Indice de La conquista del pan de Pedro Kropotkin | Capítulo cuarto. La expropiación | Capítulo sexto. El alojamiento | Biblioteca Virtual Antorcha |
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La conquista del pan CAPÍTULO QUINTO I Si la próxima revolución ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos. Fines nuevos requieren procedimientos nuevos. El pueblo se bate para derribar el antiguo régimen, y derrama su sangre preciosa. Después de romper la argolla, vuelve a la sombra. Un gobierno compuesto de hombres más o menos honrados se constituye y se encarga de organizar la república en 1793, el trabajo en 1848, el municipio libre en 1871. Imbuido ese gobierno en las ideas jacobinas, preocúpase de las cuestiones políticas ante todo: reorganización de la máquina del poder, purificación del personal administrativo, separación de lá Iglesia y el Estado, libertades cívicas, y así sucesivamente. Es verdad que los clubs obreros vigilan a los nuevos gobernantes. A menudo imponen sus ideas. Pero aun en esos clubs, sean burgueses o trabajadores los que peroran, siempre domina la idea burguesa. Se habla mucho de cuestiones políticas, pero se olvida la cuestión del pan. En cuanto estalla la revolución, inevitablemente para el trabajo, detiénese la circulación de los productos, se esconden los capitales. El patrono no tiene nada que temer en esas épocas; vive de sus rentas, si es que no especula con la miseria; pero el asalariado se ve reducido a vivir al día. Se anuncia la escasez. Aparece la miseria, una miseria como no se había visto con el antiguo régimen. Son los girondinos quienes nos matan de hambre, se decía por los arrabales en 1793. Y se guillotinaba a los girondinos, dando plenos poderes a la Montaña, al Ayuntamiento de París. El Ayuntamiento preocupábase, en efecto, del pan; desplegaba heroicos esfuerzos para alimentar a Paris. Fouché y Collot d'Herbois creaban pósitos en Lyon, pero se disponía de infima cantidad de grano para llenarlos. Las municipalidades luchaban para conseguir trigo. Se ahorcaba a los tahoneros acaparadores del grano, pero seguía faltando el pan. Entonces la emprendían con los realistas, guillotinando a doce, quince diarios, criadas y duquesas, sobre todo criadas, porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque guillotinasen a cien duques y vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría cambiado. La miseria iba en aumento. Puesto que era preciso siempre cobrar un salario para vivir, y el salario no aparecía, ¿qué hubieran podido hacer mil cadáveres más o menos? Entonces el pueblo comenzaba a cansarse. ¡Bien va vuestra revolución! -cuchicheaba el reaccionario al oído del trabajador-; ¡nunca habéis tenido tanta miseria! Y poco a poco se tranquilizaba el rico, salía de su escondite, se mofaba de los descalzos con su pomposo lujo, vestíase de currutaco y decía a los trabajadores: ¡Vamos, basta de necedades! ¿Qué habéis ganado con la revolución? ¡Ya es hora de acabar con ella! Y con el corazón oprimido, exhausto ya de paciencia, el revolucionario llegaba a decirse: ¡Otra vez perdida la revolución! Se volvía a su tugurio y dejaba hacer. Entonces la reacción se mostraba altiva, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le quedaba sino pisotear su cadáver. ¡Y pisoteábalo de firme! Se derramaban olas de sangre, el terror blanco segaba cabezas, poblaba las cárceles, y entretanto seguían su curso las orgías de la granujería elevada. He aquí la imagen de todas nuestras revoluciones. En 1848, el trabajador parisiense ponía tres meses de miseria al servicio de la República, y al cabo de los tres meses, no pudiendo ya más, hacía su postrer esfuerzo desesperado, esfuerzo ahogado por la matanza. Y en 1871 concluía la Comuna por falta de combatientes. No había olvidado decretar la separación de la Iglesia y del Estado; pero no pensó hasta harto tarde en asegurar a todos el pan. Y viose en París a los gomosos burlarse de los federados, diciéndoles: ¡Imbéciles, id a haceros matar por seis reales, mientras nosotros nos vamos de francachela al restaurante de moda! Comprendióse la falta en los últimos días. Se hizo la sopa comunal, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya dentro de las murallas! ¡Pan; la revolución necesita pan! ¡Ocúpense otros en lanzar circulares con frases rimbombantes! ¡Pónganse otros en los hombros tantos galones como puedan llevar encima! ¡Peroren otros acerca de las libertades políticas! Nuestra tarea consistirá en hacer de manera que en los primeros días de la revolución, y mientras dure ésta, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto a quien le falte el pan, ni una sola mujer obligada a formar cola delante de la tahona para recoger la bola de salvado que le quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil constitución. II Somos utopistas, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino. Es seguro que la próxima revolución estallará en medio de una formidable crisis industrial. Desde hace una docena de años nos