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La conquista del pan
Pedro Kropotkin

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
La agricultura


I

Cada vez que se habla de la agricultura imaginase siempre el campesino encorvado sobre la esteva, echando al azar un trigo mal cernido y esperando con ansia lo que le traiga la buena o mala estación.

El agricultor de hoy tiene ideas mucho más amplias, conceptos mucho más grandiosos. No pide más que una fracción de hectárea para hacer que crezca todo el alimento vegetal de una familia; para alimentar veinticinco cabezas de ganado vacuno ya no se necesita más espacio que en otro tiempo para alimentar una sola. Quiere llegar a hacer el suelo, a desafiar las estaciones y el clima, a calentar el aire y la tierra en torno de la tierna planta; en una palabra, a producir en una hectárea lo que antes no conseguía recolectar en cincuenta hectáreas; y todo eso sin fatigarse de un modo excesivo, reduciendo mucho la suma total de trabajo anterior. Pretende que se podrá producir ampliamente con qué alimentar a todo el mundo no dando al cultivo de los campos sino lo preciso que cada cual puede darle con gusto, con alegría.

Mientras los sabios guiados por Liébig, el creador de la teoría química de la agricultura, se descarriaban a menudo en su entusiasmo de teóricos, cultivadores sin letras han abierto una nueva vía de prosperidad a la humanidad.

Al paso que una familia antes necesitaba tener por lo menos siete u ocho hectáreas para vivir con los productos del suelo -y ya se sabe cómo viven los campesinos-, ya no se puede ahora ni aun decir cuál es la mínima extensión de terreno necesaria para dar a una familia todo lo que se puede extraer de la tierra, lo necesario y lo de lujo, cultivándola con arreglo a los procedimientos del cultivo intensivo. Si se nos preguntase cuál es el número de personas que pueden vivir muy bien en una legua cuadrada, sin importar ningún producto agrícola nos sería dificil contestar.

Hace diez años podía ya afirmarse que una población de cien millones lograría vivir muy bien de los productos del suelo francés sin importar nada. Pero hoy, al ver los progresos realizados recientemente lo mismo en Francia que en Inglaterra, y al contemplar los nuevos horizontes que se abren ante nosotros, diremos que cultivando la tierra como la cultivan ya en muchos sitios, aun en terrenos pobres cien millones de habitantes en los cincuenta millones de hectáreas del suelo francés serían aún una cortisima proporción de lo que ese suelo pudiera alimentar.

Puede considerarse como absolutamente demostrado que si París y los dos departamentos del Sena y del Sena y Oise se organizasen mañana en comunidad anarquista donde todos trabajasen con sus brazos, y si el universo entero se negase a enviarles un solo celemín de trigo, una sola cabeza de ganado, una sola canasta de fruta, y no les dejase más que el territorio de ambos departamentos, podrían producir ellos mismos no sólo el trigo, la carne y las hortalizas necesarias, sino también todas las frutas de lujo, en cantidades suficientes para la población urbana y rural.

Y además afirmamos que el gasto total de trabajo humano sería mucho menor que el empleado actualmente para alimentar a esa población con trigo recolectado en Auvernia o en Rusia, con las legumbres producidas por el cultivo en grande en todas partes y con las frutas maduradas en el Mediodía. Nunca se ha tenido en cuenta el trabajo invertido por los viticultores del Mediodía para cultivar la viña, ni por los labradores rusos o húngaros para cultivar el trigo, por fértiles que sean sus praderas y sus campos. Con sus actuales procedimientos de cultivo extensivo, se toman infinitamente más trabajo del necesario para obtener los mismos productos por el cultivo intensivo, aun en climas muchísimo menos benignos y en un suelo naturalmente menos rico.

II

Nos sería imposible citar aquí la masa de los datos en los cuales fundamos nuestras afirmaciones. Para mayores informes, remitimos a los lectores a los artículos que hemos publicado en inglés, pero sobre todo a quienes les interese el asunto les recomendamos que lean algunas excelentes obras publicadas en Francia.

En cuanto a los habitantes de las grandes ciudades, que aún no tienen ninguna idea real de lo que puede ser la agricultura, les aconsejamos que recorran a pie las campiñas inmediatas y estudien su cultivo. Que observen, que hablen con los hortelanos, y un mundo nuevo se abrirá ante ellos. Así podrán entrever lo que será el cultivo europeo en el siglo XX y qué fuerza tendrá la revolución social cuando se conozca el secreto de obtener de la tierra todo cuando se le pide.

