AUTOGESTIÓN Y ANARQUISMO
Notas sobre anarquismo en salsa autogestionaria y sobre autogestión en salsa anarquista
AMEDEO BERTOLO
LA GRAMINEA SUBVERSIVA
La tentación es fuerte para el anarquista: la autogestión es una palabra nueva para una cosa vieja, mejor aún, para diversas cosas viejas, ya que esta palabra, como casi todas las palabras del vocabulario económico-político-social, puede significar más de una cosa.
En su significado más amplio, extremado: autogestión es sinónimo, si no de anarquía, al menos de autogobierno (un término del viejo léxico anarquista). Es lo que sostiene, por ejemplo, Oyumburu que confrontando los enunciados de los autogestionarios con el pensamiento y con las realizaciones anarquistas, destaca como el movimiento autogestionario no sólo retorna la mayor parte de los temas libertarios, sino que incluso, a veces, los enuncia palabra por palabra. Por otra'parte, el término yugoeslavo samo-upravlje, de cuya traducción nació la palabra autogestión a comienzo de los años 60, nos parece una variante servo-croata del ruso samo-pravlenija, usado por Bakunin, que puede traducirse tanto por auto-administración, como por auto-gobierno.
En su significado más reducido, autogestión es sinónimo de cogestión, es decir de participación subalterna de los trabajadores, es decir, de colaboración interclasista, o sea de estafa.
Y entre ambos polos, está toda la posible difuminación intermedia de significados y alternativas teórico-prácticas del socialismo, desde el libertario al autoritario; y del revolucionario al reformista.
Es grande, por tanto, la tentación de liquidar el argumento, sobre todo de cara al uso inflacionario y/o mixtificante del término que consigue irritar (están las vacaciones autogestionadas que ofrece una agencia turística, está la propaganda electoral autogestionada de los partidos ...) Y, sin embargo, creemos que tras el éxito de la palabra hay algo más, y algo más importante que una enésima mixtificación o una austera recuperación, con nueva terminología de la tradición anarquista. El mismo esfuerzo mixtificador y la misma tentativa de recuperación están, en sí, justificados por una demanda social a la cual se dirigen la mixtificación y la integración.
UNA DEMANDA DE ANARQUIA
El hecho es que la autogestión ha sido, antes que nada, una reivindicación y una práctica social ampliamente difundida en el curso del último decenio. El boom de la autogestión es quizá, el fenómeno cultural más importante desde la postguerra, desde el punto de vista anarquista. Y por fenómeno cultural no entiendo tanto el florecimiento de escritos sobre la autogestión, que creó más efecto que causa del boom, como la multiplicación de comportamientos autogestionarios en los conflictos sociales, sobre todo a partir del 68, pero ya anunciado en los años precedentes.
Se ha ido manifestando una creciente voluntad de autodeterminación individual y colectiva (a veces de forma neta, más a menudo de forma confusa y contradictoria, pero siempre legible), de mil maneras: de las comunas hippies a la ocupación de fábricas, de las luchas estudiantiles al movimiento feminista, del rechazo de la delegación a la búsqueda de relaciones interpersonales diferentes ... Entre el on fabrique, on vend, on se paye de la LIP y el cuerpo es mío y lo gestiono yo, hay continuidad, hay la multiformidad de esta demanda social de autogestión a todos los niveles que se traduce en una desestructuración del poder en todos los macro y microsistemas en que el poder se manifiesta: de la familia al Estado, pasando por la fábrica, el barrio, la escuela, el hospital, el sindicato, el partido ...
¿Rechazo del poder o demanda de poder? Los reformistas y los revolucionarios autoritarios prefieren calificar esta demanda social como demanda de poder: pero, ¿sigue siendo poder aquéllo que no quiere ser facultad de mandar y ser obedecido, sino facultad de decidir autónomamente? La aspiración autogestionaria nos parece, más bien, la correspondencia libertaria, en términos de poder, de aquello que es la aspiración socialista igualitaria en términos de propiedad. Aquella requiere una socialización del poder.
Un poder socializado, es decir que no esté concentrado en roles sociales determinados (y por tanto, en individuos y clases dominantes), sino extendido en todo el cuerpo social y en sus articulaciones con función universal e igual, puede corresponder a una buena aproximación de la anarquía. Si no a la anarquía-ausencia de poder (concepto límite como las formas geométricas), por lo menos al compromiso dinámico entre el modelo ideal y los vínculos de los contextos materiales y culturales dados, que podremos llamar Anarquía posible. Pero un poder socializado puede entenderse, a la inversa, como un abominable instrumento de control autoritario omnipresente, en el cual el poder se convierte en una función universal aunque desigual (graduada del vértice a la base), en una difuminación continua que envuelve a todos en roles de opresión recíproca. Brrr ...
¿MEDIO, FIN O METODO?
Una aproximación seria y profunda a la temática autogestionaria configura dos posibles -y a mi parecer, fundamentales- utilidades para los anarquistas:
1. Reflexionar sobre los contenidos y las formas más avanzadas (en términos igualitarios y libertarios) adquiridas por el conflicto social contemporáneo y al mismo tiempo sobre las respuestas que ha ido dando la clase dominante.
2. Reflexionar sobre los problemas de la anarquía posible, es decir, sobre los problemas de la reconstrU€ción social, de la reestructuración global del tejido comunitario según modos no jerárquicos.
Creo, por tanto, que el debate sobre la autogestión es una ocasión importante para los anarquistas. Si la demanda de autogestión es, en cierta manera, una demanda de anarquía, es necesario no añadir un par de slogans a nuestro repertorio de consignas, sino sacar de ello indicaciones para nuestra actuación. Si sociólogos, economistas, filósofos, psicólogos, pedagogos, urbanistas, van utilizando en clave autogestionaria un acercamiento casi anárquico a las ciencias humanas y proponiendo soluciones casi anárquicas a los problemas sociales, no es suficiente felicitarse por el fenómeno y mucho menos reivindicar la prioridad del método, sino que hay que trabajar seriamente para que nos lo podamos proponer como punto de referencia cultural libertaria creíble, aquí y ahora.
Si politicastros, burócratas y tecnócratas vociferan la autogestión, o peor, van realizando y elaborando versiones parciales y retorcidas, es inútil gritar ¡al ladrón!; debemos desmitificar su juego con argumentos convincentes y luchas ejemplares.
La autogestión no debe ser, claro está, un simple pretexto para refrescar nuestro bello ideal. Se trata, por el contrario de actuar para una verdadera puesta al día de nuestro bagage cultural, y de actuar de la manera más útil, es decir:
1. a partir de instancias reales y no sólo de una exigencia individual y/o de movimiento,
2. organizando nuestra reflexión en torno a un concepto que nos reconduce continuamente el concretar sobre las formas organizativas.
Con esto no quiero decir que todo el trabajo teórico-práctico de redefinición del proyecto anarquista sea reconducible, de forma simplista, a la categoría de autogestión. El concepto de autogestión en sí no puede, en absoluto, ser substituido por la riquísima problemática de fines y medios del anarquismo, que se alimenta de una amplia gama conceptual de orden ético, estético, científico ...
En realidad, el ámbito propio de la autogestión no es el de los fines, ni el de los medios, al contrario de lo que podría parecer por las manifestaciones que de ella se dan de vez en cuando en el conflicto social, sino el ámbito intermedio del método, el ámbito de las relaciones entre fines y medios. Si bien participa de unos y otros, la autogestión no es ni un fin (o una suma de fines), ni un medio (o una suma de medios), sino un modo de investigar y expresar la coherencia entre estos y aquellos, en términos organizativos, y con referencia tanto a la crítica teórico-práctica de lo existente, como a la propuesta de estructuras sociales alternativas.
Definir la autogestión como método organizativo puede parecer reductivo. En realidad quiere decir atribuirle una importancia central. Significativamente, las grandes fracturas en el seno del movimiento socialista se han verificado no sobre los fines, que aparecían como los mismos, sino sobre el método: sobre la elección de los medios y su coherencia con los fines. Definir la autogestión como método significa también negarle la neutralidad de una simple técnica, buena para cualquier uso, para atribuirle una funcionalidad específica en relación con los valores, añejos, de libertad e igualdad.
