segunda aumentada y una segunda menor. En seguida demostré que se puede cantar y escribir la gama sobre la nota que se quiera, y que, si no viene una segunda mayor o menor allí donde es necesario, se tiene que poner un sostenido o un bemol.
Para mayor comodidad, imaginé para ellos una escala cromática así dispuesta:
Gracias a esta escala, les hice escribir todas las gamas posibles, mayores y menores, comenzando por la nota que querían.
Estos ejercicios les interesaban en gran modo, y los progresos fueron de tal manera asombrosos, que dos alumnos se divertían, en el intervalo de las clases, en poner en música las melodías que sabían.
Estos alumnos tarareaban frecuentemente motivos de canciones aprendidas a la ventura; cantan con expresión y delicadeza, hacen con gusto la segunda parte, y se enfadan cuando gritan todos juntos una canción a contratiempo.
De la breve experiencia que he logrado para la enseñanza de la música al pueblo, he deducido las conclusiones siguientes:
1ª La notación por cifras es el método más cómodo.
2ª El estudio separado de la medida y de los sonidos es el método más cómodo.
3ª Para que la enseñanza de la música deje huellas, para que sea apreciada, es necesario enseñar este arte desde su comienzo, pero no la mecánica del canto o de la música. Se puede enseñar a las señoritas a tocar ejercicios de Burgmuner, pero, para los niños del pueblo, vale más no enseñarles nada del todo, que enseñarles mecánicamente.
4ª Nada perjudica tanto a la enseñanza de la música como lo que se parece al conocimiento de la música: la ejecución de coros en los exámenes, en las ceremonias, en las iglesias.
5ª La enseñanza de la música al pueblo debe proponerse por único objeto el inculcarle los conocimientos que poseemos acerca de las leyes generales de la música, y de ningún modo ese gusto falso que llevamos en nosotros.
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