Indice de Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu de Maurice Joly | Diálogo segundo | Diálogo cuarto. | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Diálogo en el infierno entre LIBRO PRIMERO DIÁLOGO TERCERO
Montesquieu Una muchedumbre compacta de sombras avanza hacia estas playas y muy pronto habrá invadido la región en que nos hallamos. Venid para este lado, de lo contrario no tardarán en separarnos.
Maquiavelo No me fue dado encontrar en vuestras últimas palabras la precisión que caracterizaba vuestro lenguaje al comienzo de nuestra conversación. A mi entender, habéis exagerado las consecuencias que se desprenden de los principios enunciados en El espíritu de las leyes.
Montesquieu Deliberadamente evité en esa obra desarrollar extensas teorías. Si la conocierais no sólo por lo que de ella os han hablado, advertiríais que de los principios allí sustentados fluyen sin esfuerzo las consideraciones particulares que ahora expongo. Por lo demás, no tengo empacho en confesar que el conocimiento adquirido de la época moderna ha modificado o completado alguna de mis ideas.
Maquiavelo ¿Creéis entonces seriamente que podréis demostrar la incompatibilidad del despotismo con el estado político de los pueblos europeos?
Montesquieu No he dicho de todos los pueblos; mas, si deseáis, puedo enumerar aquellos en que el desenvolvimiento de la ciencia política ha conducido a ese excelente resultado.
Maquiavelo ¿Cuáles son esos pueblos?
Montesquieu Inglaterra, Francia, Bélgica, parte de Italia, Prusia, Suiza, la Confederación germana, Holanda y la misma Austria, es decir casi toda esa parte de Europa donde otrora se extendía el mundo romano.
Maquiavelo Algo conozco de lo acontecido en Europa desde 1527 hasta la actualidad y os confieso que mi curiosidad es grande por saber de qué manera justificaréis vuestra proposición.
Montesquieu Pues bien escuchad y quizás os llegue a convencer. No son los hombres sino las instituciones las que aseguran el reino de la libertad y las buenas costumbres en los Estados. Todo bien depende de la perfección o imperfección de las instituciones, pero también de ellas dependerá necesariamente todo el mal que sufrirán los hombres como resultado de su convivencia social. Y cuando exijo las mejores instituciones, debéis entender que se trata, según la bella frase de Solón, de las instituciones más perfectas que los pueblos puedan tolerar. Es decir, que no concibo para ellos condiciones de vida imposibles, y aquí me aparto de esos deplorables reformadores que pretenden organizar sociedades sobre la base de hipótesis puramente racionales, sin tomar en cuenta el clima, los hábitos y hasta los prejuicios. Las naciones cuando nacen tienen las instituciones que son posibles. La Antigüedad nos muestra que existieron civilizaciones maravillosas, Estados donde se concebían admirablemente bien las condiciones de un gobierno libre. A los pueblos de la era cristiana les fue más difícil armonizar sus constituciones con los movimientos de la vida política; pero aprovechando las enseñanzas de la Antigüedad, llegaron, no obstante, en civilizaciones infinitamente más complicadas, a resultados más perfectos. Una de las principales causas de la anarquía y del despotismo fue la ignorancia teórica y práctica, que por largo tiempo prevaleció en los Estados de Europa, respecto de los principios que presiden la organización del poder. ¿Cómo podía afianzarse el derecho de la nación, si el principio de la soberanía residía únicamente en la persona del príncipe? ¿Cómo podía su gobierno no ser tiránico si el encargado de hacer ejecutar las leyes era al mismo tiempo el legislador? ¿Qué protección podían tener los ciudadanos contra la arbitrariedad, si una sola mano reunía confundidos los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. (El espíritu de las leyes, libro XI, cap. VI). Bien sé que algunas libertades y derechos públicos, que tarde o temprano se introducen en las costumbres políticas menos avanzadas no pueden menos que obstaculizar el ejercicio ilimitado de la monarquía absoluta; que, por otra parte, el temor del clamor popular, el espíritu timorato de algunos reyes los indujo a utilizar con moderación el poder excesivo del que estaban investidos; pero