Indice de La conquista del pan de Pedro Kropotkin | Capítulo tercero. El comunismo anarquista | Capítulo quinto. Los víveres | Biblioteca Virtual Antorcha |
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La conquista del pan CAPÍTULO CUARTO I Cuéntase que en 1848, al verse amenazado Rothschild en su fortuna por la revolución, inventó la siguiente farsa: Admitamos que mi fortuna se haya adquirido a costa de los demás. Dividida entre tantos millones de europeos, tocarían dos pesetas a cada persona. Pues bien; me comprometo a devolver a cada cual sus dos pesetas si me las pide. Dicho esto, y debidamente publicado, nuestro millonario se paseaba tranquilo por las calles de Francfort. Tres o cuatro transeúntes le pidieron sus dos pesetas, se las entregó con sardónica sonrisa, y quedó hecha la jugarreta. La familia del millonario aún está en posesión de sus tesoros. Poco más o menos así razonan las cabezas sólidas de la burguesía cuando nos dicen: ¡Ah, la expropiación! Comprendido. Quitan ustedes a todos los gabanes, los ponen en un montón, y cada cual se acerca a coger uno, salvo el zurrarse la badana por quién coge el mejor. Es un chiste de mal gusto. Lo que necesitamos no es poner en un montón los gabanes para distribuirlos después, y eso que los que tiritan de frío aun encontrarían en ello alguna ventaja. Tampoco tenemos que repartirnos las dos pesetas de Rothschild. Lo que necesitamos es organizamos de tal forma, que cada ser humano, al venir al mundo, pudiera estar seguro de aprender un trabajo productivo, en primer término acostumbrarse a él, y después poder ocuparse de ese trabajo sin pedir permiso al propietario y al patrono y sin pagar a los acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león sobre todo lo que produzca. En cuanto a las riquezas de todas clases, detentadas por los Rothschilds o los Vanderbilt, nos servirían para organizar mejor nuestra producción en común. El día en que el trabajador del campo pueda arar la tierra sin pagar la mitad de lo que produce; el día en que las máquinas necesarias para preparar el suelo para las grandes cosechas estén a la libre disposición de los cultivadores; el día en que el obrero del taller produzca para la comunidad y no para el monopolio, los trabajadores no irán ya harapientos, y no habrá más Rothschilds ni otros explotadores. Nadie tendrá ya necesidad de vender su fuerza de trabajo por un salario que sólo representa una parte del total de lo que produce. Sea -nos dirán. Pero de fuera os vendrán los Rothschilds. ¿Podréis impedir que un individuo que haya acumulado millones en China, vaya a establecerse entre vosotros, que se rodee de servidúres y trabajadores asalariados, que los explote y se enriquezca a costa de ellos? No podéis hacer la revolución en toda la tierra a la vez. ¡Vais a establecer aduanas en vuestras fronteras, para registrar a quienes lleguen y apoderarse del oro que traigan? ¡Habría que ver: policías anarquistas disparando contra los pasajeros! Pues bien; en el fondo de este razonamiento hay un burdo error, y es que nadie se ha preguntado nunca de donde provienen las fortunas de los ricos. Un poco de reflexión bastaría para demostrar que el origen de esas fortunas esta en la miseria de los pobres. Donde no haya miserables, no habrá ya ricos para explotarlos. Fijaos un poco en la Edad Media, en la que comienzan a surgir grandes fortunas. Un barón feudal se ha apoderado de un fértil valle. Pero mientras esa campiña no se pueble, nuestro barón no puede llamarse rico. ¿Qué va a hacer nuestro barón para enriquecerse? ¡Buscar colonos! Sin embargo, si cada agricultor tuviese un pedazo de tierra libre de cargas y además las herramientas y el ganado suficientes para la labor, ¿quién iría a roturar las tierras del barón? Cada cual se quedaría en las suyas. Pero hay poblaciones enteras de miserables. Unos han sido arruinados por las guerras, otros por las sequías, por la peste; no tienen bestias ni aperos. (El hierro era costoso en la Edad Media; más costosa todavía una bestia de labor). Todos los miserables buscan mejores condiciones. Un día ven en el camino, en la linde de las tierras de nuestro barón, un poste indicando con ciertos signos comprensibles que el labrador que se instale en esas tierras recibirá con el suelo instrumentos y materiales para edificar una choza y sembrar su campo, sin que en cierto número de años tenga que pagar ningún canon. Ese número de años se indica con otras tantas cruces en el poste frontero, y el campesino entiende lo que