TECNOLOGÍA Y ANARQUISMO Murray Bookchin HACIA UNA TECNOLOGÍA LIBERADORA El año de 1848 marca un momento decisivo en la historia de las revoluciones modernas: el marxismo se definió como ideología alternativa a través de las páginas del Manifiesto Comunista y el proletariado, se definió como fuerza política en las barricadas de junio, a través de la acción de los trabajadores parisienses. Cabe destacar, además, que entonces, entrando ya el siglo XIX en su segunda mitad culminaba la era tecnológica del vapor, comenzada con la máquina de Newcomen un siglo y medio atrás. Si mucho asombra la convergencia en un solo año de acontecimientos tan trascendentales en el campo ideológiCo, político y técnico, más maravilla comprobar hasta qué punto los objetivos revolucionarios expresados en el Manifiesto Comunista y los ideales socialistas que impregnaban el pensamiento de los trabájadores de París se adelantaban a las posibilidades industriales de la época. Hacia 1840 la Revolución Industrial se limitaba fundamentalmente a tres esferas de la economía: la industria textil, la del hierro y los transportes. La invención de la máquina de hilar de Arkwright, la máquina de vapor de Watt y el telar de vapor de Cartwright significó la aparición de la fábrica textil; por otra parte, una serie de notables innovaciones en la técnica de la fabricación del hierro permitió obtener a bajo precio metales de gran calidad necesarios para la expansión de los establecimientos fabriles y de un medio de transporte recientemente descubierto, el ferrocarril. Pero estas innovaciones, si bien importantísimas, no se vieron acompañadas de cambios equiparables en otras ramas de la tecnología. Por ejemplo, las máquinas de vapor de la época rara vez desarrollaban una potencia superior a los 15 caballos de fuerza, rendimiento ínfimo si se lo compara con el de las poderosas turbinas modernas; y los mejores altos hornos producían poco más de 100 toneladas de hierro por semana, pequeñísima fracción de las 2 a 3 mil toneladas diarias que salen de los hornos empleados en la actualidad. Peor aún, los restantes niveles de la economía no recibieron casi el beneficio de los adelantos técnicos. Los métodos usados para extraer los minerales, puntal de la nueva metalurgia, eran prácticamente los mismos que se aplicaban desde él Renacimiento. El minero seguía trabajando el filón con una pica de mano y una barra, en tanto que las bombas de drenaje, los sistemas de ventilación y los medios de acarreo no eran mucho mejores que los descritos en la obra clásica sobre minería escrita por Agrícola tres siglos antes. La agricultura apenas comenzaba a despertar de su sueño secular. Si bien se habían desmontado grandes extensiones de tierra para su cultivo, el estudio del suelo seguía siendo una novedad; y la tradición y el espíritu conservador pesaban tanto que la cosecha se realizaba principalmente a mano, a pesar de que ya en 1822 se había perfeccionado una segadora mecánica. Los edificios, grandes moles profusamente ornadas, eran construidos casi puramente a fuerza de músculo, pues la grúa de mano y el torno eran los principales elementos mecánicos empleados. El acero era todavía relativamente raro. Hacia 1850 se le cotizaba a 250 dólares la tonelada; y sólo con el descubrimiento del convertidor de Bessemer, la siderurgia salió de su estancamiento de siglos. Por último, aunque los instrumentos de precisión habían avanzado enormemente, recordemos que los intentos de Charles Babbage de construir un calculador mecánico se vieron completamente desbaratados por la falta de medios mecánicos adecuados. He pasado revista a esta etapa de la evolución tecnológica porque tanto las promesas que ella encerraba como sus limitaciones ejercieron una profunda influencia sobre la idea de libertad de los revolucionarios del siglo XIX. Las innovaciones en la técnica textil y metalúrgica abrieron nuevos horizontes y constituyeron un estímulo cualitativamente único para el pensamiento socialista utópico. El teórico revolucionario creyó poder, por primera vez en la historia, anclar sus sueños de una sociedad liberadora en una visible perspectiva de abundancia material y mayor ocio para la masa de la humanidad. A su entender, el socialismo podía basarse más en el egoísmo del hombre que en su dudosa nobleza de alma y espíritu. Los adelantos técnicos transmutaron el ideal socialista de una esperanza vaga y humanitaria en un programa práctico, superior en realismo a todos los modos de pensamiento burgueses imperantes. Este nuevo sentido del realismo obligó a muchos teóricos socialistas, particularmente Marx y Engels, a ocuparse de las limitaciones técnicas de su época. Se veían frente a un problema estratégico:
