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LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
El socialismo, el anarquismo y el sindicalismo

Bertrand Russell

CAPÍTULO SEXTO
LAS RELACIONES INTERNACIONALES


Se puede decir que hay dos fines principales a los que las relaciones internacionales tienen que servir: primero, evitar las guerras, y segundo, impedir que las naciones fuertes tiranicen a las débiles. Estos dos fines no pueden ser logrados obligatoriamente por el mismo medio, puesto que uno de los medios más fáciles para asegurar la paz del mundo sería una combinación de los Estados más poderosos; pero ello traería a su vez la explotación y opresión de los fuertes sobre los demás. Este método no puede ser favorecido por un amante de la libertad. Nos debemos acordar siempre de los dos fines y no contentarnos tan sólo con uno de los dos. Uno de los lugares comunes del socialismo y del anarquismo es que todas las guerras modernas son causadas por el capitalismo y cesarían si el capitalismo fuera abolido. Esto, a mi juicio, es solamente una verdad a medias; la mitad que es cierta, tiene importancia, pero la mitad que no es cierta, es quizá tan importante cuando uno piensa en una reconstrucción fundamental de la sociedad.

Los socialistas y anarquistas, cuando critican la sociedad actual, indican con una exactitud perfecta ciertos factores capitalistas que fomentan las guerras. El primero de éstos es el afán de los financieros en buscar nuevos campos de inversión en países sin desarrollo. Mr. J. A. Hobson, un escritor que no es de ningún modo extremista en sus ideas, ha expuesto muy bien este problema en su libro sobre La evolución del capitalismo moderno (1).

Dice:

En la raíz económica, el principal motivo que dirige todo el desarrollo imperiaililSta moderno es la exigencia urgente de mercados para las industrias capitalistas: primero, mercados para la inversión, y segundo, mercados para vender los productos sobrantes de las industrias nacionales. Allí donde la concentración del capital está más avanzada y un sistema vigoroso de protección prevalece, esta exigencia es forzosamente más urgente. Los trusts y demás empresas de fabricación que limitan su producción para el mercado nacional no solamente necesitan urgentemente mercados extranjeros, sino que también están necesitados de asegurar los mercados protegidos, y esto puede ser logrado tan sólo hasta donde llega a extenderse el dominio político. Esta es la significación esencial de la transformación reciente en las relaciones extranjeras de América, como se ve en la guerra contra España, la anexión de las Filipinas, la política relativa a Panamá y la nueva aplicación de la doctrina de Monroe para los Estados de América del Sur. Los Estados Unidos de Norteamérica necesitan de América del Sur como un mercado de preferencia para invertir las ganancias y vender los productos sobrantes de sus trusts; si, más tarde, los Estados de América del Sur pueden ser incluídos en una unión aduanera bajo la soberanía de los Estados Unidos, la extensión financiera de las operaciones cobrará una dimensión muy importante. Los perspicaces financieros americanos han empezado a ver en China un campo muy importante para sus empresas ferroviarias. Y el desarrollo de la industria en general, el aumento creciente del comercio de algodón americano y de otras mercancías en China será una retribución subordinada al alcance de la extensión de las inversiones americanas. Los magnates financieros que controlan el destino político de los Estados Unidos de América del Norte se servirán de la presión diplomática y la fuerza de las armas, y aun, si hace falta, se incautarán del territorio para controlarlo políticamente. La Marina americana, fuerte y costosa, que se construye actualmente, sirve al fin incidental de subvencionar a las lucrativas industrias de construcciones de buques y del metal; su verdadera significación y utilidad es la de ayudar el avance de la política agresiva impuesta sobre la nación por las exigencias económicas de los capitalistas financieros.

