Indice de Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu de Maurice JolyDiálogo vigésimo segundoDiálogo vigésimo cuartoBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogo en el infierno entre
Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

LIBRO CUARTO

DIÁLOGO VIGÉSIMO TERCERO


Maquiavelo

No respondo a ninguno de vuestros arrebatos oratorios. Los arranques de elocuencia nada tienen que hacer aquí. Decir a un soberano: ¿tendríais a bien descender de vuestro trono por la felicidad del pueblo? ¿No es esto una locura? O decirle si no: puesto que sois una emanación del sufragio popular, confiaos a sus fluctuaciones, permitid que se os discuta. ¿Os parece posible? ¿Acaso no es la ley primera de todo Estado constituido el defenderse, no sólo en su propio interés, sino en el interés del pueblo que gobierna? ¿No he realizado por ventura los mayores sacrificios que es posible hacer a los principios de igualdad de los tiempos modernos?

Un gobierno emanado del sufragio popular ¿no es, en definitiva, la expresión de la voluntad de la mayoría? Cuando este principio se ha adentrado en las costumbres ¿conocéis el medio de arrancarlo? Y si no es posible arrancarlo ¿conocéis algún medio de realizarlo en las grandes sociedades europeas, excepto por obra de un solo hombre? Sois severo en cuanto a los métodos de gobierno: indicadme otro medio de ejecución, y si no existe ningún otro más que el poder absoluto, decidme cómo depurar a ese poder de las imperfecciones a que su principio lo condena.

No, no soy un San Vicente de Paúl, porque lo que mis súbditos necesitan no es un alma evangélica sino un brazo fuerte; tampoco soy un Agesilas, ni un Graco, porque no vivo entre espartanos ni entre romanos; vivo en el seno de sociedades voluptuosas, donde el frenesí de los placeres va de la mano de las armas, los arrebatos de la fuerza con los sentidos, que rechazan toda autoridad divina, toda autoridad paterna, todo freno religioso. ¿Soy y por ventura quien ha creado el mundo en cuyo medio vivo? Si soy quien soy, es porque él es tal cual es. ¿Tendré acaso el poder de detener su decadencia? No, todo cuanto puedo hacer es prolongarle la vida porque, abandonado a sus propias fuerzas, se disolvería más rápidamente aún. Tomo a esta sociedad por sus vicios, porque sólo me presenta vicios; si tuviese virtudes, la tomaría por sus virtudes.

Empero, si principios austeros pueden insultar mi poderío, ¿puede acaso desconocer los servicios reales que presto, mi genio y hasta mi grandeza?

Soy el brazo, soy la espada de las revoluciones que el soplo precursor de la destrucción final dispersa. Reprimo las fuerzas insensatas que no tienen en el fondo otro móvil que la brutalidad de los instintos, que, bajo el velo de los principios, se abalanzan sobre el botín. Si disciplino estas fuerzas, si detengo, aunque sólo sea durante un siglo, su expansión en mi patria ¿no seré digno de ella? ¿No puedo siquiera aspirar al reconocimiento de los Estados europeos que vuelven hacia mí sus miradas, como hacia el Osiris que, por sí solo, tiene el poder de cautivar a esas muchedumbres temblorosas? Alzad entonces vuestros ojos e inclinaos ante aquel que lleva en su frente el signo fatal de la predestinación humana.

Montesquieu

Ángel exterminador, nieto de Tamerlán, reducid si queréis los pueblos al ilotismo; no podréis impedir que haya en alguna parte almas que os desafíen, y su desdén bastará para salvaguardar los derechos de la conciencia humana que la mano de Dios ha tomado imperceptibles.

Maquiavelo

Dios protege a los fuertes.

Montesquieu

Llegad de una vez, os encarezco, a los postreros anillos de la cadena que habéis fraguado. Apretadla bien, utilizad el yunque y el martillo, vos lo podéis todo. Dios os protege, es Él quien guía vuestra estrella.

Maquiavelo

No alcanzo a comprender la animación que ahora domina vuestro lenguaje. ¿Tan duro soy, entonces, que he adoptado como política última, no la violencia, sino la desaparición? Tranquilizaos, os traigo más de un consuelo inesperado. Dejadme tan solo que tome aún algunas precauciones que creo necesarias para mi seguridad; veréis que con las que me rodeo, un príncipe nada tiene que temer de los acontecimientos.