ninguna revolución había contado nunca con un nivel técnico tan elevado como para lograr que el hombre se viera libre de apuros materiales, del trabajo penoso y de la lucha por la vida. Por encendidos y elevados que fueran los ideales revolucionarios del pasado, la gran mayoría del pueblo, agobiado por las necesidades materiales debía abandonar la escena de la historia para volver a su trabajo, dejando así las riendas de la sociedad en manos de una nueva clase explotadora que podía entregarse al ocio. Por cierto que ningún intento de establecer una justa repartición de la riqueza en una sociedad de escaso desarrollo técnico habría logrado eliminar las privaciones; sólo habría conseguido hacer de la pobreza una característica general de la sociedad en su conjunto, y recrear así las condiciones para la renovación de la lucha por los bienes materiales, el surgimiento de nuevas formas de propiedad y, finalmente, de un nuevo ordenamiento social con su clase dominante. El desarrollo de las fuerzas de la producción es la premisa práctica absolutamente imprescindible (para el comunismo), escribió Marx en 1846, porque sin él la miseria se generaliza, y con la miseria la lucha por las necesidades retorna, lo cual significa que toda la vieja mierda revivira. Y a decir verdad, virtualmente todas las utopías, las teorías y los programas revolucionarios de principios del siglo XIX giraron en torno del problema de la necesidad, se polarizaron en la pobreza y el trabajo. El problema de la necesidad -la formulación de teorías que encontraran la manera de distribuir las labores y los bienes materlales de modo equitativo en una etapa relativamente temprana del desarrollo tecnológico- impregnaba el pensamiento revolucionario con una intensidad sólo comparable a la que presenta la cuestión del pecado original en la teología cristiana. El que los hombres tendrían que dedicar una parte sustancial de su tiempo al trabajo, por el cual recibirían una escueta retribución, era premisa fundamental de toda ideología socialista, fuera ella autoritaria o libertaria, utópica o científica, marxista o anarquista. En la idea marxista de una economía planificada va implícito el hecho, incontestablemente patente en la época de Marx, de que el socialismo debería seguir afrontando la falta relativa de recursos. Los hombres se verían obligados a planear -en rigor, a restringir- la distribución de los bienes y a racionalizar -en rigor, intensificar- el uso de la fuerza laboral. En un régimen socialista, el trabajo sería considerado como un deber, una responsabilidad que correspondía tomar a todo individuo físicamente apto. Hasta el gran libertario Proudhon dio a entender esto mismo cuando dijo: Sí, la vida es una lucha. Pero no una lucha entre
hombre y hombre, sino entre hombre y Naturaleza; y es deber de todos participar en ella. Estas afirmaciones tan austeras, de carácter casi bíblico, en cuanto a la importancia de la lucha y del deber reflejan la dureza del pensamiento socialista de la Revolución Industrial. La forma de encarar la miseria y el trabajo secular -problema perpetuado por la primera etapa de la Revolución Industrial- fue lo que produjo la gran divergencia en las ideas revolucionarias del socialismo y del anarquismo. En caso de revolución la libertad seguiría quedando circunscripta a las necesidades. ¿Cómo habría de administrarse este mundo de necesidades? ¿Cómo se decidiría la distribución de los bienes y los deberes? Marx dejaba la decisión a cargo de un poder estatal, un Estado proletario transitorio, sin duda, pero de todos modos un cuerpo coercitivo ubicado por encima de la sociedad. Según Marx, el Estado iría caducando a medida que avanzara la técnica y extendiera el reino de la libertad al darle a la humanidad abundancia material y tiempo libre para controlar directamente sus asuntos. Este extraño cálculo sobre la necesidad y la libertad, que requiere justamente la intervención del Estado, difiere muy poco en lo político de la corriente de opinión democrático-burguesa radical, propia