Índice de Los caminos de la libertad de Bertrand Russell | Prefacio de Bertrand Russell | CAPÍTULO PRIMERO - Marx y la doctrina socialista | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
El socialismo, el anarquismo y el sindicalismo
Bertrand Russell
INTRODUCCIÓN
El intento de concebir una nueva y mejor organización de la sociedad humana que substituya al caos destructivo y bárbaro, en el cual los hombres han vivido hasta ahora, no es en manera alguna moderno: es, por lo menos, tan antiguo como Platón, en cuya República dió el modelo para las utopías de los filósofos que le sucedieron.
Cualquiera que contemple el mundo iluminado por un ideal, ya busque inteligencia, arte, amor o sencilla felicidad -o todo junto-, debe sentir una gran tristeza al ver las maldades que inútilmente los hombres permiten hacer, y (si es un hombre de fuerza y de energía vital) también debe sentir un apremiante deseo de conducir a los hombres hacia da realización de lo bueno a que le inspira su visión creadora.
Este es el deseo que en el comienzo impulsó a los precursores del socialismo y del anarquismo, como así fué en el pasado en los creadores de Repúblicas ideales.
En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo en el socialismo y anarquismo es la relación estrecha entre el ideal y los actuales sufrimientos de los hombres, que ha permitido que de las esperanzas de aislados pensadores surjan poderosos movimientos políticos.
Es esto lo que hace importante al socialismo y al anarquismo, y peligroso para los que, conscientes o inconscientes, viven de las maldades del actual régimen de la sociedad. La gran mayoría de los hombres y de las mujeres, en tiempo normal, pasan a través de la vida sin contemplar ni criticar, en general, ni sus condiciones propias ni las de los demás. Se encuentran colocados en cierto lugar de la sociedad y aceptan lo que cada día aquélla les ofrece, sin hacer algún esfuerzo por pensar más allá de lo que requiere el momento inmediato.
Casi tan instintivamente como los animales buscan satisfacer las necesidades del momento, sin mucha premeditación y sin atender a que con un esfuerzo idóneo todas las condiciones de su vida pueden ser transformadas. Un tanto por ciento, inspirados por la ambición personal, hacen un esfuerzo mental y volitivo para colocarse entre los miembros más afortunados de la sociedad; pero muy pocos de éstos se interesan con entusiasmo por obtener para los demás las ventajas que buscan para ellos. Son solamente unos cuantos -muy pocos y raros- hombres superiores los que tienen este amor por la Humanidad, los que no pueden soportar pacientemente todos los males y sufrimientos, aunque éstos no tengan ninguna relación con sus propias vidas.
Estos pocos, movidos de conmiseración por el sufrimiento ajeno, buscarán primero en el pensamiento y después en la acción alguna solución para salvar a los demás; algún nuevo sistema de sociedad con el cual la vida pueda hacerse más rica, más feliz y menos llena de males evitables que en el presente. En el pasado, estos hombres, en general, no han podido interesar a las víctimas mismas de las injusticias que ellos querían remediar.
Los grupos más desgraciados del pueblo han sido los ignorantes y apáticos, a causa del cansancio por el exceso de trabajo, temerosos del constante peligro de ser castigados inmediatamente por los que sustentan el poder, e indignos, moralmente, de confianza por su degradación.
Crear un esfuerzo consciente y reflexivo dentro de estas clases de hombres para lograr una mejora general habría parecido tarea vana, y, en efecto, en el pasado lo fué. Sin embargo, el incremento de la educación y la elevación del nivel del bienestar de los trabajadores ha engendrado nuevas condiciones que favorecen más que nunca la necesidad de una reconstrucción radical. Son los socialistas, y en grado menor los anarquistas, principalmente los inspiradores del sindicalismo, los que se han convertido en los representantes de esta exigencia.
Tal vez lo más extraordinario del socialismo y del anarquismo es que son grandes movimientos populares que tienen por ideal tender hacia un mundo mejor.