Hay que entender claramente que esta presión constante por extender el área del mercado no es una causa inevitable de la industria organizada. Si la concurrencia fuera reemplazada por combinaciones de carácter realmente cooperativo, por las cuales todas las ganancias de las economías perfeccionadas pasarían o como sueldo a los trabajadores o como dividendo a los grandes grupos de accionistas, el aumento de la demanda en los mercados nacionalles sería tan grande que la potencia productiva del capital concentrado sería absolutamente empleada y no habría ningún resto crecido de ganancias, convirtiéndose en un nuevo crédito y exigiendo un empleo en el exterior. Son las ganancias de los monopolios, de los trusts, en la construcción, operación financiera o trabajo industrial las que forman un fondo creciente de crédito; y la posesión de este crédito por la clase financiera significa una demanda en disminución de las comodidades y un correspondiente empleo ilimitado del capital en las industrias americanas. Dentro de ciertos límites se puede encontrar una mejora en el estímulo del comercio de exportación, logrado por medio de una tarifa protectora elevada que prohiba toda intervención en el monopolio de los mercados nacionales. Pero es extremamente difícil que los trusts, adaptados a las necesidades de un mercado nacional del cUal ellos tienen el monopolio, puedan ajustarse a sus métodos, a la libre concurrencia en los mercados del mundo sobre la base beneficiosa de un comercio estable. Además, un aumento de este orden en las demandas de los mercados interiores es conveniente tan sólo para ciertos trusts de fabricación; los propietarios de los trusts de ferrocarriles y de los trusts financieros tienen siempre que buscar sus ganancias sobrantes en las inversiones extranjeras. Esta necesidad de aumentar constantemente los campos de inversión es el gran eje del sistema financiero, y amenaza con dominar la economía del porvenir y la política de la gran República.

La economía financiera del capitalismo americano muestra bajo una forma más dramática una tendencia común a la de todas las naciones industriales avanzadas. La fácil cÍrculación del capital desde Gran Bretaña, Alemania, Austria, Francia, etc., hacia las minas de Africa del Sur o de Australia, las obligaciones egipcias o los valores inseguros de las Repúblicas de América del Sur confirma la general e idéntica presión, que aumenta con el desarrollo de la maquinaría financiera, y un control más lucrativo de esta maquinaria por la clase de financieros profesionales.

La manera de que tales condiciones tiendan hacia una guerra hubiera podido ser iluscrada si Mr. Hobson hubiese escrito más tarde y por más recientes causas. Se obtiene con las empresas un porcentaje de interés más remunerador en un país poco explotado que en un país ya civilizado; puesto que los peligros de un gobierno inseguro pueden ser reducidos al mínimo, para hacer esto los financieros llaman a las fuerzas del ejército y a la marina del país a que temporalmente aseguran pertenecer. Para obtener el apoyo de la opinión pública en su petición, acuden al poder de la Prensa.

La Prensa es el segundo gran factor que los hombres que critican el capitalismo indican cuando quieren probar que el capitalismo es el origen de las guerras modernas. En vista de que la administración de un gran periódico necesita un gran capital, los propietarios de los órganos importantes forzosamente pertenecen a la clase capitalista, y será un raro y excepcional suceso si no simpatizasen con su propia clase en las ideas y en la manera de ver las cosas. Ellos pueden determinar las noticias que deben tener la gran multitud de lectores de periódicos; pueden realmente falsificar las noticias, o, sin ir tan lejos, escogerlas cuidadosamente, dando aquellos párrafos que puedan fomentar las pasiones que a ellos les conviene estimular, y suprimiéndolas cuando sea necesario recetar un antídoto. De este modo el concepto del mundo en la imaginación del lector medio de periódicos es falseado, por ser lo que conviene a los intereses del capitalista. Esto es cierto en muchos sentidos; pero, sobre todo, en cuanto se refiere a las relaciones entre las naciones. A la mayoría del pueblo de un país puede hacérsele amar u odiar cualquier otro país, según el deseo de los propietarios de los periódicos, que están muchas veces influenciados, directa o indirectamente, por el deseo de los grandes financieros. Mientras fue conveniente que Inglaterra odiara a Rusia, nuestros periódicos estaban llenos de relatos del trato que se daba a los presos políticos en Rusia, la opresión de Finlandia y Polonia y otros temas parecidos. Tan pronto como nuestras relaciones extranjeras habían cambiado, estos párrafos desaparecían de los periódicos más importantes, y leíamos, en vez de aquellas noticias, los delitos de Alemania. La mayoría de los hombres no son suficientemente sagaces para estar alerta contra las influencias de la Prensa, y mientras sigan sin tener un sentido crítico, el poder de la Prensa continuará siendo muy grande.

