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Aspiraciones justas
Tenemos la creencia de que todo gobierno justo e ilustrado debe atender de preferencia a aquellas aspiraciones basadas en la conveniencia común que tienen sus gobernados, porque de la realización de esas aspiraciones nace, como consecuencia lógica, el engrandecimiento y bienestar de la sociedad. Por eso nos sorprende ver la indiferencla con que la Legislatura del Estado de México ha visto una petición que hicieron los indígenas de las haciendas de San Nicolás y Santa Catarina, petición que tiene por objeto la creación en pueblos de esas haciendas. Con todos los requisitos que exige la ley, con los elementos necesarios, cuentan los peticionarios, y sin embargo, ocho años ha que ese negocio duerme el sueño del olvido en la Secretaría de la Legislatura del Estado de México; y ¿ por qué? Nadie lo sabe, pero nosotros lo sospechamos. Porque se trata del señor don Isidro de la Torre, como quien dice de un rico de primera fuerza. ¿Cómo, por qué, con qué derechos se ha de aplicar la ley a un señor feudal? ¡No faltaba más! ¿ Quiénes son los indígenas, aquellos indígenas que tuvieron por padre al virtuoso don Gregorio Mier y Terán, para que se haga caso de ellos? ¿Será posible que se molestara al señor De la Torre al grado de impedirle que, montado en magnífico caballo y seguido de una muchedumbre de pecheros, se parase a contemplar la inmensidad de sus dominios? No señor, ni pensarlo; sería cosa de verse.
Pero la ley, las necesidades de las familias indígenas ¿nada valen, nada significan?
¡La ley!
¡Qué barbaridad!
¡La ley para un rico!
¡No, señor, no, señor, no, señor!¡La ley se hizo para la canalla, para el pueblo, para el desheredado!¡Silencio! comunistas, ladrones, holgazanes, ¡silencio!
Está bien, guardamos silencio, pero antes leed, leed; legisladores de aparato; leed y avergonzaos.
Honorable Legislatura:
Los que suscribimos, naturales y vecinos de San Nicolás Peralta y Santa Catarina, de la propiedad hoy de la señora doña Luisa Mier y Terán de la Torre, ante V. H. como mejor proceda en derecho, respetuosamente decimos: que la ilustración y civismo de V. H. se ha de dignar expedir un decreto en que las haciendas referidas se erijan en pueblos por las razones que vamos a exponer.
En la hacienda de San Nicolás residen doscientas cuarenta y cuatro familias, que dan un censo de mil doscientos ochenta y un habitantes; y en la de Santa Catarina ciento seis familias, que dan a su vez la suma de cuatrocientos cuarenta y seis habitantes.
Allí se han mecido las cunas de nuestros abuelos, las de nuestros padres y las de nuestros hijos. Allí hemos recibido una educación doméstica y moral, que nos hace amar el territorio en donde nacimos. Todos los recuerdos de nuestra infancia y todos los encantos del hogar doméstico, tienen en esas fincas para nosotros tal adhesión, que nos es imposible buscar la residencia en otra parte. Nuestras mujeres, nuestros hijos se verían desterrados y errantes si tuviéramos que salir de allí para avecindarnos en otras haciendas o en algún pueblo, y tendríamos que ser víctimas de la miseria, cuando abandonando nuestras chozas, nuestras tierras y costumbres, nos viéramos en la necesidad de emprender otro género de vida.
Y este mal está próximo, porque el Sr. D. Isidoro de la Torre, actual amo de las haciendas, como marido de la Sra. doña Luisa Mier, nos expele por familias, temeroso de la erección en pueblo de sus fincas, y desagrado de que no siendo posible que heredando el amor y estimación que nos tenía el nunca bien sentido D. Gregorio Mier y Terán, nuestro padre, obtenga nuestras simpatías como aquel anciano bienhechor que nos hizo hombres y que mereció siempre el afecto y veneración de nuestros abuelos.
Mientras vivió este señor nada nos faltaba. Teníamos con él desde los auxilios para la instrucción prim~ria, hasta los recursos para mantener a nuestros hijos. Sólo era despedido de las haciendas el inmoral, escandaloso que llevaba el mal ejemplo y corrupción nuestras familias; pero nunca el hombre honrado que encallecía sus manos en el trabajo y que ponía en práctica las máximas de educación moral, que debió a la filantropía y al buen ejemplo del excelente anciano Mier.
Hoy se nos expulsa, se nos arranca del hogar doméstico sin consideración a que allí hemos nacido, a que allí nos hemos educado, y aprendido a trabajar, que somos hombres de bien y dignos de merecer el cariño de la heredera de nuestro amo antiguo, y es preciso que V. H. proteja a mil setecientos veintisiete habitantes mexicanos pobres y desvalidos, aunque para ello se sacrifiquen los intereses de un extranjero, que es por sí uno de los ricos más notables del país.
Los padrones que adjuntamos, certificados por la autoridad municipal que nos gobierna, arroja la suma de habitantes que hemos consignado; y además, muchos de los vecinos de los ranchos y bosques contiguos nos han ofrecido avecindarse en nuestros pueblos luego que acabando el señorío de un amo, podamos vivir bajo la protección del gobierno.
Se ve, pues que la utilidad pública, que la protección a nuestras familias, es el fundamento de nuestra pretensión.