ENTRE TEORIA Y PRACTICA SOCIAL
La autogestión, entendida como un fin, me parece que deriva y/o lleva, a una concepción terriblemente limitada y limitativa, de la sociedad y del hombre. La autogestión entendida como medio se presta a usos mixtificadores, se deja integrar, en forma de descentralización de cotas más o menos insignificantes, de poder, en nuevos sistemas tecnoburocráticos de participación. Una y otra definición pueden dar lugar a nuevas y obscenas formas de interiorización del poder, es decir, a un autocontrol inducido, a una autodisciplina piloteada, en una sociedad jerárquica, a una autoexplotación, a una dominación consensual.
Por el contrario, concebida como método, con una colocación de cremallera, no sólo entre medios y fines, sino también entre teoría y práctica social, la autogestión puede expresar toda la riqueza y toda la problemática del conflicto y del pensamiento antijerárquico y antiburocrático. Con esta condición, puede convertirse en un formidable instrumento lógico y operativo. Un instrumento subversivo, o sea no integrable en sistemas sociales y conceptuales clásicos, dadas sus características libertarias e igualitarias.
Esta riqueza, por otra parte, es ya en parte reconocible en los hechos, en la multiformidad de las reivindicaciones autogestionarias expresadas en las luchas sociales, y, también, en el pensamiento de los teóricos de la autogestión generalizada, los cuales, a pesar de ser en general de formación marxista, han llegado, y no por casualidad, a posiciones sustancialmente anarquistas de rechazo del Estado y de cualquier jerarquía, del partido y de cualquier vanguardia ...
El hecho es que la autogestión, como decíamos, es una metodología organizativa de signo libertario e igualitario, si se aceptan plenamente todos los presupuestos y las implicaciones, en profundidad y en extensión. Cuando se estudian las condiciones necesarias para que cada individuo pueda ser, verdaderamente, sujeto y no objeto de las alternativas que le conciernen, es cuando, por necesaria coherencia, se amplía el campo de aplicación de la autogestión del angosto microcosmos de la fábrica a todas las esferas y todos los niveles de la vida social. La autogestión generalizada adquiere así una dimensión cultural en la que se encuentran: rebeldías individuales y colectivas contra cualquier forma (económica, política, sexual, étnica, ideológica ...) de las relaciones de dominación; intentos (grandes y pequeños, revolucionarios y marginales) y experimentos (extra o anti-institucionales) de organizar la vida colectiva sobre nuevas bases; tensiones ideales y pulsiones emotivas irreductibles a las necesidades conocidas y más o menos satisfactorias de los grandes sistemas jerárquicos; esfuerzos de pensar la sociedad, y, por tanto, el hombre, de encontrar nuevas metas y/o nuevas claves para interpretar la historia.
Pero, ¿esta autogestión generalizada no se configura, o no tiende a configurarse, más que como método, como auténtico y verdadero sistema? Por ejemplo, como modelo alternativo de sociedad global con poder socializado, ¿no acaba por ser aquella anarquía posible de que hablaba más arriba? Sí, pero porque en este sistema, en este modelo, en esta dimensión cultural, se introducen criterios de juicio (valores) y criterios cognoscitivos (modos de seleccionar y organizar los datos para transformarlos en información), que, incluso extrapolados del método organizativo, no son ya un método, no son ya autogestión. Y además, la autogestión no es un método neutral, lo que de ella se deriva por inducción o deducción tiene un signo anárquico, o mejor, tanto más anárquico cuanto mayor es la profundización y la extensión.
INJERTAR Y PODAR EL VIEJO TRONCO
La autogestión generalizada puede muy bien, entonces, ser otra manera de decir socialismo libertario. ¿Nada nuevo? Al contrario: se trata de un socialismo libertario reencontrado, reconstruido en las luchas, en las experiencias, en las innovaciones científicas y técnicas, en una palabra, en la cultura de las dos últimas décadas.
La autogestión generalizada es una teoría todavía en formación, como debe ser cualquier teoría viva, pero ya ha establecido los saldos que corresponden a nuestros propios saldos. Lo que no sorprende, desde el momento en que ha recorrido, a groso modo, nuestros mismos itinerarios lógicos, pero los ha recorrido hoy mientras que nosotros lo hicimos ayer.
Enunciados generales, como por ejemplo el primer principio de la autogestión definido por Bourdet (rechazo de la delegación de poder, revocabilidad de todos los mandatarios en cualquier momento), dan a los anarquistas -que siempre los han teorizado y practicado-, la impresión del descubrimiento ... del agua caliente. Pero no podemos y no debemos limitarnos a señalar el fenómeno desconfianza y/o satisfacción, sino que -antes que el saqueo, más o menos voluntario, y el reciclage de nuestras ideas sea irreversible-, debemos apresurar la reestructuración de nuestro capital teórico. Un capital absoluto, no en los enunciados generales -que se han demostrado válidos también en el debate sobre la autogestión-, sino en toda su articulación intermedia y en su instrumentación operativa.
La ecología, la tecnología alternativa, la pedagogía antiautoritaria, el análisis institucional, no pueden ser, simplemente, añadidos al pensamiento anarquista y ni siquiera se pueden adicionar fragmentos casuales, de signo anarquista, de las ciencias humanas, de la antropología a la economía, de la psicología a la sociología. La operación cultural de que hablo es mucho más compleja.
El viejo y sólido tronco del anarquismo está todavía fuerte, pero debe ser enérgicamente podado para que puedan brotar y desarrollarse ramas jóvenes, y para que pueda aceptar nuevos injertos sin rechazos ni sofocos. El florecimiento de la práctica y la teoría autogestionarias, me parece una buena ocasión para podar e injertar. Del debate sobre la autogestión pueden sacarse elementos de juicio, acerca de lo que hay que podar e injertar. Sin complejos de inferioridad inmerecidos, pero también sin ilusorios complejos de superioridad, los anarquistas pueden esperar del debate sobre la autogestión una preciosa contribución de apertura hacia lo nuevo y lo diferente, de estímulos creativos, de amonestación para no esconder los nudos sin resolver tras cualquier formulita que sirva para todo. A su vez, ellos pueden aportar en el debate la contribución de la memoria colectiva de un movimiento que ha vivido conscientemente (consciente incluso de las propias contradicciones), toda la problemática de la autogestión a través de conquistas y derrotas, alegrías y sufrimientos, luchas y vida cotidiana, el corazón y el cerebro de centenares de miles de militantes.
LA DIVISION JERARQUICA DEL TRABAJO
El debate en torno a la autogestión, sobre todo en el ámbito que le es más propio por definición: el del análisis de los mecanismos de decisión colectivos, es decir, el de la reflexión sobre cómo, en las estructuras organizativas, jerárquicas, se determina el poder y sobre cómo, por conversión, será posible organizar la participacón igualitaria de todos en los procesos decisorios. Es una reflexión sobre temas de la autoridad y de la libertad, y una reflexión que lleva derecho al meollo de la democracia directa y de la división del trabajo.
De hecho, es fácil desde esta óptica, redescubrir que la distinción fundamental en todas las sociedades de clase es entre quién detenta el poder y quién lo soporta, entre quién dirige y quién es dirigido, y que la causa de esta dicotomía no es la propiedad privada de los medios de producción, que, en todo caso, no es más que una forma jurídicoeconómica históricamente determinada. Es fácil, por tanto, redescubrir que la raíz de la dominación es la división jerárquica del trabajo social, y que, por tanto, la autogestión será una envoltura hueca si no presupone la integración (de bakuninista y kropotkiniana memoria) del trabajo manual e intelectual, ejecutivo y organizativo.