del siglo pasado. La esperanza anarquista de lograr la abolición inmediata del Estado descansaba principalmente en la creencia de que el hombre posee instintos sociales viables. A juicio de Bakunin, la costumbre obligaría al individuo antisocial a respetar los valores y las necesidades colectivos sin que la sociedad tuviera que someterlo a coerción. En cambio, Kropotkin, que ejerció mayor influencia sobre los anarquistas en este terreno especulativo, afirmó que en el hombre existe una propensión a la ayuda mutua -en esencia, un instinto social- y que ello constituiría la base segura de la solidaridad en una comunidad anarquista, concepto que dedujo perspicazmente de sus estudios de la evolución animal y social (1). El hecho es que, tanto en el marxismo como en el anarquismo, la respuesta al problema de las necesidades y del trabajo está plagada de ambigüedades. El reino de la necesidad se imponía brutalmente; era imposible reducirlo a la nada con simples teorías o conjeturas. Los marxistas esperaban dominarlo mediante un Estado; los anarquistas, creían haber hallado la salida en sus comunidades libres. Pero, dado el escaso desarrollo tecnológico del siglo pasado, ambas escuelas de pensamiento se reducían en último análisis a un acto de fe, a una esperanza. Los anarquistas alegaban que todo poder estatal transitorio, por revolucionaria que fuera su retórica y democrática su estructura, tendería a perpetuarse, a convertirse en un fin en sí mismo, a preservar precisamente las mismas condiciones materiales y sociales para cuya eliminación había sido creado. Tal poder estatal llegaría a caducar, es decir a promover su propia disolución, únicamente si sus jefes y burócratas fueran hombres de cualidades morales sobrehumanas. Los marxistas, a su vez, invocaban la historia para dar prueba de que la costumbre y la propensión mutualista nunca fueron barreras eficaces para contener las presiones de las necesidades materiales, las arremetidas de la propiedad y, por último, la explotación y el dominio de una clase por otra.
Consecuentemente, descartaron al anarquismo por considerarlo una doctrina ética que resucitaba la mística del hombre natural.y de sus virtudes sociales innatas. El problema de la miseria y del trabajo -el reino de la necesidad- nunca fue resuelto satisfactoriamente por ninguna de las dos doctrinas en el siglo pasado. Queda a favor del anarquismo el haberse mantenido absolutamente fíel a su elevado ideal de libertad -el ideal de la organización espontánea, la comunidad y la abolición de toda autoridad-, aunque esto equivalía a reconocerla como ideología del futuro, de la época en que la técnica pusiera término al reino de la necesidad. Por el contrario, el marxismo fue haciendo cada vez más concesiones en detrimento de su ideal de libertad, al que restringió tristemente con etapas transitorias y recursos políticos, al punto que en la actualidad su único objetivo es un férreo poder, la eficiencia pragmática y la centralización social; vale decir que se ha convertido en una ideología prácticamente idéntica a las del capitalismo estatal del presente (2). Asombra comprobar durante cuánto tiempo el problema de las necesidades materiales y del trabajo fue la preocupación fundamental de la teoría revolucionaria. En un lapso de sólo nueve décadas -de 1850 hasta 1940- la sociedad occidental creó, atravesó y superó dos etapas importantísimas de la historia tecnológica: la era paleotécnica, basada en el carbón y el acero, la era neotécnica, fundada en la energía eléctrica, las sustancias químicas sintéticas, la electriCidad y los motores de combustión interna. Por rara ironía, estas dos eras tecnológicas parecieron aumentar la importancia del trabajo en la vida social. A medida que crecía la proporción de obreros industriales en relación al número de las demás clases sociales, el trabajo -el trabajo arduo y absorbente- iba subiendo en la escala de valores del pensamiento revolucionario. Durante ese periodo, la propaganda de los socialistas sonaba cual himno al trabajo; se exaltaba al obrero, presentándolo como el único elemento útil de la trama social. Se le atribuía una capacidad instintiva superior, que lo convertía en árbitro de la filosofía, el arte y la organización social. Esta curiosa inclinación a poner el trabajo por encima de todo, esta ética laboral puritana de la izquierda, no fue