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La cadena de los libres

Al leer las Constituciones de los pueblos cultos de la Tierra, el filósofo no puede menos que sonreír. El ciudadano, según ellas, es casi un ser todopoderoso, libre, soberano, amo y señor de presidentes y de reyes; de ministros y de generales; de jueces, magistrados, diputados, senadores, alcaldes y un verdadero enjambre de grandes y pequeños funcionarios. Y el ciudadano, con un candor que la experiencia no ha podido destruir, se cree libre ... porque la ley lo dice.

Dentro del territorio nacional todos nacen libres, dice nuestra Constitución. ¡Libres!, y con los ojos de la imaginación vemos al peón encorvado sobre el surco: dejó el lecho antes de que saliera el sol; volverá a él mucho después de que haya cerrado la noche. ¡Libres!, y en la fábrica, negra, nauseabunda, estruendosa, se agita una multitud de seres sudorosos, jadeantes, envejecidos en plena edad viril. ¡Libres!, y dondequiera vemos a hombres y mujeres, ancianos y niños trabajar sin descanso para poder llevar a la boca un pedazo de pan, nada más que lo suficiente, lo estrictamente necesario para que el trabajador pueda reanudar sus labores. ¿Sucedía acaso todo lo contrario cuando por la ley estaba instituida la esclavitud? ¿Trabaja, siquiera, menos el hombre hoy, que es ciudadano libre, que cuando era esclavo?

El esclavo era más feliz que lo es hoy el trabajador libre. Como había costado dinero al amo, éste cuidaba al esclavo; lo hacía trabajar con moderación, lo alimentaba bien, lo abrigaba cuando hacia frío, y si se enfermaba, lo confiaba a los cuidados de algún médico. Hoy los patrones no se cuidan de la suerte de sus trabajadores. No costándoles dinero la adquisición de éstos, los hacen desempeñar tareas agotantes que en pocos años acaban con su salud, no importándole que las familias de los trabajadores carezcan de comodidades y de alimentación, porque éstas no les pertenecen.

El trabajador de hoy es esclavo como lo fue el de ayer, con la única diferencia de que tiene la libertad de cambiar de amo; pero esa libertad la paga bien caro desde que no goza de las comodidades, de las atenciones, de los cuidados de que era objeto el esclavo de antaño y su familia. Pero si hay que dolerse de la situación del trabajador moderno, no hay, por eso, que suspirar por los tiempos en que la esclavitud era legal. Debemos buscar los medios más apropiados para destruir el régimen actual, ya que la experiencia nos demuestra que el trabajador de hoy, que lleva pomposamente el nombre de ciudadano, es un verdadero esclavo sobre el cual no sólo pesa la autoridad del amo, sino que, además, tiene que soportar sobre las débiles espaldas todas las cargas sociales y políticas, de cuyo peso la ley ha librado mañosamente a las clases ricas e ilustradas, para hacerlas caer, con toda su abrumadora pesadumbre, sobre el proletariado exclusivamente.

La esclavitud y el salariado, que son la misma cosa, con la única diferencia del nombre, se fundan en lo que se llama el derecho del capital. Se supone, por la ley, que el Capital es de la propiedad del que lo posee, quien, por llamado derecho de accesión, tiene derecho a apropiarse de todo lo que se produzca con ese Capital. Pero, ¿tiene alguien derecho a declararse dueílo del Capital?

El Capital, según la Economía Política, es trabajo acumulado. La maquinaria, los edificios, los buques, las vías férreas, son trabajo acumulado, esto es, obra de trabajadores intelectuales y manuales de todas las épocas hasta nuestros días, y, por lo mismo, no se ve la razón por la cual ese Capital deba pertenecer a unos cuantos individuos. El Capital, en efecto, es el trabajo de generaciones laboriosas que pusieron su ciencia, su arte o simplemente su trabajo manual para formarlo. La maquinaria moderna no es más que el perfeccionamiento llevado a cabo en ella por generaciones de inventores, de obreros, de artistas, cada uno de los cuales puso su parte de trabajo para producir los complicados mecanismos que hoy admiramos, y que, debiendo pertener a todos, porque son el resultado de una obra colectiva, pertenecen, sin embargo -porque así lo dispone la ley, la ley hecha por los ricos- a unos cuantos individuos.

Si el Capital es la obra de las generaciones laboriosas de la especie humana, como es indudable, no puede pertenecer a un reducido número de individuos, sino que a todos los que estén dispuestos a seguir los pasos de las generaciones anteriores que se esforzaron en aumentarlo y mejorarlo con su trabajo personal. Esto es lo que la justicia y la lógica aconsejan; pero la ley, para la cual son estorbos molestos la lógica y la justicia, ordena lo contrario: es por eso por lo que el proletariado tiene que ponerse a las órdenes de un amo para poder vivir, permitiendo que el producto de su trabajo pase casi íntegro a los bolsillos de los detentadores de la riqueza social.

Por eso el filósofo, al leer las Constituciones de los pueblos cultos, la nuestra inclusive, no puede menos que sonreír. La palabra ciudadano es un sarcasmo, la palabra libertad es una ironía, y los tan llevados y traidos derechos del hombre lo amparan todo, menos lo que es esencial, el primordial derecho, sin el cual la especie humana queda a merced de todas las injusticias y es pasto de la miseria, de la prostitución y del crimen: el derecho de vivir.