no es menos cierto que garantías tan precarias se hallaban a merced del monarca, dueño en principio de los bienes, derechos y hasta de la persona de sus súbditos. La división de poderes ha resultado en Europa el problema de las sociedades libres, y si hay algo que mitiga mi ansiedad en estas horas previas al juicio final, es el pensar que mi paso sobre la tierra no es ajeno a esta grandiosa emancipación. Habéis nacido. Maquiavelo, en las postrimerías del Medioevo y os fue dado contemplar, junto con el renacimiento de las artes, la aurora de los tiempos modernos. Os diré empero, con vuestro permiso, que el medio social en que vivíais se hallaba impregnado todavía de los extravíos de la barbarie; Europa era un torneo. Ideas de guerras, dominación y conquistas trastornaban el espíritu de los hombres de Estado y de los príncipes. Convengo que en ese entonces la fuerza lo era todo y poca cosa el derecho; los reinos representaban una presa para los conquistadores; los soberanos luchaban contra los grandes vasallos en el interior de los Estados; los grandes vasallos aplastaban las ciudades. En medio de la anarquía feudal de una Europa en armas, el pueblo pisoteado se acostumbró a considerar a los príncipes y los grandes como a divinidades fatídicas, árbitros supremos del género humano. Llegasteis en tiempos llenos de tumulto y grandeza a la par. Habéis contemplado capitanes intrépidos, hombres de acero, genios audaces; y ese mundo, cuajado, en su desorden, de una sombría belleza, se os reveló como se revela al artista, a quien lo imaginario impresiona más que lo moral; a mi entender, esto explica el tratado El Príncipe, y no estabais lejos de la verdad cuando, hace un instante, para sondearme, os complacíais, por medio de una finta italiana, en atribuirlo a un capricho de diplomático. Pero, después de vos el mundo ha cambiado; hoy en día los pueblos se consideran árbitros de su destino; han abolido los privilegios y destruido la aristocracia de hecho y de derecho; han establecido un fundamento que para vos, descendiente del marqués Hugo, sería, nuevo: han instaurado el principio de la igualdad. Sólo ven mandatarios en quienes los gobiernan; y han creado el principio de la igualdad mediante leyes que nadie les podrá quitar. Cuidan de esas leyes como de su sangre, pues, en verdad, costaron mucha sangre a sus antepasados. Hace un instante os hablaba de las guerras: sé de los estragos que todavía causan; mas el primer progreso habido es que ya no otorgan al vencedor el derecho de apropiarse del Estado vencido. En los tiempos que corren, rigen las relaciones entre los países un derecho apenas conocido por vos, el derecho internacional, así como el derecho civil reglamenta las relaciones entre los individuos en cada nación. Luego de afirmar sus derechos privados por medio de la legislación civil, y sus derechos públicos por medio de tratados, los pueblos han querido legalizar la situación con sus príncipes, y han consolidado sus derechos políticos por medio de constituciones. Durante largo tiempo expuestos a la arbitrariedad por la confusión de los poderes, que permitían a los príncipes dictar leyes arbitrarias y ejercerlas tiránicamente, los pueblos han separado los tres poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- estableciendo entre ellos límites constitucionales imposibles de transgredir sin que cunda la alarma en todo el cuerpo político. Esta sola reforma, hecho de enorme importancia, ha dado nacimiento al derecho público interno, poniendo de relieve los superiores principios que constituyen. La persona del príncipe deja de confundirse con el Estado; la soberanía se manifiesta como algo que tiene en parte su fuente en el seno mismo de la nación, la cual dispone una distribución de los poderes entre el príncipe y cuerpos políticos independientes los unos de los otros. No he de desarrollar ante el ilustre estadista que me escucha una teoría del régimen que en Francia e Inglaterra llaman régimen constitucional; éste se ha introducido ya en las costumbres de los principales Estados de Europa, no solamente por ser la expresión de la ciencia política más elevada sino, sobre todo, por ser el único modo práctico de gobernar, dadas las ideas de la civilización moderna. En