Indice de La conquista del pan de Pedro KropotkinCapítulo duodécimo. ObjecionesCapítulo decimocuarto. Consumo y producciónBiblioteca Virtual Antorcha

La conquista del pan
Pedro Kropotkin

CAPÍTULO DECIMOTERCERO
El asalariamiento colectivista


I

En sus planes de reconstrucción de la sociedad, los colectivistas cometen, a nuestro parecer, dos errores. Hablan de abolir el régimen capitalista, pero sin embargo querrían mantener dos instituciones que constituyen el fondo de ese régimen: el gobierno representativo y el asalariamiento.

De lo concerniente al gobierno que se dice representativo, bastante hemos hablado. Es para nosotros en absoluto incomprensible que hombres inteligentes -y no faltan en el partido colectivista- puedan continuar siendo partidarios de los parlamentos nacionales o municipales, después de todas las lecciones que la historia nos ha dado sobre ese particular en Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza Y los Estados Unidos.

Mientras vemos hundirse en todas partes el régimen parlamentario y surgir la crítica de los principios mismos del sistema -no sólo de sus aplicaciones-, ¿cómo es que socialistas revolucionarios defienden ese sistema, condenado a morir?

Elaborado por la burguesía para hacer frente a la realeza y consagrar y acrecentar al mismo tiempo su dominio sobre los trabajadores, el sistema parlamentario es la forma por excelencia del régimen burgués. Los corifeos de ese sistema nunca han sostenido en serio que un parlamento o un ayuntamiento represente a la nación o a la ciudad; los más inteligentes de ellos saben que eso es imposible. Con el régimen parlamentario, la burguesía ha tratado simplemente de oponer un dique a la realeza, sin conceder la libertad al pueblo. Pero a medida que el pueblo se hace más consciente de sus intereses y se multiplica la variedad de los intereses, el sistema ya no puede funcionar. Por eso los demócratas de todos los países imaginan en vano diversos paliativos. Se ensaya el referéndum y se encuentra que no vale nada; se habla de representación de las minorías, otras utopías parlamentarias.

Se esfuerzan, en una palabra, en buscar lo inhallable; pero ha habido que reconocer que se ha ido por mal camino, y desaparece la confianza en un gobierno representativo.

Lo mismo sucede con el asalariamiento; porque después de haber proclamado la abolición de la propiedad privada y la posesión en común de los instrumentos de trabajo, ¿cómo puede reclamarSe bajo una u otra forma que se sostenga el asalariamiento? Y sin embargo, eso es lo que hacen los colectivistas al preconizar los bonos de trabajo.

Se comprende que los socialistas ingleses de comienzos de este siglo hayan inventado los bonos de trabajo. Trataban simplemente de poner de acuerdo el capital y el trabajo, rechazando toda idea de tocar con violencia la propiedad de los capitalistas.

Si más tarde hizo suyo ese invento Proudhon, también se comprende. En su sistema mutualista, trataba de hacer menos ofensivo el capital, a pesar del mantenimiento de la propiedad individual, que aborrecía en el fondo del alma, pero que conceptuaba necesaria como garantía del individuo contra el Estado.

Tampoco extraña que economistas más o menos burgueses asimismo admitan los bonos de trabajo. Poco les importa que al trabajador se le pague en bonos del trabajo o en monedas con la efigie de la República o del imperio. Lo que tienen empeño en salvar de la próxima catástrofe es la propiedad individual de las casas habitadas, del suelo y de las fábricas; en todo caso, la de las casas habitadas y el capital necesario para la producción industrial. Y para conservar esa propiedad, los bonos de trabajo desempeñarían muy bien su papel.

Con tal de que el bono de trabajo pueda cambiarse por joyas y carruajes, el propietario de casas lo aceptará con gusto en pago del alquiler. Y mientras la casa habitada, el campo y la fábrica pertenezcan a propietarios individuales, de cualquier modo habrá que pagarles por trabajar en sus campos o en sus fábricas y habitar en sus casas. También será preciso pagar al trabajador en oro, papel-moneda o bonos cambiables por toda clase de artículos de comercio.

Pero, ¿cómo puede defenderse esta nueva forma del asalariamiento -el bono de trabajo- si se admite que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada, sino que pertenecen al municipio o a la nación?

