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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XIV

DE LA ORGANIZACIÓN DE LA FUERZA ARMADA EN UN ESTADO CONSTITUCIONAL

Existe en todos los países, y sobre todo en los grandes Estados modernos, UNa fuerza que no es un poder constitucional, pero que lo es, y terrible, de hecho: la fuerza armada.

Al tratar la difícil cuestión de su organización nos detienen, ante todo, mil recuerdos gloriosos que nos rodean y deslumbran, mil sentimientos de gratitud que nos arrastran y subyugan. Ciertamente, al recordar la desconfianza que han mostrado todos los legisladores contra el poder militar, al poner de relieve que el estado presente de Europa se añade a los peligros que han existido en todo tiempo, al hacer ver cuán difícil es que los ejércitos, cualesquiera que sean sus elementos primitivos, no adquieran involuntariamente un espíritu distinto al del pueblo, no queremos ofender a quienes tan gloriosamente han defendido la independencia nacional, a quienes, por tantas hazañas inmortales, han fundado la libertad francesa. Cuando los enemigos osan atacar a un pueblo en su territorio, los ciudadanos se convierten en soldados para rechazarlos. Ellos, los mejores de los ciudadanos, los que han defendido nuestras fronteras contra el extranjero que las ha profanado, son los que han hecho morder el polvo a los reyes que nos han provocado. Esa gloria que han adquirido la van a coronar aún con una nueva gloria. Una agresión más injusta que la que castigaron hace veinte años les exige nuevos sacrificios y nuevos triunfos.

Pero las circunstancias extraordinarias no tienen relación alguna con la organización habitual de la fuerza armada, y precisamente de lo que vamos a hablar aquí es de una situación regular y estable.

Empecemos por rechazar los planes quiméricos de disolución de todo ejército permanente que nos han ofrecido varias veces en sus escritos soñadores filántropos. Aún cuando tales proyectos fueran viables, no serían realizados. Pero no escribimos para elaborar vanas teorías, sino para establecer, si ello es posible, algunas verdades prácticas. Establecemos, pues, como premisa inicial que la situación del mundo moderno, las relaciones recíprocas de los pueblos, la naturaleza actual de las cosas, hacen necesario que todos los gobiernos y todas las naciones cuenten con tropas pagadas y constantemente en pie de guerra.

Por no haber planteado así la cuestión el autor del Espíritu de las leyes (XI, 6), Montesquieu, no la resuelve. Dice primero que el ejército debe ser popular y estar animado por el espíritu del pueblo, y para darle ese espíritu propone que los que se empleen en el ejército tengan bastantes bienes para responder de su conducta y se alisten sólo por un año, dos condiciones imposibles de cumplir entre nosotros. En el caso de que exista un cuerpo de tropas permanente, propone que el poder legislativo pueda disolverlo a su antojo. Cabe preguntar: Ese cuerpo de tropas, investido de toda la fuerza material del Estado, ¿se plegará sin protesta ante una autoridad moral? Montesquieu expresa muy bien lo que debería ser, pero no toma en cuenta las exigencias de la realidad.

Si la libertad se mantiene hace cien años en Inglaterra, ello es debido a que no se necesita ninguna fuerza militar en el interior; esta circunstancia, que es propia de una isla, hace inaplicable el ejemplo al Continente. La Asamblea constituyente se debatió contra esta dificultad casi insoluble. Consideró que entregar al rey la disposición de doscientos mil hombres que habían jurado la obediencia y que se hallaban sometidos a jefes nombrados por él suponía poner en peligro toda Constitución. En consecuencia, relajó de tal modo los lazos de la disciplina que un ejército fonnado según esos principios hubiera sido, más que una fuerza militar, un conglomerado anárquico. Nuestros primeros reveses, la imposibilidad de que los franceses sean vencidos durante mucho tiempo, la necesidad de sostener una lucha inaudita en los días de descanso que marca nuestra historia, han reparado los errores de la Asamblea constituyente, pero la fuerza armada se ha vuelto más temible que nunca.

Un ejército de ciudadanos sólo es posible cuando se trata de una nación encerrada dentro de estrechos límites. Los soldados de una nación de este tipo pueden ser obedientes y, sin embargo, razonar su obediencia. Situados en el seno de su país natal, en sus hogares, entre gobernantes y gobernados conocidos, su inteligencia les da razón de su sumisión; pero un vasto imperio hace absolutamente quimérica esta hipótesis. Un vasto imperio necesita una tal subordinación en sus soldados, que éstos se convierten en agentes pasivos y autómatas. El soldado desplazado es incapaz, al perder contacto con la realidad anterior, de razonar serenamente. Cuando un ejército, cualquiera que sea su composición, se halla en presencia de desconocidos, se convierte puramente en una fuerza que puede, indiferentemente, servir o destruir. Si se envía a los Pirineos al habitante del Jura, al del Var a los Vosgos, tales hombres, sometidos a una disciplina que los aísla de los naturales del país, sólo obedecerán a sus jefes, no conocerán más que a ellos. Ciudadanos en el lugar de su nacimiento, serán soldados en cualquier otro sitio.

En consecuencia, emplearlos en el interior de un país es exponer a éste a todos los inconvenientes con que una gran fuerza militar amenaza la libertad, siendo esto lo que ha perdido a tantos pueblos libres.