significan esas cruces. Entonces acuden a las tierras del barón los miserables; trazan caminos, desecan los pantanos, levantan aldeas. A los nueve años, el barón les impondrá un arrendamiento, cinco años más tarde les cobrará tributos, que duplicará después, y el labrador aceptará esas nuevas condiciones, porque en otra parte no las hallará mejores. Y poco a poco, con ayuda de la ley hecha por los letrados, la miseria del campesino se convierte en manantial de riqueza para el señor; y no sólo para el señor, sino para toda una nube de usureros que descarga sobre las aldeas, y que se multiplican tanto más cuanto mayor es el empobrecimiento del labriego. Así pasaba en la Edad Media. ¿Y no sucede hoy lo mismo? Si hubiese tierras libres que el campesino pudiese cultivar a su antojo, ¿iría a pagar mil pesetas por hectárea al señor vizconde que se digna cederle una parcela? ¿Iría a pagar un arrendamiento oneroso, que le quita el tercio de lo que produce? ¿Iría a hacerse colono, para entregar la mitad de la cosecha al propietario? Pero como nada tiene, acepta todas las condiciones con tal de poder vivir cultivando el suelo, y enriquece al señor. En pleno siglo XIX, como en la Edad Media, la pobreza del campesino es la riqueza para los propietarios de bienes raíces. II El amo del suelo se enriquece con la miseria de los labradores. Lo mismo sucede con el industrial. Contemplad un burgués, que de una manera u otra se encuentra poseedor de un tesoro de quinientas mil pesetas. Ciertamente, puede gastarse ese dinero a razón de cincuenta mil pesetas al año, poquísima cosa en el fondo, dado el lujo caprichoso e insensato que vemos en estos días. Pero entonces al cabo de diez años no le quedará nada. Así, pues, como hombre práctico, prefiere guardar intacta su fortuna y crearse además una bonita renta anual. Eso es muy sencillo en nuestra sociedad, precisamente porque en nuestras ciudades y pueblos hormiguean trabajadores que no tienen para vivir un mes, ni siquiera una quincena. Nuestro burgués funda una fábrica, los banqueros se apresuran a prestarle otras quinientas mil pesetas, sobre todo si tiene fama de ser hábil, y con su millón podrá hacer trabajar a quinientos obreros. Si en los contornos no hubiese más que hombres y mujeres cuya existencia estuviera garantizada, ¿quién iría a trabajar para nuestro burgués? Nadie consentiría en fabricarle, por un salario de dos o tres pesetas al día, objetos comerciales por valor de cinco a diez pesetas. Por desgracia, los barrios pobres de la ciudad y de los pueblos próximos están llenos de gente cuyos hijos lloran delante de la despensa vacía. Por eso, en cuanto se abre la fábrica acuden corriendo los trabajadores embaucados. No hacen falta más que cien y se presentan mil. Y en cuanto funciona la fábrica, el patrono se embolsa, limpio de polvo y paja, un millar de pesetas anuales por cada par de brazos que trabajan para él. Nuestro patrono obtiene así una bonita renta. Si ha elegido una rama industrial lucrativa, y si es listo, agrandará poco a poco su fábrica y aumentará sus rentas, duplicando el número de los hombres a quienes explota. Entonces llegará a ser un personaje en la comarca. Podrá pagar almuerzos a otros notables, a los concejales, al señor diputado. Podrá casar su fortuna con otra fortuna, y colocar más tarde ventajosamente a sus hijos y obtener luego alguna concesión del Estado. Se le pedirán suministros para el ejército o para la provincia, y continuará redondeando su tesoro hasta que una guerra, o el simple rumor de ella, o una jugada de bolsa le permitan dar un gran golpe de mano. Las nueve décimas partes de las colosales fortunas de los Estados Unidos (así lo ha relatado Henry George en sus Problemas sociales) se deben a una gran bribonada hecha con la complicidad del Estado. En Europa, los nueve décimos de las fortunas, en nuestras monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo origen. Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso: encontrar cierto número de hambrientos, pagarles tres pesetas y hacerles producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla en seguida por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado. No vale la pena hablar de las modernas fortunas atribuidas por los economistas al ahorro, pues el ahorro, por sí solo, no produce nada, en tanto que el dinero ahorrado no se emplea en explotar a los hambrientos. Supongamos un zapatero a quien se le retribuya bien su trabajo, que tenga buena parroquia y que, a fuerza de privaciones, llegue a ahorrar cerca de dos pesetas diarias, ¡cincuenta pesetas al mes! Supongamos que nuestro zapatero no esté nunca enfermo; que coma bien, a pesar de su afán por el ahorro; que no se case o que no tenga hijos; que no se muera de tisis; ¡admitamos cuanto queráis! Pues bien; a la edad de cincuenta años no habrá ahorrado ni quince mil pesetas, y no tendrá de qué vivir durante su vejez, cuando ya no pueda trabajar. Ciertamente no es así como se hacen las fortunas. Supongamos otro zapatero. En cuanto tenga ahorradas unas pesetas, las llevará con cuidado a la caja de ahorros, y ésta se las prestará al burgués que trata de montar una explotación de hombres descalzos. Luego tomará un aprendiz, el hijo de un miserable, que se tendrá por feliz si al cabo de cinco años aprende el oficio y consigue ganarse la vida. El aprendiz le producirá a nuestro zapatero y si éste tiene clientela, se apresurará a tomar otro, y más adelante un tercer aprendiz. Luego tendrá dos o tres oficiales, felices si cobran tres pesetas diarias por un trabajo que vale seis. Y si nuestro zapatero tiene suerte, es decir, si es bastante pillo, sus oficiales y aprendices le producirán una veintena de pesetas además de su propio trabajo. Podrá ensanchar su negocio, se enriquecerá poco a poco y no tendrá necesidad de privarse de lo estrictamente necesario. Dejará a su hijo una fortunita. He aquí lo que llaman hacer ahorros, tener hábitos de sobriedad. En el fondo, es lisa y llanamente explotar a los necesitados. El comercio parece una excepción de la regla. Fulano -se nos dirá- compra té en la China, lo importa a Francia y realiza un beneficio del 30 por 100 de su dinero. No ha explotado a nadie. Y, sin embargo, el caso es análogo. ¡Si nuestro hombre hubiese traído el té sobre sus espaldas, santo y muy bueno! Antaño, en los orígenes de la Edad Media, de esa manera precisamente se hacía el comercio. Por eso no se lograban jamás las pasmosas fortunas de nuestros días; apenas si el mercader de entonces podía guardar algunas monedas después de un viaje lleno de penalidades y peligros. Impulsábale a dedicarse al comercio menos el afán de lucro que la afición a los viajes y aventuras. Hoy el sistema es más sencillo. El comerciante que tiene capital no necesita moverse del escritorio para enriquecerse. Telegrafía a un comisionista la orden de comprar cien toneladas de té; fleta un buque, y a las pocas semanas tiene en su poder el cargamento. Ni siquiera corre el riesgo de la travesía, porque están asegurados su té y el buque. Y si ha gastado cien mil pesetas, recogerá ciento treinta mil, a menos que haya querido especular con alguna mercancía nueva, en cuyo caso se arriesga a duplicar su fortuna o a perderla por entero. Pero, ¿cómo ha podido encontrar hombres que se hayan resuelto a hacer la travesía, ir a China y volver, trabajar de firme, soportar fatigas y arriesgar su vida por un salario ruin? ¿Cómo ha podido encontrar en los docks cargadores y descargadores a quienes pagaba lo preciso nada más para no dejarlos morir de hambre mientras trabajaban? ¿Cómo? ¡Porque están en la miseria! Id a un puerto de mar, visitad los cafetuchos de los muelles, observad.a esos hombres que van a dejarse embaucar, pegándose a las puertas de los docks, que asaltan desde el alba, para ser admitidos a trabajar en los buques. Ved esos marineros, contentos de enrolarse para un viaje lejano, después de semanas y meses de espera; toda su vida la han pasado de buque en buque y subirán aún a otros, hasta que algún día desaparezcan entre las olas. Multiplicad los ejemplos, elegidlos donde os parezca, meditad sobre el origen de todas las fortunas grandes o pequeñas, procedan del comercio, de la banca, de la industria o del suelo. En todas partes comprobaréis que la riqueza de unos está formada por la miseria de otros. Una sociedad anarquista no tendría que temer al Rothschild desconocido que fuera a establecerse de pronto en su seno. Si cada miembro de la comunidad sabe que después de algunas horas de trabajo productivo tendrá derecho a todos los placeres que proporciona la civilización, a los profundos goces que la ciencia y el arte dan a quienes lo cultivan, no irá a vender su fuerza de trabajo por una mezquina pitanza; nadie se ofrecerá para enriquecer al susodicho Rothschild. Sus monedas de dos pesetas serán rodajas metálicas, útiles para diversos usos, pero incapaces de producir crías. La expropiación debe comprender todo cuanto permita apropiarse el trabajo ajeno. La fórmula es sencilla y