II

Examinemos más despacio este sistema de retribuir el trabajo, ensalzado por los colectivistas franceses, alemanes, ingleses e italianos.

Se reduce poco más o menos a esto: todo el mundo trabaja en los campos, fábricas, escuelas, hospitales, etc.; la jornada de trabajo la regula el Estado, a quien pertenecen la tierra, las fábricas, las vías de comunicación, etc. Cada jornada de trabajo se cambia por un bono de trabajo que supongamos lleve impresas estas palabras: ocho horas de trabajo. Con este bono el obrero puede adquirir en los almacenes del Estado o de las diversas corporaciones toda clase de mercancías. El bono es divisible; de suerte que se puede comprar una hora de carne, diez minutos de cerillas o media hora de tabaco. En vez de decir veinte céntimos de jabón, después de la revolución colectivista se diría: cinco minutos de jabón.

La mayoría de los colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses (y por Marx) entre el trabajo calificado y el trabajo simple, nos dicen además que el trabajo calificado o profesional deberá pagarse cierto número de veces más que el trabajo simple. Asi, una hora de trabajo de médico deberá considerarse como equivalente a dos o tres horas del cavador. El trabajo profesional o calificado será un múltiplo del trabajo simple -nos dice el colectivista Groenlund-, porque ese trabajo requiere un aprendizaje más o menos largo.

Otros colectivistas, tales como los marxistas franceses, no hacen tal distinción. Proclaman la igualdad de los salarios. El doctor, el maestro de escuela y el profesor serán pagados (en bonos de trabajo) por la misma tarifa que el cavador. Ocho horas de visita de hospital valdrán lo mismo que ocho horas pasadas en trabajos de cavar, en la mina, o la fábrica.

Algunos hacen una concesión más: admiten que el trabajo desagradable o malsano -tal como el de las alcantarillas- podrá pagarse con arreglo a una tasa más alta que el trabajo agradable. Una hora de servicio en la alcantarilla -dicen- se contará como dos horas de trabajo del profesor. Añadamos que ciertos colectivistas admiten el pago en conjunto, por corporaciones. Asi, una corporación diría: Aquí hay cien toneladas de acero. Para producirlas hemos sido cien trabajadores, y hemos empleado diez días. Habiendo sido nuestra jornada la de ocho horas, suman ocho mil horas de trabajo para cien toneladas de acero, o sea ocho horas la tonelada. Después de lo cual el Estado les pagaría ocho mil bonos de trabajo de una hora cada uno, y esos ocho mil bonos se repartirfan entre los miembros de la fábrica como les pareciese.

Por otra parte, habiendo empleado cien mineros veinte días para extraer ocho mil toneladas de carbón, el carbón valdría dos horas la tonelada, y lós dieciséis mil bonos de una hora cada uno, percibidos por la corporación de los mineros, se distribuirían entre ellos según sus apreciaciones.

Si los mineros protestasen y dijesen que la tonelada de acero no debe costar más que seis horas de trabajo en lugar de ocho; si el profesor quisiera hacerse pagar su jornada doble que la enfermera, entonces intervendría el Estado y arreglaría sus diferencias.

Tal es, en pocas palabras, la organización que los colectivistas quieren hacer surgir de la revolución social. Como se ve, sus principios son: propiedad colectiva de los instrumentos de trabajo y remuneración de cada uno según el tiempo empleado en producir, teniendo en cuenta la productividad de su trabajo. En cuanto al régimen político, sería el parlamentarismo, modificado por el mandato imperativo y el referéndum, es decir, el plebiscito por sí o por no.

Digamos, en primer término, que este sistema nos parece totalmente impracticable.

Los colectivistas comienzan por proclamar un principio revolucionario -la abolición de la propiedad privada- y lo niegan en seguida de proclamarlo, manteniendo una organización de la producción y del consumo que ha nacido de la propiedad privada.

Proclaman un principio revolucionario e ignoran las consecuencias que inevitablemente debe traer consigo. Olvidan que el hecho mismo de abolir la propiedad individual de los instrumentos de trabajo (suelo, fábricas, vías de comunicación, capitales) tiene que lanzar a la sociedad por vías absolutamente nuevas; que debe trastornar de arriba abajo la producción, lo mismo en su objeto que en sus medios; que todas las relaciones cotidianas entre individuos deben modificarse desde el momento que se consideren como posesión común la tierra, la máquina y todo lo demás.