Sabido es en qué miserables condiciones se encuentra la agricultura en Europa. Si el cultivador del suelo no es desvalijado por el propietario territorial, lo es por el Estado. El propietario, el Estado y el usurero, roban al cultivador con la renta, la contribución y el rédito. La suma robada varía en cada país: nunca es menor que la cuarta parte, y muy a menudo es la mitad del producto bruto. En Francia, la agricultura paga al Estado 44 por 100 del producto bruto.

Hay más. La parte del propietario y la del Estado van siempre en aumento. Tan pronto como por prodigios de trabajo, de invención o de iniciativa, ha obtenido mayores cosechas el cultivador, aumenta en proporción el tributo que deberá al Estado, al propietario o al usurero. Si dobla el número de hectolitros recogidos por hectárea, duplicará la renta, y por consiguiente, los impuestos, que el Estado se apresurará a elevar aún más si suben los precios. En todas partes el cultivador del suelo trabaja de doce a dieciséis horas diarias; en todas partes le arrebatan esas tres aves de rapiña todo lo que pudiera ahorrar; en todas partes le roban lo que podría servirle para mejorar el cultivo. Por eso permanece estacionaria la agricultura.

Sólo conseguirá dar un paso adelante en condiciones excepcionales por una disputa entre sus tres vampiros, por un esfuerzo de inteligencia o por un aumento de trabajo. Y aún no hemos dicho nada del tributo que cada cultivador paga al industrial, quien le vende por triple o cuádruple de lo que cuestan cada máquina, cada azadón, cada tonel de abono químico. No olvidemos tampoco los intermediarios, que se llevan la parte del león en los productos del suelo.

En las praderas de América (que sólo dan mezquinas cosechas de siete a doce hectolitros por hectárea, cuando periódicas y frecuentes sequías no las perjudican), quinientos hombres que trabajan ocho meses del año producen el alimento anual de cincuenta mil personas. Los resultados se obtienen allí por una gran economía. En aquellas vastas llanuras, que no puede abarcar la vista, están organizadas casi militarmente la labranza, la siega y la trilla: nada de idas y venidas inútiles, nada de perder el tiempo. Todo se hace con la exactitud de un desfile. Este es el cultivo en grande, extensivo.

Pero hay también el cultivo intensivo, en ayuda del cual vienen y vendrán más cada vez las máquinas. Se propone sobre todo cultivar bien un espacio limitado, abonarlo y corregirlo, concentrar el trabajo y obtener el mayor rendimiento posible. Este género de cultivo se extiende cada año, y al paso que se contentan con una cosecha media de diez a doce hectolitros en el cultivo en grande en el Mediodía de Francia y en las tierras fértiles del Oeste americano, se recolectan por lo regular treinta y seis y hasta cincuenta, o a veces cincuenta y seis hectolitros, en el Norte de Francia. El consumo anual de un hombre se obtiene así de la superficie de una doceava parte de la hectárea.

Y cuanto más intensidad se da al cultivo, menos trabajo se gasta para obtener el hectolitro de trigo. La máquina reemplaza al hombre en los trabajos preparatorios y hace de una vez para siempre mejoras, tales como el desagüe y el despedregamiento, que permiten duplicar las cosechas futuras. Algunas veces, nada más que una labor profunda permite obtener de un suelo mediano excelentes cosechas de año en año, sin estercolar nunca. Así se ha hecho durante veinte años en Rothamstead, cerca de Londres.

No hagamos novelas agrícolas. Detengámonos en aquella cosecha de cuarenta hectolitros, que no requiere un suelo excepcional, sino sencillamente racional cultivo, y veamos lo que esto significa.

Los tres millones seiscientos mil individuos que habitan en los departamentos del Sena y del Sena y Oise consumen al año para alimentarse un poco menos de ocho millones de hectolitros de cereales, principalmente de trigo. En nuestra hipótesis, para obtener esta cosecha, necesitarían cultivar doscientas mil hectáreas, de las seiscientas diez mil que poseen.

Es evidente que no las cultivarán con azadón. Eso exigiría demasiado tiempo: doscientas cuarenta jornadas de cinco horas por hectárea. Mejorarían más bien de una vez para siempre el suelo desaguando lo que debiera desaguarse, allanando lo que se necesitase allanar, despedregando el terreno, aunque en ese trabajo preparatorio hubiera que emplear cinco millones de jornadas de cinco horas, o sea, término medio, veinticinco jornadas por hectárea.