Por más que lo neguéis, hay en nuestros escritos más de una coincidencia y creo que un déspota que aspira a ser completo no debe dejar de leeros. Así, señaláis con toda razón en El espíritu de las leyes que un monarca absoluto debe poseer una guardia pretoriana numerosa (El espíritu de las leyes, libro x, cap. XV); es un excelente consejo. Lo seguiré. Mi guardia tendrá aproximadamente un tercio de los efectivos de mi ejército. Soy un enamorado de la conscripción, uno de los más brillantes inventos del genio francés, creo sin embargo que es preciso perfeccionar esta institución, tratando de retener bajo las armas el mayor número posible de los que han concluido el período de servicio. Podré lograrlo, creo, apropiándome resueltamente de esa forma de comercio que se practica en algunos Estados, como por ejemplo en Francia, el reclutamiento voluntario a sueldo. Suprimiré ese repugnante negocio y lo ejerceré yo mismo, honestamente, bajo la forma de un monopolio, creando una caja de detonación del ejército me servirá para llamar bajo bandera, por el atractivo del dinero, y a retener por el mismo medio a aquellos que quisieran dedicarse por entero al oficio de las armas.

Montesquieu

¡En vuestra propia patria aspiráis a formar soldados mercenarios!

Maquiavelo

Sí, eso dirá el odio de los partidos, cuando mi único móvil es el del bien del pueblo y del interés, por lo demás tan legítimo, de mi conservación que constituye el bien común de mis súbditos.

Pasemos a otros puntos. Lo que os asombrará es que vuelva al tema de las construcciones. Os advertí que tendríamos que volver a él. Ya veréis la idea que surge del vasto sistema de construcciones que he emprendido; con ello pongo en práctica una teoría económica que ha provocado muchos desastres en ciertos Estados europeos, la teoría de la organización permanente del trabajo para las clases obreras. Mi reinado les promete un salario por tiempo indeterminado; una vez muerto y, una vez abandonado mi sistema, no hay más trabajo; el pueblo se declara en huelga y se lanza al ataque de las clases ricas. Se está en pleno motín: perturbación industrial, aniquilamiento del crédito, insurrección en mi Estado, rebeliones a su alrededor; Europa arde. Aquí me detengo. Decidme si las clases privilegiadas que, como es natural, tiemblan por su fortuna, no harán causa común, la más solidaria de las causas, con las clases obreras para defenderme a mí o a mi dinastía; si, por otra parte, en el interés de la tranquilidad europea, no se aliarán a ellas las potencias de primer orden.

Como veis, la cuestión de las construcciones, al parecer insignificante, es en realidad una cuestión colosal. Y cuando la finalidad que se persigue es de semejante importancia, no se debe escatimar sacrificios. ¿Habéis notado que casi todas mis concepciones polítícas tienen también una faz financiera? Es lo que también me ocurre en este caso. Fundaré una caja de obras públicas a la que dotaré de varios centenares de millones, con cuya ayuda instaré a construir en toda la superficie de mi reino. Habéis adivinado mi intención: mantengo en pie la rebeldía obrera; es el segundo ejército que necesito para luchar contra las facciones. Mas es preciso impedir que esta masa de proletarios que tengo entre mis manos se vuelva contra mí el día que no tenga pan. Esta situación la prevengo gracias a las construcciones mismas, porque lo que mis combinaciones tienen de singular es que cada una de ellas proporciona al mismo tiempo sus corolarios. El obrero que construye para mí construye al mismo tiempo, contra sí mismo, los medios de defensa que necesito. Se expulsa él mismo, sin saberlo, de los grandes centros donde su presencia sería para mí motivo de inquietud; toma por siempre imposible el éxito de las revoluciones en las calles. El resultado de las grandes construcciones es, en efecto, reducir el espacio en que puede vivir el artesano, relegarlo a los suburbios; y muy pronto abandonarlos, pues la carestía de las subsistencias crece con la elevación de las tasas de los arrendamientos. Mi capital a duras penas será habitable, para los que viven del trabajo cotidiano, en la parte más cercana a sus muros. No es, pues, en los barrios vecinos a la sede de las autoridades donde se podrían organizar las insurrecciones. Habrá sin duda, en los alrededores de la capital, una inmensa población obrera, temible en los momentos de cólera; pero las construcciones que levantaré estarán todas ellas concebidas de acuerdo con un plan estratégico, es decir, que abrirán el paso a grandes carreteras por donde, de un extremo a otro, podrá circular el cañón. Las terminales de cada una de estas grandes carreteras estará en comunicación directa con una cantidad de cuarteles, especie de baluartes, repletos de armas, de soldados y de municiones. Para que mi sucesor claudicase ante una insurrección, tendría que ser un viejo imbécil o un niño, pues mediante una simple orden de su mano algunos granos de pólvora barrerían la revuelta hasta veinte leguas a la redonda de la capital. Mas la sangre que corre por mis venas es ardiente y mi raza tiene todos los signos característicos de la fuerza. ¿Me escucháis?