disminuyendo con el paso del tiempo sino todo lo contrario, y hacia 1930 adquirió fuerza imperiosa. La desocupación en masa hizo del empleo y de la organización social del trabajo el tema central de la propaganda socialista. En lugar de postular fundamentalmente la necesidad de emancipar al hombre de las penas del trabajo, los socialistas tendían a pintar a la sociedad socialista como una suerte de colmena rumorosa donde se desplegaba una gran actividad industrial que daba ocupación a todos. Los comunistas no se cansaban de poner a Rusia como modelo de país socialista, en el que toda persona físicamente apta tenía empleo, en el que siempre había oportunidad de trabajar. Por sorprendente que nos parezca hoy en día, el hecho es que hace poco menos de una generación, el socialismo era identificado con una sociedad cuyo pivote y fin último era el trabajo, y la libertad se asimilaba a la seguridad material proporcionada por la eliminación de la desocupación. Así, el mundo de la necesidad invadió y corrompió sutilmente el ideal de libertad. Si las ideas socialistas de la generación precedente nos parecen ahora anacrónicas ello no se debe a que el hombre de hoy haya alcanzado una comprensión superior. Los tres últimos decenios, particularmente los años finales de la década de 1950, señalan un momento decisivo en el desarrollo tecnológico: en ellos se produjo una revolución tecnológica que niega todos los valores, los esquemas políticos y las miras sociales sostenidos por la humanidad en el transcurso de su historia conocida. Tras miles de años de tormentoso desarrollo, los países de Occidente, y potencialmente la humanidad toda, se ven frente a la posibilidad de instaurar un mundo de abundancia en el que no habrá obligación de trabajar, una época en la cual todos los medios de vida y los lujos podrán ser provistos casi enteramente por la máquina. Como veremos en la sección siguiente, ha surgido una nueva técnica capaz de reemplazar el reino de la necesidad por el reino de la libertad. Tan obvio es esto para millones de personas de los Estados Unidos y Europa, que ya no requiere explicación elaborada ni exégesis teórica. Esta revolución tecnológica y las perspectivas que abre para la sociedad constituyen las premisas del estilo de vida radicalmente distinto adoptado por muchos jóvenes, que pertenecen a una generación desembarazada de los valores y de las seculares tradiciones de sus mayores, que ponían sus miras esencialmente en el trabajo. Incluso la proposición de que se garantice a todos una renta anual sin tomar en cuenta si quien la recibe trabaja o no, suena cual lejano eco de una nueva realidad que llena el pensamiento de la juventud actual (3). A partir de 1960, con los progresos de la cibernética, la imagen de una vida libre de los afanes del trabajo pasó a ser artículo de fe para un número cada vez mayor de jóvenes. En realidad, el verdadero problema que se nos presenta hoy en día no es el saber si la nueva técnica puede proporcionamos los medios de vida en una sociedad donde no haya obligación de trabajar, sino el determinar si ella puede humanizar a la sociedad, contribuir a la creación de nuevas relaciones entre los hombres. La exigencia de una renta anual garantizada se apoya exclusivamente en las promesas cuantitativas que encierra la tecnología cibernética, es decir en la posibilidad de satisfacer las necesidades materiales fundamentales sin tener que trabajar. Admito que esta solución cuantitativa, si así puede decirse, está quedando atrás respecto a los avances tecnológicos que ya abren las perspectivas de una solución cualitativa, a saber, la posibilidad de concretar un estilo de vida comunitario, descentralizado o, como yo prefiero denominarlo, formas ecológicas de agrupamiento humano (4). Lo que planteo, en efecto, es un interrogante distinto de los que habitualmente inspira la técnica moderna: ¿demarca ella una nueva dimensión de la libertad humana, de la liberación del hombre? ¿Puede liberarnos de las necesidades materiales y del trabajo, amén de contribuir directamente a formar una comunidad humana armoniosa y equilibrada, una comunidad que constituya el suelo fértil donde el hombre pueda florecer plena e ilimitadamente? ¿Servirá no sólo para eliminar la eterna lucha por la existencia sino también para alentar el deseo de creación tanto en lo individual como en lo colectivo?