En seguida labrarían con arado de vapor de vertedera profunda, y luego con arado doble, invirtiendo en cada labor cuatro jornadas. No cogerán la semilla al azar, sino escogiéndola con harnero de vapor. No sembrarán a volea, sino a golpe, en línea. Y con todo eso, no se habrán empleado ni veinticinco jornadas de cinco horas por hectárea, si el trabajo se hace en buenas condiciones. Si durante tres o cuatro años se dedican diez millones de jornadas a un buen cultivo, se podrían conseguir más tarde cosechas de cuarenta y de cincuenta hectolitros no empleando más que la mitad del tiempo.

Así, pues, no se hábrán invertido más que quince millones de jornadas para dar pan a esa población de tres millones seiscientos mil habitantes. Y todos los trabajos serían tales, que cada cual podría desempeñarlos, sin tener para eso músculos de acero ni haber trabajado nunca en la tierra antes. La iniciativa y la distribución general de los trabajos serían de los que saben lo que requiere la tierra.

Pues bien; cuando se piensa que en el caos actual, sin contar los desocupados de la holgazanería elevada, hay cerca de cien mil hombres parados en sus respectivos oficios, se ve que la fuerza perdida en nuestra organización actual bastaría por sí sola para dar, por un cultivo racional, el pan necesario para los tres o cuatro millones de habitantes de ambos departamentos.

Repetimos que esto no es novela, y ni siquiera hemos hablado del cultivo verdaderamente intensivo. que da resultados mucho más pasmosos. No hemos calculado con arreglo al trigo obtenido por Mr. Hallet en tres años, y en que un solo grano repuntado produjo una mata con más de diez mil granos, lo que permitiría en caso necesario recoger todo el trigo para una familia de cinco personas en el espacio de un centenar de metros cuadrados. Por el contrario, sólo hemos citado lo que hacen ya numerosos granjeros en Francia, Inglaterra, Bélgica, Flandes, etc., y lo que podría hacerse desde mañana, con la experiencia y saber ya adquiridos por la práctica en grande.

III

Los ingleses, que comen mucha carne, consumen por término medio un poco menos de cien kilos por adulto y año: suponiendo que todas las carnes consumidas fuesen de buey cebón, sumaria un poco menos de un tercio de buey. Un buey por año para cinco personas (incluyendo los niños) es ya una ración suficiente. Para tres millones y medio de habitantes daria un consumo anual de setecientas mil cabezas de ganado.

Hoy, con el sistema de pastoreo, se necesitan por lo menos dos millones de hectáreas para alimentar seiscientas sesenta mil cabezas de ganado.

Sin embargo, con praderas modestísimamente regadas por medio de agua manantial (como se han creado recientemente en miles de hectáreas en el suroeste de Francia), son suficientes quinientas mil hectáreas. Pero si se practica el cultivo intensivo, plantando remolacha como alimento, sólo se necesita la cuarta parte de ese espacio, es decir, ciento veinticinco mil hectáreas. Y cuando se recurre al maíz, ensilándolo como los árabes, se obtiene todo el forraje necesario en una superficie de ochenta y ocho mil hectáreas.

En los alrededores de Milán, donde utilizan las aguas de las alcantarillas para regar las praderas, en nueve mil hectáreas de regadío se obtiene alimento para cuatro a seis cabezas de ganado bovino, y en algunas parcelas favorecidas se han recolectado hasta cuarenta y cinco toneladas de heno seco por hectárea, lo cual da alimento anual para nueve vacas lecheras. Tres hectáreas por cabeza de ganado en pastoreo y nueve bueyes o vacas por hectárea: he aquí los extremos de la agricultura moderna.

En la isla de Guemesey, en un total de cuatro mil hectáreas utilizadas, cerca de la mitad (mil novecientas hectáreas) están cubiertas de cereales y de huertas, y sólo quedan dos mil cien para prados; en esas dos mil cien hectáreas se alimentan mil cuatrocientos ochenta caballos, siete mil doscientas sesenta cabezas de ganado vacuno, novecientos carneros y cuatro mil doscientos cerdos, lo cual hace tres cabezas de ganado bovino por hectárea, sin contar los caballos, los carneros y los cerdos. Es inútil añadir que la fertilidad del suelo se hace corrigiéndolo con algas y abonos químicos.