encontramos en plena efervescencia, y la situación tiene que agravarse. Todo contribuye a ello: la concurrencia de las naciones jóvenes que entran en el palenque para conquistar los antiguos mercados, las guerras, los impuestos siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del mañana, las grandes empresas lejanas. En este momento falta el trabajo a millones de trabajadores en Europa. Peor será cuando haya estallado la revolución y se haya propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El número de obreros sin trabajo duplicará en cuanto se levanten barricadas en Europa y en los Estados Unidos. ¿Qué se va a hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres? Ya que se abrieron talleres en 1789 y en 1793; ya que se recurrió al mismo medio en 1848; ya que Napoleón III consiguió durante dieciocho años contener al proletariado parisiense dándole trabajos que valen hoy a París su deuda de dos millones de pesetas y su impuesto municipal de noventa pesetas por cabeza; ya que este excelente medio se empleaba en Roma y hasta en Egipto hace cuatro mil años; ya que déspotas, reyes y emperadores han arrojado siempre un pedazo de pan al pueblo para tener tiempo de recoger el látigo, es natural que las gentes prácticas preconicen ese método de perpetuar el salario. ¡A qué romperse la cabeza, cuando se dispone del método ensayado por los faraones de Egipto! Pero si la revolución tuviese la desgracia de seguir ese camino, estaba perdida. Cuando el 27 de febrero de 1848 se abrían los talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran más que ocho mil en París; quince días después, eran ya cuarenta y nueve mil; bien pronto iban a ser cien mil, sin contar los que acudían de provincias. Pero en aquella época, la industria y el comercio no ocupaban en Francia la mitad de los brazos que hoy. Y sabido es que en tiempo de revolución lo que más padece es el tráfico, es la industria. Basta pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa e indirectamente para la exportación, en el número de brazos empleados en las industrias de lujo que tienen por clientela la minoría burguesa. La revolución en Europa es la suspensión inmediata de la mitad de las fábricas y manufacturas; representa millones de trabajadores arrojados a la calle junto con sus familiás. Es evidente, como ya lo dijo Proudhon, que el ataque a la propiedad traerá la completa desorganización de todo el régimen basado en la empresa particular y en el salario. La sociedad misma se verá obligada a poner mano en el conjunto de la producción y reorganizarla según las necesidades del conjunto de la población. Pero como esta reorganización no es posible en un día ni en más, como exige cierto período de adaptación, durante el cual millones de hombres se verían privados de medios de existencia, ¿qué ha de hacerse? No hay más que una solución verdaderamente práctica, y es reconocer lo inmenso de la tarea que se impone, y en vez de echar un remiendo a una situación que se ha hecho imposible, proceder a reorganizar la producción según los nuevos principios. Será preciso que el pueblo tome inmediatamente posesión de todos los víveres que haya en los municipios insurrectos, inventariándolos y cuidando que, sin derrochar nada, aprovechen todos los recursos acumulados para atravesar el período de crisis, y durante ese tiempo entenderse con los obreros de las fábricas, ofreciéndoles las primeras materias que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador. No olvidemos que si Francia teje sederías para los banqueros alemanes, las emperatrices de Rusia y de las islas Sandwich, y que si París hace maravillas de juguetería para los ricos del mundo entero, dos tercios de los campesinos franceses carecen de lámparas para alumbrarse y de las herramientas mecánicas necesarias hoy en la agricultura. Y por último, hacer valer las tierras improductivas y mejorar las que no producen ni siquiera la cuarta ni aun la décima parte de lo que producirán cuando estén sometidas al cultivo intensivo de huerta y jardinería. III Un hombre o un grupo de hombres que poseen el capital necesario montan una empresa industrial; se encargan de abastecer la manufactura o la fábrica de primeras materias, de organizar la producción, de vender los productos, de pagar a los obreros un salario fijo, y por último, se embolsan el exceso de valor o los beneficios, con el pretexto de indemnizarse del riesgo que han corrido, de las oscilaciones de precios que tiene la mercancía en el mercado. Por salvar este sistema, los actuales detentadores del capital estarían dispuestos a hacer ciertas concesiones, por ejemplo, repartir una parte de los beneficios con los trabajadores o establecer una escala de salarios que les obligue a elevarlos en cuanto suben las ganancias; en una palabra, consentirían ciertos sacrificios con tal que se les dejase el derecho de dirigir y administrar la industria y de recaudar los beneficios de ella. El colectivismo, según sabemos, introduce importantes modificaciones en ese régimen, pero