Además de estos dos medios influyentes del capitalismo para promover las guerras, hay otros mucho menos subrayados por los que critican el capitalismo, pero de ningún modo menos importantes, quiero decir: el oposicionismo que es corriente entre los hombres acostumbrados a mandar. Mientras que la sociedad capitalista continúe, los que han adquirido riqueza e influencia por medio de una gran posición en la industria o en la hacienda pública tendrán siempre demasiado poder. Estos hombres están acostumbrados en la vida privada a que su voluntad sea raramente contrariada; están rodeados de satélites zalameros que frecuentemente luchan contra las Uniones de Trabajadores. Entre sus amigos y relaciones hay muchos que tienen altos cargos en el gdbierno o en la administración, y son éstos igualmente fáciles de convertirse en autocráticos por costumbre de mandar. Era antes corriente hablar de las clases gobernantes, pero la democracia nominal ha logrado hacer que pasara esta frase de moda. No obstante, es aún muy cierta: hay todavía en cualquier comunidad capitalista los que mandan y los que usualmente obedecen. La manera de ver las cosas de estas dos clases es muy distinta, aunque en una sociedad moderna hay una graduación desde el extremo de la una hasta el extremo qe la otra. El hombre que está acostumbrado a ver siempre la gente someterse a su voluntad se indígna cuando encuentra oposición. Instintivamente está convencido de que la oposición es mala y tiene que ser suprimida. Por eso está mucho más dispuesto que el ciudadano medio a entrar en la lucha contra sus rivales. Por consiguiente, descubrimos -aunque naturalmente con unas excepciones muy notables- que, en general, aquellos que son los más poderosos son también los más belicosos, y aquellos que tienen el mínimum de poder son los menos dispuestos a odiar a las otra naciones. Este es uno de los males inseparables de la concentración del poder. Sería curado únicamente por la abolición del capitalismo y si el nuevo sistema permitiese mucho menos poder a los individuos. No sería curado por un sistema que substituyese el poder de los ministros u oficiales por el poder de los capitalistas. Esta es una de las razones que se pueden añadir a las mencionadas en el capítulo precedente, para desear una disminución en la autoridad del Estado.

No solamente la concentración del poder sostiene la tendencia de causar las guerras, sino igualmente las guerras y el miedo de ellas necesitan la concentración del poder. En tanto que la comunidad esté expuesta a los peligros imprevistos, la posibillidad de decidirse pronto es absolutamente necesaria para conservarse. La maquinaria pesada de decisiones deliberadas por el pueblo es imposible en una crisis, y por eso, mientras hay la probabilidad de una crisis es imposible abolir el poder casi autocrático de los gobiernos. En este caso, como en muchos otros, cada uno de los dos males correlativos sirve para perpetuar el otro. La existencia de hombres acostumbrados a tener poder aumenta el peligro de la guerra, y el pellÍgro de la guerra hace imposible establecer un sistema en el cual nadie tenga mucho poder.

Hasta ahora hemos analizado lo que hay de verdad en la afirmación de que el capitalismo es el origen de las guerras modernas. Ahora hace falta considerar por otra parte y preguntarnos si la abolición del capitalismo sería en sí suficiente para evitar la guerra.

Yo no creo eso. El punto de vista de los socialistas, tanto como de los anarquistas, me parece, en este sentido como en otros también, excesivamente divorciado de los instintos fundamentales de 1a naturaleza humana. Hubo guerras antes que el capitalismo existiera, y la lucha es habitual entre los animales. La fuerza de la Prensa para fomentar las guerras se debe enteramente al hecho de que puede llamar a ciertos instintos. El hombre es por naturaleza un competidor, un ser adquisitivo y más o menos belicoso. Cuando la Prensa le dice que un señor tal es su enemigo, toda una serie de instintos responden en él a esta insinuación. Es natural que la mayor parte de los hombres supongan que tienen enemigos y encuentran una cierta realización de su naturaleza cuando se aventuran a luchar. Lo que un hombre cree, aun cuando no tiene pruebas suficientes, es un indicio de sus deseos -deseos de los cuales él mismo muchas veces es inconsciente. Cuando un hombre se encuentra frente a frente con un hecho que se opone a sus instintos, lo examinará de muy cerca, y si la prueba no es abrumadora, se negará a creerlo. Si, por otra parte, encuentra algo que le da una razón para actuar conforme a sus instintos, lo aceptará aun si la prueba fuese falta de fuerza. El origen de los mitos se explica de este modo, y mucho de lo que se cree corrientemente en las cuestiones internacionales es igual a un mito. Aunque el capitalismo, en la sociedad moderna, da al instinto belicoso una ocasión para expresarse, hay motivo para creer que si no hubiese esta ocasión se encontraría alguna otra, a menos que la educación y el ambiente se hubieran transformado de tal forma que la fuerza del instinto de competición se hallase enormemente disminuída. Si una reorganización económica puede efectuar eso, es posible que nos diera una verdadera defensa contra la guerra; pero, si no, hay que temer que las esperanzas de paz universal resulten engañosas.