Al principio los ideales han sido elaborados por escritores aislados, y, sin embargo, gran parte de las clases asalariadas los han aceptado como sus guías en las cuestiones prácticas del Mundo. En lo relativo al socialismo es evidente. pero en cuanto al anarquismo sólo es cierto con algunas modificaciones. El anarquismo en sí no ha sido nunca una doctrina popular; es únicamente bajo la forma modificada del sindicalismo que ha logrado ser popular. Distinto al socialismo y al anarquismo. el sindicalismo es en su origen el resultado no de una idea. sino de una organización. Lo prueba el hecho de haber existido primero la organizaci6n de la Unión de Trabajadores (Trade Union). Las ideas del sindicalismo son aquellas que parecen apropiadas a esta organización, según definición de los miembros de la más avanzada Unión de Trabajadores de Francia. Pero, en general, las ideas son derivadas del anarquismo y los hombres que han logrado hacerlas aceptables eran en su mayor parte anarquistas.
Podemos considerar el sindicalismo como el anarquismo del mercado o del cambio de productos entre los sindicatos. en contraste con el anarquismo individual que había existido, precariamente, a través de las décadas anteriores. Examinándolo desde este punto de vista encontramos en el anarcosindicalismo la misma combinaci6n de ideales y organización que en los partidos' políticos socialistas. Es desde este punto de vista desde el que intentaremos estudiar estos movimientos.
El socialismo y el anarquismo, bajo su forma moderna, provienen, respectivamente, de dos protagonistas, Marx y Bakunin, que lucharon toda la vida el uno contra el otro, culminando su antagonismo en la división operada en el seno de la Primera Internacional.
Comenzaremos por estudiar a estos dos hombres; primero trataremos de su doctrina, y después de las organizaciones que ellos fundaron o inspiraron. Este estudio nos conducirá al desarrollo del socialismo hasta estos últimos años y a la rebelión sindicalista contra el énfasis socialista de la importancia del Estado y la acción política, y a analizar ciertos movimientos que fuera de Francia tienen alguna afinidad con el sindicalismo, principalmente el de los Trabajadores Industriales del Mundo (I. W. W.), de Norteamérica, y el Socialismo Gremial, de Inglaterra. De este examen histórico pasaremos a estudiar algunos de los problemas más urgentes, e intentaremos descubrir en qué dirección el mundo sería más feliz si los fines de los socialistas y sindicalistas se realizasen. Mi opinión es -y no resulta perjudicial que yo la diga de antemano- que el anarquismo puro, a pesar de que tiende a ser el fin ideal al cual la sociedad debe continuamente seguir acercándose, es por ahora imposible y no podría sobrevivir más de uno o dos años. Por otra parte, tanto el socialismo marxista como el sindicalismo, a pesar de sus muchas desventajas, son aptos para crear un mundo mejor y más feliz que el que estamos viviendo. Mas no considero ninguno de los dos como el mejor sistema practicable. Temo del socialismo marxista que daría demasiado poder al Estado, mientras que el sindicalismo, cuya finalidad es la abolición del Estado, se vería, creo yo, obligado a reconstruir una autoridad central para terminar con las rivalidades de los distintos grupos de productores. El mejor sistema practicable, a mi juicio, es el del socialismo gremial (Guild Socialisme), que está conforme con lo que es justificable, tanto en las pretensiones de los socialistas de Estado como en eI temor que los sindicalistas tienen al Estado, y que acepta un sistema de federalismo entre las industrias. y, por idénticas razones, recomienda un federalismo entre las naciones. Los razonamientos de estas conclusiones se indicarán más adelante.
Antes de internarse en la historia de los movimientos recientes en pro de una reconstrucción radica!, vale la pena meditar con atención sobre algunos de los rasgos que señalan la mayoría de los idealistas políticos y que no son comprendidos por el público en general, no solamente a causa de prevención, sino también por otras razones. Es mi deseo tratar con toda justicia estas razones, para demostrar claramente por qué no son eficaces.