sin dejar de mantener el salario. Sólo que sustituye el patrono por el Estado, es decir, con el gobierno representativo, nacional o comunal. Los representantes de la nación o del municipio, sus delegados o sus funcionarios son quienes se encargan de la gerencia de la industria, y al mismo tiempo se reservan el derecho de emplear en provecho de todos el exceso de valor de la producción. Además, se establece en este sistema una distinción muy sutil, pero llena de consecuencias, entre el trabajo del peón y del hombre que ha hecho un aprendizaje previo. El trabajo del peón no es a los ojos del colectivista más que un trabajo simple, al paso que el artesano, el ingeniero, el sabio, etc., practican lo que Marx llama un trabajo compuesto y tienen derecho a un salario más alto. Pero peones e ingenieros, tejedores y sabios, son asalariados del Estado; todos funcionarios, decían últimamente para dorar la píldora. Pues bien; el mayor servicio que la próxima revolución podrá prestar a la humanidad será el de crear una situación en la cual se haga imposible e inaplicable todo sistema de salario, y donde se imponga, como única solución aceptable, el comunismo, negación del sistema del salario. Aun admitiendo que sea posible la modificación colectivista si se hace por grados durante un período próspero y tranquilo, eso será imposible en período revolucionario, porque al día siguiente de tomar las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones de seres. Puede hacerse una revolución política sin que se trastorne la industria; pero una revolución en la cual el pueblo ponga la mano en la propiedad producirá inevitablemente una súbita paralización del comercio y de la producción. Los millones del Estado no bastarían para asalariar a los millones de hombres faltos de trabajo. No nos cansaremos de insistir en ese punto: la reorganización de la industria sobre nuevas bases no se hará en unos cuantos días, y el proletario no podrá poner años de miseria al servicio de los teóricos del salario. Para atravesar el período de las dificultades, reclamará lo que siempre ha reclamado en tales ocurrencias: la comunidad de los víveres, el racionamiento. Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se le fusilará. Para que el colectivismo pueda establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy pronto que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor medio de disgustarlo con la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aun a los colectivistas. Ya verán más tarde el medio de aplastar a éstos a su vez. No olvidemos cómo triunfó la reacción del siglo pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a quienes llamaba Mignet los anarquistas. No tardaron en seguirlos los dantonianos. Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les tocó el turno de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, dejó hacer a los reaccionarios. Si el orden queda restablecido, los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios. La revolución tendría que volver a empezar. Pero todo induce a creer que el empuje del pueblo será bastante fuerte, y que cuando se haga la revolución habrá ganado terreno la idea del comunismo anarquista. Y si el empuje es bastante fuerte, los asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear algunas tahonas, para ayunar mañana, el pueblo de las ciudades insurrectas ocupará los graneros de trigo, los mataderos, los almacenes de comestibles, en una palabra, todos los víveres. Ciudadanos de buena voluntad se dedicarán en el acto a inventariar lo que se encuentre en cada almacén y en cada granero. En veinticuatro horas el municipio insurrecto sabrá lo que París aún no sabe, a pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca supo durante el sitio: cuántas provisiones encierra. En dos veces veinticuatro horas se habrán impreso millones de ejemplares de cuadros exactos de todos los víveres, de los sitios donde están almacenados y de las formas de distribuirlos. En cada manzana de casas, en cada calle y en cada barrio, se organizarán voluntarios que sabrán entenderse y ponerse al corriente de sus trabajos. Que no vengan a interponerse las bayonetas jacobinas; que los teóricos sedicentes científicos no vengan a embrollarlo todo, o más bien, que embrollen cuanto quieran con tal de que no tengan derecho a mangonear, y con ese admirable espíritu organizador espontáneo que tiene el pueblo en tan alto grado, en todas esas capas sociales, y que tan raras veces le permiten ejercitar, surgirá aun en plena efervescencia revolucionaria un inmenso servicio libremente constituido para suministrar a cada uno los víveres indispensables. Que el pueblo tenga libres las manos, y en ocho días el servicio de los víveres se hará con una regularidad admirable. Se necesita no haber visto jamás al pueblo laborioso manos a la obra; se necesita haber tenido toda la vida las narices entre los papelotes para dudar de ello. ¡Hablad del espíritu organizador de ese gran desconocido, el pueblo, a los que lo han