todas las épocas, bajo el reinado de la libertad o de la tiranía, no fue posible gobernar sino por leyes. Por consiguiente, todas las garantías ciudadanas dependen de quien redacta las leyes. Si el príncipe es el único legislador, sólo dictará leyes tiránicas y ¡dichosos si no derriba en pocos años la Constitución del Estado! Pero, en cualquiera de los dos casos, nos hallamos en pleno absolutismo. Cuando es un senado, viviremos bajo una oligarquía, régimen aborrecido por el pueblo, pues le proporciona tantos tiranos como amos existen; cuando es el pueblo, corremos hacia la anarquía, que es otra de las formas de llegar al despotismo. Si es una asamblea elegida por el pueblo, queda resuelta la primera parte del problema, pues en ella encontraremos los fundamentos mismos del gobierno representativo hoy en vigor en toda la parte meridional de Europa. Empero, una asamblea de representantes del pueblo en posesión exclusiva y soberana de la legislación, no tardará en abusar de su poderío y en colocar al Estado en situaciones de sumo peligro. El régimen que ha sido definitivamente constituido, feliz transacción entre la aristocracia, la democracia y la institución monárquica, participa a la vez de estas tres formas de gobierno, por medio de un equilibrio de poderes que es al parecer la obra maestra del espíritu humano. La persona del soberano sigue siendo sagrada e inviolable; pero aun conservando un cúmulo de atribuciones capitales que, para bien del Estado, tienen que permanecer en sus manos, su cometido esencial no es sino de ser el procurador de la ejecución de las leyes. Al no tener ya la plenitud de los poderes, su responsabilidad se diluye y recae sobre los ministros que integran su gobierno. Las leyes, cuya proposición le incumbe en forma exclusiva o conjuntamente con algún otro cuerpo estatal, son redactadas por un consejo de hombres experimentados en la cosa pública, y sometidas a una Cámara Alta, hereditaria o vitalicia, que examina si sus disposiciones se ajustan a la Constitución, votadas por un cuerpo legislativo proveniente del sufragio de la nación, y aplicadas por una magistratura independiente. Si la ley es viciosa, la rechaza o la enmienda el cuerpo legislativo; si contraria a los principios sobre los cuales reposa la Constitución, la Cámara Alta se opone a su adopción. El triunfo de este sistema con tanta hondura concebido, y cuyo mecanismo puede, como veis, ser combinado de mil maneras, de acuerdo con el temperamento de los pueblos a los que se aplica, ha consistido en conciliar el orden con la libertad, la estabilidad con el movimiento, y lograr que la generalidad de los ciudadanos intervengan en la vida política a la par que se suprimen las agitaciones en las plazas públicas. Es el país que se gobierna a sí mismo, por el alternativo desplazamiento de las mayorías que influyen en las Cámaras para la designación de los ministros dirigentes. Las relaciones entre el príncipe y los individuos descansan, como veis, sobre un vasto sistema de garantías que tiene sus inquebrantables fundamentos en el orden civil. Ni las personas, ni sus bienes pueden ser vulnerados por acción alguna de las autoridades administrativas; la libertad individual se halla bajo la protección de los magistrados; en los juicios criminales, quienes juzgarán a los acusados son sus iguales; por encima de los diversos tribunales existe una jurisdicción suprema encargada de anular cualquier fallo pronunciado que violara las leyes. Armados están los ciudadanos mismos para la defensa de sus derechos en milicias burguesas que colaboran en la vigilancia de las ciudades; por el camino del petitorio, el más modesto de los particulares puede hacer llegar sus quejas hasta los pies de las asambleas soberanas que representan a la nación. Administran las comunas funcionarios públicos nombrados por elección. Anualmente, grandes asambleas provinciales, también surgidas del sufragio, se reúnen para expresar las necesidades y deseos de las poblaciones circundantes. Tal es la pálida imagen, ¡oh Maquiavelo!, de algunas de las instituciones que florecen actualmente en los Estados modernos y especialmente en mi hermosa tierra; pero la publicidad está en la esencia de los países libres: estas instituciones