No hay propiedad privada, dicen; y en seguida se apresuran a mantener la propiedad privada en sus manifestaciones cotidianas.

Sois una comunidad en cuanto a la producción; los campos, las herramientas, las máquinas, todo lo que se ha hecho hasta hoy, manufacturas, ferrocarriles, puertos, minas, etc., todo es vuestro. No se hará la menor distinción acerca de la parte que toca a cada uno en esa propiedad colectiva.

Pero desde el día siguiente, os disputaréis con toda minuciosidad la parte que vais a tomar en la creación de nuevas máquinas, en la constitución de nuevas minas. Trataréis de pesar con exactitud la parte que corresponda a cada uno en la nueva producción. Contaréis vuestros minutos de trabajo y velaréis para que un minuto de vuestro vecino no pueda comprar más productos que un minuto vuestro.

Y puesto que la hora no mide nada, ya que en tal manufactura un trabajador puede vigilar seis telares a la vez; mientras que en tal otra fábrica no vigila más que dos, pesaréis la fuerza muscular, la energía cerebral y la energía nerviosa que hayáis gastado. Calcularéis estrictamente los años de aprendizaje para valorar la parte de cada uno en la producción futura. Todo eso después de haber declarado que no tenéis de ningún modo en cuenta la participación que pueda haber tenido en la producción pasada.

Pues bien; para nosotros es evidente que una sociedad no puede organizarse con arreglo a dos principios opuestos en absoluto, que se contradicen de continuo. Y la nación o el municipio que se diesen tal organización, veríanse obligados a volver a la propiedad privada o transformarse inmediatamente en sociedad comunista.

III

Hemos dicho que ciertos escritores colectivistas piden que se establezca una distinción entre el trabajo calificado o profesional y el trabajo simple. Pretenden que la hora de trabajo del ingeniero, del arquitecto o del médico, debe contarse por dos o tres horas del trabajo del herrero, del albañil o de la enfermera. Y la misma distinción dicen que debe hacerse entre toda especie de oficios que exijan un aprendizaje más o menos largo y el de los simples peones.

Pues bien; establecer tal distinción es mantener todas las desigualdades de la sociedad actual, es trazar de antemano una linea divisoria entre los trabajadores y los que pretenden gobernarlos, es dividir la sociedad en dos clases muy distintas: la aristocracia del saber, por encima de la plebe de manos callosas; la una al servicio de la otra; la una trabajando con sus brazos para alimentar y vestir a los que se aprovechan del tiempo que les sobra para aprender a dominar a quienes los alimentan.

Eso es además recoger uno de los rasgos distintivos de la sociedad actual y darle la sanción de la revolución social; es erigir en principio un abuso que se condena hoy en la vieja sociedad que se derrumba.

Sabemos todo lo que se nos va a responder. Nos hablarán del socialismo científico. Nos citarán los economistas burgueses -y también a Marx- para demostrar que la escala de los salarios tiene su razón de ser, puesto que la fuerza de trabajo del ingeniero ha costado más a la sociedad que la fuerza de trabajo del cavador. En efecto, ¿no han tratado los economistas de demostrarnos que si al ingeniero se le paga veinte veces más que al cavador, es porque los gastos necesarios para hacer un ingeniero son más cuantiosos que los necesarios para hacer un cavador? ¿Y no ha pretendido Marx que la misma distinción es igualmente lógica entre diversas ramas del trabajo manual? Tenía que concluir así, puesto que había aceptado la doctrina de Ricardo acerca del valor y sostenido que los productos se cambian en proporción de la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción. Pero también sabemos a qué atenernos acerca de este asunto. Sabemos que si al ingeniero, al sabio y al doctor se les paga hoy diez o cien veces más que al agricultor y diez veces más que la obrera de una fábrica de cerillas, no es por sus gastos de producción, sino por un monopolio de educación o por el monopolio de la industria. El ingeniero, el sabio y el doctor explotan sencillamente un capital -su diploma- como el burgués explota una fábrica o como el noble explotaba sus pergaminos.