visto en París en las jornadas de las barricadas, o en Londres cuando la última gran huelga, que tenia que alimentar a medio millón de hambrientos, y os dirán cuán superior es a los oficinistas! Aunque hubiera que sufrir durante quince días o un mes cierto desorden parcial y relativo, poco importa. Siempre será para las masas mejor que lo que hoy existe. Además, en tiempos de revolución se come chorizo y pan sin murmurar, riéndose, o más bien discutiendo. IV Por la misma fuerza de las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse de todos los víveres, procediendo de lo simple a lo compuesto, para satisfacer las necesidades de todos los habitantes. Pero, ¿con qué bases podría organizarse el disfrute de los víveres en común? No hay dos maneras diferentes de hacerlo con equidad, sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es realmente práctica: el sistema adoptado ya por los municipios agrarios en Europa. Fijaos en no importa qué municipio rural. Si posee un monte, mientras no falte leña menuda, cada cual tiene derecho a coger cuanta quiera, sin más reparo que la opinión pública de sus convecinos. En cuanto a la leña gruesa, como toda es poca, se recurre al racionamiento. Lo mismo sucede con las dehesas boyales. Mientras hay de sobra para todo el municipio, nadie mira lo que han pastado las vacas de cada vecino, ni el número de vacas que van a los pastos. Sólo se recurre al reparto o al racionamiento cuando los prados son insuficientes. Toda la Suiza y muchos municipios de Francia y de Alemania donde hay prados municipales practican ese sistema. Y si vais a los países de la Europa oriental, donde se encuentra en abundancia la leña gruesa o no falta suelo, veréis a los aldeanos cortar los árboles en los montes con arreglo a sus necesidades, cultivar tanto terreno como les hace falta, sin pensar en racionar la leña gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin embargo, se racionará la leña gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada vecino en cuanto falten una y otro, como ya sucede en Rusia. En una palabra, sin tasa lo que abunde; a ración lo que haga falta medir y repartir. De trescientos cincuenta millones de hombres que viven en Europa, doscientos millones siguen aún estas prácticas enteramente naturales. El mismo sistema prevalece también en las grandes ciudades, por lo menos para un objeto de consumo que se encuentra allí en abundancia: el agua a domicilio. Mientras bastan las bombas para abasteter a las casas sin temor a que falte el agua, a ninguna compañía se le ocurre la idea de reglamentar el empleo que se haga del agua en cada casa. ¡Que tomen la que quieran! Y si se teme que falte el agua en París durante los grandes calores, las compañías saben muy bien que basta una simple advertencia de cuatro líneas puesta en los periódicos, para que los parisienses reduzcan su consumo de agua y no la derrochen demasiado. Pero si decididamente llegase a faltar el agua, ¿qué sería?
Se recurriría al racionamiento. Y esta medida es tan natural, está tan en la mente de todos, que vemos a París en 1871 reclamar en dos ocasiones e1 racionamiento de los víveres durante los dos sitios que sostuvo. ¿Hay que entrar en detalles y establecer cuadros acerca del modo cómo podria funcionar el racionamiento, probar que sería infinitamente más justo que lo que hoy existe? Con esos cuadros, esos detalles, no llegaríamos a convencer a los burgueses, que consideran al pueblo como una aglomeración de salvajes que se romperían las narices en cuanto no funcionase el gobierno. Pero es preciso no haber visto nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo minuto de que si fuese dueño de hacer el racionamiento no lo haría con arreglo a los más puros principios de justicia y de equidad. Id a decir en una reunión popular que las perdices deben reservarse para los delicados holgazanes de la aristocracia y el pan negro para los enfermos de los hospitales, y os silbarán. Pero decid en esa misma reunión, predicad por todas las esquinas que el alimento más delicado debe reservarse para los débiles, y en primer lugar para los enfermos. Decid que si hubiese en París nada más que diez perdices y una sola caja de botellas de Málaga, debían enviarse a los dormitorios de los convalecientes; decid eso ... Decid que el niño viene en seguida del enfermo. ¡Para él la leche de las vacas y de las cabras, si no hay bastante para todos! Para el niño y el viejo el último bocado de carne, y para el hombre robusto el pan a secas, caso de verse reducidos a tal extremo. Decid que si de una sustancia alimenticia no hay suficientes cantidades y hay que racionarla, se reservarán las últimas raciones a quien más las necesite; decid esto, y veréis si no lográis el asentimiento unánime. Los teóricos pedirán que se introduzca en seguida la cocina nacional y la sopa de lentejas. Invocarán las ventajas de economizar combustible y víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el mundo acudiese a tomar su ración de caldo, de pan y de verdura. No