Sin esta recomposición, la autogestión será imposible a nivel de empresa, porque falta la efectiva posibilidad y capacidad de todos los trabajadores, de actuar y decidir con conocimiento de causa (que es el segundo de los dos principios fundamentales de la autogestión, según Bourdet). Sin esta recomposición no puede haber participación igualitaria en términos de consciencia y de responsabilidad, no habrá por tanto autogestión, sino cogestión asimétrica entre dirigentes y subordinados, aunque todos sean formalmente socios o aunque sean, según la fórmula yugoeslava, los primeros formalmente dependientes de los segundos.
Ha sido él un poco sospechoso testigo del régimen (Drulovic) quien nos ha dicho que, según los resultados de estudios sociológicos, los frecuentes conflictos entre dirección y órganos representativos de los trabajadores, expresan un agudo antagonismo, una verdadera lucha por el reparto del poder y de la autoridad, y una de las causas sería, mira por donde, la extravagante pretensión de los trabajadores de ingerencia en el terreno de la dirección a causa de una concepción primitiva según la cual la autogestión debería suprimir la división del trabajo.
Con mayor motivo, la integración debe extenderse a toda la sociedad porque la división jerárquica del trabajo social no es un fenómeno relativo solamente al ámbito empresarial, ni al ámbito económico, sino que afecta a todas las funciones sociales. E incluso manteniéndose en el ámbito económico, hay que reconocer en la explotación no sólo el aspecto cuantitativo, sino también el cualitativo que consiste en reservar para una minoría los trabajos más gratificantes, mientras quedan para la mayoría los trabajos más ingratos, fatigosos y frustrantes. El limpiador de alcantarillas continúa siendo limpiador de alcantarillas aunque se autogestione. El urbanista sigue siendo urbanista aunque se autogestione. Podemos imaginar muy bien un colectivo autogestionado de maleteros y un colectivo autogestionado de médicos, podemos incluso imaginar (es una abstracción difícil, lo admito), que se intercambian el trabajo entre ellos: una hora de trabajo de unos pagada igual que una hora de trabajo de los otros; pero el intercambio seguirá siendo desigual, y la explotación cualitativa se mantendrá. Esto se enmascara con el hecho de que normalmente -y no por casualidad se suele sobreponer el cuantitativo. Pero cuando la norma paradójica, por la cual a los trabajos más desagradables corresponden los salarios más bajos, se contradice, la dimensión cualitativa de la explotación se mantiene inalterable. Por ejemplo, hoy un barrendero gana más que un profesor de liceo, pero no se constata ni siquiera una minima tendencia entre los profesores para intentar emplearse en las limpiezas urbánas ...
... Y SU RECOMPOSICION IGUALITARIA
La división jerárquica del trabajo social está por tanto cargada de significados desigualitarlos: explotación, privilegio y sobre todo poder. Las ideologías del poder (sean capitalistas o tecnoburocráticas), justifican la jerarquía con la necesidad organizativa de las sociedades complejas. Enredan las cartas, porque mezclan engañosamente dos cosas que no van necesariamente juntas. Es innegable que, en estructuras socio-económicas más articuladas que una tribu de cazadores-sembradores, la división social y técnica del trabajo es, en cierta medida, imposible de eliminar. Es innegable que estas estructuras, de la empresa a la comunidad local y así hasta los sistemas sociales más amplios, se deben articular por funciones. Pero no es en absoluto necesario que las funciones se conviertan en roles fijos: la rotación, por ejemplo, permite conciliar la división con la igualdad. Por otra parte, ciertas funciones pueden, muy bien, hacerse colectivas, otras pueden encargarse como mandatos revocables, otras, en fin, desaparecen del todo porque sólo son útiles y necesarias para el sistema jerárquico que las genera continuamente, y en gran número, para conservarse y justificarse.
¿Qué se opone, por ejemplo, a que en un hospital todos los trabajadores desempeñen por rotaciones trabajos manúales e intelectuales (que todos sean, en diferentes periodos de la jornada, la semana o el año, médicos-enfermeros-auxiliares), que la dirección sea una función colectiva, y las tareas de administración y de coordinación interna y externa se atribuyan como encargos temporales. Ningún motivo verdadero, sino únicamente los falsos motivos de racionalidad interna de la lógica del poder, y una escasez relativa de competencia intelectual, querida, creada y mantenida artificialmente para justificar el monopolio de clase del conocimiento, y, por tanto, de la jerarquía.
La objeción de que seria un despilfarro subutilizar los cerebros de los intelectuales obligándoles a dedicar una parte de su tiempo a trabajos manuales, es de una imbecilidad insultante: ¿qué se puede decir del enorme despilfarro de creatividad, inteligencia, inventiva de nueve personas de cada diez, mutiladas en su manualidad y condenadas a la estúpida y envilecedora rutina de las fábricas, para que una sola persona pueda crear, pensar, inventar? ¿Y por qué no se pregunta también en qué medida la propia inteligencia de ese uno está empobrecida por las privaciones de estímulos de actividades manuales, es decir, por el contacto directo con la realidad material?
Desde esta perspectiva adquiere un particular significado el reciente fenómeno de escolarización masiva, con sus reivindicaciones de derecho al estudio, con sús ataques, un poco veleldosos y un poco demagógicos, a las barreras económicas y meritocráticas, colocadas en defensa del saber privilegiado. Más allá de las aspiraciones individuales a una promoción social a través del diploma y la licenciatura, como fenómeno total, como suma objetiva de las motivaciones individuales, se trata de una demanda generalizada de trabajo intelectual, una demanda que, precisamente porque es generalizada, no puede ser satisfecha más que en una lógica de negación de la pirámide social, y de distribución igualitaria entre todos tanto del trabajo manual como del trabajo intelectual. Y seguramente no es una coincidencia fortuita que la autogestión haya irrumpido clamorosamente, como reivindicación y como práctica, precisamente en el mayo del 68, en una explosión popular iniciada por los estudiantes parisinos ...
DELEGACION DE PODER ...
La integración entre trabajo manual y trabajo intelectual determina una condición de igualdad en las posibilidades efectivas y en las capacidades decisorias. Sin embargo no agota, sino que solamente introduce, el discurso sobre la democracia directa, así como la división entre trabajo manual y trabajo intelectual no agota el discurso sobre el poder: de hecho, no todos los trabajadores intelectuales, sino sólo una minoría de ellos, están adscritos a la clase dominante. El licenciado, por ejemplo, o el médico, o el profesor, o el ingeniero en cuanto tales, no ejercen roles de poder, sino únicamente en cuanto que desarrollan funciones de heterogestión, de gestión sobre otros hombres.
Cualquiera que sea su raíz aparente y su justificación (la propiedad o la capacidad organizativa, el mérito o la competencia), cualquiera que sea el modo con que se ha conferido o legitimado (los mecanismos mercantiles o la selección meritocrática, la investidura desde arriba, o la delegación democrática desde abajo), el poder de los dirigentes se obtiene siempre confiscándoselo a la sociedad, negando, de hecho y de derecho, a todos los demás, la facultad de autodeterminarse individual y colectivamente.
La delegación de poder que se efectúa en la democracia indirecta o democracia representativa, es la contraseña más mixtificada de legitimación de la jerarquía. Amenaza por tanto, con ser un caballo de troya del poder en la práctica y en el pensamiento autogestionario, como demuestran las experiencias históricas y contemporáneas, de España a Yugoslavia, del movimiento cooperativo a las burocracias sindicales. Despachada como una técnica organizativa es en cambio un modo organizativo funcional con el poder jerárquico, contradictorio con la autogestión.
Téngase en cuenta que aquí nos movemos más allá de cualquier consideración sobre el hecho de que, en una democracia parlamentaria, las elecciones son un modo para nombrar no a la directiva política sino sólo una exigua parte de la representación formal del poder político, y dejamos aparte la fácil ironía sobre la naturaleza mixtificada de la elección electoral. El. mismo socialista Ruffolo, candidato ahora a las elecciones europeas, ha definido hace tres años, el mecanismo de los votos como un aplausómetro (un aplausómetro trucado, añadimos nosotros, por las sofisticadas técnicas de manipulación de la opinión pública). Lo que aquí nos interesa observar es que, también en el caso abstracto de que todas las funciones de dirección social fuesen electivas, los dirigentes elegidos se constituirían en clase dominante, por la lógica objetiva de la delegación de poder.