Es posible, y aun muy probable, que con la abolición del capitalismo disminuyesen grandemente los incentivos de la guerra que se derivan de la Prensa y de los intereses de los financieros de encontrar nuevos campos para sus inversiones en países inexplotados; pero aquellos incentivos que se derivan del instinto de mando y de la impaciencia por encontrar la oposición quedarían, aunque tal vez bajo una forma menos virulenta que ahora. Una democracia poderosa es casi siempre más belicosa que una que no ejerce su parte justa en el gobierno. El internacionalismo de Marx se basa en la suposición de que el proletariado, en todas partes, está oprimido por las clases gobernantes. Las últimas palabras del Manifiesto comunista afirman esta idea:

¡Que las clases directoras tiemblen ante la idea de una revollUción comunista! Los proletarios no pueden perder más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo a ganar.

¡Proletarios de todos los países, uníos!

Mientras que el proletariado no tenga nada que perder, a excepción de sus cadenas, es probable que su enemistad no sea dirigida contra otros proletarios. Si el mundo se hubiese desarrollado como Marx pensaba, el género de internacionalismo que él previó hubiera inspirado a una revolución social universal. Rusia, que se ajustaba en su desarrollo a las líneas de su sistema más que ningún otro país, ha sufrido una revolución de la misma suerte que Marx esperaba. Si el desarrollo en otros países hubiese sido parecido, es muy probable que esta revolución se hubiera extendido a todo el mundo civilizado. El proletariado de todos los países se hubiese unido contra los capitalistas como su enemigo común, y unidos por un odio idéntico se hubieran librado del odio del uno contra el otro. Aun así, este motivo para unirse hubiera desaparecido con su triunfo, y en la mañana de la revolución social las viejas rivalidades nacionales revivirían. No es posible de ninguna manera producir con odio una armonía universal. Aquellos que han sido empujados a la acción por una doctrina de la lucha de clases habrán adquirido el hábito de odiar, e instintivamente buscarán nuevos enemigos cuando los viejos hayan sido vencidos.

En realidad, la psicología del obrero en cualquiera de las democracias occidentales es totalmente distinta de la que el Manifiesto comunista supone. El obrero no siente de ninguna manera que no tiene nada que perder sino sus cadenas, y tiene razón. Las cadenas que atan Asia y Africa a Europa están parcialmente fabricadas por él. El obrero mismo es una parte de un gran sistema de tiranía y explotación. La libertad universal quitaría no solamente sus propias cadenas, que son comparativamente ligeras, sino también las cadenas, mucho más pesadas, que él ha ayudado a poner sobre las razas esclavizadas del mundo.

Los obreros de un país como Inglaterra no solamente tienen su parte en el beneficio obtenido por la explotación de las razas inferiores, sino muchos entre ellos tienen también una ganancia en el sistema capitalista. Los fondos de las Uniones de Trabajadores y de Sociedades benéficas son invertidos en las empresas generales, tal como los ferrocarriles; muchos de los obreros que ganan un poco más de lo corriente han invertido sus ahorros en los valores gubernamentales, y casi todos los que actúan en política son una parte de las fuerzas que determinan la política por medio de la influencia del partido laborista y las grandes uniones. Por eso, su manera de ver la vida está impregnada en gran parte por el capitalismo. Y a medida que su sentido de poder se ha aumentado, su nacionalismo se ha hecho más fuerte. Este tiene que ser el hecho de cualquier internacionalismo basado en el odio al capitalista y la adhesión a la doctrina de la lucha de clases. Algo más positivo y constructivo que eso hace falta, o, si no, las democracias, cuando gobiernen, heredarán los mismos vicios de las clases gobernantes del pasado.

Yo no es que niegue el hecho de que el capitalismo fomente las guerras, o que las guerras serían probablemente menos frecuentes, y menos destructivas si la propiedad privada fuese abolida. Al contrario, creo que la abolición de la propiedad individual de la tierra y el capital es un paso necesario en el avance hacia un mundo en el cual las naciones podrán vivir en paz. Yo arguyo solamente que este paso, aunque sea muy necesario, no bastará para lograr aquel fin, y que entre las causas que motivarán la guerra hay otras que están colocadas más profundamente en la naturaleza humana que cualquiera de las causas que quieran reconocer los socialistas ortodoxos.