negamos esas ventajas. Sabemos muy bien las economías de trabajo y combustible realizadas por la humanidad renunciando al molino a brazo y luego al horno en que antaño cocía cada uno su pan. Comprendemos que sería más económico hacer caldo para cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornillos distintos. También sabemos que hay mil maneras de preparar las patatas, pero que éstas no serían peores porque se cociesen en una sola marmita para cien familias a la vez. Comprendemos que consistiendo la variedad de la cocina sobre todo en el carácter individual del sazonamiento por cada mujer de su casa, la cocción en común de un quintal de patatas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos que con caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien gustos personales. Sabemos todo esto, y sin embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a la mujer de su casa a tomar cocidas ya las patatas en el depósito municipal, si prefiere cocerlas ella en su marmita, en su hogar. Y sobre todo, queremos que cada uno pueda consumir su alimento como le plazca, en el seno de la amistad, o en el restaurante si lo prefiere. Ciertamente que surgirán grandes cocinas en vez de los restaurantes donde hoy se envenena a la gente. La parisiense está acostumbrada ya a comprar caldo en la carnicería para hacer una sopa a su gusto; y el ama de casa en Londres sabe que puede hacer asar la carne y hasta el ave con patatas en la tahona por pocos cuartos, economizando así tiempo y carbón. Y cuando la cocina común no sea un lugar de fraude, falsificación y envenenamiento, vendrá la costumbre de dirigirse a ese horno para tener preparadas las partes fundamentales de la comida, salvo darles el último toque cada cual a su gusto. Pero hacer de ello una ley, imponerse el deber de adquirir ya cocido el alimento, sería tan repulsivo para el hombre del siglo XIX como las ideas de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros pervertidos por el mando militar o deformados por una educación religiosa. ¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Esta será de seguro la primera cuestión que se plantee. Mientras los trabajos no estén organizados, mientras dure el período de efervescencia y sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos, sin excepción alguna. Los que se hayan resistido arma al brazo a la victoria popular o conspirado contra ella se apresuran por sí mismos a librar de su presencia al territorio insurrecto. Pero nos parece que el pueblo, siempre enemigo de represalias y magnánimo, partirá el pan con todos los que se hayan quedado en su seno, sean expropiadores o expropiados. Inspirándose en esta idea, la revolución no perderá nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera encontrarse juntos en el mismo taller. - Pero al cabo de un mes faltarán los víveres -nos gritan ya los críticos. - ¡Mejor que mejor! -contestamos. Eso probará que por primer vez en su vida el proletario habrá comido para satisfacer el hambre. En cuanto a los medios de reemplazar lo que se haya consumido, ésa es precisamente la cuestión que vamos a desarrollar. V ¿Por qué medios podria proveer a su alimentación una ciudad en plena revolución social? Es evidente que los procedimientos a que se recurra dependerán del carácter de la revolución en las provincias, así como en las naciones vecinas. Si toda la nación, y mejor aún, Europa entera, pudiese hacer de una sola vez la revolución social y lanzarse en pleno comunismo, se obraría en consonancia. Pero si sólo algunos municipios en Europa ensayan el comunismo, habrá que elegir otros procedimientos. Es muy de desear que toda Europa se levante a la vez, que en todas partes se expropie e inspiren en los principios comunistas. Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la tarea de nuestro siglo. Pero todo induce a suponer que no sucederá así. No dudamos de que la revolución abarque toda Europa. Si una de las cuatro grandes capitales del continente, París, Viena, Bruselas o Berlín, se levanta y derriba a su gobierno, es casi seguro que las otras tres harán otro tanto con pocas semanas de diferencia. También es probable que en las penínsulas ibérica e itálica, y hasta en Londres y Petersburgo, no se hará esperar la revolución. Pero ¿será en todas partes igual el carácter que adquiera? Séanos permitido el dudarlo. Más que probable será que en todas partes se realicen actos de expropiación en mayor o menor escala, y esos actos, practicados por una de las grandes naciones europeas, ejercerán su influjo en todas las demás. Pero los comienzos de la revolución ofrecerán grandes diferencias locales y su desarrollo no será siempre idéntico en los diversos países. En 1789-1793, los labriegos franceses emplearon cuatro años en abolir definitivamente los derechos feudales, y los burgueses en derribar la monarquía. No lo olvidemos, y esperemos ver a la revolución emplear cierto tiempo en desenvolverse, y no caminar al mismo paso en todas partes. También es dudoso, sobre todo al