no podrán sobrevivir mucho tiempo si no funcionan a la luz del día. Un poder, aún desconocido en vuestro siglo y recién nacido en mi época, ha contribuido a infundirle un nuevo soplo de vida. Se trata de la prensa, largo tiempo proscrita, desacreditada aún por la ignorancia, mas a la cual podrías aplicarse la frase empleada por Adam Smith al referirse al crédito: Es una vía pública. Y en verdad, en los pueblos modernos todo el movimiento de las ideas se pone de manifiesto a través de la prensa. La prensa ejerce en los Estados funciones semejantes a las de vigilancia: expresa las necesidades, traduce las quejas, denuncia los abusos y los actos arbitrarios; obliga a los depositarios del poder a la moralidad, bastándole para ello ponerlos en presencia de la opinión. En sociedades reglamentadas de este modo, ¡oh Maquiavelo!, ¿qué lugar podríais vos asignarle a la ambición de los príncipes y a las maniobras de la tiranía? No desconozco por cierto que el triunfo de ese progreso costó dolorosas convulsiones. En Francia, ahogada en sangre durante el período revolucionario, la libertad solo pudo resurgir con la Restauración. Nuevas conmociones habrían de sobrevenir aún; mas ya todos los principios e instituciones de que os he hablado habían pasado a formar parte de las costumbres de Francia y de los pueblos que giran de la órbita de su civilización. He concluido, Maquiavelo. Los Estados, como asimismo los soberanos, ya solo se gobiernan de acuerdo con las normas de la justicia. El ministro moderno que quisiera inspirarse en vuestras enseñanzas no permanecería en el poder ni siquiera un año; el monarca que practicase los preceptos del tratado El Príncipe, levantaría en su contra la reprobación de sus súbditos; se le pondría al margen del mundo europeo.
Maquiavelo ¿Lo creéis así?
Montesquieu ¿Me perdonaréis la franqueza?
Maquiavelo ¿Por qué no?
Montesquieu ¿Debo pensar que vuestras ideas se han modificado un tanto?
Maquiavelo Me propongo destruir, uno a uno, los diversos y bellos conceptos que habéis vertido, y demostrar que sin mis doctrinas las únicas dominantes en la actualidad, a pesar de las nuevas costumbres, a pesar de vuestros presuntos principios de derecho público, a pesar de las diversas instituciones que acabáis de describirme; pero permitidme que, primero, os formule una pregunta: ¿En qué momento de la historia contemporánea os habéis detenido?
Montesquieu Mis conocimientos sobre los diversos Estados europeos llegan hasta los últimos días del año 1847. Ni los azares de mi errante andar a través de estos espacios infinitos ni la multitud de almas que aquí moran me han proporcionado encuentro con ser alguno que me informara sobre lo acontecido más delante de la fecha que acabo de indicaros. Luego de mi descenso a la mansión de las tinieblas, transité aproximadamente medio siglo entre los pueblos del mundo antiguo y apenas ha transcurrido un cuarto de siglo desde mi encuentro con las legiones de los pueblos modernos: más aún, tengo que decir que la mayoría de ellos llegaban aquí desde los confines más remotos de la tierra. Ni siquiera sé a ciencia cierta el año terrestre en que nos hallamos.
Maquiavelo Aquí pues, los últimos son los primeros, ¡oh Montesquieu! Los conocimientos sobre la historia de los tiempos modernos del estadista medieval, del político de la edad de la barbarie, son mayores que los del filósofo del siglo XVIII. Los pueblos se hallan en el año de 1864.
Montesquieu Os ruego entonces encarecidamente, Maquiavelo: hacedme saber qué aconteció en Europa después del año 1847.
Maquiavelo No antes, si me lo permitís, de que me haya proporcionado el placer de llevar la derrota al seno de vuestras teorías.
Montesquieu Como gustéis; mas creedlo, no experimento al respecto inquietud alguna. Siglos se necesitan para modificar los principios y formas de gobierno en que los pueblos se han habituado a vivir. Imposible que en los quince años transcurridos haya tenido éxito ninguna nueva escuela política. Y en cualquier caso, de no ser así, el triunfo no sería jamás el de las doctrinas de Maquiavelo.
Maquiavelo Ése es vuestro pensamiento: escuchad entonces.
Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly
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