Volviendo a nuestros tres millones y medio de habitantes de la ciudad de París, se ve que la superficie necesaria para criar ese ganado desciende desde dos millones de hectáreas hasta ochenta y ocho mil. Pues bien; no tomemos las cifras más bajas, sino las del cultivo intensivo ordinario; añadamos el terreno necesario para el ganado menor y pongamos ciento sesenta mil hectáreas o doscientas mil, de las cuatrocientas diez mil hectáreas que nos quedan, después de haber provisto el pan necesario para la población. Pongamos por largo cinco millones de jornadas para poner ese espacio en condiciones de producción.

Así, pues, empleando veinte millones de jornadas de trabajo por año, la mitad para mejoras permanentes, tendremos seguros el pan y la carne, sin contar además con las aves de corral, cerdos cebados, conejos, etc., y sin contar con que, habiendo excelentes legumbres y frutos, la población consumirá menos carne que los ingleses, que suplen con la alimentación animal su pobreza en alimentos vegetales. Veinte millones de jornadas de cinco horas, ¿cuántas hacen por habitante? Muy poca cosa. En una población de tres millones y medio debe haber por lo menos un millón doscientos mil varones adultos y otras tantas hembras. Pues bien; para asegurar pan y carne para todos bastarían diecisiete jornadas de trabajo por año, para los hombres nada más. Añadid tres millones de jornadas para obtener la leche. Añadid otro tanto, y todo ello no llega a veinticinco jornadas de cinco horas -cuestión de divertirse un poco en el campo- para tener estos tres productos principales: pan, carne y leche.

Salgamos de París y visitemos uno de esos establecimientos de cultivo hortícola que a pocos kilómetros de las academias hacen prodigios ignorados por los sabios economistas; por ejemplo, el de M. Ponce, autor de una obra acerca del asunto, quien no hace misterio de lo que le produce la tierra y lo ha revelado con detalles.

M. Ponce, y sobre todo sus obreros, trabajan como negros. Son ocho para cultivar poco más de una hectárea. Trabajan de doce a quince horas diarias, es decir, triple de lo que se debe. Aunque fuesen veinticuatro los obreros, no habría de más. Probablemente responderá a eso M. Ponce que puesto que paga la tremenda cantidad de dos mil quinientas pesetas anuales de renta y de impuesto por sus once mil metros cuadrados, y dos mil quinientas pesetas por el abono comprado en los cuarteles, está obligado a explotar. Explotado yo, exploto a mi vez, sería probablemente su respuesta. La instalación le ha costado treinta mil pesetas, de las cuales más de la mitad son seguramente tributo a los varones holgazanes de la industria. En resumen, su instalación no representa más de tres mil jornadas de trabajo, probablemente mucho menos.

Veamos sus cosechas: diez mil kilos de zanahorias, diez mil kilos de cebollas, rábanos, y otras menudencias, seis mil coles, tres mil coliflores, cinco mil canastas de tomates, cinco mil docenas de frutas escogidas, ciento cincuenta y cuatro mil ensaladas; un total de ciento veinticinco mil kilos de hortalizas y frutas en una superficie de ciento diez metros de longitud por cien metros de anchura, lo cual da más de ciento diez toneladas de verdura por hectárea.

Un hombre no come más de trescientos kilos de legumbres y frutas por año, y la hectárea de un hortelano da las suficientes para servir bien la mesa de trescientos cincuenta adultos. De modo que veinticuatro personas ocupadas todo el año en cultivar una hectárea de tierra, trabajando cinco horas diarias, producirían hortalizas y frutas suficientes para trescientos cincuenta adultos, lo cual equivale a quinientos individuos de todas edades.

Cultivando como M. Ponce -y hay quien le ha excedido en resultados- trescientos cincuenta individuos que dedicasen cada uno poco más de cien horas por año, tendrian verduras y frutas para quinientas personas.

Esa producción no es excepcional. Bajo los muros de París la consiguen cinco mil hortelanos en una superficie de novecientas hectáreas; sólo que se ven reducidos al estado de bestias de carga para pagar una renta media de dos mil pesetas por hectárea.

Pero estos datos, ¿no prueban que siete mil hectáreas (de las doscientas diez que nos quedan disponibles) bastarían para dar todas las hortalizas necesarias y una buena provisión de fruta a los tres millones y medio de habitantes de ambos departamentos?