En cuanto al patrono que paga al ingeniero veinte veces más que al trabajador, lo hace en virtud de este sencillísimo cálculo: si el ingeniero puede economizarle cien mil pesetas al año en la producción, le paga veinte mil pesetas. Y si ve un contramaestre -hábil en hacer sudar a los obreros- que le economice diez mil pesetas en la mano de obra, se apresura a darle dos o tres mil pesetas anuales. Afloja un millar de pesetas más donde cuenta ganar diez; ésta es la esencia del régimen capitalista. Lo mismo sucede con las diferencias entre los diversos oficios manuales.

No se nos venga hablando de los gastos de producción que cuesta la fuerza de trabajo, y diciéndonos que un estudiante que ha pasado alegre su juventud en la universidad tiene derecho a un salario diez veces más alto que el hijo del minero que se ha agotado en la mina desde la edad de once años, o que un tejedor tiene derecho a un salario tres o cuatro veces más alto que el agricultor. Los gastos necesarios para producir un tejedor no son cuatro veces más considerables que los gastos necesarios para producir un labriego. El tejedor se beneficia sencillamente de las ventajas en que se halla la industria en Europa con relación a los países que aún no tienen industria.

Nadie ha calculado nunca esos gastos de producción. Y si un holgazán cuesta mucho más a la sociedad que un trabajador, falta saber si teniéndolo todo en cuenta -mortalidad de los niños obreros, anemia que los destruye y muertes prematuras- un robusto jornalero no cuesta más a la sociedad que un artesano.

¿Querrán hacernos creer, por ejemplo, que el salario de peseta y media que se paga a la obrera parisiense, los treinta céntimos de la campesina de Auvernia, que se queda ciega haciendo encajes, o las dos pesetas diarias del campesino representan sus gastos de producción? Sabemos que a menudo se trabaja por menos de eso; pero también, que se hace exclusivamente porque gracias a nuestra magnífica organización, hay que morirse de hambre sin esos salarios irrisorios.

Tampoco dejarán de decirnos que la escala colectivista de los salarios sería, sin embargo, un progreso. Más valdrá ver a ciertos obreros cobrar una suma dos o tres veces mayor que la de la generalidad, que ver a los ministros embolsarse en un día lo que el trabajador no logra ganar en un año. Siempre sería eso un paso hacia la igualdad.

Para nosotros, ese paso sería un progreso al revés. Introducir en una sociedad nueva la distinción entre el trabajo simple y el trabajo profesional, ya hemos dicho que conduciría a hacer sancionar por la revolución y erigir en principio un hecho brutal que sufrimos hoy, pero encontrándolo, no obstante, injusto. Sería imitar a aquellos que en 4 de agosto de 1789 proclamaban con frases efectistas la abolición de los derechos feudales, pero el día 3 de agosto sancionaban esos mismos derechos imponiendo a los labradores foros para abonárselos a los señores, a quienes ponían bajo la salvaguardia de la revolución. Sería también imitar al gobierno ruso, al reclamar, cuando la emancipación de los siervos, que la tierra pertenecería en lo sucesivo a los señores, al paso que antes era un abuso el disponer de tierras pertenecientes a los siervos.

O bien, para tomar un ejemplo más conocido, cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros de su consejo quince pesetas diarias, mientras los federados en las murallas no cobraban más que peseta y media, esta decisión fue aclamada como un acto de alta democracia igualitaria. En realidad, la Comuna no hacía más que ratificar la añeja desigualdad entre el funcionario y el soldado, el gobierno y el gobernado. Por parte de una cámara oportunista, semejante decisión hubiera podido parecer admirable; pero la Comuna faltaba así a su principio revolucionario, y por eso mismo se condenaba.

En la sociedad actual, cuando vemos pagarse a un ministro cien mil pesetas al año, mientras que el trabajador tiene que contentarse con mil o menos; cuando vemos al contramaestre pagado dos o tres veces más que el obrero, y que entre los mismos obreros hay todas las gradaciones, desde diez pesetas diarias hasta los treinta céntimos de la campesina, desaprobamos el alto salario del ministro, pero también la diferencia entre las diez pesetas del obrero y los treinta céntimos de la pobre mujer, y decimos: ¡Abajo los privilegios de la educación, igual que los del nacimiento! Somos anarquistas, precisamente porque tales privilegios nos sublevan.