principio, que tome un carácer francamente socialista en todas las naciones europeas. Recordemos que Alemania aún está en pleno imperio autoritario y que sus partidos más avanzados sueñan con la república jacobina de 1848 y la organización del trabajo de Luis Blanc, al paso que el pueblo francés quiere por lo menos el municipio libre, si no es el municipio comunista. Todo induce a creer que Alemania irá más lejos que Francia en la próxima revolución. Al hacer Francia su revolución burguesa del siglo XVIII, fue más lejos que la Inglaterra del siglo XVII; al mismo tiempo que el poder real, abolió el poder de la aristocracia señorial, que aún es una fuerza poderosa entre los ingleses. Pero si Alemania va más lejos y lo hace mejor que la Francia en 1848, ciertamente la idea que inspire los comienzos de su revolución será la de 1848, como la idea que inspirará la revolución en Rusia será la de 1789, modificada hasta cierto punto por el movimiento intelectual de nuestro siglo. La revolución tomará un carácter diferente en las diversas naciones de Europa; no será igual el nivel alcanzado con respecto a la socialización de los productos. ¿Se deduce de aquí que las naciones más avanzadas hayan de medir su paso por el de las naciones retrasadas y esperar a que la revolución comunista haya madurado en todas las naciones civilizadas? ¡Evidentemente que no! Y aunque así se quisiera, iba a ser imposible: la historia no espera a los retrasados. Por otra parte, no creemos que en un mismo país se haga la revolución con el conjunto que sueñan algunos socialistas. Es muy probable que si una de las cinco o seis grandes ciudades de Francia, París, Lyon, Marsella, Lille, Saint-Etienne, Burdeos, proclama la Comuna, las otras seguirán su ejemplo y varias ciudades populosas harán otro tanto. Probablemente también varias cuencas mineras y ciertos centros industriales no tardarán en licenciar a sus patronos y constituirse en agrupaciones libres. Pero muchos pueblos rurales no han llegado aún a esto; junto a los municipios insurrectos permanecerán a la expectativa y continuarán viviendo bajo el régimen individualista. No viendo al alguacil ni al cobrador ir a reclamar los impuestos, los campesinos no serán hostiles a los insurrectos; aprovechándose de la situación, aguardarán para ajustarles las cuentas a los explotadores locales. Pero con ese espíritu práctico que caracterizó siempre a los levantamientos agrarios (recordemos la apasionada labor de 1792), se afanarán por cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto que quedará libre de impuestos y de hipotecas. En cuanto al exterior, por todas partes habrá revolución, pero con variados aspectos: acá unitaria, allá federalista, en todas partes más o menos socialista, pero sin uniformidad. VI Pero volvamos a nuestra ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su abastecimiento. ¿Dónde encontrar los víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el comunismo? Tal es el problema que se plantea. Elijamos una gran ciudad francesa, por ejemplo, la capital. París consume cada año millones de quintales de cereales, 350.000 bueyes y vacas, 200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de 2.000.000 de carneros, sin contar otros animales. Además, París necesita unos 8.000.000 kilos de manteca, 172.000.000 de huevos y todo lo demás en las mismas proporciones. Las harinas y los cereales llegan de los Estados Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las Indias. El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de Rumania y Rusia. En cuanto a los demás comestibles, no hay país en el mundo que no contribuya. Veamos, ante todo, cómo se podría abastecer de víveres a París, o cualquiera otra gran ciudad, con los productos que se cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores sólo desean entregar al consumo. Para los autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificulad. Primero crearían un gobierno fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se recolecta en Francia, dividiría el país en cierto número de distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento y en tal cantidad se transportase a tal sitio, se entregase tal día en tal estación, lo recibiese tal funcionario, se almacenase en tal almacén, y así sucesivamente. Semejante estado de cosas puede soñarse con la pluma en la mano, pero en la práctica es materialmente imposible; seria preciso no contar con el espíritu de independencia de la humanidad. Eso seria la insurrección general: tres o cuatro Vendées en lugar de una, la guerra de las aldeas contra las ciudades. Francia entera insurreccionada contra la ciudad que osase implantar este régimen. En 1793 el campo sitió por hambre a las grandes ciudades y mató la revolución. Sin embargo, está probado que la producción de cereales en Francia no había disminuido en 1792-1793; hasta todo induce a creer que había aumentado. Pero después de tomar posesión de gran parte de las tierras señoriales y de haber cosechado en esas tierras, los