La cantidad de trabajo para producirlas sería de cincuenta millones de jornadas de cinco horas (o sea cincuenta dias al año para los adultos varones solos), tomando por tipo el trabajo de los hortelanos. Pronto veremos reducirse esta cantidad, si se recurre a los procedimientos usuales en Jersey y en Guemesey.

IV

Los hortelanos se ven obligados a reducirse al estado de máquinas y a renunciar a todos los goces de la vida, para obtener sus cosechas fabulosas. Pero han prestado un inmenso servicio a la humanidad, enseñándonos que el suelo se hace.

Lo hacen ellos, con las capas de estiércol que han servido ya para dar el calor necesario a las plantas jóvenes y a primicias o tempranas. Hacen el suelo en tan grandes cantidades, que cada año se ven obligados a revenderlo en parte.

Sin eso subiría el nivel de sus huertas dos a tres centímetros al año. Lo hacen tan bien, que en los contratos recientes (Barral nos lo dice en el artículo Hortelanos, del Diccionario de Agricultura) el hortelano estipula que se llevará consigo su suelo cuando abandone la parcela que cultiva. El suelo llevado en carros, con los muebles y los bastidores: he aquí la respuesta que los cultivadores prácticos han dado a los desvaríos de un Ricardo, que representaba la renta como un medio de compensar las ventajas naturales del suelo. El suelo vale lo que valga el hombre, tal es la divisa de los jardineros y hortelanos.

Y sin embargo, los huertanos parisienses y ruaneses se fatigan triple que sus colegas de Guernesey y de Inglaterra para obtener idénticos resultados. Aplicando la industria a la agricultura, hacen el clima además del suelo. En efecto, todo el cultivo hortícola se funda en estos dos principios:

Primero. Sembrar debajo de bastidores, criar las plantas jóvenes en un suelo rico, en un espacio limitado, donde se las pueda cuidar bien y replantarlas más tarde cuando hayan desarrollado bien las barbillas de sus raíces. En una palabra, hacer como con los animales: cuidarlas desde su más tierna edad.

Y segundo. Para madurar temprano las cosechas, calentar el suelo y el aire, cubriendo las plantas con bastidores o con campanas de vidrio, y produciendo en el suelo gran calor con la fermentación del estiércol.

Replantamiento y temperatura más alta que la del aire: he aquí la esencia del cultivo hortícola, una vez que se haya hecho artificialmente el suelo.

Ya hemos visto que la primera de estas dos condiciones se ha puesto en práctica y sólo requiere algunos perfeccionamientos de detalle. Y para realizar la segunda se trata de calentar el aire y la tierra, sustituyendo el estiércol por agua caliente que circule en tuberías de fundición, ya en el suelo debajo de los bastidores, ya en el interior de los invernaderos.

Y esto es lo que se ha hecho. El hortelano parisiense pide al termosifón el calor que antes pedía al estiércol. Y el jardinero inglés edifica estufas.

En otros tiempos, la estufa era un lujo de rico. Se reservaba para las plantas exóticas y de adorno. Pero hoy se vulgariza. Hectáreas enteras están cubiertas de vidrio en las islas de Jersey y de Guarnesey, sin contar los millares de estufas pequeñas que se ven en Guemesey en cada granja, en cada jardín. En los alrededores de Londres comienzan a acristalarse campos enteros, y en los suburbios se instalan cada año millares de estufas pequeñas.

Se hacen de todas clases, desde el invernáculo de paredes de granito hasta el modesto abrigo de tablas de pino y techo de vidrio, que, a pesar de todas las sanguijuelas capitalistas, sólo cuesta de cuatro a cinco pesetas el metro cuadrado. Se calienta o no (basta el abrigo, si no se trata de producir tempraneces), y allí se crían, no uvas ni flores tropicales, sino patatas, zanahorias, guisantes o judías tiernas.

Así se emancipa del clima, dispensándose del laborioso trabajo de hacer camas; ya no se compran montones de estiércol, cuyo precio sube en proporción de la creciente demanda. Y se suprime en parte el trabajo humano: siete u ocho hombres bastan para cultivar la hectárea acristalada, y obtener los mismos resultados que en casa de M. Ponce. En Jersey, siete hombres que trabajan menos de sesenta horas por semana, obtienen, en espacios infinitesimales, cosechas que en otros tiempos exigían hectáreas de terreno. Por ejemplo: treinta y cuatro peones y un jardinero, cultivando cuatro hectáreas bajo vidrio (pongamos en su lugar setenta hombres que trabajen cinco horas diarias), obtiene cada año veinticinco mil kilos de uvas vendimiadas desde 1° de mayo, ochenta mil kilos de tomates, treinta mil kilos de patatas en abril, seis mil kilos de guisantes y dos mil kilos de judías verdes en mayo, o sea ciento cuarenta y tres mil kilos de frutas y fortalizas, sin contar una cosecha muy grande en ciertas estufas, ni un inmenso invernadero de adorno, ni las cosechas de toda clase de pequeños cultivos al aire libre entre las estufas.