Tomemos un ejemplo. En Australia y California hay una aversión intensa por las razas amarillas. Las razones de ello son complicadas; hay dos principales: la competencia en el trabajo y el odio racial instintivo. Es probable que si no existiera el odio racial, las dificultades de la competenda en el trabajo pudieran ser vencidas. Los emigrantes de Europa compiten también, pero no son excluídos. En un país no muy poblado, el trabajo industrial barato puede ser utilizado de manera que los habitantes se enriquezcan; puede, por ejemplo, ser limitado a ciertos géneros de trabajo, no por costumbre, sino por la ley. Pero el odio racial hace que los hombres vean los defectos de la competencia y no las ventajas de la cooperación; contemplan con horror los vicios un poco raros de los extranjeros, mientras que para sus propios vicios tienen una indulgente tolerancia. No puedo dejar de creer que si Australia fuera completamente socializada quedaría todavía la misma objeción popular a la gran influencia de obreros chinos y japoneses. Pero aun si Japón se hiciera un Estado socialista, los japoneses podrían sentir la presión de una población sobrante y la necesidad de una disminución. En tales circunstancias, todas las pasiones e intereses necesarios para fomentar una guerra existirían, a pesar de que el socialismo fuese establecido en los dos países. Las hormigas son tan socialistas como cualquier comunidad pueda llegar a serlo. Sin embargo, matan a cualquier hormiga de un hormiguero vecino que se descarríe entre ellas. Los hombres no se diferencian mucho de las hormigas en cuanto a su acción instintiva en este sentido en cualquier sitio donde hay una gran diferencia de raza, como entre los blancos y los amarillos. Naturalmente, el instinto de hostilidad racial puede ser vencido por las circunstancias convenientes; pero cuando tales circunstancias faltan, queda una amenaza forrmidable sobre la paz del mundo.

Si queremos asegurar de una vez la paz del mundo, yo creo que es menester, junto con otras transformaciones, desarrollar la idea que inspira el proyecto de la Sociedad de las Naciones. El tiempo pasa, y el poder de la guerra para destruir está siempre aumentando y sus ventajas disminuyendo; el argumentO racional contra la guerra adquiere cada día más fuerza, a medida que el aumento en la capacidad productiva del trabajo facilita el empleo de una parte siempre creciente del pueblo al trabajo de matanza mutua. En los tiempos de paz, o cuando una gran guerra acaba de terminarse, el espíritu del hombre se deja persuadir de los razonamientos a favor de la paz, y se pueden organizar planes para que las guerras se hagan menos frecuentes. Probablemente ninguna nación civilizada se aventuraría en una guerra agresiva si fuera casi seguro que el agresor iba a ser vencido. Esto puede ser logrado si la mayoría de las grandes naciones llegasen a considerar la paz del mundo de una importancia tan grande que tomasen parte contra el agresor aun cuando no tuvieran ningún interés directo en la querella. Es sobre esta esperanza sobre la que se basa la Sociedad de las Naciones.

Pero la Sociedad de las Naciones, tanto como la abolición de la propiedad privada, no bastarán de ninguna manera si no van acompañadas o seguidas, desde luego, por otras reformas. Claro es que estas reformas, si tienen que ser efectivas, deben ser internacionales; el mundo tiene que avanzar en su totalidad en estos asuntos, si puede aún avanzar algo. Uno de los hechos más necesarios, si queremos asegurar la paz, es una medida de desarme. En tanto que los enormes ejércitos y marinas actuales existan, ningún sistema puede evitar el peligro de la guerra. Pero el desarme, para servir a su fin, tiene que ser simultáneo y por un acuerdo entre todas las grandes potencias, y es muy inseguro que tenga éxito mientras que haya odio y desconfianza entre las naciones y cada nación sospeche que su vecina no es leal al pacto. Hace falta en las relaciones internacionales otro ambiente espiritual y moral, para que los acuerdos entre las naciones puedan evitar catástrofes, una vez que exista un tal ambiente y pueda ser perpetuado y fortalecido por prudentes instituciones; pero no puede ser creado por las instituciones tan sólo. La cooperación internacional necesita la buena voluntad mutua, y la buena voluntad, sea cual sea su origen, puede ser conservada solamente por la cooperación. El porvenir internacional depende de la posibilidad de una creación inicial de buena voluntad entre las naciones.