He aquí por qué, comprendiendo ciertos colectivistas la imposibilidad de mantener la escala de los salarios en una sociedad inspirada por el soplo de la revolución, se apresuran a proclamar que los salarios serán iguales. Pero se estrellan contra nuevas dificultades, y su igualdad de los salarios es una utopía tan irrealizable como la escala de los otros colectivistas.

Una sociedad que se haya apoderado de toda la riqueza social y proclamado que todos tienen derecho a ella -cualquiera que fuese la participación que en crearla hubieran tomado antes-, se verá obligada a abandonar toda idea de asalariamiento, sea en moneda, sea en bonos de trabajo, bajo cualquier forma que se presente.

IV

A cada uno según sus obras, dicen los colectivistas, o sea, según su parte de servicios prestados a la sociedad. ¡Y tal principio se recomienda para ponerse en práctica cuando la revolución haya puesto en común los instrumentos de trabajo y todo lo necesario para la producción!

Pues bien; si la revolución social tuviese la desgracia de proclamar este principio, sería impedir el desarrollo de la humanidad; sería abandonar, sin resolverlo, el inmenso problema social que nos han legado los siglos anteriores.

En efecto, en una sociedad como la nuestra, donde vemos que cuanto más trabaja el hombre menos se le retribuye, este principio puede parecer al pronto como una aspiración hacia la justicia.

Pero en el fondo, no es más que la consagración de las injusticias del pasado. Por ese principio comenzó el asalariamiento, para venir a parar a las odiosas desigualdades y abominaciones de la sociedad actual. Porque desde el día en que comenzaron a valorar en moneda o en cualquier otra especie de salario los servicios prestados; desde el día en que se dijo que cada uno sólo tendría aquello que consiguiera hacerse pagar por sus obras, estaba escrita de antemano, encerrada en germen en este principio, toda la historia de la sociedad capitalista con ayuda del Estado.

Los servicios prestados a la sociedad, sean trabajos en los campos o en las fábricas, sean servicios morales, no pueden valorarse en unidades monetarias, no puede haber medida exacta del valor de lo que impropiamente se ha llamado valor de cambio, ni del valor de la utilidad, con respecto a la producción. Si vemos dos individuos que trabajan uno y otro durante años cinco horas diarias, en beneficio de la comunidad y en diferentes trabajos que les agraden lo mismo, podemos decir en resumen que sus trabajos son casi equivalentes. Pero no puede fraccionarse su trabajo y decir que el producto de cada jornada, hora o minuto de trabajo del uno vale por el producto de cada minuto y hora del otro.

Se puede decir grosso modo que el hombre que durante su vida se ha privado de descanso durante diez horas diarias, ha dado a la sociedad mucho más que quien sólo se ha privado de descanso cinco horas diarias o no se ha privado nunca.

Pero no se puede tomar lo que ha hecho durante dos horas y decir que ese producto vale dos veces más que el producto de una hora de trabajo de otro individuo y remunerarlo en proporción.

Entrad en una mina de carbón y ved aquel hombre apostado junto a la inmensa máquina que hace subir y bajar la jaula. Tiene en la mano la palanca que detiene e invierte la marcha de la máquina, la baja, y la jaula retrocede en su camino en un abrir y cerrar de ojos, lanzándola arriba o abajo con una velocidad vertiginosa. Muy atento, sigue con la vista en la pared un indicador que le muestra en una escalita en qué lugar del pozo se encuentra la jáula a cada instante de su marcha; y en cuanto el indicador llega a cierto nivel, detiene de pronto el impulso de la jaula, ni un metro más arriba o más abajo de la línea requerida. Y apenas han descargado los recipientes llenos de carbón y colocado los vacíos, invierte la palanca y envía de nuevo la jaula al espacio.

Durante ocho o diez horas seguidas mantiene esa prodigiosa atención. Que se distraiga un momento, y la jaula irá a estrellarse y romper las ruedas, destrozar el cable, aplastar a los hombres y suspender todo el trabajo de la mina. Que pierda tres segundos por cada golpe de palanca, y la extracción -en las minas perfeccionadas modernas- se reducirá de veinte a cincuenta toneladas diarias.

