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ABAJO LOS FARSANTES
La Revolución gana terreno cada minuto. La santa propiedad, en cambio, pierde terreno a cada instante, sin decir nada de la señora Autoridad que rodando de abismo en abismo, sin prestigio, se agarra en vano a la ley -pobre yerbajo incapaz de detenerla- o de la arbitrariedad, espada que tanto hiere al agresor como al agredido.
Los acontecimientos se han desarrollado con tanta rapidez, que la caída de Madero no hará desesperar a los que están impacientes por ocupar el puesto de él y de sus favoritos; pero la Revolución continuará su marcha triunfal; no se detendrá por el mero hecho de sentarse en la Silla Presidencial un Vázquez Gómez o un Orozco. En la sierra, en el llano, dondequiera haya un hombre de corazón, continuará la lucha contra el Capital, contra la Autoridad, contra el Clero.
Ya no se conforma el pueblo con promesas. Desde 1821 hasta la fecha, todos los ambiciosos han prometido; todos los que han tenido por mira llegar al poder, han presentado al pueblo programas deslumbrantes que tendrían que ser llevados a la práctica cuando la revolución triunfase, y en todos esos casos, sin faltar uno solo, los desheredados han sido burlados. Los aspirantes a gobernantes y los simples cazadores de empleos le han dicho al pueblo: levántate y te haré feliz, y el pueblo se ha levantado, ha derramado su sangre, se ha sacrificado, para que, llegado el día del llamado triunfo, los jefes se apoderasen de los grandes puestos, mientras los soldados, despojados de sus armas para que no constituyesen un peligro, eran despachados a sus hogares, donde los esperaban ansiosos los suyos, trasijados por el hambre, mordidos por el frio; pero con la esperanza de un cambio en sus tristes condiciones de vida. Ningún cambio se operaba: el héroe humilde de cien combates, volvía a tomar el martillo o los instrumentos de labranza por cuenta de sus amos, exactamente lo mismo que lo hacía antes; las hijas del pueblo continuaban siendo carne de placer para los amos: la leva no había desaparecido con la subida del nuevo gobernante; el hambre seguía mordiendo las carnes de los proletarios: los hijos de los trabajadores se revolcaban en el mismo lodo y crecían en la misma ignorancia, exactamente lo mismo que los niños de la generación anterior.
Eso fue así, porque los proletarios tuvieron confianza en sus jefes y creían que podría darse el milagro de llegar a tener un gobíerno bueno, y ponían en manos de las clases directoras de la sociedad, precisamente de las clases que son enemigas naturales de la clase trabajadora, la resolución de sus propios problemas. Noventa años de engaños por parte de la burguesía del dinero y de la intelectualidad, han abierto los ojos, si no de todos, de un buen número de trabajadores, que han comprendido al fin que la tierra y la maquinaría de producción no pueden caer en manos del proletariado depositando en las urnas boletas electorales para nombrarse un verdugo, sino por la acción viril de los trabajadores armados del fusil y de la dinamita.
Proletarios que militáis en las filas del vazquismo y del orozquismo: por dondequiera que paséis, abrid almacenes y graneros para que se vistan y coman los pobres y poned la tierra y todas las industrias en las manos de los trabajadores. Solamente de esa manera no quedarán chasqueados los propósitos de esta gran Revolución. Si vuestros jefes y oficiales se oponen, ¡fusiladlos sin compasión! Vecinos de los pueblos y ciudades que están en manos de los rebeldes: no paguéis los alquileres de las casas que habitáis, y si los vazquistas u orozquistas quieren obligaras a que paguéis, ¡voladlos con dinamita, pues la Revolución debe ser para beneficio de los pobres y no de la burguesía!
Ricardo Flores Magón
(De Regeneración, 9 de marzo de 1912)
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