Montesquieu

Sí.

Maquiavelo

Bien comprendéis, empero, que no es mi intención tornar difícil la vida material de la población obrera de la capital; es indiscutible que aquí tropiezo con un escollo; sin embargo, la fecundidad de recursos que debe poseer mi gobierno me sugiere una idea; consistiría en edificar para la gente del pueblo vastas ciudades donde las viviendas se arrendarán a precios bajos, y donde las masas se encontrarán reunidas por cohortes como grandes familias.

Montesquieu

¡Ratoneras!

Maquiavelo

¡Oh!, el espíritu de difamación, el odio encarnizado de los partidos no dejará de denigrar mis instituciones. Dirán lo que vos decís. Poco me importa, y si el expediente fracasa, se encontrará otro.

No debo abandonar el capítulo de las construcciones sin mencionar un detalle muy insignificante en apariencia; mas ¿qué es insignificante en política? Es imprescindible que los innumerables edificios que construiré vayan marcados con mi nombre, que se encuentre en ellos atributos, bajorrelieves, grupos que rememoren un episodio de mi historia. Mis armas, mis iniciales, deben aparecer entrelazadas por doquier. Aquí, habrá ángeles sosteniendo mi corona, más allá, estatuas de la justicia y la sabiduría sosteniendo mis iniciales. Estos detalles son de extrema importancia, los considero fundamentales.

Gracias a estos símbolos, a estos emblemas, la persona del soberano está siempre presente; se vive con él, con su recuerdo, con su pensamiento. El sentimiento de la soberanía absoluta penetra en los espíritus más rebeldes, como la gota de agua que sin cesar cae de la roca orada al pedestal de granito. Por la misma razón quiero que mi estatua, mi busto, mis retratos se encuentren en todos los establecimientos públicos, sobre todo en la auditoría de los tribunales; que se me represente con el ropaje de la realeza o a caballo.

Montesquieu

Junto a la imagen del Cristo.

Maquiavelo

No, no a su lado, sin duda, sino enfrente; porque la potestad soberana es una imagen de la potestad divina. De este modo, mi imagen se asocia con la de la Providencia y la de la justicia.

Montesquieu

Es preciso que la justicia misma vista vuestra librea. No sois un cristiano, sois un emperador griego del Bajo Imperio.

Maquiavelo

Soy un emperador católico, apostólico y romano. Por las mismas razones que acabo de exponeros, quiero que se dé mi nombre, el nombre real, a todos los establecimientos públicos, sea cual fuere su naturaleza. Tribunal real, Corte real, Academia real, Cuerpo legislativo real, Senado real, Consejo de Estado real; en lo posible este mismo vocablo se aplicará a los funcionarios, a los regentes, al personal que rodea al gobierno. Teniente del rey, arzobispo del rey, comediante del rey, juez del rey, abogado del rey. En suma, la palabra real se asignará a lo que sea, hombres o cosas, constituirá un símbolo de poderío. Sólo el día de mi santo será una festividad nacional y no real. Agregaré aún que es preciso, en la medida de lo posible, que las calles, las plazas públicas, las encrucijadas lleven nombres que rememoren los hechos históricos de mi reinado. Si estas indicaciones se siguen al pie de la letra, sea uno un Calígula o un Nerón, tendrá la certeza de quedar grabado por siempre en la memoria de los pueblos y de transmitir su prestigio a la posteridad más remota. ¡Cuántas cosas me quedan aún por agregar! Debo ponerme límites.

Pues, ¿Quién podría decirlo todo sin un tedio mortal?

Heme aquí llegando a los medios de poca monta; lo lamento, porque estas cosas no son quizá dignas de vuestra atención; sin embargo, para mí son vitales.

Se dice que la burocracia es una plaga de los gobiernos monárquicos; y no lo creo así. Son millares de servidores sometidos naturalmente al orden de cosas existente. Poseo un ejército de soldados, un ejército de jueces, un ejército de obreros, necesito un ejército de empleados.

Montesquieu

Ya ni siquiera os tomáis la molestia de justificar nada.

Maquiavelo

¿Acaso tengo tiempo?

Montesquieu

No, continuad.