¿Es él quien presta el mayor servicio en la mina? ¿Es acaso el mozo que le da desde abajo la señal de que suba el ascensor? ¿Es el minero que a cada instante arriesga la vida en el fondo del pozo y que un día quédará muerto por el grisú? ¿O el ingeniero que por un simple error de suma en sus cálculos puede perder la capa de carbón o hacer arrancar piedra? ¿O el propietario que ha comprometido todo su patrimonio y que tal vez ha dicho, contra todas las previsiones: Cavad aquí; encontraréis excelente carbón.

Todos los trabajadores interesados en la mina contribuyen en la medida de sus fuerzas, de su energía, de su saber, de su inteligencia y de su habilidad, a extraer el carbón. Y podemos decir que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades y hasta sus caprichos después de que esté seguro para todo lo necesario. Pero, ¿cómo valorar sus obras?

Y además, ¿el carbón que extraen es obra suya? ¿No es también obra de esos hombres que han construido el ferrocarril que conduce a la mina y los caminos que irradian de todas sus estaciones? ¿No es también obra de los que han labrado y sembrado los campos, extraído el hierro, cortado la madera en el bosque, fabricado las máquinas donde se quemará el carbón, y así sucesivamente?

No puede hacerse ninguna distinción entre las obras de cada uno. Medirlas por el resultado nos lleva al absurdo. Fraccionarlas y medirlas por las horas de trabajo nos conduce al absurdo. Sólo queda una cosa: poner las necesidades por encima de las obras y reconocer el derecho a la vida en primer término, al bienestar después, para todos los que tomen cualquier parte en la producción.

Pero examinemos cualquiera otra rama de la actividad humana, tomad el conjunto de las manifestaciones de la existencia. ¿Quién de nosotros puede reclamar una retribución más cuantiosa por sus obras? ¿El médico que ha adivinado la enfermedad, o la enfermera que asegura la curación con sus cuidados higiénicos?

¿Es el inventor de la primera máquina de vapor, o el muchacho, que, cansado un día de tirar de la cuerda que entonces se usaba para hacer entrar el vapor bajo el pistón, ató esa cuerda a la palanca de la máquina y se fue a jugar con sus camaradas, sin imaginarse que había inventado el mecanismo esencial de toda máquina moderna, la válvula automática?

¿Es el inventor de la locomotora, o aquel obrero de Newcastle que sugirió la idea de reemplazar por traviesas de madera las piedras que antaño se ponían debajo de los carriles y que hacían descarrilar los trenes por falta de elasticidad? ¿Es el maquinista de la locomotora? ¿El hombre que con sus señales detiene los trenes? ¿El guardaguja que les da paso a las vías?

¿A quién debemos el cable trasatlántico? ¿Será el ingeniero que se obstinaba en afirmar que el cable transmitía los despachos, al paso que los sabios electricistas lo declaraban imposible? ¿Al sabio Maury, que aconsejó abandonar los cables gruesos por otros tan delgados como una caña? ¿O a esos voluntarios venidos no se sabe de dónde, que pasaban noche y día sobre cubierta examinando minuciosamente cada metro de cable para quitar los clavos que los accionistas de las compañías marítimas hacían clavar neciamente en la capa aisladora del cable, para dejarlo fuera de servicio?

¡Las obras de cada uno! Las sociedades humanas no vivirían dos generaciones seguidas, dsaparecerían dentro de cincuenta años, si cada cual no diese infinitamente más de lo que se le retribuya en moneda, en bonos o en recompensas cívicas. Se extinguiría la raza si la madre no gastase su vida por conservar la de sus hijos, si el hombre no diese algo sin interés, sobre todo donde no espera ninguna recompensa.

Y si la sociedad burguesa decae, si estamos hoy en un callejón sin salida del cual no podemos pasar sin acometer a fuego y hierro las instituciones del pasado, es precisamente por un exceso de cálculos, por culpa de habernos dejado conducir a no dar sino para recibir; es por haber querido hacer de la sociedad una compañía comercial basada en el debe y haber.