La astucia de extender al ámbito de la empresa algunas medidas de democracia representativa (en forma de cogestión o de autogestión tecnocrática), es un intento demasiado transparente, de fundir el consenso con la alienación productivista, frente a la bancarrota de la ideología capitalista. Aunque la democracia representativa ya se ha quedado al descubierto en el campo político, y cada vez con más dificultad consigue enmascarar su naturaleza real oligárquica, su reproposición en el ámbito de la economía puede tener todavía, quizá, un cierto atractivo, porque se basa en valores culturales depositados en el inconsciente colectivo, auno' Que estén en crisis, mientras que el rechazo de la delegación es un fenómeno de efervescencia social' relativamente nuevo.
... Y DEMOCRACIA DIRECTA
Si la delegación de poder abre una fractura en el cuerpo social, entre gestores y gestionados, la autogestión puede reconocerse y realizarse sólo en la democracia directa, es decir, sólo a condición de que el poder se mantenga siempre como función colectiva, no se separe nunca de la colectividad como instancia superior, ni siquiera en roles elegibles.
Democracia directa no significa, por reducción, democracia asamblearia. Incluso si la asamblea es el órgano fundamental, en las articulaciones ulteriores la democracia directa se vale, necesariamente, de otras fórmulas, como el mandato revocable, que no es delegación de poder.
Hay delegación de poder cuando se habilita a alguien para tomar decisiones imperativas sobre la colectividad, en nombre o por cuenta de ella, sobre una amplia gama de cuestiones discrecionales. Pero si el mandato es específico y temporal, con márgenes de discrecionalidad definidos y restringidos, y sobre todo, si es revocable en cualquier momento por la colectividad que lo ha expresado, éste no sustituye a la voluntad colectiva ni puede libremente interpretarla (viejo truco de la democracia representativa), porque su actuación está continuamente sometida a verificación.
Asamblea soberana, mandato revocable y, finalmente, rotación continua (a intervalos más o menos largos según su naturaleza), de todas las funciones de coordinación, de todas las funciones dirigentes imposibles de ejercitar colectivamente: así puede definirse, a grandes rasgos, la democracia directa. Y así se ha expresado la democracia popular cuando, episódica y temporalmente, ha podido manifestarse sin excesivos condicionamientos objetivos y subjetivos. Así estaban organizadas las colectividades libertarias. Así están todavía organizados numerosos kibbutz israelíes en los cuales, según Rosner, cerca del 50% de los miembros participan cada año, por rotación, en los comités y funciones directivas. ¿Y la revocabilidad d~l mandato no se remonta a la Comuna de París? ¿Y no encontramos el mandato revocable y la asamblea soberana, como reivindicación y como praxis, en las luchas obreras de los últimos diez años? La democracia directa es ya práctica social, aunque episódica y fragmentaria.
EL NUDO DE LA DIMENSION
Se dice, por parte de quienes con esto quieren reducir la autogestión a ámbitos marginales o negar completamente sus posibilidades, que la democracia directa puede aplicarse sólo a formas organizativas de pequeñas dimensiones. Consideremos, por tanto, la cuestión de las dimensiones.
También yo, paradójicamente, estoy convencido de que la gran dimensión es la dimensión del poder y la pequeña dimensión la de la democracia directa. Pero saco conclusiones diferentes. La unidad asociativa elemental (productiva, territorial, etc.) puede y debe ser pequeña, y entre ellas debe tejerse una trama de relaciones horizontales. Se rechazan, por tanto, las grandes unidades lo mismo que el nefasto concepto-mito de la Unidad, con mayúscula. Las pequeñas unidades, a su vez, no deben ser los ladrillos de un edificio piramidal, sino los nudos de una red de conexiones igualitarias de tipo federativo, que procede de lo simple a lo complejo, y no de la base al vértice.
La gran empresa, la megalópolis, el Estado, deben rechazarse y disgregarse, porque lo "grande" genera poder en su interior y en su exterior. Los grandes complejos económicos y políticos, las grandes instituciones sociales, son el ámbito en que se afirma y se ejercita el poder de los nuevos patronos: es en ellos donde la burocracia encuentra su espacio vital y sus justificaciones funcionales, tanto en los sistemas neo-capitalistas como en los post-capitalistas.
Existen, en efecto, bastantes elementos experimentales y reflexiones científicas, como para mantener que no se pueden superar ciertos umbrales dimensionales, si se quiere salvaguardar lo que es la esencia de la democracia directa, la comunicación directa, ejemplificada (aunque no agotada en absoluto), por la participación activa en la asamblea. Es inimaginable una asamblea decisoria de millares o decenas de millares de personas. Esta, solamente podría sancionar la aprobación o el rechazo de propuestás simples, es decir, simplificadas con anterioridad. Esta, por otra parte, presentaría el riesgo de responder verosímilmente, más a las propuestas emotivas que a las racionales, según las leyes de la psicología de masas.
Por otra parte, si es verdad que a la comunicación directa pueden añadirse otras formas de comunicación horizontal (que permite un uso apropiado de los medios electrónicos y televisivos, como sugirieron, por ejemplo Pradstrallar y Flecchia), también es cierto que éstas no pueden ni deben sustituir, sino sólo añadirse, a la comunicación directa, sobre todo en las articulaciones federalistas, porque podrían convertirse en instrumento de control y/o de sondeo, más que de formación y explicación de la voluntad decisoria.
Por tanto, el primer ámbito fundamental de la autodeterminación colectiva no puede ser otro que la unidad asociativa elemental -como el primer y fundamental ámbito de la libertad no puede ser otro que el individuo-, y esta unidad debe ser a medida de asamblea. Por tanto, la aproximación autogestionaria al problema de la dimensión debe plantearse sin prejuicios, en la línea de pensamiento sintetizada por la feliz expresión schumacheriana lo pequeño es hermoso.
Se trata de dar la vuelta a la propuesta lógica que parte del ser y de sus tendencias objetivas al gigantismo económico, político y tecnológico, para derivar de ello la necesidad de la gran dimensión. Recaer en esa lógica sería un fallo para la teoría y la práctica autogestionaria, porque se llegaría a la demostración de la imposibilidad de la autogestión generalizada. Sería también erróneo porque, en realidad, no son la tecnología, la economía o la racionalidad quienes imponen las macroestructuras y las microinstituciones, sino que una tecnología, una economía, una racionalidad, determinadas por la lógica del poder aunque, por un efecto de feed-back, acaban por ser determinantes, creando un cerco diabólico en el cual cada elemento se alimenta alternativamente de motivaciones objetivas e ideológicas. Por el contrario, la autogestión debe replantear la economía, la tecnología, el emplazamiento territorial, etc., a partir de sus exigencias, aplicando su racionalidad. Puede ocurrir que esto produzca alguna reducción en la eficiencia, pero es un costo que, si se hiciera necesario, hay que aceptarlo. Pero está todavía por demostrar que los mayores costos de la pequeña dimensión, incluso según una razonable concepción de la eficiencia técnica y económica, sean superiores a sus beneficios.
Al contrario, hay todo un filón nuevo de pensamiento científico que va redescubriendo economías a escala de sentido opuesto al que hasta ahora se tenía por motivaciones del gigantismo. Como para otros muchos casos, también en este se puede partir de una definición aparentemente incontrovertible para llegar a consecuencias opuestas a las que se dan por descontado y son culturalmente dominantes. Se tienen de hecho economías de escala cuando se acercan a las dimensiones óptimas y se tienen deseconomías crecientes cuanto más se alejan de este óptimum. Pero nadie ha demostrado, ni puede demostrar, que la dimensión óptima tienda al infinito. Es más, hay suficientes elementos como para creer que, a partir de ciertas dimensiones (que no son exactamente las que nosotros llamaremos pequeñas pero sí, digamos, medias), surgen fenómenos de ineficiencia económica y de congestión, incompatibles con cualquier sistema, se crean problemas de dirección y de control social de tal gravedad que. anulan, incluso en la lógica de los capitalistas y los tecnócratas, las ventajas de la centralización.