Maquiavelo

He comprobado que en los Estados que han sido monárquicos, y todos lo han sido por lo menos una vez, existe un verdadero frenesí por las condecoraciones. Tales cosas no le cuestan casi nada al príncipe, y puede, con la ayuda de algunas piezas de tela, de algunas chucherías de oro o de plata, hacer hombres felices, mejor aún, fieles. No faltaría más, en verdad, que no condecorase sin excepción a quienes me lo pidieran. Un hombre condecorado es un hombre entregado; haré que estas marcas de distinción sean un símbolo de adhesión para los súbditos adictos; a este precio contaré, con las once doceavas partes de los habitantes de mi reino. De este modo realizo, en lo que está a mi alcance, los instintos de igualdad de la nación. Observad bien esto: cuanto más una nación en general se atiene a la igualdad, más pasión sienten los individuos por las distinciones. Hay en esto un medio de acción del que sería inhábil prescindir. Lejos por lo tanto de renunciar a los títulos, como me lo habéis aconsejado, los multiplicaré a mi alrededor al mismo tiempo que las dignidades. Deseo en mi corte la etiqueta de Luis XIV, la jerarquía doméstica de Constantino, un formalismo diplomático severo, un ceremonial imponente; estos son medios de gobierno infalibles sobre el espíritu de las masas. A través de todo ello, el soberano aparece como un dios.

Me aseguran que en los Estados en apariencia más democráticos por sus ideas, la antigua nobleza monárquica no ha perdido casi nada de su prestigio. Me daría por chambelanes a los gentiles hombres del más rancio abolengo. Muchos nombres antiguos estarían sin duda apagados; en virtud de mi poder soberano, y los haría revivir con los títulos, y en mi corte se encontrarían los hombres más ilustres de la historia después de Carlomagno.

Es posible que estas concepciones os parezcan extravagantes; os aseguro, sin embargo, que harán más por la consolidación de mi dinastía que las leyes más sabias. El culto del príncipe es una especie de religión, y, como todas las religiones posibles, este culto impone contradicciones y misterios que están más allá de la razón. Cada uno de mis actos, por muy inexplicable que sea en apariencia, nace de un cálculo cuyo único objeto es mi bienestar y el de mi dinastía. Así, como lo digo, por lo demás, en el tratado El Príncipe, lo que es realmente difícil, es adquirir el poder; pero es fácil conservarlo porque para ello basta, en suma, suprimir lo que daña y establecer lo que protege. El rasgo esencial de mi política, como habéis podido comprobar, consiste en hacerme indispensable (tratado El Príncipe, capítulo IX); he destruido tantas fuerzas organizadas como ha sido preciso para que nada pudiese funcionar sin mí, para que los enemigos mismos del poder temieran derrocarlo.

Lo que ahora me queda por hacer no consiste en el desarrollo de los elementos morales que se encuentran en germen en mis instituciones. Mi reinado es un reinado de placeres; no me prohibiréis que alegre a mi pueblo por medio de juegos, de festejos; de esta manera suavizo las costumbres. Imposible disimular que este siglo no sea el siglo del dinero; las necesidades se han duplicado, el lujo arruina a las familias; en todas partes se aspira a los placeres materiales; sería preciso que un soberano no fuese de su época para no saber cómo utilizar para su provecho esta pasión universal del dinero y este frenesí sensual que hoy consume a los hombres. La miseria los oprime, los hostiga la lujuria; la ambición los devora: me pertenecen. No obstante, cuando hablo de esta manera, en el fondo es el interés de mi pueblo el que me guía. Sí, haré que el bien surja del mal; exploraré el materialismo en beneficio de la concordia y la civilización; extinguiré las pasiones políticas de los hombres apaciguando las ambiciones, la codicia y las necesidades. Pretendo tener por servidores de mi reinado a aquellos que, bajo los gobiernos anteriores, más alboroto habrán provocado en nombre de la libertad. Las virtudes más austeras son como las de la Gioconda; basta con duplicar siempre el precio de la rendición. Los que se resistirán al dinero, no se resistirán a los honores; los que se resistirán a los honores, no se resistirán al dinero. Y la opinión pública, viendo caer uno tras otro a los que creían más puros, se debilitará a tal punto que terminará por abdicar completamente. ¿De qué se podrán quejar? No seré riguroso con los que hayan tenido algo que ver con la política; no perseguiré más que esta pasión; hasta favoreceré secretamente las demás por las mil vías subterráneas de que dispone el poder absoluto.

Montesquieu

Después de haber destruido la conciencia política, deberíais emprender la destrucción de la conciencia moral; habéis matado a la sociedad, ahora matáis al hombre. Quiera Dios que vuestras palabras resuenen sobre la tierra; refutación más flagrante de vuestras propias doctrinas no habrá llegado jamás a oídos humanos.

Maquiavelo

Dejadme terminar.
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