burgueses campesinos no quisieron vender su trigo por asignados. Lo guardaron, esperando el alza de los precios o el pago en monedas de oro. Y ni las medidas más rigurosas de los convencionales para obligar a los acaparadores a vender el trigo, ni las ejecuciones de pena capital, pudieron nada contra esa huelga. Sin embargo, sabido es que a los comisarios de la Convención no se les daba una orden de guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo de ahorcarlos de un farol, y sin embargo, el trigo permanecía en los almacenes y el pueblo de las ciudades pasaba hambre. Pero, ¿que les ofrecían a los cultivadores de los campos en cambio de sus rudas labores? ¡Asignados! Unos papeluchos cuyo valor bajaba de día en día; unos billetes que marcaban quinientas libras en caracteres impresos, pero sin
ningún valor real. Con un billete de mil libras no había para comprar un par de botas; y se comprende que el labriego no se conformara de ninguna manera con trocar un año de
trabajo por un pedazo de papel que no le permitía comprarse una blusa. Lo que debe ofrecerse al campesino no es papel, sino la mercancía que necesita inmediatamente: la máquina de que ahora se priva con pena; el vestido que le resguarda de la intemperie; la lámpara y el petróleo que reemplacen su cabo de vela; la pala, la azada, el arado, en fin, todo de lo que hoy carece el labriego, no porque no comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de privaciones y de labor extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él a causa de su precio. Dedíquese la ciudad a producir esas cosas que le faltan al campesino, en lugar de hacer futilidades para adornos de las burguesas. Que las máquinas de coser de París hagan vestidos de trabajo y domingueros para los labriegos, en vez de equipos de novia; que la fábrica construya máquinas agrícolas, palas y arados, en vez de esperar que los ingleses nos los muden a cambio de nuestro vino. Envíe la ciudad a las aldeas, no comisarios con fajas rojas o multicolores para hacer saber al labrador el decreto de que entregue sus provisiones a tal sitio, sino que los haga visitar por amigos, por hermanos, para decirles: Traednos vuestros productos, y coged en nuestros almacenes todas las cosas manufacturadas que os plazcan. Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales -por vez primera en el curso de la historia- verá hermanos y no explotadores. Quizá se nos diga que esto exige una transformación completa de la industria. Ciertamente que sí, en ciertas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo que suministren a los aldeanos ropas, relojes, muebles, aperos y sencillas máquinas, que la ciudad le hace pagar tan caros en estos momentos. Tejedores, sastres, zapateros, quincalleros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad ninguna en abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es preciso penetrarse bien de la necesidad de esta transformación; que ésta se considere como un acto de justicia y de progreso, que no se deje llevar por ese engaño, tan caro a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar posesión del exceso de valores, y que la producción y el comercio pueden permanecer siendo lo que son en nuestros días. A nuestro parecer, ahí está todo: en ofrecer al cultivador, a cambio de sus productos, no papeles mojados (sea lo que quiera lo que lleven inserto), sino los mismos objetos de consumo necesarios para el cultivador. Si así se hace, afluirán los víveres a las ciudades. Si no se hace así, tendremos en las ciudades el hambre con todas sus consecuencias. VII Todas las grandes ciudades compran el trigo, la harina y la carne, no sólo en las provincias, sino también en el extranjero. De ahí envían a París las especias, el pescado y los comestibles de lujo, amén de considerables cantidades de trigo y de carne. Pero en tiempo de revolución no habrá que contar para nada (o lo menos posible) con el extranjero. Si el trigo ruso, el arroz italiano o indio y los vinos de España y de Hungría afluyen hoy a los mercados de la Europa occidental, no es porque los países expedidores posean con exceso o porque broten por sí mismos esos productos. En Rusia el campesino trabaja hasta dieciséis horas diarias y ayuna de tres a seis meses al año, con el fin de exportar el trigo con que paga al señor y al Estado. Hoy se presenta la policía en las aldeas rusas en cuanto está entrojada la mies, y vende la última vaca, la última caballería del agricultor, por atrasos de contribuciones y de rentas a los señores, cuando el labrador no se presta a malvender el trigo a los exportadores. Tanto, que sólo guarda el trigo para nueve meses y enajena el resto con el fin de que no le vendan la vaca por quince pesetas. Para vivir hasta la nueva cosecha próxima, tres meses si el año es bueno o seis cuando ha sido malo, mezcla corteza de álamo blanco a su harina, mientras en Londres saborean los bizcochos hechos con su trigo. Pero en cuanto venga la revolución, el labrador se guardará el pan para él y para sus