Sus gobiernos han aplicado al mantenimiento del orden interior principios que sólo convienen a la defensa exterior. Al devolver a su patria soldados vencedores, a los que, con razón, fuera de su territorio les habían ordenado la obediencia pasiva, han continuado imponiéndoles tal obediencia contra sus conciudadanos. Sin embargo, la cuestión era totalmente diferente. ¿Por qué los soldados que luchan contra un ejército enemigo están dispensados de todo razonamiento? Basta el color de las banderas de ese ejército para probar su hostilidad y dicha prueba suple a todo examen. Mas, cuando se trata de ciudadanos, esa evidencia no existe; la ausencia del razonamiento en este caso tiene un carácter totalmente distinto. Hay ciertas armas cuyo uso prohibe el derecho de las personas, aún para naciones en guerra, lo que esas armas prohibidas son entre los pueblos, debe serlo la fuerza militar entre gobernantes y gobernados; un instrumento que puede sojuzgar a toda una nación es demasiado peligroso para ser empleado contra los delitos individuales.

La fuerza armada tiene tres objetivos diferentes:

El primero es rechazar a los extranjeros. ¿No es natural situar a las tropas destinadas a cumplir dicha misión lo más cerca posible de los extranjeros, es decir, en las fronteras? No tenemos ninguna necesidad de defensa contra el enemigo donde el enemigo no existe.

El segundo objetivo de la fuerza armada es reprimir los delitos privados cometidos en el interior. La fuerza destinada a reprimir esos delitos debe ser absolutamente diferente del ejército de línea. Los americanos lo han comprendido. No vemos ni un sólo soldado en su vasto territorio para el mantenimiento del orden público; todo ciudadano debe asistencia al magistrado en el ejercicio de sus funciones, pero esta obligación tiene el inconveniente de imponer a los ciudadanos deberes odiosos. En nuestras ciudades, con nuestras variadas relaciones, la actividad de nuestra vida, nuestros asuntos, ocupaciones y placeres, la ejecución de una ley semejante sería vejatoria o, más bien, imposible; habría que detener cada día a cien ciudadanos por no haber prestado su concurso a la detención de uno solo; es preciso, pues, que hombres a sueldo se encarguen voluntariamente de esas tristes funciones. Constituye, sin duda, una desgracia crear una clase de hombres destinada exclusivamente a la persecución de sus semejantes; pero es un mal menor que el de humillar el espíritu de todos los miembros de la sociedad forzándolos a prestar su ayuda a medidas cuya justicia no pueden apreciar.

Existen, pues, dos clases de fuerza armada. Una se compondrá de soldados propiamente dichos, estacionados en las fronteras, cuya misión es garantizar la defensa exterior; estará distribuida en diferentes cuerpos, sometida a jefes independientes entre sí y situada de modo que puedan reunirse bajo uno solo, en caso de ataque. La otra parte de la fuerza armada estará destinada al mantenimiento de la policía. Esta segunda clase de fuerza armada no ofrecerá los peligros de un gran establecimiento militar; estará diseminada por todo el territorio, porque no podría reunirse en un punto sin dejar impunes en todos los demás lugares a los criminales. Esta tropa sabrá cuál es su destino. Acostumbrada a perseguir más que a combatir, a vigilar más que a conquistar, sin haber conocido nunca la embriaguez de la victoria, el nombre de sus jefes no la llevará nunca allá más de sus deberes y todas las autoridades del Estado serán sagradas para ella.

El tercer objetivo de la fuerza armada es reprimir las alteraciones del orden, las sediciones. La tropa destinada a reprimir los delitos ordinarios no basta. Mas ¿para qué recurrir al ejército de línea? ¿No tenemos la guardia nacional, formada por ciudadanos? Me merecería muy mala opinión la moralidad y la felicidad de un pueblo si esa guardia nacional se mostrase favorable a los rebeldes o no se prestase a reducirlos a la obediencia legítima.

Es necesario observar que el motivo que hace indispensable una fuerza especial contra los delitos privados no subsiste cuando se trata de delitos públicos. Lo desagradable en la represión del crimen no es el ataque, el combate, el peligro, sino el espionaje, la persecución, la necesidad de ser diez contra uno, de detener, de prender, aunque se trate de culpables, a personas inermes. Pero contra los desórdenes más graves, rebeliones, tumultos, los ciudadanos afectos a la Constitución de su país, y todos lo serán, ya que ella garantiza sus propiedades y su libertad, se apresuran a ofrecer su ayuda.

¿Se dirá que la disminución que se opere en la fuerza militar como resultado de situarla únicamente en las fronteras animaría a los pueblos vecinos a atacarnos? Tal disminución, que no hay que exagerar, supondría siempre la existencia de un núcleo en cuyo derredor los guardias nacionales, ya ejercitados, se concentrarían para hacer frente a una agresión; si existen instituciones libres, no hay que dudar de su celo. Los ciudadanos no se muestran reacios a defender su patria cuando la tienen; cooperan en el mantenimiento de su independencia exterior cuando gozan de libertad en su interior.

Tales son, a mi juicio, los principios que deben presidir la organización de la fuerza armada en un Estado constitucional. Recibamos a nuestros defensores con gratitud, con entusiasmo; pero que dejen de ser soldados para nosotros, que sean nuestros iguales y nuestros hermanos; todo espíritu militar, toda teoría de subordinación pasiva, cuanto hace que los guerreros sean temibles para nuestros enemigos, debe ponerse en la frontera de todo Estado libre. Tales medios son necesarios frente a los extranjeros, contra los que estamos siempre, si no en guerra, al menos en actitud de desconfianza; pero los ciudadanos, incluso si son culpables, tienen derechos imprescriptibles que no poseen los extranjeros (1).


Notas

(1) Reflex sur les constitutions et les garanties, cap. VI.

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