Es en esta clase de cuestiones en las que las revoluciones son muy útiles. Si la Revolución rusa hubiera sido acompañada de una revolución alemana, tal vez la dramática precipitación en el cambio hubiera podido lograr que Europa, por el momento, hubiera dejado de pensar de su manera habitual, y tal vez la idea de la fraternidad hubiera aparecido de repente en un abrir y cerrar de ojos, y hubiera hecho su entrada en el mundo la política práctica; y no hay idea ninguna tan práctica, como la de la fraternidad humana. Con sólo que la gente pudiese ser despertada en el convencimiento, de una vez para siempre, de que la idea de la paternidad entre las naciones estaba inaugurada con la fe y el vigor propios de una nueva revolución, todas las dificultades que la acompañan desaparecerían, puesto que todo resulta de la desconfianza y la tiranía de un prejuicio antiguo. Aquellos que (como es corriente entre los que hablan inglés) rehusan la revolución como método y preconizan el desarrollo graduado, a pedacitos, que, según lo que nos dicen, constituye un progreso sólido, no se dan cuenta de la potencia de los sucesos dramáticos para cambiar el espíritu y la creencia de pueblos enteros. Una revolución espontánea en Alemania y Rusia indudablemente hubiera tenido efecto tal que hubiera facilitado la creación de un nuevo mundo en este momento.

Dis aliter visum: la utopía no es de nuestra época. El gran momento ha pasado ya, y para nosotros es otra vez la esperanza lejana lo que tiene que inspirarnos, y no la expectación inmediata de la salvación (2).

Nosotros hemos previsto lo que hubiese podido venir, y ahora sabemos que es verdad que se ofrecen grandes ocasiones en los tiempos de crisis. En este sentido, más o menos, puede ser exacto el que la revolución socialista sea el camino de la paz universal y que cuando el mundo haya pasado por este camino, todos los medios serán necesarios para que no haya más guerras; se producirá por sí mismo el nuevo ambiente espiritual y moral.

Hay una cierta clase de dificultades que el idealista sensato encuentra siempre cuando especula sobre el porvenir más o menos próximo: consisten en los casos en que la solución que la mayoría de los idealistas cree universalmente aplicable, es por alguna razón imposible y al mismo tiempo se ve rehusada por los defensores de las injusticias existentes por motivos bajos y egoístas. El caso de Africa tropical ilustrará lo que yo quiero decir. Sería dificilísimo predicar en serio la innovación inmediata de un gobierno parlamentario para los nativos de esta parte del mundo, aun si fuese acompañado por el sufragio femenino y la representación proporcional. Según lo que yo sé, nadie, excepto Mr. Lloyd George, supone capaces de ser autónomos a los pueblos de estas regiones. No cabe duda de que, sea cual sea el régimen de Europa, los negros de Africa serán todavía, por mucho tiempo, gobernados y explotados por los europeos. Si los Estados europeos se hicieran socialistas y, siguiendo un impulso quijotesco, se negaran a enriquecerse en detrimento de los pueblos indefensos de Africa, estos pueblos no ganarían nada por eso; al contrario, perderían, porque serían entregados al poder de los negociantes individuales, que actuarían con ejércitos de asesinos asalariados y cometerían toda clase de atrocidades de las cuales el bárbaro civilizado es capaz. Los gobiernos europeos no pueden dejar de reconocer su responsabilidad en cuanto a Africa. Están obligados a gobernar allí, y lo mejor que se puede esperar es que gobiernen con el mínimo de barbaridad y rapacidad. Desde el punto de vista de la conservación de la paz mundial, el problema es el de repartir las ventajas que los blancos disfrutan en Africa, de tal manera que ninguna nación se encuentre injustamente olvidada en su mandato proteccionista. Este problema es comparativamente sencillo, e indudablemente puede ser solucionado conforme con los fines que tienen los socialistas en los paises aliados respecto a la guerra. Lo que quiero hacer notar es: ¿cómo podría una comunidad socialista o anarquista gobernar o administrar una región africana, llena de riquezas naturales, pero poblada por un pueblo falto completamente de civilización? Si no se tomaran grandes precauciones, la comunidad de los blancos, en estas circunstancias, adoptaría las maneras y los instintos de un negrero. Intentaría confinar a los negros al simple nivel de la existencia, mientras que se serviría de los productos del país para aumentar el bienestar y el esplendor de la comunidad comunista. Haría eso con aquella cuidadosa inconsciencia que ahora caracteriza a todas las peores acciones de las naciones. Nombraría administradores y esperaría que éstos no hablaran de sus métodos. A los entrometidos que le denunciasen sus atropellos nadie les creería, y se diría que ellos estaban guiados por el odio al régimen existente y por un amor perverso hacia los otros países menos al suyo propio. Indudablemente en el momento del primer entusiasmo generoso del establecimiento del nuevo régimen en la patria, habría toda clase de buenas intenciones para hacer felices a los nativos, pero poco a poco estas buenas intenciones serían olvidadas y se acordaría únicamente de la expoliación obtenida del país. Yo no digo que todos estos males sean inevitables; digo solamente que no serán evitados a menos que fuesen previstos, y que un esfuerzo premeditado y consciente se hiciera para evitar que ellos se realizasen. Si los Estados de los blancos llegan un día hasta el punto de querer realizar, en tanto que sea posible, los principios básicos de la rebelión contra el capitalismo, tendrán que buscar un modo de garantizar un desinterés absoluto en sus tratamientos a las razas dependientes. Será menester evitar la más pequeña indicación de lucro capitalista en el gobierno de Africa y gastar en los mismos países todo lo que ellos hubieran podido gastar si fuesen autónomos. Además, hay que pensar siempre en que el atraso de la civilización puede ser remediado y que cuando pase algún tiempo, aun los pueblos del Africa Central podrán hacerse capaces de ser autónomos y democráticos, a condición de que los europeos dirijan sus energías hacia este fin.