¡Ciento cuarenta y tres toneladas de frutas y hortalizas tempranas con que alimentar bien todo el año a mil quinientas personas! Y eso no requiere más que veintiun mil jornadas de trabajo, o sea doscientas diez horas de trabajo por año para medio millar de adultos.

Añádase la extracción de unas mil toneladas de carbón que se queman anualmente en esas estufas para calentar cuatro hectáreas, y siendo la extracción media en Inglaterra de tres toneladas por jornada de diez horas y por obrero, lo que suma un trabajo suplementario de siete a ocho horas anuales para cada uno de los antedichos quinientos adultos.

Ya hemos dicho la tendencia de hacer del invernadero estufa una simple huerta bajo vidrio. Y cuando se aplica a este uso con abrigos de vidrio sencillisimos y calentados ligeramente durante tres meses, se obtienen cosechas fabulosas de hortalizas; por ejemplo, cuatrocientos cincuenta hectolitros de patatas por hectárea, como primera cosecha a fin de abril. Tras lo cual, corregido el suelo, se obtienen nuevas cosechas desde mayo a fin de octubre, con una temperatura casi tropical, debida nada más que al abrigo del vidrio.

Hoy, para obtener cuatrocientos cincuenta hectolitros de patatas, se requiere labrar cada año una superficie de veinte hectáreas o más, plantar y más tarde recalzar las plantas, arrancar la mala hierba con azadón, y así sucesivamente. Con el abrigo vidriado, empléase, tal vez al principio, media jornada de trabajo por metro cuadrado, y hecho esto, se economiza la mitad o tres cuartas partes del trabajo en lo futuro.

V

Según lo había previsto L. de Lavergne hace treinta años, la tendencia de la agricultura moderna es reducir todo lo posible el espacio cultivado. crear el suelo y el clima, concentrar el trabajo y reunir todas las condiciones necesarias para la vida de las plantas, todo lo cual permite obtener más productos con menos trabajo y mayor seguridad.

Después de haber estudiado los abrigos más sencillos de vidrio en Guernesey, afirmamos que se gasta mucho menos trabajo para obtener bajo cristalerías patatas en abril que el necesario para cosechar al aire libre, tres meses más tarde, cavando, una superficie cinco veces mayor, regándola y escardando la mala hierba, etc. Es como con las herramientas o las máquinas, que economizan mucho más el costo previo de ellas.

En el norte de Inglaterra, en la frontera de Escocia, donde el carbón tan sólo cuesta cuatro pesetas la tonelada en la misma boca de la mina, hace más de treinta años que se dedican al cultivo de la vid en invernadero. Al principio esas uvas, maduras en enero, se vendían por el culivador a razón de veinticinco pesetas la libra, y se revendían a cincuenta para la mesa de Napoleón III. Hoy, el mismo productor no las vende más que a tres pesetas la libra; nos lo dice él mismo en un artículo reciente de un periódico de horticultura. Y es que, competidores suyos, envian toneladas y toneladas de uvas a Londres y a París. Gracias a la baratura del carbón y a un cultivo inteligente, la uva crece en invierno en el Norte y viaja hacia el Mediodía, en sentido opuesto a los productos ordinarios. En mayo, las uvas inglesas y de Jersey se venden por los jardineros a dos pesetas la libra, y aún este precio se sostiene, como el de cincuenta pesetas hace treinta años, por lo escaso de la competencia. En octubre, las uvas cultivadas en las cercan1as de Londres -siempre bajo vidrio, pero con un poco de caldeo artificial- se venden al mismo precio que las uvas compradas por libras en los viñedos de Suiza o del Rin, es decir, por unas cuantas piezas de cinco céntimos. Y aún hay en éstos dos tercios de carestía, a consecuencia de lo excesivo de la renta del suelo, de los gastos de instalación y de calefacción, sobre los cuales el jardinero paga un tributo formidable al industrial y al intermediario. Explicado esto, puede afirmarse que no cuesta casi nada al tener en otoño uvas deliciosas en la latitud y en el clima brumoso de Londres. En uno de sus arrabales, por ejemplo, un mal abrigo de vidrio y de yeso, apoyado contra nuestra casita, y de tres metros de longitud por dos de anchura, nos da en octubre, desde hace tres años, cerca de cincuenta libras de uvas de un sabor exquisito. La cosecha proviene de una cepa plantada hace seis años. Y el abrigo es tan malo, que lo cala la lluvia. Por la noche, la temperatura es la misma dentro que fuera. Es evidente que no se calienta, pues equivaldría a querer calentar la calle. Los cuidados que requiere son: podar la vid media hora al año y echar un capazo de estiércol al pie de la cepa, plantada en arcilla roja fuera del abrigo.