Un reciente estudio francés de informática aplicada a la gestión empresarial (a la heterogestión, no a la autogestión), sugiere que, para un óptimo flujo ascendente-descendente de informaciones, la dimensión no debería superar los 500 empleados. Precisamente en Italia y a partir del último año se está descubriendo la pequeña empresa y sus virtudes: la pequeña empresa es dúctil, dinámica, versátil, sensible, eficiente ... Se está convirtiendo en un signo de atraso, de obstáculo al desarrollo, gracias a la pluma de periodistas y estudiosos reciclados a lo pequeño, espina dorsal de la economía y, al mismo tiempo, elemento trajinante. Frente a la elefantiasis de la gran empresa a la italiana (estatilizada, IRIzada, GEPIzada, IMIzada (I.R.I y G.E.P.I., holdings de participación estatal. I.M.I., Instituco bancario con capital principalmente público), asistida, esclerotizada, soñolienta, ministerial), merecen un aplauso la ascensión de millares de gestores de la explotación en pequeña escala; empresariado a la italiana también éste, naturalmente, hecho no sólo de fantasía sino también de trabajo negro, de evasión fiscal, bandidismo ecológico; un empresariado que explota y, a su vez, en una relación ambivalente, está explotado por la gran empresa pública y privada.
LO PEQUEÑO ES HERMOSO
Se está abriendo (finalmente) una brecha en el muro de la dominante ideología de lo grande es bello, y un creciente número de estudiosos están contribuyendo a demostrar que es posible una tecnología diferente, de pequeña escala, que sea instrumento del hombre y no de la que el hombre sea un instrumento; que es posible dar a la crisis energética respuestas diferentes a las centrales nucleares y al saqueo de los recursos naturales y que, mira por donde, las fuentes de energía renovables son utilizables mejor en la pequeña dimensión; que el envenenamiento no se produce, dramática y costosísimamente, más que como un fenómeno de gran escala; que la comunicación interpersonal, que es una función social tan importante como la producción, no es más rica sino más pobre en la gran dimensión (y por tanto, la pobreza de relaciones no es sólo característica del idiotismo rural, sino también de un nuevo idiotismo urbano); que en su conjunto, las grandes estructuras sociales son máquinas con rendimiento decreciente en relación a su consumo, con el crecimiento de las dimensiones ...
El que más tenga que pague más. El campo de los descubrimientos sobre la irracionalidad de la gran dimensión, abierto por un simple cambio de perspectiva, es todavía muy fecundo y apenas se ha empezado a explorar.
Este filón del pensamiento, en sus expresiones más radicales es antitético con la ideología científica del poder. En sus expresiones más atenuadas, sin embargo, puede resultarle funcional al poder, como una vacuna para atenuar la enfermedad, de manera utilísima. De hecho, son los propios patronos de la economía y del Estado, los que desde hace algunos años están multiplicando los experimentos y las propuestas de descentralización, de desagregación (no de disgregación) del poder, en la fábrica y en la sociedad. Es una confesión del fallo, pero es también una tentativa de refundar una centralización del poder diferente, descongestionando el centro, delegando lo que éste no consigue controlar en articulaciones periféricas de poder, en medida decreciente del centro hacia la periferia.
Esta descentralización y la filosofía que lo mantiene, como la ciencia que le presta los instrumentos, esta descentralización, no es lo opuesto a la concentración, sino la otra cara, necesaria, de la concentración. Esta descentralización no tiene nada que ver con la trama organizativa federal, en la que se supera el propio concepto de centro y periferia, porque cada punto es el centro de las relaciones que le conciernen. La metáfora geométrica del círculo, dicho como inciso, tiene la misma validez jerárquica de la metáfora-pirámide: es la versión, en dos dimensiones, y no es casualidad que remita inmediatamente a la estructura jerárquica del territorio, donde la capital ocupa el puesto del capital, para usar un divertido juego de palabras.
Mientras en la descentralización autoritaria, el centro decide todo lo que puede y delega lo que se le escapa o amenaza con escapársele, en la descentralización federativa es la unidad asociativa la que decide todo por sí misma, todo lo que es de su competencia y, junto a otras unidades, lo que es de pertinencia común, mediante acuerdos y organismos de coordinación temporales o permanentes.
No es sólo un juego verbal, sino una verdadera y auténtica vuelta del revés de la lógica. Se trata, por ejemplo, de considerar los comités de barrio como descentralización de la administración comunal, y ésta como descentralización del Estado, o de considerar la ciudad como una federación de barrios (como era un poco la comuna medieval, dicho sin nostalgias del pasado), y éstos, a su vez, como federaciones de unidades menores. También las empresas que superan ciertas dimensiones pueden concebirse, desde esta óptica, como una federación de secciones. Lo que presupone, aunque desde una óptica que es todavía de descentralización jerárquica, la estructura autogestionaria yugoslava de las grandes empresas; y, es también la lógica tácita que está detrás de los consejos de fábrica, constituidos por delegados de secciones.
No hay, por tanto, ningún obstáculo objetivo para la pequeña dimensión, sino que, por el contrario, es perfectamente compatible con una rica y variada gama de interelaciones humanas, porque con su potencial disgregador del poder coexiste una potencialidad reagrupadora de la sociedad.
IGUALES PERO DIFERENTES
Hemos dicho que lo pequeño es necesario, hemos dicho que lo pequeño es posible, hemos dicho, por fin, que lo pequeño es hermoso. Esta última afirmación nos conduce a otro nudo problemático: la diversidad. Lo pequeño, en efecto, es bello también, y sobre todo, porque es diverso. El discurso sobre la igualdad no puede ser separado del de la diversidad.
Lejos de ser contradictorios, los conceptos de igualdad y diversidad, son complementarios: es, de hecho, la desigualdad, paradójicamente, la que lleva a la uniformidad, a la nivelación, a la masificación. Aunque las ideologías de la desigualdad dicen que se basan en las diferencias naturales, la única diferencia que reconocen es la inherente a la división jerárquica del trabajo social, la única diversidad que legitiman es la desigualdad de roles.
El poder, por naturaleza, niega todo lo que se le opone, y la diversidad se le opone, porque es ingobernable: ningún poder es suficientemente elástico como para gestionar lo infinitamente diverso. Sólo lo diverso, puede gestionarse por sí mismo. Lo diverso proclama la autogestión, lo diverso es la negación viviente de la heterogestión. El poder, por tanto, es una continua guerra -guerra a muerte-, contra la diversidad, tiende a destruirla o, por lo menos, a encarrilarla en la desigualdad. En especial, el poder de tendencia totalitaria de nuestros días, es enemigo implacable de la diversidad. Para la lógica tecnocrática y burocrática el mundo ideal es un mundo estandarizado, cuya cualidad es reductible a categorías de cantidades computables, planificables, previsibles, controlables, registrables, mecanografiables, adicionables, deducibles, multiplicables, divisibles...
Para la lógica capitalista clásica, el mundo ideal es un mercado mundial, en el que todo y todos son mercancías. Para la híbrida lógica del capitalismo tardío, el múndo ideal es cualquier mediocridad entre el ideal capitalista y el ideal tecno-burocrático.
Para el poder de hoy, en el este tecno-burocrático y en el oeste capitalista tardío, como en gran parte del Tercer Mundo que imita a uno u otro (en Africa, por ejemplo, se combaten, incluso despiadadamente, las diferencias tribales y étnicas para construir artificialmente unidades nacionales), la diversidad es más inaceptable que para cualquier otra forma de poder históricamente conocida. Como un rodillo compresor, el poder tiende a nivelar las diferencias culturales, a destruir las etnias, las lenguas, las costumbres locales, regionales y nacionales, además de negar, como todos los poderes precedentes, las diversidades individuales (transformadas en desigualdades, como decíamos, o mortificadas). Como un bulldózer social, el poder sueña con allanar las colinas, llenar los valles, enderezar los ríos, crear una llanura hasta donde alcanza la vista en la que sólo se yergan, a intervalos regulares, las torres de control y los escuálidos castillos de sus privilegios.