hijos. Lo mismo harán los aldeanos italianos y húngaros; también esperamos que el indostánico aprovechará estos buenos ejemplos, así como los trabajadores de los Bonanzafarms en América, a menos le que estos dominios no estén ya desorganizados por la crisis. Así, pues, no habrá que contar con las importaciones de trigo y maíz procedentes del exterior. Estando cimentada toda nuestra civilización burguesa en la explotación de las razas inferiores y de los países atrazados en la industria, el primer beneficio de la revolución será amenazar esta civilización, permitiendo emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese inmenso beneficio se manifestará por una disminución cierta y considerable de las entradas de víveres que afluyen hacia las grandes ciudades de Occidente. Respecto al interior, es más difícil prever la marcha de los negocios. Por una parte, el cultivador se aprovechará seguramente de la revolución para enderezar su espalda encorvada sobre el suelo. En vez de las catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá razón para no trabajar sino la mitad, lo que supondrá un descenso en la producción de los principales víveres: el trigo y la carne. Pero, por otra parte, habrá aumento de producción en cuanto el cultivador ya no se vea obligado a trabajar para mantener gandules. Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha máquinas más perfectas. Jamás hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando el campesino hubo recobrado de los señores la tierra que desde tanto tiempo apetecía, dice Michelet hablando de la gran revolución. Dentro de poco será accesible a cada agricultor el cultivo intensivo, cuando se ponga al alcance de la comunidad la maquinaria perfeccionada y los abonos químicos. Pero todo induce a creer que en un principio podrá disminuir la producción agrícola en Francia y fuera de ella. Es preciso que las grandes ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que venir a parar a lo que la biología llamaría la integración de las funciones. Después de haber dividido el trabajo, es preciso integrar: tal es la marcha seguida por toda la naturaleza. Tierra no falta. Alrededor de las grandes ciudades existen los parques y jardines de los señores, millones de hectáreas que sólo esperan el trabajo inteligente del cultivador para rodear, por ejemplo, a París de llanuras mucho más fértiles y productivas que las estepas cubiertas de mantillo, pero desecadas por el sol del sur de Rusia. ¡Brazos! ¿A qué queréis que se dediquen los dos millones de parisienses del uno y del otro sexo cuando ya no tengan que revestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos rornanos y a las señoras de la banca de Berlin? Disponiendo de toda la maquinaria del siglo, de la inteligencia y del conocimiento técnico del trabajador, hecho al uso de la herramienta perfeccionada, teniendo a su servicio los inventores, los químicos y los botánicos, los profesores del Jardín de Plantas, los hortelanos de Gennevillers, así como los instrumentos necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por último, el espíritu organizador del pueblo de París, su buen humor, su arranque, la agricultura del municipio anarquista de París será muy diferente que la de los cavadores de Ardennes. Pronto se echaría mano del vapor, de la electricidad, del calor solar y de la fuerza del viento. La cavadora y la despedregadora de vapor harían con rapidez lo más duro del trabajo de preparación, y la tierra, ablandada y enriquecida, no esperaría más que los cuidados inteligentes del hombre, y sobre todo de la mujer, para cubrirse de plantas bien cuidadas, que se renovarían tres o cuatro veces al año. Aprendiendo la horticultura con los hombres del oficio, ensayando en parcelas reservadas los diversos medios de cultivo; rivalizando unos con otros para perseguir las mejores cosechas; hallando en el ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos excesivos, las fuerzas que tan a menudo faltan en las grandes ciudades, hombres, mujeres y niños estarían satisfechos de aplicarse a las labores del campo, que cesarán de ser un trabajo de presidiario y se convertirán en un placer, en una fiesta, en una primavera del ser humano. ¡No hay tierras estériles! ¡La tierra vale lo que valga el hombre! He aquí la última palabra de la agricultura moderna. La tierra da lo que le piden; sólo se trata de pedir con inteligencia. Un territorio -aunque sea tan pequeño como los dos departamentos del Sena y del Sena y Oise, y tenga que alimentar a una gran ciudad como París- bastaría prácticamente para llenar los vados que en torno suyo pudiera hacer la revolución. La combinación de la agricultura con la industria, el hombre agricultor e industrial al mismo tiempo: a esto nos conducirá necesariamente el municipio comunista, si se lanza con valentía por el camino de la expropiación.
Pedro Kropotkin
Los víveres
Indice de La conquista del pan de Pedro Kropotkin Capítulo cuarto. La expropiación Capítulo sexto. El alojamiento Biblioteca Virtual Antorcha