Los jefes de los más avanzados movimientos son, en general, hombres de un desinterés poco corriente, como se observa cuando uno examina sus vidas. A pesar de que tienen seguramente tanta capacidad como muchos de los hombres que se elevan a las más encumbradas posiciones, no se hacen árbitros de los acontecimientos de su época ni alcanzan riqueza ni el aplauso de sus contemporáneos. Los hombres que tienen capacidad para ganar esos galardones, y que trabajan tanto o bastante más que los que se los llevan, optan por el camino que les hace imposible ganarlos; estos hombres deben ser juzgados considerando su desinterés personal en la finalidad de sus actos, cualquiera que sea la mezcla de egoísmo que entra en los detalles de sus vidas; su motivo fundamental tiene que estar fuera de ellos mismos. Los precursores del socialismo, anarquismo y sindicalismo, en su mayoría han sufrido prisión, destierro y miseria, sufriéndolos deliberadamente por no avenirse a abandonar la propaganda de sus ideales; han demostrado que la esperanza que les anima no es logro personal, sino el bien de la Humanidad. No obstante, a pesar de que el deseo por el bienestar humano es lo que, en el fondo, determina la línea general de la vida de estos hombres, no resulta muy raro que en los pormenores de sus palabras y escritos el odio sea más evidente que el amor. Es seguro que un idealista impaciente aumentará aún más su odio al ver la oposición y fracasos que sufre su anhelo por acrecer la felicidad del mundo. Un hombre sin ninguna inquietud no podrá desempeñar un papel eficaz.
Cuanto más convencido esté de la pureza de sus motivos y de la verdad de sus evangelios, tanto más se indignará al ver que sus enseñanzas son rechazadas. Frecuentemente llegará a colocarse en actitud de tolerancia filosófica frente a frente de la apatía de la masa y aun de la oposición entera y de esos que se llaman defensores del statu quo. Pero a los que no podrá perdonar es a los que proclaman aspirar al perfeccionamiento de la sociedad que él mismo defiende, pero no aceptan su método para lograrlo.
La fe intensa que le da fuerzas para resistir a las persecuciones hace que sus opiniones le parezcan tan claras que cualquier hombre que piense y las rehuse cree que no es sincero y está, seguramente, animado por algún motivo avieso y traidor a su causa. De esa fe nace el espíritu de secta, de amarga y estrecha ortodoxia, que es el veneno de los que persisten tenazmente adheridos a un credo impopular.
Hay tantas tentaciones reales a la deslealtad, que es natural sospechar; y entre los jefes es seguro que la ambición que les obliga al escoger una profesión se cambiará en otra forma: en el deseo de llegar a un alto grado intelectual; o por un poder despótico dentro de su propia secta. Resulta de ello que los defensores de una reforma radical se dividen en escuelas antagónicas, odiándose mutuamente con amargo rencor; acusándose frecuentemente los unos a los otros de crímenes tales como recibir dinero de la Policía, y exigiendo de cualquier escritor u orador (a que ellos deben admirar) que se ajuste exactamente a los prejuicios de su escuela, contribuyendo en todas sus enseñanzas a defender la creencia que ellos tienen de que la verdad se halla dentro de los límites de su credo.
El resultado de este estado de espíritu es que, después de una observación superficial y carente de imaginación, parece que los hombres que más se han saorificado por la causa de beneficiar a la Humanidad fueron inspirados más por el odio que por el amor. Además, la intransigencia de la ortodoxia sofoca todo libre ejercicio del intelecto. Esta razón. así como la de los prejuicios económicos, ha dificultado la cooperación práctica de los intelectuales con los más extremistas reformadores. no obstante simpatizar con los fines principales y con un noventa por ciento del programa. Otra razón por la que los reformadores radicales son mal apreciados por los hombres corrientes, es que contemplan la sociedad actual desde fuera, con hoStilidad hacia sus instituciones. A pesar de que, en su mayor parte, tienen más fe que sus contemporáneos en la capacidad inherente al hombre de vivir una buena vida, sienten tan agudamente la crueldad y la opresión que causan las instituciones existentes, que dan la impresión de cinismo, lo que es completamente falso. La mayoría de los hombres tienen instintivamente, para proceder, dos códigos totalmente distintos: uno, para los que consideran compañeros, colegas o amigos, o para cualquiera de los miembros de su mismo grupo; otro, para los que juzgan como enemigos, parias o peligrosos para la sociedad. Los reformadores radicales estáñ dispuestos a concentrar toda su atención en la conducta que la sociedad tiene para con este segundo grupo, por el que siente una gran repulsión y enemistad.