La diversidad ha sido, hasta ahora, en el mejor de los casos, considerada como un dato a tener en cuenta, un objeto de tolerancia. Pero ésta es una interpretación inadecuada y, en última instancia, peligrosamente reductiva de la diversidad. La diversidad, en cambio, debe ser no tolerada, sino exaltada, buscada, creada y recreada continuamente. Porque la diversidad es una necesidad del hombre, porque la diversidad es un valor en sí. Lo diverso es bonito. Como es bonito que no existan dos hojas idénticas, es también bonito que cada casa, cada paisaje, cada ciudad, cada dialecto, cada persona, cada nación, sean únicos y diferentes.
Las minorías étnicas que descubren y reivindican su propia identidad cultural, el derecho a usar su propia lengua y a tener sus propias tradiciones, son también una expresión de la necesidad de diversidad que hay en el hombre, y en este sentido, son potencialmente consonantes con la demanda de autogestión. Aunque si, como ocurre con la represión sexual, la represión de la diversidad puede generar, y genera por reacción, respuestas perversas, como neo-nacionalismo, neo-racismo, mini-estatismo, estas tendencias centrífugas hacia la diversidad tienen en sí, un germen de igualdad y libertad.
ARMONIA Y CONFLICTO
La diversidad implica no sólo la complementariedad y, por tanto, la armonía, sino incluso el conflicto. La cosa no me asusta. La sociedad sin contrastes no me ha parecido nunca un modelo atrayente, me ha dado siempre la impresión de ser, no el contrario de la sociedad totalitaria, sino su envés en clave amorosa.
La pirámide boca abajo no es lo contrario de la pirámide, sino su imagen reflejada. El ideal utópico de una sociedad perfectamente conciliada a través de la fraternidad (pero, ¿por qué los hermanos deben estar siempre de acuerdo?) me parece demasiado similar a la utopía jerárquica de una conciliación coactiva, igual de asfixiante aunque sin leyes, reglamentos, policías, jueces, directores y padres. Por eso, el anarquista prefiere hablar de solidaridad en lugar de fraternidad, lo que no es un matiz insignificante.
A este respecto, resulta estimulante la interpretación, apenas bosquejada, de Clastres en el ultimísimo periodo de su vida, acerca de la belicosidad de los pueblos primitivos, como mecanismo de defensa de la multiplicidad (de la diversidad) contra el Uno, de la sociedad contra el Estado. Con esta interpretación de la conflictividad -de una cierta conflictividad-, se hace una lectura también positiva.
El hecho es que no toda la conflictividad social nace de la desigualdad. Es más, se puede suponer que el antagonismo simplificado de los intereses, creado por la división jerárquica del trabajo social, comprime y esconde una diversidad de intereses muy variada. Es verdad que se trata de una conflictividad que no es parangonable, por intensidad y validez, a la que nace en y de la sociedad de clases y que justifica el trabajo de los aparatos de represión física y psíquica, que justifica un despilfarro creciente de energías sociales para conseguir el consenso y para contener el disenso. La conflictividad de la diversidad no es la conflictividad de la desigualdad. La primera no se plantea a las mixtificadoras ideologías interclasistas: conciliar lo irreconciliable, es decir, los intereses de patrones y siervos. Sin embargo, plantea, ciertamente, problemas.
La probable, y para algunos real, permanencia de conflictos nos lleva al delicado ámbito de su regulación. Afirmar que el contraste de intereses que nace de la diversidad entre iguales puede, y debe, resolverse según modalidades libertarias, es poco menos que ponerse a hacer tautología. Se debe ir más allá y definir las líneas generales de un nuevo derecho social, que garantice la permanencia y, al mismo tiempo, la compatibilidad recíproca y complementaria de los diversos intereses individuales y colectivos, en un sistema de equilibrio dinámico.
EL DERECHO SOCIAL
Una primera indicación sobre los principios inspiradores del nuevo derecho social, es ésta: hay que pensarlo, esencialmente, como garantizador de las soluciones de equilibrio y no como codificación preestablecida de los comportamientos.
La fórmula ideológica liberal, de la solución óptima del conflicto de intereses a través del libre juego de la competencia mercantil y de la competencia política, es mixtificadora porque se aplica a una sociedad no igualitaria en la cual el juego no es libre, sino que está definido exactamente por estafadoras leyes de la división jerárquica del trabajo social. Sin embargo, hay en ella un núcleo de pensamiento anti-totalitario válido, ya que se remite a un concepto de equilibrio natural de los intereses opuestos.
En realidad, no hay nada menos natural y más cultural que este equilibrio. Es el hombre en la sociedad quien establece ciertas reglas del juego. No existe juego, ni sociedad, sin reglas: todo el problema reside en el cómo y quién las establece y hace respetar.
Una segunda indicación, en este sentido, emana de la teoría de la democracia directa. La constitucional separación de poderes en legislativo, ejecutivo y judicial -por otra parte, más formal que real-, tiene valor en un sistema de poderes separados de la sociedad y concentrados en los roles dominantes: sólo en ese contexto puede garantizar de cualquier forma, a través de un cierto pluralismo de poderes, un ejercicio menos arbitrario, aunque siempre de clase, en sustancia. En un sistema en el que el poder está socializado, también las funciones inherentes al derecho deben ser atributos de la democracia directa y de sus órganos. Y si el viejo mundo tiene algo que enseñar no será, ciertamente, los tribunales, magistrados y abogados, sino los jurados populares y los arbitrajes.
He citado los arbitrajes a propósito. Pienso que una tercera indicación puede ser que un derecho social, basado en los valores de la autodeterminación individual y colectiva, debe pensarse como un marco de referencias de pocas y simples normas generales, entre las cuales se insertan una infinidad de acuerdos libremente estipulados entre los individuos y entre las colectividades, a todos los niveles de articulación de la sociedad, del plano local al internacional. Sólo así, sobre todo, es posible cubrir la innumerable casuística de situaciones, de interrelaciones, de complementariedades y de contrastes y, por tanto, de posibles conflictos, que ningún código podria prever.
EL EFECTO MUHLMANN
Incluso en un repaso sumario, como el que hasta aquí se ha hecho, destaca cómo los nudos problemáticos de la autogestión corresponden a los grandes temas del pensamiento y la práctica anarquista, y cómo la aproximación autogestionaria resulta afín cuando no idéntica, a los libertarios. Naturalmente, he hecho el recorrido de los caminos lógicos de la autogestión, en calidad de anarquista, pero esforzándome en proceder no con deducciones de la ideología anarquista, sino mediante la aplicación del método autogestionario a las cuestiones esenciales de la convivencia humana.
Afinidades análogas pueden encontrarse afrontando los problemas de la estrategia autogestionaria. A groso modo, todos los adeptos a la autogestión integral o generalizada, convienen en que no se trata de reformar el orden social existente, sino de transformarlo radicalmente. La autogestión es teoría-praxis revolucionaria.
Llegamos así a la enorme cuestión de la revolución. Excluido que la revolución sea simplemente una insurrección, deduciendo que se trata de un período (hecho también, quizás, de uno o varios momentos insurrecionales), de aceleradas transformaciones institucionales y culturales, se plantean las interrogantes de cómo llegar a afrontar este proceso destructivo-reconstructivo (¿en un solo país?, ¿en varios países al mismo tiempo?, ¿en la metrópoli capitalista tardía?, ¿en la patria del socialismo tecnoburocrático?, ¿en la periferia de los grandes imperios?, ¿en el Tercer Mundo?), de tal forma que las soluciones autogestionarias se pueden afirmar, con éxito, sobre las autoritarias.
¿Cómo evitar que, como ha ocurrido siempre, los espacios de libertad abiertos por el rápido descenso de los viejos valores y las viejas estructuras, se conviertan en espacios para una nueva esclavitud? No me estoy refiriendo a los enemigos externos de la revolución y de la autogestión, sino al auténtico gran enemigo interno: los mecanismos de reproducción del poder que se inician ya durante el proceso revolucionarío y lo conducen a conclusiones contradictorias con las premisas emancipadoras. ¿Cómo evitar lo que Lourau (Autogestión y Socialismo, 41-42, 1978), llama el efecto Mühlmann, es decir, una institucionalización que riega el movimiento social?