El problema de Africa es naturalmente, una parte de los problemas más amplios del imperialismo; pero es aquella parte en la cual la aplicación de los principios socialistas es más difícil. En lo que se refiere a Asia, y particularmente a India y Persia, la aplicación de los principios es comprensible en la teoría, aunque difícil en la práctica política. Los obstáculos que existen para la autonomía en Africa no existen hasta el mismo punto en Asia. Lo que impide la libertad a los pueblos asiáticos no es su falta de inteligencia, sino tan sólo su falta de fuerza militar, que les hacen fácilmente presa de nuestro anhelo vehemente de dominio. Este anhelo sería probablemente suspendido temporalmente en la época siguiente a una revolución socialista, y en este momento una nueva orientación en la política asiática pudiera ser adoptada con resultados beneficiosos permanentes. No quiero decir, naturalmente, que nosotros debemos hacer adoptar a la India la forma de gobierno democrática que nosotros hemos desarrollado para nuestras necesidades. Digo, más bien, que nosotros debemos dejar a la India escoger su forma de gobierno, su modo de educación y su propio tipo de civilización. La India tiene una tradición antigua, muy distinta de la de Europa occidental; una tradición muy estimada por los indostánicos cultos, pero inadaptable a nuestras escuelas y universidades. El nacionalista indio siente que su país tiene un tipo de cultura, comprendiendo elementos de valor que no existen o son mucho más débiles en el Occidente: quiere ser libre para conservar esto, y desea la libertad pdlítica por los presentes motivos más que por aquellos que atraerían más naturalmente a un inglés que se hallara en la misma posición subjetiva. La fe que tiene el europeo en su propia cultura, le lleva hasta a ser fanático y cruel, y por esta razón tanto como por cualquier otra, la independencia de la civilización fuera de Europa tiene una importancia muy grande para el mundo, pues no es por medio de una uniformidad muerta por lo que el mundo, en su totalidad, se enriquecera mas.

He expuesto enérgicamente todas las mayores dificultades que impiden la conservación de la paz mundial, no porque crea que estas dificultades sean insuperables, sino, al contrario, porque creo que pueden ser vencidas si están reconocidas. Un diagnóstico exacto es necesariamente el primer paso hacia la curación. Los males existentes en las relaciones internacionales surgen en el fondo de causas psicológicas, de motivos que forman parte de la natura!leza humana, así como ocurre ahora. Entre éstos los principales son el espíritu de competencia, el deseo de lograr el poder y la envidia, es decir, la envidia en el amplio sentido que incluye la antipatía instintiva a todo beneficio de lo que los otros disfrutan sin que nosotros también podamos, por lo menos, alcanzar un beneficio igual. Los males que vaenen de estas tres causas pueden ser eliminados por medio de una mejor educación y un mejor sistema económico y político.