Por otra parte, si se valoran los cuidados que se dan al viñedo en las orillas del Rin o del Leman, las planicies construidas piedra por piedra en las pendientes de los ribazos, el transporte del estiércol y a veces hasta de la tierra a alturas de doscientos a trescientos pies, se llega a la conclusión de que el trabajo necesario para cultivar la vid es más considerable en Suiza o en las márgenes del Rin que bajo vidrio en las afueras de Londres.

Esto parece paradójico de momento, pues por lo general sé cree que la viña crece por sí sola en el mediodía de Europa y que el trabajo del viñador no cuesta nada. Pero los jardineros y los horticultores, lejos de desmentirnos, confirman nuestros asertos. El cultivo más ventajoso en Inglatera es el cultivo de las viñas, dice un periodista práctico, el redactor del Journal d'Horticulture, ingles. Y ya se sabe que los precios tienen su elocuencia.

Traduciendo estos datos al lenguaje comunista, podemos afirmar que el hombre o la mujer que dediquen de su tiempo de sobra una veintena de horas por año para cuidar dos o tres cepas bajo vidrio en cualquier clima de Europa, cosecharán tanta uva como puedan comer su familia y amigos. Y esto se aplica no sólo a la vid, sino a todos los frutales.

Bastaría que un grupo de trabajadores suspendiese durante algunos meses la producción de cierto número de objetos de lujo, para transformar cien hectáreas de llanura de Gennevilliers en una serie de huertos, cada uno con su dependencia de estufas de vidrio para los semilleros y plantas jóvenes, y que cubriera otras cincuenta hectáreas de invernáculos económicos para obtener frutas, dejando los detalles de organización a jardineros y hortelanos expertos.

Esas ciento cincuenta hectáreas reclamarían cada año unos tres millones seiscientas mil horas de trabajo. Cien jardineros competentes podrían dedicar cinco horas diarias a este trabajo, y el resto lo puede hacer cualquiera que sepa manejar una azada, el rastrillo, la bomba de regar o vigilar un horno. Ese trabajo daría todo lo necesario y lo de lujo en materia de frutas y hortalizas para setenta y cinco mil o cien mil personas. Admitid que entre ellas hay treinta y seis mil adultos deseosos de trabajar en la huerta. Cada uno sólo tendría que dedicarse cien horas al año, y no seguidas. Estas horas de trabajo serían más bien de recreo, entre amigos con los hijos, en soberbios jardines, más hermosos probablemente que los pensiles de la legendaria Semíramis.

VI

Cada vez que hablamos de la revolución, el trabajador grave, que ha visto niños faltos de alimento, frunce las cejas y nos repite obstinado: ¿Y el pan? ¿No faltará si todo el mundo come hasta hartarse? ¿Y qué haremos si los terratenientes, ignorantes y empujados por la reacción, producen el hambre en la ciudad, como lo hicieron las bandas negras en 1793?

¡Que lo intenten los propietarios rurales! Entonces, las grandes ciudades se pasarán sin los campos.

¿En qué se emplearán esos centenares de miles de trabajadores que se asfixian hoy en los pequeños talleres y en las manufacturas el día en que recobren la libertad? ¿Continuarán después de la revolución encerrados en las fábricas igual que antes? ¿Seguirán haciendo chucherías de lujo para la exportación, cuando quizá vean agotarse el trigo, escasear la carne, desaparecer las hortalizas sin reemplazarse?

¡Claro que no! ¡Saldrán de la ciudad e irán a los campos! Con ayuda de la máquina, que permitirá a los más débiles de nosotros tomar parte en el trabajo, llevarán la revolución al cultivo de un pasado esclavo, como la llevarán a las instituciones y a las ideas.