fácil de comprender. No queremos despojar a nadie de su gabán, sino que deseamos devolver a los trabajadores todo lo que permite explotarlos, no importa a quién. Y haremos todos los esfuerzos para que, no faltándole a nadie nada, no haya ni un solo hombre que se vea obligado a vender sus brazos para existir él y sus hijos. He aquí cómo entendemos la expropiación y nuestro deber durante la revolución, cuya llegada esperamos, no para de aquí a doscientos años, sino en un futuro próximo. III La idea anarquista en general y la de la expropiación en particular, encuentran muchas más simpatías de lo que se cree entre los hombres independientes de carácter y aquellos para quienes la ociosidad no es el supremo ideal. Sin embargo -nos dicen con frecuencia nuestros amigos-, ¡guardaos de ir demasiado lejos! ¡Puesto que la humanidad no cambia en un día, no vayáis demasiado de prisa en vuestros proyectos de expropiación y de anarquía! Arriesgaríais no hacer nada duradero. Pues bien; lo que tememos en materia de expropiación es no ir demasiado lejos. Por el contrario, tememos que la expropiación se haga en una escala demasiado pequeña para ser duradera; que el arranque revolucionario se detenga a la mitad de su camino; que se gaste en medidas a medias que no podrían contentar a nadie, y que produciendo un derrumbamiento formidable en la sociedad y una suspensión de sus funciones, no fuesen, sin embargo, viables, sembrando el descontento general y trayendo fatalmente el triunfo de la reacción. En efecto, hay establecidas en nuestras sociedades relaciones que es materialmente imposible modificar si sólo en parte se toca a ellas. Los diversos rodajes de nuestra organización económica están engranados tan íntimamente entre sí, que no puede modificarse uno solo sin modificarlos en su conjunto; esto se advertirá en cuanto se quiera expropiar, sea lo que fuere. Supongamos que en una región cualquiera se haga una expropiación, limitada, por ejemplo, a los grandes señores territoriales, sin tocar a las fábricas (como no ha mucho pidió Henry George); que en tal o cual ciudad se expropien las casas, sin poner en común los víveres, o que en una región industrial se expropien las fábricas sin tocar a las grandes propiedades territoriales. El resultado será siempre el mismo: trastorno inmenso de la vida económica, sin medios de reorganizarla sobre bases nuevas. Paralización de la industria y del tráfico, sin volver a los principios de la justicia: imposibilidad de que la sociedad reconstituya un todo armónico. Si el agricultor se libra del gran propietario territorial sin que la industria se libre del capitalista, el industrial del comerciante y del banquero, no habrá hecho nada. El cultivador sufre hoy, no sólo por tener que pagar la renta al propietario del suelo, sino por el conjunto de las condiciones actuales; sufre el impuesto que le cobra el industrial, quien le hace pagar tres pesetas por una azada que sólo vale la cuarta parte en comparación con el trabajo del agricultor; contribuciones impuestas por el Estado, que no puede existir sin una formidable jerarquía de funcionarios; gastos de sostenimiento del ejército que mantiene el Estado, porque los industriales de todas las naciones están en perpetua lucha por los mercados, y cualquier día puede estallar la guerra a consecuencia de disputarse la explotación de tal o cual parte del Asia o del África. El agricultor sufre por la despoblación de los campos, cuya juventud se ve arrastrada hacia las fábricas de las grarides ciudades, ya con el cebo de salarios más altos pagados temporalmente por los productores de objetos de lujo, ya por los alicientes de una vida de más movimiento; sufre también por la protección artificial de la industria, la explotación comercial de los países limítrofes, la usura, la dificultad de mejorar el suelo y perfeccionar los aperos, etcétera. Lo mismo sucede con la industria. Entregad mañana las fábricas a los trabajadores, haced lo que se ha hecho con cierto número de campesinos, a quienes se les ha convertido en propietarios del suelo. Suprimid el patrono, pero dejadle la tierra al señor, el dinero al banquero, la bolsa al comerciante; conservad en la sociedad esa masa de ociosos que viven del trabajo del obrero, mantened los mil intermediarios, el Estado con su caterva de funcionarios, y la industria no marchará; No hallando compradores en la masa de los labriegos, que continúan pobres; no poseyendo las primeras materias y no pudiendo exportar sus productos, a causa en parte