Los colectivistas lo saben. Comprenden vagamente que no podría existir sociedad ninguna si llevase al extremo el principio de a cada uno según sus obras. Comprenden que las necesidades -no hablamos de los caprichos-, las necesidades del individuo no siempre responden a sus obras. Por eso nos dice De Paepe:

Este principio -eminentemente individualista- se atemperaría por la intervención social para la educación de los niños y jóvenes (incluyendo en ella la manutención) y por la organización social de la existencia de los achacosos y enfermos, del retiro para los trabajadores, ancianos, etc.

Comprenden que el hombre de cuarenta años y con tres hijos tiene otras necesidades que el joven de veinte años. Comprenden que la mujer que amamanta a su criatura y pasa noches en blanco a su cabecera, no puede hacer tantas obras como el hombre que ha dormido plácidamente. Parecen comprender que el hombre y la mujer, consumidos acaso a fuerza de haber trabajado por la sociedad, pueden sentirse incapaces de hacer tantas obras como los que han pasado sus horas a la bartola y embolsado sus bonos en situaciones privilegiadas de estadísticos del Estado.

Y se apresuran a atemperar su principio, diciendo:

¡Sí; la sociedad criará y educará a sus hijos! ¡Sí; asistirá a los viejos e inválidos! ¡Sí; las necesidades serán la medida de los gastos que la sociedad se impondrá para atemperar el principio de las obras!

De modo que, después de haber negado el comunismo y haberse burlado a sus anchas de la fórmula: A cada uno según sus necesidades, salimos también con que a los grandes economistas se les han olvidado -poca cosa- las necesidades de los productores. Y se apresuran a reconocerlas. Sólo que al Estado le incumbirá apreciarlas, comprobar si las necesidades son desproporcionadas con las obras.

El Estado dará limosna. De ahí a la ley de pobres y al work-house inglés no hay más que un paso. No hay más que un solo paso, porque hasta esa sociedad madrastra contra la cual nos sublevamos, se ha visto obligada a atemperar su principio del individualismo, ha tenido que hacer concesiones en sentido comunista y bajo la misma forma de caridad.

También ella distribuye comidas de a perra chica para evitar el saqueo de sus tiendas. También construye hospitales, a menudo muy malos, pero a veces espléndidos, para evitar los estragos de las enfermedades contagiosas. También, después de no haber pagado las horas de trabajo, recoge los hijos de aquellos a quienes ha reducido a la última de las miserias. También tiene en cuenta las necesidades por la caridad.

Ya hemos dicho que la miseria fue la causa primera de las riquezas, quien creó al primer capitalista; porque antes de acumular el exceso de valor de que tanto gusta hablar, era preciso que hubiese miserables que se avinieran a vender su fuerza de trabajo para no morirse de hambre. La miseria es quien ha hecho los ricos. Y si los progresos fueron rápidos en el curso de la Edad Media, es porque las invasiones y las guerras que siguieron a la creación de los Estados y el enriquecimiento por la explotación en Oriente, rompieron los lazos que en otros tiempos unían a las comunidades agrícolas y urbanas y las condujeron a proclamar, en vez de la solidaridad que antes practicaban, ese principio del asalariamiento, tan grato a los explotadores.

¿Y había de salir ese principio de la revolución, y atreverse a llamarla con el nombre de revolución social, ese nombre tan grato a los hambrientos, a los que sufren, a los oprimidos?

No sucederá así, porque el día en que las viejas instituciones se desplomen bajo el hacha de los proletarios, se oirán voces que griten: ¡Pan, casa y bienestar para todos!.

Y esas voces serán escuchadas. El pueblo dirá: Comencemos por satisfacer la sed de vida, de alegría, de libertad, que nunca hemos apagado. Y cuando todos hayamos probado esa dicha, pondremos manos a la obra: demolición de los últimos vestigios del régimen burgués, de su moral tomada en los libros de contabilidad, de su filosofía del debe y haber, de sus instituciones de lo tuyo y de lo mío. Demoliendo, edificaremos, como decía Proudhon; edificaremos en nombre del comunismo y de la anarquía.
Indice de La conquista del pan de Pedro KropotkinCapítulo duodécimo. ObjecionesCapítulo decimocuarto. Consumo y producciónBiblioteca Virtual Antorcha