Nota (1) Véase, Kropotkin, Pedro, El apoyo mutuo. Un factor de la evolución. (2) Por mi parte, pienso que la evolución del Estado proletario de Rusia viene a confirmar de modo contundente la crítica anarquista del estatismo marxista. Por cierto que los marxistas modernos harían bien en consultar El Capital a fin de conocer los conceptos de Marx acerca del fetichismo de los objetos; así comprenderían mejor por qué todo tiende a convertirse en un fin en sí mismo cuando lo único que importaba es la obtención y el intercambio de objetos. Por lo demás, se ha simplificado groseramente la crítica marxista del comunitarismo anarquista. Este tema está magníficamente tratado en el libro de Buber Caminos de Utopía (Fondo de Cultura Económica, México). (3) Esta afirmación que quizá a principios de la década de 1970 podía deslumbrar a más de uno, e incluso pregonarse como posibilidad social, ahora, a mitad del 2011, esto es, a un poco más de cuarenta años, pareciese una broma de mal gusto si tomamos en cuenta la famosa generación de los nini -esto es, los jóvenes que ni estudian ni trabajan, al igual que las poquísimas oportunidades que la juventud de los denominados países del primer mundo tienen ante sí. Se nos podrá señalar que ello es consecuencia de que la revolución liberadora no se produjo, lo que sin duda es evidente, más esto no representa justificación de ningún tipo, por lo que este tipo de afirmaciones deben ser cuidadosamente reflexionadas sobre todo para no llenarnos la mente de fantasías que nos impidan ver la realidad y laborar or su transformación de manera coherente y no disparatada. (Nota de Chantal López y Omar Cortés a la presente edición cibernética). (4) Permítaseme añadir que un enfoque exclusivamente cuantitativo de la nueva técnica no sólo es arcaico desde el punto de vista económico sino que involucra un retroceso en lo moral. Participa del viejo principio moral de la justicia, a distinción del nuevo principio moral de la liberación. Históricamente, el concepto de justicia corresponde a un mundo donde reina la necesidad material y hay obligación de trabajar; es propio de un mundo en el que los recursos son relativamente escasos y, por tanto, deben ser repartidos según un principio moral que señala lo justo o injusto. La justicia, incluso la igualitaria, encierra una idea de limitación porque se presupone que los bienes han de distribuirse en forma restringida y que el hombre ha de dedicar sacrificadamente su tiempo y energía a la producción. Una vez que trascendamos el concepto de justicia, de limitación -esto es, cuando hayamos pasado de las posibilidades cuantitativas de la tecnología moderna a las cualitativas- entraremos en el inexplorado reino de la liberación, de la libertad ilimitada basada en la organización espontánea y el acceso sin trabas a todos los medios necesarios para la vida humana.
TECNICA Y LIBERTAD