La competencia no es de ningún modo un defecto en este sentido. Cuando se exterioriza en la forma de emulación al servicio del público, en algún descubrimiento o en la creación de obras de arte, puede hacerse un estímulo muy útil, inspirando a los hombres a hacer un esfuerzo aprovechable más allá de lo que hubieran hecho sin eso. Es dañosa solamente cuando tiene por fin la adquisición de bienes que son limitados, de modo que lo que un hombre posee redunda en detrimento de otro. Cuando la competencia toma esta forma, está necesariamente acompañada por el miedo, y el miedo produce casi inevitablemente la crueldad. Pero un sistema en serie que provee por una distribución más justa de los bienes materiales puede tal vez cerrar al instinto de competencia los caminos más dañosos y lograr que éste se exprese en formas beneficiosas a la humanidad. Esa es una gran razón, porque la propiedad común de la tierra y el capital tendrían muy probablemente un efecto beneficioso sobre la naturaleza humana; porque la naturaleza humana, como existe en los hombres y mujeres adultos, no es de ningún modo un hecho fijo, sino un producto de las circunstancias, la educación y la ocasión, obrando sobre una disposición nativa muy maleable.

Lo que es cierto de la competencia es iguallmente cierto del deseo del poder. El poder, bajo la forma en la cual se le busca actualmente, es el poder para mandar, el poder para imponer la voluntad de uno sobre los demás por medio de la fuerza, abierta o encubierta. Esta forma del poder consiste, en su esencia, en frustrar a los demás, pues se expone tan sólo cuando los demás se ven obligados a hacer lo que no quieren hacer.

Es de esperar que un poder de aquellas características sea reducido al mínimo por el sistema social que tiene que reemplazar al capitalismo, sirviéndose de los métodos que hemos descrito en el capítulo anterior. Estos métodos pueden ser aplicados tanto a las cuestiones internacionales como a las nacionales; la autonomía para cada grupo en cuanto a las cuestiones que conciernen a él mucho más esencialmente que a los demás, y gobierno por una autoridad neutral, comprendiendo los grupos rivales en toda cuestión en la cual puede haber un choque entre los intereses de los varios grupos, pero siempre basado en el principio fijo de que las funciones de gobierno tienen que ser reducidas al mínimo compatible con la justicia y la prevención de la violencia individual. En un mundo así, las actuales ocasiones perjudiciales para satisfacer el deseo del poder no existirán ya. El poder que se halla en la persuasión, en la enseñanza, en el hecho de conducir los hombres hacia una nueva sabiduría o hacia la realización de nuevas posibilidades de felicidad, este poder, que es, tal vez, completamente beneficioso, quedaría intacto, y muchos hombres fuertes, que en el mundo actual dedican sus energías a dominar, en el mundo a que nos referimos dirigirían sus energias a la creación de nuevos bienes en vez de a la conservación de males antiguos.

La envidia, la tercera de las causas psicológicas a las cuales nosotros atribuímos las causas de los males en el mundo actual, depende, en la mayoría de los caracteres, del descontento fundamental que nace de la falta de ocasión para desenvolverse libremente, del instinto frustrado y de la imposibilidad de realizar una felicidad soñada. La envidia no puede ser remediada por la amonestación; la amonestación, en el mejor de los casos, transformará tan sólo su manera de manifestarse y hará que adopte un método más sutil para disimularse. Con la excepción de aquellos raros caracteres en los cuales la generosidad domina a pesar de las circunstancias, el único remedio para la envidia es la libertad y la alegría de vivir. La generosidad en la manera de ver las cosas y la bondad son casi quiméricas en los pueblos privados de los sencillos placeres instintivos del descanso y el amor, del sol y los campos verdes. En tales pueblos estas cualidades se encontrarán muy difícilmente, aun entre los pocos afortunados, porque éstos tienen conciencia, aunque muy vagamente, de que se están aprovechando de una injusticia, y solamente pueden seguir disfrutando de su buena suerte en tanto que deliberadamente no hacen caso de aquellos que no la gozan. Si la generosidad y la bondad tienen que ser comunes, hace falta hacer más caso que ahora de las necesidades elementales de la naturaleza humana y realizar más intensamente la difusión de la felicidad entre todos los que no sean víctimas de alguna desgracia especial, cosa tan posible como imperativa. Un mundo lleno de felicidad no querría precipitarse en una guerra, y tampoco estaría lleno de aquella hostilidad miserable que nuestra existencia mezquina y estrecha engendra en el ser humano típico. No es imposible para la fuerza humana crear un mundo lleno de felicidad: los obstáculos impuestos por la naturaleza inanimada no son insuperables. Los obstáculos reales se hallan en el corazón del hombre, y el remedio para éstos es una esperanza constante, encauzada y fortalecida por el pensamiento.




Notas

(1) Walter Scott Pubhshing Company, 1906. pág. 262.

(2) Estas líneas fueron escritas en marzo de 1918, en el momento más terrible de la guerra.

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