Si la tensión innovadora generalizada no puede ser más que un fenómeno breve en el tiempo, ¿cómo nutrir razonables esperanzas de que no se limite a romper temporalmente los cercos de la dominación de clase para entrar rápidamente en la vieja colmena de la división jerárquica del trabajo social?
La autogestión como método es en teoría la respuesta justa, porque significa desestructuración permanente del poder, tanto en los aspectos destructivos como en los reconstructivos y por tanto, también la institucionalización post-revolucionaria es portadora en sí, de una continuidad del proyecto que no se agota en la tensión extraordinaria, sino que prosigue en lo cotidiano ordinario.
Esta formulación es todavía sólo una solución lógica general. Para encontrar soluciones operativas, debe enriquecerse con determinaciones concretas bien articuladas.
VOLVER A LEER LA HISTORIA
Todas las reflexiones sobre la revolución se hacen, obviamente, a partir de las experiencias pasadas, a través de la continua recomposición de los elementos históricos en función del presente que hace de la historia una viva y esencial memoria colectiva, así como la memoria individual recompone continuamente,de diversas maneras, sus elementos sobre la base de nuevos datos, nuevas experiencias, nuevas necesidades. En este sentido, la autogestión puede ser también una clave diferente para leer las experiencias revolucionarias pasadas, para sacar consecuencias estratégicas, una clave que aporta particularmente entre sus enseñanzas, las inherentes al método organizativo.
Entre todas las revoluciones sociales creo que la más plagada de indicaciones positivas y negativas es, por la amplitud y la extensión de la práctica de autogestión popular que se aplicó, la revolución española del 36-39. En lo que respecta a la problemática revolucionaria que he señalado, ésta nos indica esquemáticamente:
a) El pueblo de los explotados tiene en sí enorme potencialidad auto-organizativa, y espontáneamente sabe encontrar y aplicar fórmulas de autogestión diversificadas y apropiadas, por lo menos, en los niveles asociativos más naturales (la fábrica, el pueblo ...), y en los primeros niveles de coordinación, cuando y hasta que se mantenga latente el poder.
b) El poder se restablece, incluso tras un formidable logro subversivo antiautoritario, a partir de la heterogestión de los grandes problemas (guerra, planificación ...), y desde éstos vuelve, progresivamente, a ocupar los espacios temporalmente dejados a la autogestión.
c) La peste autoritaria anida y puede desarrollarse incluso en las organizaciones proletarias mejor vacunadas contra ella, como las estructuras anarcosindicalistas, y de entre ellas, hasta la más anti-burocrática por ideología y por tradición, puede poner en marcha tendencias tecno-burocráticas, con auténtica buena fe, por las exigencias objetivas, etc.
La revolución española (su preparación, sus realizaciones, su derrota), es una mina riquísima, todavía sin utilizar apenas, en la que el pensamiento autogestionario puede y debe sacar enseñanzas inestimables, sobre todo si se investiga no tanto -como se ha hecho hasta ahora- la historia de una guerra entre fascistas y antifascistas, sino, dentro del campo antifascista, la historia de un enfrentamiento mortal entre proletariado y Estado, entre autogestión y burocracia. Aunque naturalmente -y debería ser superfluo hacerlo constar-, la autogestión debe pensar su revolución y su estrategia en las realidades actuales que no son las de España en 1936, y todavía menos las de Rusia en 1917 o Francia en 1871.
A LA AUTOGESTION A TRAVES DE LA AUTOGESTION
La estrategia, lejos de resolverse en los problemas del período revolucionario, cubre también, y sobre todo, el trayecto en el presente inmediato y la revolución. Se trata, como decía, de encontrar el camino y los caminos para llegar a la revolución en la forma más idónea para que se pueda establecer la hipótesis de que sea una fase acelerada del camino hacia la autogestión y no una fase acelerada de transición de una forma de heterogestión a otra.
Parándose ya en el primero de los tres puntos en que he esquematizado las indicaciones de la revolución española, surge un primer interrogante: ¿cuánto había, en la autogestión popular, de espontaneidad digamos natural, y cuánto de espontaneidad construida (¿o sólo liberada?), tras medio siglo de propaganda de agitación, de organización libertaria? Porque está claro que, como ya he subrayado, en la colocación del hombre en la sociedad hay bien poco de natural (incluso nada, aparte del instinto social mismo), y muchísimo de cultural. Por eso, para que la rebelión de los esclavos se convierta en proyecto autogestionario, para que la lucha de clases se convierta en revolución emancipadora, es necesario que amplios sectores de las clases explotadas desarrollen una cultura -una voluntad y una capacidadautogestionaria, educándose en la autodeterminación individual y colectiva. Es necesario que pasividad y dependencia dejen de ser las características psicológicas de los trabajadores. Es necesario que iniciativa y responsabilidad dejen de ser monopolio de élites restringidas.
La fórmula a la autogestión a través de 'la autogestión expresa aparte de una obvia -y casi tautológica- coherencia interna, una exigencia auto-pedagógica. Como dice Félix García: no se dá una organización libertaria que no sea una organización pedagógica, que la pedagogía no atraviese todos y cada uno de sus poros. No se educa en la libertad, se educa. Por eso, la tarea de los militantes que se reconocen en el método autogestionario, no es la de educar en la autogestión, sino estimular la creación y la multiplicación 'de situaciones de autoeducación, es decir, formas de acción directa y de democracia directa, según un léxico que es propio de la tradición libertaría, en las que se practique desde ahora la autogestión.
LOS ESPACIOS DE LA AUTOGESTION
La autogestión de las luchas ha sido no sólo uno de los slogans más afortunados, sino también quizá la manifestación más evidente de la demanda de autogestión en la última década, un poco por todas partes. Desde los ámbitos tradicionales de la lucha de clases, los centros de trabajo, hasta ámbitos nuevos o parcialmente nuevos, ha salido y sale esta demanda que es el rechazo a ser usados por los dirigentes como tropa, como fuente peculiar del poder de los gestores institucionales (partidos, sindicatos ...) de la conflictividad social. Esta demanda expresa la voluntad de decidir por uno mismo cuándo y cómo luchar por los propios intereses, y cuándo y cómo aceptar los inevitables armisticios temporales.
Se impone una nueva interrogación: ¿de las luchas de cualquier sujeto social se puede esperar un crecimiento revolucionario de la autogestión? ¿Quién es este sujeto?, ¿la clase obrera más o menos, tradicionalmente entendida?, ¿los marginados y los eventuales? ¿Un frente social que va del estudiante al técnico? A mi parecer, precisamente la extensión de la demanda social de autogestión es una señal de cómo el sujeto revolucionario, al menos potencialmente y en sus tendencias, puede identificarse con numerosísimos estratos sociales. Cuando la rebelión es rebelión contra el poder, reagrupa a todos los que la minoría dominante ha expropiado de su cuota de poder, en una especie de acumulación de clase de plus-poder.
El frente de la autogestión de las luchas es, por tanto, un frente que se abre en abanico y envuelve, o puede envolver, cien roles sociales: ama de casa, inquilino, estudiante, soldado, obrero, campesino, mujer, hijo, parados, usuario del gas ... Invierte, con crítica teórica y crítica práctica, cien aspectos de la heterogestión, en formas por ahora fragmentarias y episódicas, siempre recuperadas por las instituciones y, contradictoriamente, siempre vueltas a proponer. Un frente que no es en realidad un frente, porque no tiene una trayectoria lineal y recuerda, en sus destellos y apagones, aquí y allá, de focos de contestación, una guerrilla difusa, y no una guerra de trincheras. Esta es su fuerza, porque no se ofrece a un encuentro frontal que haría el juego al enemigo, ahora y hasta la revolución más potente.