Todos los derechos están garantizados, menos el de vivir. El derecho a la vida es la base de todos los derechos, y consiste en la facultad que tiene todo ser humano de aprovechar ampliamente, por el sólo hecho de venir a la vida, todo lo que existe, sin más obligación que la de permitir a los demás seres humanos que hagan lo mismo, dedicándose todos a la conservación y fomento de la riqueza social.

Veis, proletarios, que tenéis derecho a algo más que la limosna que se os da por vuestro trabajo con el nombre de salario. Tenéis derecho a percibir íntegro el producto de vuestro trabajo, porque el Capital es de todos, hombres y mujeres, ancianos y niños. El salario, por lo tanto, es un ultraje; es la cadena de los libres, la cadena que es preciso quebrantar para que la palabra ciudadano deje de ser un ultraje por aplicárseIa a verdaderos esclavos. Si eso se hace, se habrá obtenido la libertad económica.

La tarea, sin embargo, no es fácil. No sólo se oponen a la realización de ese hermoso ideal la ley y sus sostenedores el fraile, el soldado, el polizonte, el juez y toda la máquina gubernamental, sino que, al lado de todo ese sistema opresivo, está la pasividad de las multitudes, la inacción de las masas acostumbradas a la servidumbre y al ultraje hasta el grado de considerar como absolutamente natural y muy en orden que el pobre sea la bestia de carga del rico y que el Gobierno sea el padrastro feroz, facultado por la divinidad para castigar a los pueblos. Es necesario que la masa piense de otro modo, que comprenda sus derechos para que esté dispuesta a reivindicarlos, siendo el principal de los derechos el derecho a la vida.

Ardua tarea de educación requiere eso, y no basta con ir a las escuelas oficiales para obtener la educación. Las escuelas oficiales educan al pueblo en el sentido de hacer de cada hombre un sostenedor del sistema actual. Si en las escuelas oficiales se aprendiera a desconocer el derecho que tienen los capitalistas a apropiarse el producto del trabajo de los proletarios, los Estados Unidos, por ejemplo, habrían dado un paso en la vía de la lÍbertad económica, pues casi todos los norteamericanos saben leer y escribir. Pero en las escuelas se enseña todo lo contrario: se enseña al niño a admirar la destreza con que algunos hombres saben sacar provecho del sudor y la fatiga de sus semejantes, para convertirse en reyes del acero, del petróleo y de otras cosas. En la escuela se enseña al niño que el ahorro y la laboriosidad son el origen de las grandes fortunas de esos Cresos modernos que dejan boquiabiertos a los imbéciles, cuando la experiencia demuestra que sólo las malas artes, la violencia y el crimen pueden acumular la riqueza en las manos de un hombre.

El pueblo, pues, necesita educación, pero distinta de la educación oficial, cuyos programas han sido sugeridos o dictados por los interesados en perpetuar la esclavitud de los pobres en beneficio de los audaces y de los malvados. La educación de las masas, para que sea verdaderanwente provechosa y vaya de acuerdo con las conquistas que ha logrado hacer el pensamiento humano, es preciso que esté a cargo de los trabajadores, esto es, que ellos la costeen y sugieran los programas educacionales. De este modo se conseguirá que la juventud proletaria entre de lleno a la vida, bien armada de las ideas modernas que darán a la humanidad el suspirado bien de la justicia social.

Al lado de la educación proletaria debe estar la unión de los trabajadores, y así, con la unión solidaria de los explotados y su educación, se logrará romper para siempre la cadena maldita que nos hace esclavos a los pobres y amos naturales a los ricos: el salario, y se entregará la humanidad al disfrute libre e inteligente de todo cuanto han podido acumular las generaciones anteriores y que está actualmente en poder de un reducido número de modernos negreros.

Pero para que el proletariado mexicano pueda unirse y educarse, necesita antes que cualquiera otra cosa, algún bienestar material. Las largas horas de trabajo, la insuficiente alimentación, las pésimas condiciones de los lugares de trabajo y de habitación, hacen que el trabajador mexicano no pueda progresar. Cansado por la labor prolongada, apenas si le queda tiempo para descansar por medio del sueño para reanudar su tarea de presidiario. Por lo mismo, no le queda tiempo para reunirse con sus compañeros de trabajo, y discutir y pensar juntos sobre los problemas comunes al proletariado, ni tiene humor para abrir un libro o leer un periódico obrero. El obrero, así, está absolutamente a merced de la voracidad del capitalismo. Necesario es, por lo mismo, que se reduzcan las horas de trabajo y se aumenten los salarios, al mismo tiempo que se entregue la tierra a todos los pobres, para, de ese modo, crear un ambiente de bienestar propicio a la educación y a la unión de la clase trabajadora.

Pero, para esto, hay que ejercitar la violencia. En frente del interés de los desheredados está el interés de los ricos y el interés de los bandidos que están en el Poder. Los poseedores de la riqueza no van a permitir por su voluntad que el pueblo tenga algún respiro y cobre alientos para entrar de lleno en la gran lucha contra todo lo que se opone a la emancipación humana. No nos queda otro recurso a los desheredados que recurrir a la fuerza de las armas para formar, con nuestro esfuerzo, un medio mejor en el cual podamos educarnos y unirnos firmemente para las grandes conquistas del porvenir.

Educación y solidaridad, teniendo como base el alivio de las condiciones existentes, será el fruto inmediato de la próxima revolución. Un paso más después de eso, y habremos llegado a los umbrales del ideal.

Bienvenida sea la revolución; bienvenida sea esa señal de vida, de vigor de un pueblo que está al borde del sepulcro.

(De Regeneración, 22 de octubre de 1910).


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