Y él ha sido atendido aun por los reyes de España, que procuraron siempre las congregaciones y las fundaciones de pueblos, como puede verse en las leyes del Tít. 30. Lib 60. de la Recopilación de Indias.
Hoy nuestras esperanzas son más fundadas, cuando la civilización de la época y los principios de libertad, pretenden borrar hasta la sombra del feudalismo en los derechos de los amos; y cuando se cree que el repartimiento gradual, equitativo y prudente de la propiedad, ha de dar ciudadanos honrados, laboriosos y patriotas que engendren el amor a la patria desde los recuerdos del hogar doméstico.
Nosotros no fuimos criados, sino hijos del Sr. Mier, quien jamás abusó del señorío de su casa para oprimirnos, ni para hacer alarde de la categoría de único amo y propietario. Con su muerte hemos encontrado un verdadero amo en el Sr. de la Torre, que nos hace sentir todo el peso de su señorío al expelernos de su casa, para traer cuadrillas volantes de gente extraña que sólo trabaja sin deberle más que el simple salario.
Erigiéndose las haciendas en pueblos, V. H. habrá no sólo protegido a trescientas cincuenta familias, sino que habrá hecho de cada uno de nosotros un ciudadano libre, como lo es todo el que se independe de su amo.
Desde luego conocemos que no puede atacarse la propiedad del Sr. de la Torre sin la justa indemnización; pero nosotros tenemos dinero y protectores para poder ofrecer la indemnización respectiva, sin que el gobierno tenga que desembolsar un solo centavo, ni terrenos baldíos como en tiempo del gobierno colonial; ni siquiera como se indemnizó al ex conde de Santiago por el gobierno general, con ocasión de los pleitos de los pueblos. Protegiéndonos el gobierno con su apoyo y con su nombre, podremos ajustar los términos de la indemnización para todo el terreno de las fincas, pues los pueblos inmediatos se unen a nosotros para el objeto.
En el último término, tenemos dinero sobrado para indemnizar, por los fundas legales de los pueblos, y buena disposición para aceptar el terreno en que deben situarse, contando con que las autoridades secundarán las miras del rey D. Felipe II en sus leyes 8 y 9, Tít. 30., Lib. 60. de la Recop. de Indias.
La expulsión de nuestras familias y la miseria consiguiente desmoralizará a muchos de nosotros, que tal vez pararán en el cadalso, porque ni han conocido la miseria, ni tienen más mundo que el territorio que ocupan las fincas que fueron del Sr. Mier.
¿Cómo podríamos habituarnos a mendigar el trabajo en otras haciendas y tratar a otros amos que no nos conocen ni nos tienen simpatias? ¿Cómo podremos tomar hoy otro ejercicio o industria, si nos hemos educado en la labranza?
Tenemos el noble orgullo de que los habitantes de las haciendas del finado Sr. Mier han sido y son moralizados y trabajadores, como lo pueden certificar las autoridades de la municipalidad y distrito de Lerma.
Por esto podemos asegurar, que aun por nuestra conducta merecemos la protección del Gobierno, como la obtuvieron el pueblo de la Merced de las Llaves, que hoy es hasta cabecera de municipalidad, y el de Zaragoza, de la municipalidad de Calimaya.
Nuestro censo de población es mayor que el de la cabecera de nuestro distrito, y nada es más justo, que recibir el apoyo de un gobierno paternal e ilustrado, que haga entender a los extranjeros que los mexicanos no podemos ser su patrimonio y que somos más bien el objeto de la protección de la autoridad del país, cuando hay incompatibilidad entre los derechos de un pueblo y de un súbdito de las monarquías de Europa.
Y decimos pueblo, porque como enseña un sabio español (D. Manuel Colmeyro, en su Derecho Administrativo, tomo 10. página 24) los pueblos tienen una existencia propia, son agregaciones espontáneas, no unidades artificiales, son efecto de la naturaleza y no un producto de la ley.
Nosotros vivimos ya unidos; casi hay lazos de sangre entre todos, por los frecuentes matrimonios, y existen además los vínculos estrechos de afecto y de interés que nacen de un origen y se fortifican con la perseverancia de una vida común.
Existen ya de hecho los dos pueblos, sólo les falta la sanción legal.
Debe V. H. conservarnos en esa vida común que hemos tenido y que nos legaron nuestros padres desde hace doscientos años, y al hacerlo, permítanos que demos siempre una prueba de gratitud a la memoria del Sr. Mier, y de patriotismo invocando a la víctima de Cuilapan y poniendo a los pueblos los nombres venerados de esas personas.
Nuestros hijos bendecirán los nombres de los ciudadanos diputados que nos honren con su voto, y V. H. habrá dado con su decreto el testimonio mejor de protección a las familias, que son la base de toda sociedad civil.
Protestamos lo necesario, etcétera.
Toluca, diciembre ocho de mil ochocientos sesenta y nueve. Firmantes.
Como apoderado del pueblo, Francisco Téllez Girón.
¿Habéis leído? Pues bien, pero antes os diremos lo que Temístocles dijo a Eurípides: ¡Pega, satélite del gobierno; pega, sicofanta de la revolución; pega, bastardo de Loyola, tartufo del Ser Supremo; pega, pero escucha!
Esto se lo aplicamos al periódico aquel que nos llamó ladrones, comunistas, holgazanes, revoltosos, etc.
El Hijo del Trabajo. Año II. Época segunda. Núm. 68, México.
Noviembre 11 de 1877, p. 1.
José María González
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