Aquí se cubrirán de vidrio centenares de hectáreas, y la mujer y el hombre de manos delicadas cuidarán de las plantas jóvenes. Allí se labrarán otros centenares de hectáreas con el arado de vapor de vertedera honda, se mejorarán con abonos, o se enriquecerán con un suelo artificial obtenido pulverizando rocas. Alegres legiones de labradores de ocasión cubrirán de mieses esas hectáreas, guiados en su trabajo por los que conocen la agricultura y por el ingenio grande y práctico de un pueblo que se despierta de largo sueño y al que alumbra y guía ese faro luminoso que se llama la felicidad de todos.

Y en dos o tres meses, las cosechas tempranas vendrán a aliviar las necesidades más apremiantes y proveer a la alimentación de un pueblo que, al cabo de tantos siglos de espera, podrá por fin saciar el hambre.

Mientras tanto el genio popular, que se subleva y conoce sus necesidades, trabajará en experimentar los nuevos medios de cultivo que se presienten ya en el horizonte. Se experimentará con la luz -ese agente desconocido del motivo que hace madurar la cebada en cuarenta y cinco días bajo la latitud de Yakustk- concentrada o artificial, y la luz rivalizará con el calor para acelerar el crecimiento de las plantas. Un Monchot del porvenir inventará la máquina que ha de guiar a los rayos del sol y hacerlos trabajar, sin que sea preciso descender a las profundidades de la tierra en busca del calor solar almacenado en la hulla. Se experimentará regar la tierra con cultivos de microorganismos -idea tan racional y nacida ayer-, y que permitirá dar al suelo las pequeñas células vivas tan necesarias para las plantas, ya para alimentar a las raicillas, ya para descomponer y hacer asimilables las partes constitutivas del suelo.

Se experimentará ... Pero no; no vayamos más lejos, porque entraríamos en el dominio de la novela. Quedémonos dentro de la realidad de los datos comprobados. Con los procedimientos de cultivo ya en uso, aplicados en grande y victoriosos en la lucha contra la competencia mercantil, podemos obtener la comodidad y el lujo a cambio de un trabajo agradable. El próximo porvenir mostrará lo que hay de práctico en las futuras conquistas que hacen entrever los recientes descubrimientos científicos.

Limitémonos ahora a inaugurar la nueva senda, que consiste en el estudio de las necesidades y de los medios para satisfacerlas.

Lo único que a la revolución puede faltarle es el atrevimiento de la iniciativa. Embrutecidos por nuestras instituciones en nuestras escuelas, esclavizados al pasado en la edad madura, y hasta la tumba, no nos atrevemos a pensar. ¿Se trata de una idea? Antes de formar opinión, iremos a consultar libracos de hace cien años para saber qué pensaban los antiguos maestros. Si a la revolución no le faltan audacia en el pensar e iniciativa para actuar no serán los víveres los que le falten.

De todas las grandes jornadas de la gran revolución, la más hermosa y grande, que quedará grabada para siempre en los espíritus, fue la de los federados que desde todas partes acudieron y trabajaron en el terreno del Campo de Marte para preparar la fiesta. Aquel día Francia fue una; animada por el nuevo espíritu, entrevió el porvenir que se abría ante ella con el trabajo en común de la tierra. Y con el trabajo en común de la tierra recobrarán su unidad las sociedades redimidas y se borrarán los odios, las opresiones que las habían dividido.

Pudiendo en adelante concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del porvenir con todo el vigor de la juventud.

Cesando de producir para compradores desconocidos, y buscando en su mismo seno necesidades y gustos que satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el bienestar a cada uno de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el trabajo libremente elegido y libremente realizado y el goce de poder vivir en hacerlo a expensas de la vida de otros. Inspirados en nueva audacia, sostenida por el sentimiento de la solidaridad, caminarán todos juntos a la conquista de los elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística.

Una sociedad así inspirada, no tendrá que temer disensiones interiores ni enemigos exteriores. A las coaliciones del pasado contrapondrá su amor al nuevo orden, iniciativa audaz de cada uno y de todos, llegando a ser hercúlea su fuerza con el despertar de su genio.

Ante esa fuerza irresistible, los reyes conjurados nada podrán. Tendrán que inclinarse ante ella, uncirse al carro de la humanidad, rodando hacia los nuevos horizones que ha entreabierto la revolución social.
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