de la suspensión del comercio, y sobre todo por efecto de la centralización de las industrias, no podrá hacer más que vegetar, quedando abandonados los obreros en el arroyo. Expropiad a los señores de la tierra y devolved las fábricas a los trabajadores, pero sin tocar a esas nubes de intermediarios que especulan hoy con las harinas y los trigos, con la carne y con todos los comestibles en los grandes centros, al mismo tiempo que esparcen los productos de nuestras manufacturas; Pues bien; cuando se dificulte el tráfico y ya no circulen los productos, cuando falte pan en París y Lyon no encuentre compradores para sus sedas, la reacción será terrible, caminando sobre cadáveres, paseando las ametralladoras por ciudades y campos, celebrando orgías de ejecuciones y deportaciones, como hizo en 1815, en 1848 y en 1871. Todo se enlaza en nuestras sociedades, y es imposible reformar algo sin que el conjunto se quebrante. El día en que se hiera a la propiedad privada en cualquiera de sus formas, habrá que herirla en todas las demás. Lo impondrá el mismo triunfo de la revolución. Si una gran ciudad pone solamente mano en las casas o en las fábricas, la misma fuerza de las cosas la llevará a no reconocer a los banqueros derecho a cobrar del municipio cincuenta millones de impuesto, bajo la forma de intereses por empréstitos anteriores. Se verá obligada a ponerse en relación con los cultivadores, y forzosamente los impulsará a libertarse de los poseedores del suelo. Para poder comer y producir, tendrá que expropiar los caminos de hierro. Por último, para evitar el derroche de los víveres y no quedar a merced de los acaparadores de trigo, como el ayuntamiento de 1793, confiará a los mismos ciudadanos el cuidado de llenar sus almacenes de víveres y repartir los productos. Sin embargo, algunos socialistas han tratado de establecer una distinción, diciendo: Queremos que se expropien el suelo, el subsuelo, la fábrica, la manufactura; son instrumentos de producción, y justo es ver en ellos una propiedad pública, pero además de eso hay objetos de consumo, el alimento, el vestido, la habitación, que deben ser propiedad privada. El lecho, la habitación, la casa, son lugares de vagancia para el que nada produce. Pero para el trabajador, una pieza caldeada y clara es tan instrumento de producción como la máquina o la herramienta. Es el sitio donde restaura sus músculos y nervios, que se desgastarán mañana en el trabajo. El descanso del productor es necesario para que funcione la máquina. Esto es aún más evidente para el alimento. Los pretendidos economistas de que hablamos, nunca han dejado de decir que el carbón quemado por una máquina figura entre los objetos tan necesarios para la producción como las primeras materias. ¿Cómo puede excluirse de los objetos indispensables para el productor el alimento, sin el cual no podria hacer ningún esfuerzo la máquina humana? ¿Será tal vez un resto de metafísica religiosa? La comida abundante y regalona del rico es un consumo de lujo. Pero la comida del productor es uno de los objetos imprescindibles para la producción, con el mismo título que el carbón quemado por la máquina de vapor. Otro tanto sucede con el vestido, porque si los economistas que distinguen entre los objetos de producción y los de consumo vistiesen a estilo de los salvajes de Nueva Guinea, comprenderíamos tales reservas. Pero gentes que no podrían escribir una línea sin llevar camisa puesta, no están en su lugar al hacer una distinción tan grande entre su camisa y su pluma. La blusa y los zapatos, sin los cuales no podría ir un obrero a su trabajo; la chaqueta que se pone al concluir la jornada y la gorra con que se resguarda la cabeza, le son tan necesarios como el martillo y el yunque. Quiérase o no, así entiende el pueblo la revolución. En cuanto haya barrido los gobiernos, tratará, ante todo, de asegurarse un alojamiento sano, una alimentación suficiente y el vestido necesario, sin pagar gabelas. Y el pueblo tendrá razón. Su manera de actuar estará infinitamente más conforme con la ciencia que la de los economistas que hacen tantos distingos entre el instrumento de producción y los artículos de consumo. Comprenderá que precisamente por ahí debe comenzar la revolución, y echará los cimientos de la única ciencia económica que puede reclamar el título de ciencia, y que pudiera llamarse estudio de las necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas.
Pedro Kropotkin
La expropiación
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