Naturalmente, la mayoría de los seres incluyen en el grupo de los del segundo código a los enemigos en las guerras y a los criminales, y los que consideran que es esencial para su propia seguridad y la de sus privilegios y prebendas preservar el orden actual, incluyen también a todo el que predique cualquier nueva y gran transformación política o económica y a toda clase que a causa de su miseria o cualquier otro motivo pueda ser un foco de peligro y extremismo. El ciudadano de tipo corriente piensa raramente en tales individuos o clases y pasa a través de la vida creyendo que él y sus amigos son buenas personas porque no quieren dañar en nada a aquellos que no pertecen a un grupo o clase por el que ellos sienten hostilidad.
Pero el hombre que analiza con atención las relaciones entre un grupo que odia y teme a otros, tendrá un juicio muy diferente. En estas relaciones existe una tendencia a desarrollarse una ferocidad extraordinaria y hasta a llegar a mostrar aquella parte de fealdad que existe en la naturaleza humana.
Los adversarios del capitalismo han aprendido, por medio del estudio de ciertos hechos históricos, que los capitalistas y el Estado han mostrado frecuentemente esa ferocidad hacia los trabajadores, especialmente cuando éstos se han atrevido a protestar contra la execrable miseria a que el industrialismo les ha, generalmente, condenado. De ahí nace una actitud, enfrente de la sociedad existente, completamente distinta de la del cotidiano acomodo ciudadano; una actitud tan verdadera como la del bienestar burgués; quizá, también, tan falsa, pero igualmente basada en hechos que conciernen a las relaciones con sus enemigos en lugar de sus amigos. La lucha de clases, como las guerras entre las naciones, producen dos opuestos puntos de vista, cada uno igualmente verdadero y falso. El ciudadano de una nación en guerra, cuando piensa en sus compatriotas, piensa en primer llUgar en los suyos tal como los ha conocido, en sus relaciones con sus amigos y familiares, etc. Los suyos son para él, en general, gente buena y honesta. Pero la nación enemiga con la que su país está en guerra ve a sus compatriotas a través de una serie de experiencias completamente distintas, es decir, como aparecen en medio de la ferocidad de la batalla, en la invasión o imponiendo inhumano yugo en los territorios enemigos, o en la farsa de una diplomacia de prestidigitación. Estos hombres son los mismos que él conoce como padres, hermanos, amigos; pero son considerados de manera distinta por haber sido juzgados sobre datos y hechos distintos.
Lo mismo ocurre con aquellos que consideran al capitalismo desde el punto de vista del obrero revolucionario: le parecen al capitalista incomprensiblemente cínicos y equivocados, porque los hechos en los cuales se funda su opinión, o son desconocidos por él o son de tal suerte que no hace caso de ellos.
Sin embargo, el punto de vista externo puede ser tan justo como el interno; ambos son necesarios para la verdad completa, y el socialista que insiste con tesón sobre sus ideas no es un cínico, es tan sólo un amigo de los trabajadores, encolerizado por el espectáculo de la inútil miseria que éstos padecen a causa del capitalismo. He colocado estas reflexiones generales al principio de nuestro estudio, para que el lector no tenga ninguna duda de que cualquier amargura u odio que se halle en estos movimientos sociales que aquí examinaremos, no es ni el odio ni la amargura, sino el amor, el impulso real que les dió origen.
Es difícil no odiar a los que torturan el objeto de nuestro amor; sin embargo, no es imposible. Pero para no odiar hace falta una liberalidad de perspectiva y una amplitud de comprensión que en medio de la lucha desesperada es casi imposible conservarlos; aun si los socialistas y los anarquistas no hubieran guardado siempre la pureza fundamental de sus doctrinas o en sus prácticas, en ello no se diferencian mucho de sus adversarios; y en cuanto a la fuente de su inspiración se han mostrado superiores a aquellos que consienten, ignorantes o negligentes, las injusticias y agresiones que sirven para defender el actual sistema.
Índice de Los caminos de la libertad de Bertrand Russell | Prefacio de Bertrand Russell | CAPÍTULO PRIMERO - Marx y la doctrina socialista | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|