Si esta guerrilla puede y debe crecer, como nosotros creemos, y generalizarse y conseguir proponerse de nuevo, siempre que no sea recuperada, acabará afectando, antes o después, al nudo de la organización. ¿El proyecto autogestionario debe darse estructuras permanentes de coordinación? Creo que sí, porque la autogestión es, por naturaleza, síntesis de espontaneidad y organización, y porque el crecimiento del proyecto revolucionario debe andar parejo con el crecimiento de las capacidades auto-organizativas a todos los niveles de complejidad. Creo, igualmente, que no debe darse una forma y una estructura de coordinación, sino una multiplicidad de formas y estructuras conexas, en coherencia con el método autogestionario, en una estructura de red tanto más fina y extendida cuanto más crezca el proyecto.
UN FRENTE QUE NO ES UN FRENTE
La autogestión de las luchas es, al menos en su enunciado general, un concepto casi adquirido, es indiscutiblemente un elemento imprescindible de la estrategia autogestionaria. Sin luchas autogestionadas no es concebible la aproximación a una sociedad autogestionada. Pero, a este respecto, se plantea una última cuestión -última en el tiempo, no en la importancia-, ¿la autogestión de las luchas es la única forma de autogestión posible antes de la revolución y, al mismo tiempo, es un medio suficiente para preparar las condiciones de la revolución igualitaria y libertaria?
La respuesta no es, y no puede ser, categórica. Una respuesta afirmativa por lo menos a la primera parte de la pregunta, parece deducirse en el plano lógico, de la afirmación general según la cual:
a) lo existente no es autogestionable porque es, por naturaleza, antitético de la autogestión, tanto en sus partes como en el conjunto de ellas;
b) por otra parte, una autogestión parcial no puede ser más que cogestión, más o menos enmascarada. Aunque no niego la validez de esta afirmación, estoy sin embargo convencido de que asegurar la imposibilidad o el valor contraproducente de los experimentos aislados de autogestión, peca de rigidez lógica. Aplicando, con la misma rigidez esta lógica, se puede llegar incluso a la imposibilidad de la autogestión de las luchas, porque son, de hecho, no una negación sino un elemento de lo que existe, aunque sea conflictivo.
La realidad es mucho más compleja y no se deja circunscribir a ninguna definición simple y absoluta. ¿Quién puede afirmar, sin sombra de duda, que la autogestión de una comunidad, de una empresa, de un asilo, signifique necesariamente gestionar una articulación de lo que existe y no, por el contrario, una contradicción frente a lo que existe?
Si no fuera así, si un sistema socio-económico no admitiera más que lo símil y asimilable, no se explicaría la norma histórica de la mutación, que es antitética: lo nuevo nace y se desarrolla, con diversa fortuna, avances y retrocesos, al lado, cuando no dentro, de lo viejo. Así la comuna artesanal y mercantil en el tejido feudal, así la industria capitalista en el tejido corporativo, así.la tecno-burocracia en el tejido capitalista ...
Más convincentes resultan las objeciones centradas en la dificultad de constituir, desarrollar y defender islas de autogestión. La experiencia es rica en fracasos, en este sentido. La Lip en Francia es un caso emblemático de fracaso, precisamente porque ha sido emblemática la espontánea elección autogestionaria de los trabajadores. En Italia, experiencias análogas de autogestión emprendidas por los trabajadores para sacar la empresa del fallo de la gestión empresarial patronal, han concluido regularmente como simples aplazamientos del fracaso, o se han transformado en simples cooperativas de gestión jerárquica y auto explotación intensificada. Es reciente la quiebra de la ex-Fioravanti, una fábrica de pastas que en el 74 vivió un largo período de autogestión. Es también reciente la noticia, aparentemente opuesta, de que está en activo la autogestión en la ex-Motta de Segrete (pastelería y alimentos precocinados para mesa: cooperativa de 160 socios que ha tomado el lugar de la anterior gestión de Unidal). Las ausencias por enfermedad, hace constar con satisfacción el presidente, han bajado del 20 al 30% al 2-3% ¿Trabajo menos alienante? No: intensificación de la alienación por miedo a perder el puesto en un período de crisis económica.
También en España parece que se multiplican casos de autogestión de la quiebra patronal en una situación análoga de crisis, con resultados semejantes, que concluye con una melancólica exposición de fracasos preguntándose si son posibles islas de autogestión, y con la frase de un trabajador: después de todas las dificultades que hemos afrontado, estamos firmemente convencidos de que la autogestión puede realizarse sólo de forma generalizada, en otra sociedad.
Y, por tanto, si no lógicamente, al menos prácticamente, ¿es imposible que la autogestión sobreviva (y con mayor motivo se desarrolle) dentro de las reglas del juego, capitalistas y/o tecno-burocráticas, establecidas de y por la división jerárquica del trabajo social? ¿Entre el fracaso y la asimilación/integración no existe, de hecho, espacio intermedio? Yo soy de distinta opinión. Creo que no se trata de imposibilidad sino de dificultad, incluso de gran dificultad. El ejemplo de la Comunidad del Sur de Montevideo, que ha funcionado durante dos décadas, autogestionándose con pleno sentido libertario e igualitario tanto como comunidad como empresa tipográfica de medianas dimensiones, parece demostrar que islas autogestionarias son posibles en realidad, y que su supervivencia no está necesariamente conectada con una integración, ni siquiera con una sustancial inocuidad. La Comunidad funcionaba tan bien que rechazó varias andanadas represivas, y era tan poco inocua que debieron aplastarla manumilitari. A esto se puede objetar que la isla autogestionaria no ha sido capaz de defenderse, pero a la dictadura militar-fascista uruguaya no han podido resistir ni siquiera las centrales sindicales (las masas) ni los tupamaros (la lucha armada).
Yo creo, por tanto, que islas de autogestión son posibles y que pueden y deben convertirse en archipiélagos, entre mil obstáculos y cien fracasos. Cada vez menos aisladas en realidad, y cada vez más nudos de una red que agrupe las unidades autogestionadas, no sólo entre ellas, sino también, y sobre todo, con el sector de la autogestión de las luchas del que deben ser, en cierto sentido, la extensión realizada, en una relación de refuerzo recíproco que exalta, favorablemente, la potencialidad de desarrollo y la capacidad de defensa. Se trata de conseguir superar el umbral de rechazo o asimilación por parte del viejo organismo social jerárquico. A partir de ese umbral, la autogestión no puede ser ni asimilable ni rechazada.
LA GRAMINEA SUBVERSIVA
Una red similar de cooperativas, organismos de lucha, comunidades, asociaciones culturales, permite multiplicar, progresivamente, las contradicciones del sistema jerárquico, multiplicando, al mismo tiempo, las situaciones pedagógicas de la autogestión y reduciendo, a la inversa, la capacidad represivo-integradora del sistema. Gramínea subversiva, la autogestión puede colarse por cualquier grieta, en cualquier fisura, radicarse y agrietar la cáscara del sistema y difundirse por todo, como aquella hierba, con la misma resistencia a la sequía y los venenos, con la misma formidable capacidad de multiplicación, con la misma facultad de responder a las mutilaciones, regenerando una planta de cada fragmento.
Así, haciendo de la lucha también vida de cada día, y de la vida de cada día también lucha; garantizándose contra los peligros de la automarginación (feliz quizá, pero sólo quizá) entre realizaciones micro-utópicas y la dispersiva fatiga de Sísifo de la conflictividad funcional del sistema, de las impacientes fugas hacia adelante, necesariamente cortas, y de los retrasos de despegue intelectualoide con la realidad. Explicando toda su riqueza de método, la autogestión puede soldar los momentos particulares de una larga marcha a través de lo personal y lo político, de una estrategia revolucionaria que, por medio de la cotidiana e incesante desestructuración del poder en las infraestructuras psíquicas, en las estructuras institucionales, en las superestructuras ideOlógicas, haga crecer una contrasociedad libertaria e igualitaria, en los intersticios de la sociedad jerárquica, hasta destrozar la coherencia y la compleja cohesión, hasta invertir la relación de fuerzas entre viejo y nuevo. Entonces, la necesidad de anarquía puede, y debe, romper el caparazón que la niega ... es la revolución.